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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (21 page)

El señor Satomi, de Taxis Tokai, le hizo una visita formal para ofrecerle un puesto hasta que le devolvieran el carné de conducir. La empresa necesitaba algo más que taxistas, por ejemplo, alguien que se encargara de la limpieza, el papeleo y la gestión de personal. Taizo declinó la oferta sin dudarlo un segundo. Se aferraba con fuerza a su decisión de mantenerse lo más lejos posible del negocio.

—¡Este hombre no atiende a razones! —exclamó enfadado el señor Satomi antes de volverse sobre sus talones.

—No se preocupe, ya se le pasará —dijo Yoriko, forzando una sonrisa.

En el instituto de Mamoru las cosas también volvían a su cauce. Su estrategia parecía haber surtido efecto con Miura y su banda; habían dejado de molestarlo. Las heridas de Yoichi Miyashita empezaban a cicatrizar y volvía a asistir a clase.

Una noche, mientras la familia Asano se sentaba a la mesa a cenar, con las noticias de las seis de fondo, Mamoru desvió la mirada hacia la televisión y reconoció la fachada del edificio que salía en el reportaje.

«—A las tres en punto de esta tarde, en los grandes almacenes Laurel situados en el distrito de K., —decía el presentador del telediario— un anciano perdió los estribos y se puso violento.»

Mamoru dejó su cuenco de arroz sobre la mesa y escuchó con atención.

«—Tras adueñarse de un cuchillo de la Sección de Hogar, apuñaló a dos empleados. El agresor ha sido identificado como Kazunobu Kakiyama, un vecino de la zona.»

—Mamoru, ¿no es ahí donde trabajas? —preguntó Maki angustiada mientras se agachaba a recoger los palillos que el chico acababa de dejar caer al suelo.

«—Goro Makino, un guarda de seguridad de cincuenta y siete años, y Hajime Takano, de treinta han resultado heridos. Takano recibió una puñalada en el hombro y está hospitalizado con pronóstico reservado. No hubo que lamentar más víctimas pese a que, en el momento de la agresión, unos ciento quince clientes se encontraban en el interior del edificio. Una vez que la policía logró desarmar y reducir al desequilibrado, lo llevaron a la comisaría de Joto donde tendrá que prestar declaración. Dado el estado de perturbación del agresor y su conocido problema de consumo de sustancias estupefacientes, la policía cree que pudo actuar bajo la influencia de las drogas.»

Para cuando Mamoru llegó al hospital, el horario de visitas estaba a punto de finalizar. Takano yacía en una cama. Lucía una venda que le cubría el cuello y el hombro izquierdo y, en el brazo derecho, una intravenosa conectada a un gotero. Pese a su mal aspecto, en cuanto avistó a Mamoru, hizo lo que pudo por alzar la cabeza.

—¡Entra! —Saludó al chico muy sonriente—.Te habrás preocupado mucho al enterarte de lo sucedido, ¿verdad?

—Lo vi en las noticias mientras cenábamos. Casi me atraganto.

Takano le dijo que unos detectives se habían pasado por allí para hablar con él y que regresarían al día siguiente para tomarle declaración.

—Es horrible lo que ha pasado. ¿Te duele mucho? —preguntó Mamoru.

—No es tan grave como parece. Me han cubierto de vendas para que la cosa no empeore.—Takano se valió de la barbilla para indicar el punto donde había recibido la puñalada. Unos centímetros más arriba y el cuchillo podría haberle alcanzado la yugular; unos centímetros más abajo, y le hubiese atravesado el corazón. Mamoru sintió un escalofrío descendiéndole por la espalda—. No soy tan rápido como pensaba. Estaba seguro de poder esquivarlo. Bueno, al menos, ningún cliente salió herido.

—¿Y Makino?

—Se hirió la espalda cuando intentó reducir al agresor, pero le han hecho varias pruebas y no tiene nada grave. Saldrá de aquí por su propio pie en pocos días.

