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Authors: Miyuki Miyabe

Tags: #Intriga

El susurro del diablo (24 page)

—Lo que tú digas.

La mirada de Mamoru se desvió distraídamente hacia el reloj mientras escuchaba la discusión entre su tía y su prima. De súbito, su mente se quedó en blanco, cual soldado avanzando por un campo de minas, con el presentimiento de que algo malo iba a suceder.

—Mamoru, ¿qué pasa con el reloj? No paras de mirarlo.

Acababan de tomar la sencilla sopa en la que consistía la cena del domingo. Ya eran casi las ocho.

—No me había dado cuenta.

—Pues lo estás haciendo. ¿Es que vas a salir?

—No, solo me preguntaba si estaba atrasado.

—Imposible. Hoy mismo le he dado cuerda y lo he puesto en hora —contestó Taizo.

El reloj de pared de la familia Asano era tan viejo que cualquier anticuario hubiese estado dispuesto a dar lo que fuese por tenerlo en su catálogo. Ese regalo de boda había sobrevivido a terremotos y mudanzas, y ahí seguía, marcando las horas. Taizo le daba cuerda una vez a la semana y lo engrasaba con bastante regularidad. Un simple ritual con el que aseguraba el continuo tictac que regía el paso del tiempo en su hogar. Incluso ese emblemático objeto se presentaba en esos instantes como una auténtica bomba de relojería.

A las ocho y media, Mamoru subió a su habitación y cerró la puerta, decretando que nada ocurriría mientras permaneciera allí. Apagó la luz y se quedó sentado en la oscuridad, sin apartar la vista del reloj digital que quedaba junto a su cama.

Las nueve menos veinte. Alguien llamó a la puerta de su habitación.

—Soy yo. ¿Puedo pasar? —Maki abrió y asomó la cabeza antes de deslizarse dentro, sin esperar respuesta—. ¿Qué narices te ocurre? ¿Te encuentras mal?

No podía echar a su prima del cuarto sin más, así que se limitó a esbozar una leve sonrisa y a negar con la cabeza.

—Dime, ¿qué te parece? A mí me parece genial.

—¿El qué? ¿Qué te parece genial?

—Ya sabes a qué me refiero. ¿No nos estabas escuchando? Mamá hablaba sobre la visita del señor Yoshitake.

Koichi Yoshitake, el jefe de Shin Nippon, se pasó por casa mientras Maki y él estaban fuera. Según parecía, vino acompañado por uno de sus subalternos con el propósito de ofrecer un trabajo al tío Taizo.

—Sabes que papá ya no puede ponerse al volante de un taxi, así que ha llegado la hora de que se recicle. Y no es que haya muchos empresarios dispuestos a contratar a un hombre de su edad. Más le vale aceptar la oferta del señor Yoshitake.

—¿Y por qué iba el señor Yoshitake a…?

—Sabes que detuvieron a papá porque ese hombre salió huyendo de la escena. Supongo que intenta resarcirle de ello. No sé por qué razón papá y mamá le han pedido tiempo para pensarlo. Dicen que Shin Nippon paga muy buenos sueldos. Voy a intentar convencerlos. Y si te surge la oportunidad, menciona el tema tú también, como si tal cosa. Será nuestro pequeño plan.

Maki no podía dejar de hablar, y el reloj estaba a punto de dar las nueve. Mamoru, se quedó petrificado por los nervios, silenciado por la sequedad de su boca.

«¿A por qué miembro de su familia iría el hombre del teléfono?» «¿A quién elegiría para ejecutar su demostración?».

—… ¿Vale? ¿Me lo prometes? —Tras pronunciar aquello, Maki se levantó y se marchó. Mamoru espiró el aire de sus pulmones. Su mirada volvió a posarse sobre el reloj.

Las nueve menos cinco.

—Mamoru, ¡ven a doblar la ropa! —Yoriko lo reclamaba a voces desde el salón—. ¡Mamoru! ¿Me has escuchado?

