Authors: Michael Bentine
Consideraban que la presencia de una compañía de templarios, por pequeña que fuese, les daba derecho a buscar abrigo en las comandancias que encontrarían a lo largo del camino. Para ellos, también, era dinero bien gastado. Por cierto que la escolta daba la impresión de estar perfectamente instruida.
Las bandas de forajidos y de otros renegados sin patria, a veces comandadas por feudales proscritos, aún eran una amenaza en los solitarios caminos hacia la costa provenzal. Pero las lanzas de los jóvenes templarios evitarían que nadie atacara el convoy de carros, salvo los bandoleros más osados.
La mayoría de los peregrinos eran de mediana edad, algunos con esposas e hijas, pero había otros, aparte de los mercenarios, cuyo viaje a Tierra Santa no era motivado por un devoto deseo de obtener la Gracia o la plenitud espiritual. Estos eran mercaderes, y el riesgo inherente al viaje formaba parte de su actividad comercial.
Pero para los más vulnerables de los peregrinos, los jóvenes cadetes les parecían ángeles guardianes, y las mujeres más jóvenes favorecían a los ocho apuestos cadetes con múltiples miradas de admiración solapada.
Una adorable joven italiana, hija de un platero milanés, estaba fascinada por el alto normando de cabellos castaños y ojos azules como plumas de pavo real.
María de Nofrenoy tenía sólo dieciséis años cuando se enamoro locamente de Simon, literalmente a los pocos minutos de haber puesto los ojos en él. Toda la pasión de su joven cuerpo se desbordó hasta el punto de casi ahogarla a causa de su intensidad.
Su cara en forma de corazón, agraciada con un cutis finísimo y una cálida y generosa boca, que dejaba ver unos dientes perfectos, posteriormente se vio embellecida por la chispa de pasión que apareció en sus ojos de color castaño oscuro. Cada mirada que dirigía hacia el nada suspicaz Simon era una promesa de gozo.
—Debe de haber algo raro en ese muchacho —se decía Belami entre dientes, con desesperación—. Debe de estar ciego para no ver a esa flor esplendorosa.
El veterano en seguida tuvo que abandonar aquellas reflexiones para concentrarse en reunir a los peregrinos y sus heterogéneas posesiones, que se apilaban inseguramente en un surtido inadecuado de carros desvencijados.
—Sabe Dios que soy un hombre paciente —le dijo gruñendo a Simon—. Pero, ¿por qué tengo que ocuparme del acarreo de la mitad de las posesiones mundanas del norte de Francia hasta la Provenza? Puedes estar seguro, Simon, que la mayor parte de toda esa basura no llegará más allá de Dijon, ¡y ni hablar de Marsella!
Blasfemando copiosamente en árabe, que es una lengua maravillosa para ese cometido, Belami espoleó a su caballo para acercarse a Bernard de Roubaix y protestar contra aquella típica estupidez de los civiles.
El viejo templario, que ya lo había escuchado todo antes, en especial las maldiciones árabes, asintió prudentemente.
—Inshallah, Belami. Cuando las ruedas se caigan, deja la basura atrás.
—¡Santa Madre de Dios! —juró el veterano, elevando los ojos al cielo—. ¡Una vieja imbécil ha traído su mecedora! ¡Eso tiene que descargarlo ahora mismo!
—No, Belami —rió De Roubaix—. Su carro se desarmará mucho antes de llegar a Dijon. Es mejor que maldiga al diablo por ello antes que lance sus juramentos contra el entrometido servidor templario que arrojó su mecedora favorita en París. En Marsella encontrará otra.
Habían sido dos días exasperantes para Belami y sus cadetes, antes de que la caravana, por fin, emprendiera su camino franqueando el portal meridional de las murallas que delimitaban el perímetro de la ciudad.
Simon, Bernard de Roubaix y el veterano servidor se abrazaron con el corazón henchido y los ojos velados por las lágrimas. Sabían que sería por última vez. El caballero templario se quedó observando a sus amigos hasta que se perdieron de vista; luego, sonándose la nariz ruidosamente, se enjugó las lágrimas y volvió a penetrar por el portal, para emprender su solitario camino de vuelta a Gisors. Allí, siguiendo las órdenes y los dictados de su corazón, pasaría el resto de sus días en De Creçy Manor con su viejo amigo Raoul. Al menos los dos veteranos cruzados podrían compartir su tristeza ante la ausencia de su pupilo, esperando con ansiedad las cartas que sabían que les escribiría desde Tierra Santa.
Éstas les ayudarían a mitigar el dolor causado por la separación de la persona más importante de su vida. Ambos sabían que Simon gozaría de un gran destino y que, a su manera, buscaría el Santo Grial del Conocimiento, el Gnosticismo de los Magos.
Aquélla era la Era de la Caballería, y las hazañas de la gran Orden Militar de los Templarios habían influido grandemente, si no inspirado, la leyenda del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda. Existía incluso otro Ávalon en Borgoña, cerca de Beaune, y después de todo, Lancelot du Lac provenía de Francia.
