Authors: Michael Bentine
El dulce beso que le dio María, con una risita, le dijo al joven normando que no estaba todo perdido y, mientras la bella joven se perdía en la oscuridad, Belami puso su poderoso brazo sobre los temblorosos hombros de su joven amigo.
—Simon —le dijo—, lo que ha pasado, pasado está. No se ha cometido ningún pecado mortal. Has besado a una hermosa muchacha que lo deseaba. Eso es todo. Y si la naturaleza hubiera tomado su curso natural, tampoco eso habría sido pecado.
«Nunca estuve de acuerdo con la forma extremadamente estricta en que te educaron. Si bien tengo un gran respeto por tus tutores, creo que interpretaron mal la voluntad de tu padre.
«Recuerda, Simon, que no estarías aquí si tu propio padre no hubiese respondido a la llamada de amor de nuestra santa Madre.
«Todavía no eres un caballero templario, a quien le está prohibido el amor terrenal por los votos del celibato. Por lo tanto, por amor a nuestra santa Señora (y créeme, Simon, que no digo ninguna blasfemia), deberías conocer la dulzura del verdadero amor, antes de que renunciaras a él para siempre.
Como el padre que abraza a su hijo favorito, así Belami estrechó a Simon entre sus brazos.
—Jesús sabe que no soy un santo, pues he amado a muchas mujeres, pero la doncella del caso, o la matrona, siempre consintió voluntariamente, y ninguna de ellas, que yo sepa, sufrió daño alguno a causa de nuestra relación. Tú no haces más que lo que suele hacer cualquier joven animal en celo en esta época del año. No hay pecado en ello, porque no tendríamos futuro sin el amor natural. ¡Créeme, Simon, el gran dios Pan no está muerto!
En seguida el trastornado joven le abrió su alma al prudente y mundano amigo, y le contó a Belami sus pasadas dudas y temores. El sonriente veterano le escuchó pacientemente mientras Simon le hablaba de la lucha solitaria que sostuvo, cuando la feliz infancia se convirtió en la incierta adolescencia vigorosa.
—He tenido sueños que me llevaron a un delicioso éxtasis, pero con el alba llegaba la culpa infernal, llenándome el alma de terror.
—¿No es eso verdaderamente obra del diablo?
—¡No, Simon, no lo es! —Belami rió—. Es, antes bien, obra de nuestra santa Madre Tierra. Créeme, mon ami tendrás mucho tiempo para evitar el caer en pecado mortal después que hayas tomado los votos de caballero templario... —El veterano hizo una pausa—. ¡Si es eso lo que deseas hacer!
Esbozó una amplia sonrisa.
—Basta de esta solemne conversación. Tomaremos un vaso de vino caliente con especias, porque el viento de Borgoña se vuelve muy frío a esta hora..., pues es por eso que estás temblando, ¿no es cierto, mon brave?
Belami sabía muy bien por qué temblaba Simon, pero así le brindaba al joven una excusa válida para su embarazo.
—Belami, ¿qué haría yo sin vos?
—En primer lugar, estarías pasando un delicioso rato con María —respondió el veterano, riendo, mientras se dirigían hacia el círculo que formaban los carros con el fin de saborear el vino caliente con especias y disfrutar de un par de horas de sueño, con la silla por almohada y envueltos en mantas junto al agonizante fuego de campamento.
La caravana de peregrinos siguió serpenteando su camino a lo largo de las aguas bordeadas de cañizares del Saóne, hasta que se unía con el río Ródano en Lyon.
Ése era otro importante puesto clave de los romanos para proteger el valle del largo río que se extendía hacia el sur hasta el delta de la pantanosa Camarga. Era un puerto destinado al comercio de vinos de gran actividad, así como una importante plaza fuerte de los templarios. Allí Belami dejó a dos de los jóvenes cadetes, Gervais de Lartre e Yves de St. Brieuc, el alto muchacho de Lille y el fornido bretón. Ambos se sintieron amargamente desilusionados al no poder continuar, pero la recurrencia de la fiebre que sufrían obligó a Belami a tomar la decisión de dejarles, para reforzar la guarnición de los templarios en Lyon.
—Mejor hacer un buen trabajo aquí que convertirse en un estorbo para una guarnición en las tierras asoladas por las fiebres de ultramar.
Los muchachos eran inteligentes y comprendieron el punto de vista de Belami. Éste les dio ánimos.
—Cuando estéis completamente curados, podréis uniros a nosotros en Tierra Santa. Hasta entonces, mes braves, buena cacería... ¡y no bebáis demasiado para ahogar vuestra decepción!
Lyon era el centro comercial para el vino de Borgoña, y las barcazas pesadamente cargadas zarpaban de sus quais para deslizarse rápidamente río abajo por el Ródano y llevar su carga de vinos y finas pieles a Provenza, donde les esperaban infinidad de barcos.
