El templario (53 page)

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Authors: Michael Bentine

El rey rió gozosamente. Además, el tono de su voz denotaba claramente el verdadero respeto que sentía por la inteligencia de su esposa, pues Corazón de León era consciente de los poderes mágicos y la capacidad de predicción de su bella consorte.

—Por supuesto, nombraré caballero a Simon en cuanto vuelva a nuestro lado, sano y salvo.

En su alegría al pensar que, como marido de la condesa Berenice de Montjoie, su muy querido amigo no tardaría en estar permanentemente a su lado en la corte, Ricardo Plantagenet no dudaba ni un instante que Simon saldría victorioso en su batalla por la vida.

Aquella lucha tenía lugar en el nuevo cuartel general de Saladino, que el sultán había establecido en Ramía, unas pocas millas al este de Jaffa. Era una batalla cerrada, con Maimónides de nuevo poniendo a prueba su capacidad contra el ataque furioso del Ángel de la Muerte.

La lanza de Saladino había abierto una grave herida en el costado de Simon, quebrando varias costillas, rasgando los músculos del pecho y penetrando en la base del pulmón derecho. Sólo la reacción del sultán de una fracción de segundo antes había logrado desviar la punta de la lanza, que apuntaba directamente al corazón.

Simon había perdido mucha sangre antes de que Belami hubiese logrado finalmente restañarla con la sagrada faja verde del sultán, que llevaba como jefe de la Jehad. El hecho de que el sultán hubiese ofrecido, sin vacilar, su sagrada faja a Belami para evitar que el joven templario muriese desangrado, daba la sorprendente medida del amor y el respeto que Saladino sentía por Simon.

A pesar de ser un devoto musulmán, el afecto y la preocupación por el amigo que por desgracia había herido trascendían sus sentimientos religiosos, por muy profundamente arraigados que estuviesen. Ante todo, Saladino era el alma de la compasión para con aquellos a quienes amaba. Así como era un implacable enemigo de la injusticia, el sultán era un príncipe para con los amigos.

Belami pasó dos días y dos noches infernales mientras permanecía en tensión junto a su ahijado gravemente herido, observando las manos sanadoras de Maimónides mientras el gran médico judío recurría a todos los recursos que conocía, después de muchos largos años de estudio y de práctica de su arte, para mantener a la muerte a raya.

Mientras tanto, el cuerpo sutil de Simon había abandonado su forma física transida de dolor y permanecía momentáneamente en suspenso sobre la escena donde se desarrollaba una gran actividad, en la propia tienda del sultán, en Ramía.

Maimónides la había elegido por ser más adecuada para la cruenta cirugía de pecho requerida para reparar el daño causado por la lanza de Saladino, que una habitación infecta de la pequeña ciudad de Ramía.

El atento médico se dio cuenta de que su paciente había abandonado temporariamente el cuerpo, y suspiró con alivio porque, como consecuencia de ello, no tendría que administrarle fuertes dosis de soporíferos y analgésicos para disminuir el nivel de dolor en el pecho destrozado de Simon.

Por su larga experiencia, Maimónides sabía que aquellas drogas, si bien eran beneficiosas para aliviar el dolor, presentaban un problema pues tendían a debilitar la voluntad de vivir del paciente. De hecho, había visto a muchos pacientes, seriamente heridos, morir a causa de su abrumadora necesidad de drogas calmantes.

Por lo tanto, Maimónides celebró que Simon tuviese la capacidad para abandonar su cuerpo, de modo que él pudiese operar sobre el tejido traumatizado sin tener que correr contra el tiempo, cuando el efecto del soporífero disminuyera, y Simon recobrara la conciencia.

Maimónides sabía que de esta manera tenía, por lo menos, la posibilidad de reparar la mayor parte del daño sin debilitar además la resistencia de Simon. Comenzó por limpiar los huesos fracturados y los músculos rasgados que formaban una masa informe de tejido dañado alrededor de la ancha herida en el costado de su paciente.

Mientras tanto, el cuerpo astral que contenía el alma de Simon de Creçy viajó por el tiempo y el espacio hasta Damasco, donde se dirigió rápidamente al palacio del sultán. En una fracción del tiempo terrenal, la forma espiritual de Simon encontró y entró en el jardín del observatorio donde Abraham-ben-Isaac estudiaba los cielos. Sobre la cabeza del anciano mago, la constelación de Orión, el Cazador, había girado en posición, dominando el cenit.

Abraham enseguida se dio cuenta de la presencia de Simon y, por un momento, con un estremecimiento tuvo el temor de que aquella manifestación pudiese indicar la muerte física de su muy amado discípulo. La expresión de Simon disipó rápidamente esa ansiedad, pero el anciano instantáneamente presintió que el cuerpo de su joven amigo debía de estar en algún lugar no demasiado lejano, gravemente herido.

Presintió que Simon, una vez más, estaba al cuidado de Maimónides. De inmediato, Abraham se tranquilizó y se sentó en el banco junto al muro del observatorio. Sabía que tenía que contribuir a los esfuerzos del gran sanador judío comunicándose mentalmente con él.