Muchos creían implícitamente en la autenticidad de ese gran círculo de gallardos caballeros. Tanto De Roubaix como De Creçy veían a Simon como otro sir Percival, el incomparable caballero de la corte de Arturo sobre quien los trovadores, mágicos poetas errantes, cantaban sus baladas, llevando las leyendas de la vida arquetípica a los espíritus de aquellos que escuchaban sus mágicas canciones.
Los dos caballeros también creían en la realidad del rey Arturo y su círculo mágico de auténticos chevaliers. Aceptaban su autenticidad de la misma manera que creían en la Cruz donde había muerto Jesús, que, estampada en plata, les había conducido durante su Cruzada en Tierra Santa.
Desde París, la ruta de los peregrinos escoltados por los templarios se extendía en dirección sureste hasta Dijon, alrededor de 230 millas, siguiendo el curso del Sena a medida que avanzaban hacia sus tributarios. Si bien De Roubaix y Simon habían cubierto treinta millas por día en su viaje a Chartres y París, los peregrinos y sus destartalados carruajes obstaculizaban de tal manera la caravana de los templarios, aun en las rectas vías romanas, que apenas avanzaban veinte millas entre el amanecer y el crepúsculo vespertino. En total, les llevó once días llegar a Dijon, dejando una triste estela de carros averiados y otras posesiones a lo largo del camino.
La pequeña ciudad era un centro importante para la venta de los productos de granja de la región y se había convertido en un foco de atracción para el comercio de vinos, iniciado siglos antes por los romanos y desarrollado posteriormente por los seguidores de Carlomagno, el primer emperador de la cristiandad. La rodeaban los feudos de los nobles hacendados, así como los hogares rurales de las familias feudales y mercaderes aposentados, mansiones, granjas y fermes de los templarios allí establecidos. Dichas construcciones contrastaban violentamente con las barracas de los pobres.
Dijon, el Dibio del tiempo de los romanos, era ahora el hogar del duque de Borgoña. Se hallaba enclavado contra el río Borgoña, que a su vez desembocaba en el Saóne, y allí, durante un día exasperante, Belami y los cadetes bregaron con la reparación de los carruajes que se desintegraban rápidamente. Ello era suficiente para llevar a un hombre a la bebida.
Como aquélla era una de las regiones productoras de vino de mejor calidad de Europa, Belami decidió que sus cadetes eran merecedores de un poco de esparcimiento, de modo que, cuando hubieron terminado las reparaciones de emergencia, y mientras el herrador cambiaba algunas herraduras de los caballos, el veterano introdujo a su pequeña tropa a las delicias de los vinos de Borgoña.
Aunque los caballeros templarios hacían votos de abstinencia, el requisito no pesaba sobre las filas de los servidores de la Orden, y, si bien Belami no consentiría la indisciplina de la borrachera, no veía razón alguna para que los cadetes debieran permanecer muertos de sed en medio de la abundancia de bebida.
Él mismo les acompañó, tomando modestamente una o dos botellas, como para dar ejemplo de moderación en el beber. Belami se reía de sí mismo al recordar, de pronto, a sus viejos camaradas de armas, veinte años antes en Tierra Santa. «Difícilmente me reconocerían ahora», pensó. No, por cierto, a raíz de sus actuales hábitos abstemios, que contrastaban con su antigua imagen de bebedor empedernido.
—Este vino es excelente. —El veterano chasqueó los labios apreciativamente—. A mi edad, mes braves, me tomo mi tiempo para saborear un vino de semejante cosecha. En los viejos tiempos, cuando tenía vuestra edad, lo engullía a barriles. Bien podrían haberme servido orines de cerdo.
Los cadetes rieron estrepitosamente, ya que el vino de Borgoña les había aflojado la lengua.
—¿Cómo luchabais, mon cher sergent, si estabais borracho? —inquirió Pierre, el apuesto joven de ojos oscuros y seguro de sí mismo, que evidentemente provenía de una noble casa francesa, pero que, hasta el momento, no se le había hecho conocer su origen.
Sin embargo, su agudeza y valentía ya le habían hecho merecedor de la íntima amistad de Simon.
Belami se echó a reír.
—¡Como siempre, mon garçon, con una sola mano y la fuerza de un oso!
—¿Y el vino no os afectaba en absoluto? —preguntó Phillipe, el muchacho alto y callado, que también se había sentido atraído por la cálida camaradería de Simon.
—¡Sí! —reconoció Belami—. ¡Después de una docena de botellas, me parecía que luchaba contra el doble de paganos!
Los cadetes celebraron estruendosamente la ocurrencia.
—Es un mal hábito —rugió el veterano—. ¡No lo cultivéis! Casi me expulsaron del cuerpo por mis borracheras. Sólo la intercesión de mi comandante, el difunto Gran Maestro y el hombre más extraordinario a cuyas órdenes haya servido jamás, me salvó de recibir una patada en el traste. De no haber sido por Odó de Saint Amand, hoy no estaría con vosotros, saboreando este delicioso vino. Bebed, mes braves, que mañana debemos partir al amanecer.