Los lanchones de río, de quilla plana, construidos especialmente, eran gobernados por fuertes remeros y estaban equipados con anchas velas. Su pilotaje constituía una hábil operación, para guiarles entre los móviles bancos de arena que las poderosas corrientes constantemente formaban y dispersaban. Cuando estaban vacías, aquellas barcazas habían de ser laboriosamente remolcadas río arriba. Entonces se las arrastraba cerca de la orilla, donde la corriente era más débil, por medio de yuntas de caballos o bien por partidas de desdichados prisioneros. Todo en nombre del gran dios Baco.
A causa del alto costo que significaba contratar un piloto fluvial experimentado y la falta de espacio que quedaba a bordo, después de cargar los pesados toneles de vino, pocos eran los peregrinos que podían darse el lujo de recurrir a aquel medio de transporte por la rápida y rugiente corriente. Sin embargo, varios mercaderes y los peregrinos más ricos eligieron afrontar el costo de aquel viaje rápido por el Ródano. El resto de la caravana, con excepción de los dos cadetes enfermos, emprendió la ruta del largo valle. Mientras así lo hacían, la relación entre María y Simon floreció hasta convertirse en un intenso amorío.
Todo era bastante inocente; furtivos encuentros de gozo cuando el padre de la joven estaba completamente dormido en la parte posterior del carro. Aquellas citas eran frecuentes, debido a lo afecto que era el orfebre al vino de Borgoña, pero lamentablemente los interludios debían ser breves, porque Simon y los otros cinco sirvientes ahora tenían que cubrir las guardias de los cadetes faltantes. El tiempo que los jóvenes pasaban juntos, si bien resultaba placentero, aún era demasiado corto como para poder llegar a una conclusión satisfactoria. Generalmente, sus breves encuentros llegaban al clímax del más absoluto deseo mucho antes de poder alcanzar algo más definitivo.
En todo momento, Belami, sin ser visto ni oído, montaba guardia para asegurarse de que los jóvenes gozaran de unos momentos de paz sin ser molestados. El veterano no era un voyeur, pero su aguzado oído difícilmente podía dejar de percibir la pasión que les embargaba. Se sonreía en la oscuridad y en voz baja tarareaba antiguas canciones de amor provenzales.
Aquel idilio fue interrumpido dramática y repentinamente.
Su marcha hacia el sur había transcurrido sin sobresaltos, aparte de la muerte de un anciano peregrino y de su entierro junto a un santuario al lado del camino, de manera que la vigilancia se había convertido en cosa rutinaria. Sólo fue precisa una momentánea distracción en el instante más inoportuno para que casi se produjese un desastre. Ocurrió a pocas millas al norte de la ciudad de Orange, frente al cañón de l’Ardéche. Poco antes del amanecer, Belami se despertó de repente con todos sus sentidos alerta. Para él, un débil grito y el roce de una espada al ser desenfundada había provocado la alarma. La niebla matutina colgaba baja sobre su campamento en la ribera del río, y la húmeda hierba había ahogado el golpear de los cascos de los caballos que se acercaban. El veterano no precisó que ningún centinela pidiera el santo y seña para identificar a los intrusos como personas hostiles. En Lyon, le habían advertido sobre una banda de forajidos conducidos por un caballero renegado, Etienne de Malfoy. Los hombres honestos no se acercan a un campamento sigilosamente a aquella hora de la madrugada. Con un potente grito de: «¡Alarma! ¡Alarma! ¡Aux armes mes braves!», Belami se incorporó, con al hacha de guerra de doble filo en su poderosa mano derecha. Ya llevaba su cota de malla puesta. El veterano cuando viajaba siempre dormía con ella, y, mudándose regularmente de jubón o de ropa interior, le absorbía el sudor y evitaba así las fiebres.
La guardia del campamento se levantó en armas, pero los bandidos ya se encontraban entre ellos. Los intrusos atacaron indiscriminadamente, matando hombres y mujeres en su frenética búsqueda del botín. Dos de los cadetes de Belami yacían muertos, con las cotas de malla reposando inútilmente junto a sus destrozados cadáveres: una lección terrible sobre la necesidad de estar siempre dispuesto para entrar en batalla.
Los tres cadetes sobrevivientes, Simon, Pierre de Montjoie y Phillipe de Mauray, estaban de pie, espalda contra espalda, formando un triángulo mortífero y luchando por sus vidas. No había ni rastros de Etienne Colmar, el joven cadete de Flandes.
Belami se sumió en una desesperada lucha como el Ángel de la Muerte, blandiendo su mortal hacha de guerra como una guadaña de destrucción. Un ladrón gritaba de dolor, mientras se aferraba el muñón de su brazo que sangraba a chorro, hasta que se desplomó hacia adelante, sin conocimiento. Otro cuerpo se estrelló contra el suelo, decapitado de un solo tajo. Un tercer asesino encontró su fin cuando Belami hundió hasta el mango el hacha en el pecho protegido por la malla de acero del hombre que chillaba.
Simon parecía estar en todas partes, en tanto su espada penetraba por debajo de la guardia de su oponente para perforarle el vientre o la garganta. No había tenido tiempo de tensar su arco antes de que los bandidos surgiesen de la bruma.