Las ocho y cincuenta y cinco minutos, y treinta segundos. El chico dejó escapar un suspiro.

Tras oír un fuerte golpe en la puerta de la habitación, Mamoru vio a su tía abrirse paso. Llevaba los brazos cargados de ropa limpia.

—Tu tío está bañándose. Dobla la ropa y cuando termine, te aviso. —Yoriko se quedó allí plantada, mirando a su sobrino—. ¿Estás enfermo?

Mamoru negó con la cabeza. Las ocho y cincuenta y nueve.

—¿Seguro? Estás pálido como un sudario. Ah, por cierto… ¿Qué pretendías esta tarde cuando llamaste a casa? —Al ver que Mamoru se negaba a responderle, Yoriko se volvió sobre sí misma, dispuesta a marcharse. Miró por encima del hombro, ceñuda, antes de cerrar la puerta. En ese instante, el despertador digital de Mamoru marcó las nueve en punto. Desde el salón resonó la primera campanada del reloj de pared. Mamoru permaneció inmóvil, sentado, rodeándose las rodillas con los brazos.

Las campanadas se prolongaron, y el reloj digital empezó a mostrar los segundos. Uno, dos…

El reloj de pared dejó de sonar. Ya eran las nueve y diez segundos.

Quince segundos.

Veinte segundos.

La puerta de Mamoru volvió a abrirse, muy despacio esta vez. Era Maki. Clavaba los ojos en el chico, aunque parecía no verlo. Tenía la mirada perdida, como si observara algo a lo lejos.

—Escúchame, chico —dijo con tono pausado—. Llamé a Nobuhiko Hashimoto. Murió en el momento en el que descolgó el teléfono.

Maki se marchó.

Mamoru se levantó de un salto y salió corriendo hacia el pasillo. Abrió de un empujón la puerta de la habitación de su prima. Estaba sentada frente al equipo de música.

—¡Eh! ¿No sabes que tienes que llamar a la puerta? No puedes irrumpir así en mi cuarto —gritó, sobresaltada, con un CD en las manos—. ¿Qué demonios pasa contigo?

—Maki, ¿acabas…? ¿Acabas de entrar en mi habitación para decirme algo?

—¿Te refieres a lo del señor Yoshitake? —No parecía recordar nada más—. Mamoru, te comportas de un modo muy extraño.

El muchacho se inventó una excusa y se marchó a su habitación. Se sentó en el borde de la cama, con la cabeza entre las manos.

—¡Maki, teléfono! —anunció la tía Yoriko desde el salón.

—¿Quién es? —Mamoru oyó a su prima bajando apresurada la escalera. Como de costumbre.

Se sentía solo. Solo y muerto de miedo.

El día a día de Mamoru se estaba convirtiendo en una pesadilla de la que no terminaba de despertar. Temía por los suyos. Para conjurar la posibilidad de que algo malo les sucediese, se mantuvo apartado de todos aquellos a los que conocía. Tenía que poner punto y final a aquella locura. Y debía hacerlo solo.

Corrían mediados de diciembre. Las calles ya bullían de actividad. Las tiendas lucían la decoración de las fiestas de fin de año. La trompeta del Ejército de Salvación resonaba en cada esquina. Como cada año en esa época, las asociaciones de vecinos retomaron sus rondas nocturnas exhortando a los residentes a que extremaran la atención para detectar todo indicio de incendio. Durante sus largas noches en vela, Mamoru podía oír los intercambios de saludos de los distintos grupos cuando se encontraban durante sus patrullas.

—Este año nos tocan tres Días del Gallo
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, así que mejor no escatimar en precauciones —advirtió Yoriko. Con el fin de sensibilizar a la familia ante el riesgo de incendio, colocó pegatinas por toda la casa, habitación de Mamoru incluida. Aquella maldita pegatina atormentaba al chico que no podía evitar recordar la trágica muerte de Nobuhiko Hashimoto. Cada vez que la veía, le venía a la mente la imagen del archivador reducido a cenizas, el insoportable olor a quemado.