Durante el largo viaje hacia el sur, María de Nofrenoy apenas podía apartar los ojos de Simon. Su corazón latía con fuerza cada vez que le tenía cerca, lo que sucedía tan a menudo como ella podía encontrar una excusa para llamar su atención, ostensiblemente con el fin de recabar ayuda para el carruaje de su padre que siempre le creaba algún problema.
La joven anhelaba el contacto de las fuertes manos del apuesto normando sobre su voluptuoso cuerpo, que virtualmente ansiaba ser tomado por su deseado amante.
Las bellas facciones y los ojos sorprendentemente azules de Simon poblaban sus sueños, despierta o dormida, pero en especial cuando, por la noche, se removía inquieta en la parte posterior del carro de su padre, devorada por el deseo.
María aún era virgen, pero su ardiente temperamento milanés le proporcionaba una madurez física que superaba la que le correspondía por la edad. Hasta aquel viaje a Marsella, su experiencia amatoria se había limitado a unos pocos besos robados y a algunas torpes caricias con el aprendiz de su padre en París. Al zagal le habían atrapado en el acto antes de que hubiesen llegado las cosas a mayores. Había recibido una buena tunda y le habían despedido, a pesar de las protestas de María, que se atribuyó la culpa. Ahora se había enamorado perdidamente de Simon y deseaba que fuese él quien le robara la virginidad. Todos los demás cadetes habrían estado encantados de ser su amante, pero María sólo tenía ojos, y suspiros, para Simon. Para alivio de Belami, su cadete favorito comenzaba por fin a darse cuenta de la adoración de su admiradora. El veterano ahora estaba seguro de que Simon no era anormal ni tenía ningún defecto físico.
Fueron todos aquellos años de acondicionarlo para la castidad en la casa sin mujeres de Raoul de Creçy lo que había retrasado el normal desarrollo del joven normando. Simon era tremendamente tímido con las mujeres, en particular con las jóvenes. Pero ni siquiera su agudo retraimiento para con el sexo opuesto podía difícilmente evitar que respondiese a los generosos encantos de María, así como a la evidente ansiedad con que ella silenciosamente se los ofrecía para su aprobación.
En dos ocasiones, al ayudarla a enmendar los inconvenientes que sufría el carro de los De Nofrenoy, Simon se encontró muy cerca de María, con los cuerpos en contacto. Cada vez, la emoción causada por el roce les había hecho estremecer, mientras el perfume natural de la muchacha le embriagaba como el olor de las flores silvestres. La tierra despertaba al vigor del mes de mayo; hacía una llamada a sus jóvenes criaturas para que respondiesen a la música del gran dios Pan. Simon y María reaccionaban a los tonos mágicos de la siringa, y la sangre latía con fuerza en sus venas.
Una noche de luna acamparon al lado del camino, y Simon montaba guardia cuando el leve ruido de unos pasos le obligó a girar sobre sus talones, al tiempo que extraía la espada. Antes de que tuviese tiempo de desafiar al merodeador, los suaves dedos de María le rozaron los labios, para silenciarlos. Su cuerpo tembloroso se apretó contra él. A la luz plateada de la luna, Simon pudo ver el largo y bien cepillado pelo que enmarcaba el rostro ansioso de María. Con el sordo siseo del acero al rozar con el cuero, el joven caballero envainó de nuevo la espada. El vigoroso doncel levantó a la temblorosa joven del suelo, estrechándola fuertemente entre los brazos enfundados en la cota de malla.
Sus bocas se encontraron y se fundieron en un beso. La activa lengua de María se deslizó entre los labios húmedos de Simon. Embelesado, él respondió, los sentidos vibrando de deseo, y todas las terribles advertencias del hermano Ambrose volaron de su mente como un enjambre de pájaros silvestres liberados de pronto.
Simon sintió que su masculinidad se alzaba bajo la tierna caricia de María, mientras debajo de los ásperos calzones de cota de malla, los muslos de la muchacha se abrían anhelantes a su palpitante erección.
Lo restante habría sido la conclusión natural de semejante pasión. Pero, en aquel instante, el resplandor vacilante de una antorcha brilló sobre sus jóvenes rostros sorprendidos.
Ambos lanzaron una exclamación de sorpresa al ser descubiertos, Simon encogiéndose de vergüenza, y María tapándose instintivamente la cara con su capa con capucha.
Para alivio de Simon, una sorda risita le anunció que era Belami quien sostenía la antorcha, que se apagó de inmediato cuando el veterano introdujo el cabo encendido entre las matas empapadas de rocío. Con el dedo sobre los labios, les reprendió dulcemente:
—¡Ahora no, mes enfants, y no aquí! Volved junto a vuestro papá, signorina. No temas, Simon, guardaré tu secreto. Pero quiero hablar contigo, mon ami..., a solas.