El ataque por sorpresa había tenido éxito contra la gente desarmada y los indefensos. Pero al hacerles frente los jóvenes guerreros y el veterano servidor, cuya hacha de guerra cercenaba mallas y cascos de acero, los forajidos huyeron a la desbandada. Su jefe, un hombre fornido, de barba negra, con armadura y capa roja, juraba estentóreamente al tiempo que su desmoralizada banda de bandidos pasaba por su lado lanzando maldiciones. Su negra montura se contagió del pánico, antes de que él pudiese dominarle, y el animal giró sobre sí mismo y salió al galope para perderse en la niebla, mientras su dueño se encontraba impotente para frenarle tirando de las riendas.
Los forajidos dejaron a siete de sus compañeros muertos o agonizantes a sus espaldas. Simon y sus camaradas se apoyaron en sus ensangrentadas espadas, jadeando penosamente: la respiración se condensaba en nubes de vapor al entrar en contacto con el frío aire de la madrugada. Belami fue examinando a los muertos hasta que encontró un cuerpo con un hálito de vida. El hombre estaba mal herido: la afilada espada de Simon le había abierto el costado.
—¡Aidez-moi camarade! —gritaba entre los dientes apretados por el dolor.
—¡El diablo te lleve! —murmuró Belami—. Pero, primero, dime quién es tu jefe. ¿Quién es el hijo de puta?
La punta de su puñal rozaba la garganta del renegado.
—¡Etienne de Malfoy!
—¡Mercí camarade!
El ladrón tenía los ojos desmesuradamente abiertos de terror.
Belami cogió el cayado en cruz de un peregrino asesinado, que yacía con el cuerpo retorcido junto a ellos. Acercó la cruz a los labios del hombre agonizante.
—¡Te absolvo! —musitó el veterano.
Y hundió la daga hasta la empuñadura en el pecho del forajido. Una bocanada de sangre salió de los labios del herido, y su espíritu abandonó el cuerpo. Belami levantó la vista hacia el rostro pálido de los cadetes. Estos se habían quedado conmocionados ante su acción. Las facciones del veterano eran duras como el granito.
—Un hombre herido, con la mitad de las entrañas fuera del cuerpo, puede seguir sufriendo el tormento durante una hora o más. Mi daga fue piadosa. Un día, mes camarades, quizá tendréis que hacer lo mismo por mí. —Hizo una elocuente pausa—. O quizá tenga que hacerlo yo por vosotros.
Simon había ultimado ciertos heridos por el mismo motivo. El coup de gráce no podría llevar un nombre mejor. De pronto le asaltó una idea. Se llevó la mano a la sudada frente.
—¡María! ¡Mon dieu! Me había olvidado de ella.
Belami lanzó una carcajada, rompiendo la tensión.
—Ella está bien, Simon. He visto cómo la bella moza clavaba un estilete en la carroña de un cabrón mal parido, cuando trataba de robar a su padre. Estaba estrangulando al viejo para sacarle la verdad de dónde tenía escondida la plata. No hagas enojar a esa exquisita criatura, Simon. ¡Puede ser fiera como una gata salvaje!
Belami registró los cadáveres de los renegados en busca del botín de guerra, pero encontró pocas cosas de valor en ellos. Luego los cadetes hicieron rodar los cuerpos hasta la rápida corriente del Ródano.
Simon buscó a María, que se hallaba atendiendo a su trémulo padre. Se abrazaron apasionadamente, con el deseo más ardiente aún a causa de la fiebre de la contienda que todavía perduraba en ellos. Cuando Simon regresó junto a Belami, éste le dijo:
—No podemos considerarnos libres de ese renegado De Malfoy. En Lyon me hablaron de sus hazañas sangrientas. Parece ser que se oculta en el cañón de l’Ardéche. Es una especie de leyenda local, nacido en esta región. Conoce el valle como la palma de su mano, lo que dificulta a las fuerzas punitivas hacerle salir de ahí. No hay nada que pueda sustituir el conocimiento de las gentes de la localidad.
Belami hizo una pausa, pensativo.
—Cuando lleguemos a la comandancia de Orange, le pediré al mariscal que me dé unos cuantos hombres de la guarnición. Tengo la corazonada de que sería preferible reunir a unos cuantos soldados de la zona y salir en busca de ese barbudo hijo de puta, que dejar que su banda de asesinos recobre la moral y sorprenda a la próxima caravana de peregrinos con otra de sus emboscadas matutinas.
Mientras Belami le explicaba a Simon sus planes para liquidar a De Malfoy, los cadetes contaron las bajas sufridas.
—Malo —gruñó el veterano por fin—. Dos de nuestros camaradas han muerto, Gaston y Gerard. Ambos hechos pedazos sin haber descargado un solo sablazo por su parte. Ved cómo estaban sin la cota de acero puesta, mes braves. ¡Aprended la lección! —El viejo soldado escupió en el suelo—. ¡Asesinos de criaturas! —exclamó con asco—. Eran sólo unos niños.
Diez peregrinos, la mayoría viejos e indefensos, habían muerto; cuatro mujeres, dos jóvenes y dos mayores, habían sido violadas y luego salvajemente destripadas. Phillipe vomitó al ver sus vientres abiertos. Los demás desviaron la vista mientras cubrían los cadáveres descuartizados.