—¿Quién hubiese pensado que algo así podría suceder en Laurel?

Las secciones de Libros y Hogar se situaban respectivamente a ambos extremos de la cuarta planta. Cuando Kayikama rompió la vitrina con la mano y se apoderó del cuchillo, una empleada activó la alarma y Takano y Makino acudieron de inmediato. De no ser por ellos, algún cliente habría salido herido.

—Deberían darte una medalla. Primero la chica de la azotea y ahora este agresor. ¿Qué haría la empresa sin ti?

—¿Acaso no lo sabes? A ciertos incompetentes nos mantienen en plantilla por si han de recurrir a nuestra fuerza bruta en caso de emergencia. —Takano se echó a reír, pero Mamoru supo que debía de dolerle mucho—. Además, ¡fuiste tú quien evitó que esa chica se lanzase al vacío!

Conforme hablaban, la intravenosa inyectaba gotas de solución en el brazo de Takano. Al parecer, surtía efecto, puesto que Takano empezaba a mostrar signos de somnolencia. Mamoru se bajó con mucho tiento de la cama cuando Takano retomó la conversación.

—…Pero es una buena oportunidad, ¿sabes?

—¿El qué?

—¿Recuerdas a esa chica? ¿La del jersey rojo?

—Por supuesto que sí.

—Es una estudiante modelo en su instituto. Es muy extraño que hiciese algo parecido. De hecho, ni siquiera recuerda por qué… —Takano empezó a mascullar sus palabras y al ver que sus párpados caían, Mamoru se marchó de puntillas de la habitación.

Mientras se alejaba por el pasillo, se cruzó con una joven enfermera que llevaba un sujetapapeles en la mano. Mamoru se volvió sobre sí para contemplarla y vio que se dirigía hacia la habitación de Takano.

Cuando a Sato le extrajeron el apéndice, le dijo a Mamoru que todo hombre soltero fantaseaba con las enfermeras. Mamoru se preguntó si le habría llegado el turno a Takano. Ojalá, al menos así, alguien se quedaría con buen sabor de boca después de tal mal trago.

Pero ¿a qué se habría referido Takano con «una buena oportunidad»? No era algo que solía escucharse de alguien que acababa de escapar de la muerte. En cuanto salió del hospital se topó con una ambulancia que, con unas luces cegadoras, aparcaba frente a la salida de urgencias. Los paramédicos se apresuraron a llevarse a alguien que yacía en una camilla envuelto en mantas amarillas.

¿Cómo era posible que esa chica que casi saltó desde la azotea no recordase qué la había empujado a hacerlo?

A finales de año, la gente se acercaba a las tiendas incluso antes del horario de apertura, cuando las persianas aún seguían bajadas. Las expectativas de venta eran altas, y los empleados soportaban una gran presión.

Cada primer sábado del mes, Sato y Mamoru pasaban la mañana fuera de la Sección de Libros. Se les había asignado la tarea de preparar y llevar a cabo el sorteo de la tómbola que se celebraba en el gran vestíbulo de la primera planta. Cuántas más compras realizaran los clientes, más posibilidades de optar a un premio. Aquel era otro argumento comercial de peso para estimular las ventas durante la campaña de fin de año.

El artilugio consistía en un sistema electrónico, nada del otro mundo. De hecho, parecía más bien una tragaperras. El empleado levantaba una palanca, y los números desfilaban rápidamente en la pantalla. El cliente pulsaba un botón para detener la rotación, y el número sacado indicaba el premio. En suma, una máquina luminosa, que no hacía demasiado ruido y que encantaba a los niños. Sin embargo, para los dos empleados encargados de manejar sendas máquinas, el trabajo no era tan entrañable. Levantar y bajar la palanca para cada cliente de una cola que no se agotaba nunca se convertía en un ejercicio agotador.

—Eh, Mamoru, ¿has oído hablar del Shurado? —preguntó Sato, que esbozó una sonrisa algo forzada.