Al hacerlo, Abraham sintió que una oleada de gratitud y de amor se volcaba de Simon hacia él. Luego, la presencia de su ex discípulo se desvaneció, dejando a su maestro orando en silencio y llorando de gozo pon haber establecido aquel contacto.

El siguiente viaje onírico de Simon fue muy breve, a los aposentos de Osama, su otro anciano mentor.

Allí encontró al gnóstico de noventa años dormitando al calor de dos braseros de carbón. También él se dio cuenta enseguida de la presencia del espíritu de Simon. Osama se removió y se sonrió en sueños, y luego, de pronto, sintió el peligro que corría su amado discípulo. Tal como había hecho Abraham, el mago dejó que sus poderes curativos se canalizaran a través del abismo de espacio y tiempo, para ayudar a Maimónides en su lucha pon la vida de Simon.

Desde Damasco, el cuerpo sutil de Simon transportó ahora a su alma sobre el ancho mar y el continente que separaban Tierra Santa de De Creçy Manor, en Normandía.

Allí, el espíritu del joven normando buscó el dormitorio de Bernard de Roubaix, donde su viejo tutor yacía sumido en un sueño ligero en las postreras horas en la tierra. Junto a la cama del caballero templario, el hermano Ambrose velaba al moribundo.

Por un momento, el viejo monje sintió la presencia sobrenatural de Simon y se estremeció, aunque la noche era opresivamente cálida debajo de la sofocante capa de una tormenta de verano. Sin embargo, había algo tranquilizador en la atmósfera de la habitación, como si hubiese entrado una oleada de amor. Que es exactamente lo que había ocurrido.

Al oír un inesperado grito de alegría de los labios del caballero moribundo, el hermano Ambrose se apresuró a pasar sus consoladores brazos por los hombros del anciano, que se esforzaba por incorporarse en la cama.

El rostro de Bernard de Roubaix estaba radiante pues veía la brillante forma de su pupilo al pie de su lecho de muerte. Su voz vibró con la fuerza de su amor, cuando, por última vez en la tierra, pronunció su nombre:

—Simon. ¡Por fin! ¡Es el destino! ¡Inshallah!

Después de pronunciar esta última palabra, el Ángel Oscuro le envolvió suavemente con sus grandes alas, y Bernard de Roubaix, caballero templario, traspuso el umbral de la muerte hacia la luz que brillaba más allá.

Simon se había mantenido fiel a sus queridos tutores y les visitó en su hora final. Era el lazo del amor puro que existía entre ellos lo que lo había hecho posible.

Bruscamente, su espíritu se sintió atraído como para regresar en el rápido viaje a su devastado cuerpo físico, que yacía en la mesa de operaciones de Maimónides, en la tienda de Saladino de Ramía. El médico advirtió que su paciente había regresado y que estaba llorando. En seguida, llamó la atención de Belami hacia el hecho de que Simon recobraba la conciencia.

El veterano, que había pasado los dos últimos días ayudando al médico judío en la larga batalla por la vida de Simon, cogió suavemente la mano de su amigo al tiempo que éste abría los temblorosos párpados y le miraba con sus ojos azules como el pecho del pavo real.

Entre la neblina de un dolor dominado por las drogas, Simon pudo ver borrosamente a sus dos amigos inclinados sobre él. Una débil sonrisa aleteó en sus labios. Aún no podía articular palabras audibles, pero sus labios formaron un nombre que Belami reconoció en seguida.

El viejo soldado lloraba agradecido por el retorno de Simon del largo corredor de la muerte, pero presintió la desazón de su ahijado. Al unir el nombre de «Bernard», que aquel pronunció en voz baja, con las lágrimas de Simon, Belami comprendió que el viejo templario había fallecido. Además, sintió que Simon había estado junto a su tutor, cuando éste había entrado por el oscuro portal a la luz del otro lado.

—¡Dios sabe que el viejo guerrero merecía la gloria! —musitó dulcemente al oído de Simon, y vio que el rostro contraído por el dolor de su amigo se distendía en una débil sonrisa al tiempo que el templario herido se hundía en un profundo sueño reparador.

Maimónides exhaló un largo suspiro de alivio.

—Con la ayuda de Dios, si Alá lo permite, Simon se repondrá, pero dudo que nunca vuelva a estar en condiciones para volver a luchar.

Belami sacudió la cabeza y se encogió de hombros resignadamente.

—Que así sea, Maimónides. El muchacho había llegado al final del camino por lo que a empuñar la espada en la causa de la cristiandad se refiere. Antes de que la lanza del sultán le hiriera, ya había librado su última batalla. Su destino, si se salva, se encuentra en otra dirección.

El médico, exhausto por la prolongada lucha con el Ángel Oscuro, asintió con su cabeza leonina.

—Ahora tenemos que dormir, Belami. Alguien viene a velar su sueño.

El veterano advirtió la presencia de Sitt-es-Sham antes de que ella entrara en la tienda.