Llevaba días teniendo el mismo sueño. Empezaba con el siseo de un escape de gas. En cuanto reconocía el lugar donde se encontraba le sacudía un escalofrío. Se trataba de la casa de Hashimoto aunque, por algún capricho del sueño, esa casa y la de los Asano eran una misma. Distinguía la oscura silueta de Hashimoto, durmiendo. El teléfono sonaba. Una vez, dos veces, tres veces. Mamoru gritaba, le rogaba que no contestase. Pero Hashimoto se despertaba y descolgaba el teléfono. Entonces, había una explosión. Los cristales se hacían añicos y las llamas salían despedidas por las ventanas.

Mamoru se despertó. Siempre se despertaba en ese punto del sueño. Estaba empapado en sudor y curvado en una posición fetal, como si intentara protegerse de la onda expansiva de la explosión.

¿Y si se sinceraba con alguien? ¿Y si contaba toda la verdad sobre lo que le estaba sucediendo? Nadie lo creería. Lo tomarían por un loco, le aconsejarían que se tomase unas vacaciones. Se preguntaba si incluso él acabaría riéndose de sí mismo. No podía confiarse, tenía demasiado miedo de que cualquier persona a la que recurriese acabara muerta en cuestión de días. Quizás saltase desde una azotea o se arrojara al paso de un vehículo… Y, después, el teléfono sonaría: «Chico, has roto tu promesa…».

No, no podía contárselo a nadie. Y puesto que no podía hablar del tema, prefirió guardar silencio. A Maki no le hizo mucha gracia, y le preguntaba una y otra vez el motivo de su repentino mutismo. Yoichi Miyashita, que solía acercarse para charlar con él, siguió insistiendo unos pocos días, pero terminó cansándose del comportamiento de Mamoru. Anego dejó de preocuparse y empezó a actuar con despecho. Ni siquiera intercambiaba las palabras de siempre con Takano quien acababa de pedir el alta voluntaria para poder encargarse de la campaña de fin de año en la Sección de Libros de Laurel.

Una semana después de su primera visita, Koichi Yoshitake regresó, esta vez solo, para escuchar la respuesta de Taizo. Yoriko y su marido hablaron largo y tendido sobre el tema y, en una ocasión, también lo discutieron con Maki y Mamoru. Antes de tomar cualquier decisión, calcularon el dinero que necesitaban para vivir y consideraron lo difícil que le resultaría al viejo Taizo encontrar un nuevo trabajo. Shin Nippon acababa de inaugurar una nueva línea de servicios dedicada al alquiler de mobiliario, y lo que Yoshitake ofrecía a Taizo era un puesto en el departamento de expedición. Su tarea consistiría en preparar el cargamento de los camiones según las hojas de pedidos que le fuesen entregadas. Finalmente, Taizo decidió aceptar.

Yoshitake estaba encantado con la decisión.

Cuando lo oyó llegar, Maki se acercó de puntillas a la ventana para ver qué tipo de vehículo conducía. Soltó un silbido, impresionada.

—¿Es de importación?

—No, no es un esnob. Leí un artículo sobre automóviles que él mismo escribió y en el que señalaba que los mejores coches del mundo son japoneses. Solo lo verás al volante de un coche de marca nacional.

La primera impresión de Mamoru fue que el tal Yoshitake era mucho más joven y saludable de lo que aparentaba en las fotografías de los periódicos. Lucía un intenso bronceado que resaltaba perfectamente bajo su camisa impoluta.

A la familia Asano le constaba y le afligía que su benefactor se hubiese visto inmerso en una complicada situación al testificar a favor de Taizo. Aquel asunto marcaría la vida del empresario, que tendría que soportar las burlas por siempre.