—¿Shurado? ¿Qué es eso? ¿Algún tipo de arte marcial?

—No, qué va. Es uno de los seis niveles del infierno budista. El lugar al que van los que cayeron de forma deshonrosa en el campo de batalla.

—¿Y qué tiene eso que ver con la tómbola? —preguntó Mamoru mientras entregaba un paquete de pañuelos como premio de consolación. El cliente que lo recogió rezagó la mirada en el premio estrella, un crucero de siete días por el mar Egeo, antes de marcharse cabizbajo.

—Los condenados al Shurado están cegados por el odio de la guerra y sus corazones rebosan de rencor —prosiguió Sato—. ¡Y lo que allí les aguarda no es sino otra batalla! Y vaya batalla: al levantarse el sol, hordas de enemigos irrumpen alzando sus espadas. Por más que caigan esos adversarios, vuelven a ponerse de pie. La encarnizada lucha no conoce tregua. Al caer la noche, a los malditos combatientes se les caen primero los brazos y después las piernas. Gimen, gritan y lloran de dolor.

—Has estado leyendo demasiado, ¿no?

—Espera, que aún hay más. Agonizan sin llegar a morir nunca. Lo que, desde luego, es lógico, dado que ya están en el infierno. Por mortales que sean sus heridas, en cuanto el sol se levanta, ya han cicatrizado. Y empieza otra vez el suplicio. Luchar y luchar es lo único que harán en el otro mundo. Y así sucede una y otra vez, por toda la eternidad. Suena terrible, ¿verdad?

—La imagen mental que tengo ahora mismo es la selección japonesa de rugby enfrentándose a los All Blacks.

—Y nosotros aquí, todo el día dándole a la palanca… —continuó Sato—. Todo el día engañando a los clientes.

—¿Por qué dices eso? Ellos se lo pasan en grande.

—Pues a eso me refiero. Creen sinceramente que el premio estrella está ahí. Jamás he visto otra cosa que ese estéreo de música que dan con el tercer premio.

—¿En serio? —La mujer que encabezaba la cola interrumpió la conversación. Tenía ambas cejas enarcadas en un gesto de obvia consternación.

—¡Desde luego que no! —exclamó Sato con una hipócrita sonrisa en los labios—. ¡Pues claro que hay un premio estrella! —Le arrebató de las manos el boleto y accionó la palanca. Le tocó el cuarto premio.

—Hablas demasiado —le advirtió Mamoru antes de volverse hacia la dienta—. ¡Enhorabuena, señora! El cuarto premio. ¿Prefiere un rollo de plástico transparente o unas pastillas para la tos?

No hubo manera de que Sato se quedara callado aunque, al menos, continuó en voz baja.

—Los clientes aparecen con sus boletos en la mano y un sueño en mente. Acaban comprando cosas que no necesitan solo para hacerse con una participación extra. Cuando tú y yo nos vayamos al otro barrio, seguro que acabamos en el Shurado, Mamoru. El infierno de la tómbola. Estaremos levantando esta palanca desde que el sol salga hasta que se ponga; se nos caerán los brazos. Cada mañana nos despertaremos ante una cola infinita de clientes, cada uno de ellos con puñados de boletos. Haremos lo mismo una y otra vez, por toda la eternidad.

—Deja de decir tonterías. Vas a volver loco al chaval. —Era Madame Anzai, que sustituía a Takano mientras estaba de baja—. Yo me encargo, podéis ir a almorzar. Después quiero que paséis la tarde haciendo inventario en el almacén.

—¡Oh! ¡Buda nos ha escuchado! —exclamó Sato.

Durante el descanso, en la cafetería reservada a los empleados, Mamoru se excusó ante Sato y se encaminó hacia el teléfono para llamar a Hashimoto. Madame Anzai le comentó que su tía Yoriko había llamado mientras él andaba atareado con la tómbola.

—Me ha dicho que justo después de que te marchases de casa esta mañana, recibiste una llamada de un tal Hashimoto. Quiere que lo llames.