—Mi señora —dijo, saludando a la hermana de Saladino.

La princesa sarracena sonrió detrás del velo al tiempo que devolvía el saludo del templario.

—Saladino me hizo avisar de que Simon había sido herido. Está profundamente dolido de que haya sido por su mano. ¿Cómo sucedió?

Belami le explicó brevemente lo que había ocurrido y la razón que se ocultaba detrás de ello.

—Celebro que no vuelva a combatir contra el mundo musulmán. Su mente es demasiado excelsa para desperdiciarla en la guerra. Simon es un creador de sueños. Es la voluntad de Alá que así sea. Lo siento así en mi corazón.

El viejo soldado se sintió angustiado por lo que sabía que tenía que decir.

—Mi señora, Simon se ha enamorado.

Sus palabras fueron bruscas, pero dichas dulcemente. Sitt-es-Sham asintió con la cabeza, comprensivamente.

—Eso también lo sé. En primer lugar, lo presiento, y además, mi hermano tiene muchos espías, que vigilan atentamente todo cuanto ocurre en ultramar. Tengo entendido que se trata de la condesa Berenice de Montjoie, hermana de vuestro extinto amigo Pierre.

«Aún estoy en deuda con él por haber participado en mí rescate de manos de los bandidos de Reinaldo de Chátillon, hace muchos años. Ahora quizá pueda, en pequeña medida, saldar mi deuda de honor con aquel valiente joven.

«Nunca tuve esperanzas de volver a ver a mi amado Simon, pero el Destino así lo ha dispuesto. ¡Inshallah!

Belami ofreció sus respetos a la princesa tomándole la mano y llevándosela reverentemente a los labios.

—¡Ni él ni yo podremos pagaros jamás la gran deuda que tenemos con vos, alteza! —dijo, simplemente.

—Id a descansar. Yo velaré a Simon. Si se produce algún cambio en su estado, os lo haré saber inmediatamente a ambos.

Maimónides y el viejo templario se retiraron a otro aposento, dentro de la tienda de Saladino, y, acostándose sobre unos almohadones, no tardaron en quedarse dormidos. Toda la noche, hasta el alba, la Señora de Siria permaneció junto al cuerpo inconsciente de Simon, cogiéndole suavemente la mano y dejándose usar como canal para las energías sanadoras que fluían hacia la carne herida. Fue un acto de amor típico de aquella notable mujer.

En Acre, una doliente Berenice de Montjoie esperaba noticias de su amado templario. Había presentido la gravedad de la situación aun antes de que la noticia del rey hubiese llegado en manos de los veloces mensajeros. A pesar de las palabras alentadoras del monarca, Berenice sabía que la vida de Simon colgaba de un hilo. Oró sin cesar. En su larga vigilia, la reina Berengaria se unía a ella para rogar a la santa Virgen Madre que devolviera la salud a Simon.

El rey Ricardo permanecía en Jaffa, reforzando aún más las ya suficientemente sólidas fortificaciones, convirtiendo el pequeño puerto en una plaza fuerte desde la cual poder lanzar su ataque final sobre Jerusalén.

Una cosa más le preocupaba. Ahora que se podía transitar seguro por el camino de la costa entre Acre y Jaffa, numerosos vivanderos seguían al ejército como una plaga de langosta.

La mayoría eran mujeres, prostitutas de Acre, que creían poder pescar fácilmente entre los caballeros, servidores y soldados que descansaban victoriosos de las fatigas de la batalla. Se estaba convirtiendo rápidamente en un problema serio, pues muchos de los cruzados estaban deseosos de regresar con esas mujeres para gozar de los lujos de Acre. Comenzaba a parecer una deserción en masa, precisamente en el instante en que la tercena Cruzada había comenzado tan bien y se precisaba de todos y cada uno de los hombres que se pudiera conseguir para el futuro avance sobre la Ciudad Santa.

Robert de Sablé lo resumió en pocas palabras.

—Majestad, a menos que regreséis a Acre y pongáis punto final a esta ola venal de destrucción, muy pronto os encontraréis sin Cruzada. Estas mujeres las ha enviado el Maligno para destruirnos. Os ruego, Majestad, que vayáis hasta allí lo antes posible.

El rey tenía un profundo respeto por los juicios del Gran Maestro templario, sobre todo desde su franca actitud al acceder a que Belami acompañara a su camarada herido en territorio sarraceno. De Sablé no estaba presente cuando el veterano templario había hecho la petición a Corazón de León. Su temporaria ausencia del lado del rey en la batalla sólo se debió al hecho de que habían matado al caballo del Gran Maestro en la batalla final. Por eso Belami se había dirigido directamente al rey.

Cuando De Sablé se enteró del incidente, empero, dio su total aprobación. Este acto hizo que Corazón de León le tomara aún más afecto. El monarca inglés se dijo que podría dirigirse a Acre, sabiendo que Jaffa estaría segura en manos del Gran Maestro templario. Partió, pues, con el fin de reunir a sus desertores.

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