Mamoru y Maki no sabían muy bien qué expresión adoptar cuando Taizo los presentó como su hijo e hija. Al contrario, el invitado se comportó del modo más natural imaginable: elogió la comida que Yoriko se había tomado la molestia de preparar para recibirlo; expresó su satisfacción ante la decisión de Taizo; respondió con todo lujo de detalles a las preguntas de Maki sobre sus viajes de negocios al extranjero, las últimas tendencias en materia de moda o de diseño interior.

Maki escuchaba hechizada mientras él describía la primera vez que asistió a una subasta en el Sotheby's, donde se convirtió en el ganador de la puja por una preciosa pipa que la emperatriz viuda Cixi solía fumar en la Ciudad Prohibida, cuando la dinastía Qing estaba en declive. Era la primera vez que, desde el accidente de su padre, Maki se mostraba feliz y relajada.

—A la emperatriz viuda le perdían los lujos, ¿verdad?

—Eso dicen. Es probable que sus excesos fueran una de las razones por las que la dinastía Qing abdicó. Se comentaba que poseía dos mil vestidos. ¿Has visto alguna vez la película
El último emperador
?

—¡Sí, es maravillosa!

Hacía unos meses que Maki había ido al cine acompañada por su primo, y Mamoru recordaba perfectamente que se había quedado dormida a mitad de la película. Supuso que era mejor no mencionar esa anécdota. Durante el tiempo que Yoshitake estuvo en casa, Mamoru tuvo la persistente impresión de que lo conocía de alguna otra parte. Pero ¿de dónde?

Antes de que se marchase, el chico se asomó por la ventana. ¡El coche! Ahora lo recordaba, era ese mismo coche de color gris plata en el que reparó la noche que fue al apartamento de Yoko Sugano. Sí, Yoshitake también estuvo allí, justo en el cruce donde se produjo el accidente.

Una vez que la familia se despidió y el invitado salió por la puerta, Mamoru lo siguió. Yoshitake buscaba la llave en el bolsillo.

«Incluso los ricos se olvidan de dónde han puesto las llaves», pensó.

En ese momento, Yoshitake reparó en él.

—Siento haberos entretenido tanto. ¿Me he dejado algo? —preguntó, lanzando una sonrisa bien ensayada y complaciente.

—¿Le importa si le hago una pregunta algo extraña? —empezó Mamoru.

—¿Qué tienes en mente?

—Señor Yoshitake, lo vi en la intersección donde la señorita Sugano fue atropellada. Fue el domingo después del accidente, a las dos o dos y media de la mañana.

Yoshitake miró al chico fijamente, con semblante grave. Por fin, su expresión pareció suavizarse, y de nuevo, brotó una sonrisa en sus labios.

—Supongo que me has pillado. ¿Cómo lo has sabido?

—Lo vi. Suelo salir a correr, y esa noche me acerqué hasta allí para ver el lugar del accidente.

—Entiendo. —Yoshitake se llevó la mano al bolsillo de la camisa, sacó un paquete de cigarrillos y encendió uno.

—También recuerdo el olor de sus cigarrillos. No es una marca corriente, ¿verdad?

—La próxima vez que salga de incógnito, procuraré llevar más cuidado —rió Yoshitake. El humo que emanaba su pitillo era de un color púrpura muy llamativo.

—Quería darle las gracias —dijo Mamoru—. Pese a todo lo que arriesgaba, decidió dar la cara.

—No es para tanto, créeme. Los medios de comunicación lo exageraron todo. No tienes que preocuparte por mí. Mi mujer no pedirá el divorcio y tampoco perderé mi puesto en la compañía. Que mi familia política me adoptara no significa que no sepa cuidar de mí mismo. He aprendido la lección. He decidido que tengo que ser más honesto con el papel que desempeño en la compañía, y estoy dispuesto a hacerlo.

Mamoru esbozo una sonrisa de alivio.

—Quienes merecéis mis disculpas sois tu hermana y tú —continuó—. Desaparecí como un cobarde con la esperanza de que no tuviera que testificar, de que apareciese alguien más. Lamento todo el dolor que os he causado.

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