¿Qué tendría que decirle Nobuhiko Hashimoto? Marcó su número, pero estaba comunicando. Lo intentó tres veces más a intervalos de unos dos minutos, y la línea seguía ocupada. Finalmente, se dio por vencido. Sato le sonrió cuando regresó a la mesa.

—Déjame adivinar, ¿ha llamado tu novia para romper contigo?

—Eso es, pero no me preocupa demasiado. Hemos roto un montón de veces y siempre lo arreglamos con un beso.

Sato inclinó la cabeza, en un gesto de derrota.

—¡Tú ganas! Mírame a mí, viajando de un lugar a otro. ¡No intentes detenerme, mi amor!

—¿Y dónde vas a pasar este Año Nuevo? —Mamoru cambió de tema sin transición.

—Mi plan es seguir en vivo el París-Dakar.

—¡Vaya! Eso debe de costar un ojo de la cara.

—Sí, supongo… Por eso estoy trabajando y ahorrando. Cuento contigo para quedarte al mando cuando esté fuera. Y si no regreso, espero que cada vez que te acuerdes de tu viejo amigo, reces por mi descanso entre las dunas del desierto.

Esas palabras le recordaron a Mamoru la previa conversación sobre el Shurado, y decidió contarle a Sato algo sobre Yoko Sugano que no había podido sacarse de la cabeza.

—Sato, ¿alguna vez has pensado en dedicarte a otra cosa que te permita conseguir mucho dinero en poco tiempo para costearte tus viajes?

—¿Dedicarme a otra cosa?

—Ya sabes, algo más fácil que te haga ganar importantes sumas de dinero.

—¿Y a qué viene eso ahora? —Sato parecía desconcertado.

—Nada, solo curiosidad.

Sato se rascó la nariz y reflexionó unos minutos.

—Importantes sumas de dinero… No estaría mal, aunque en estos trabajos suele haber gato encerrado. Como estafar a alguien, a riesgo de que acaben estafándote a ti. No, no me interesa. Estoy a gusto aquí en la librería. Es el trabajo perfecto para mí. Y todo lo que tengo me lo he ganado con el sudor de mi frente.

En el almacén, encontraron tareas pendientes como para no aburrirse. Tenían que hacer inventario de ciertos artículos, y una montaña de libros y revistas que preparar para su devolución. Además, la pantalla de vídeo proyectaba un desfile de moda con trajes de baño de la pasada temporada. Sato entraba y salía para poder echar un vistazo a las modelos.

—¡Deberías ver las piernas tan largas que les hacen esos bañadores! ¡Van casi desnudas! ¡Sal a echar un vistazo!

En cuestión de una hora, la camiseta que Mamoru llevaba bajo el uniforme estaba empapada en sudor, y la montaña de trabajo apenas había menguado. A Mamoru le pareció un infierno más aterrador que el de la tómbola. Al recaer en la pila de revistas abultadas en fardos, se acordó de
Canal de Información.

¿Cuántas copias habrían vendido? ¿Cuánta gente habría leído ese artículo? Estaba convencido de que los ejemplares habrían acumulado polvo en alguna estantería y gran parte de la tirada habría acabado devuelta al editor.

«Nos quedaban algunos ejemplares, pero alguien los compró todos.»

Al parecer, ese hombre mencionó algo sobre una denuncia que pensaba interponer contra una de las chicas, pero ¿era tan fácil llevar a alguien ante los tribunales solo por fingir que era tu novia cuando lo único que quería de ti era el dinero? Perdido en sus cavilaciones, Mamoru dejó que sus ojos vagasen por las cubiertas de otro tipo de publicaciones, las conocidas como revistas de prensa. El proceso de edición era muy básico: recortar artículos de periódicos, revistas, y tabloides, reeditarlos y publicarlos por género. Mamoru conocía un par de esas revistas, una de crítica literaria y otra sobre informática. Ambas gozaban de una gran demanda y se vendían como churros.

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