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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (59 page)

El Minotauro Rojo acababa de proclamarse vencedor, al hacer la zancadilla a su contrincante e inmovilizarle en el suelo de la plataforma antes de, limpiamente, encajonar su cuello entre las asaetadas puntas de su arma.

El neófito se levantó a trompicones aparentando vergüenza, ira y humillación tal como le habían enseñado.

Incluso cerró un puño pretendidamente amenazador frente al ganador, mas al pasar junto a Caramon y su equipo en lugar de sonreirles, de compartir con ellos la broma secreta que todos hacían al público, exhibió una visible angustia y se adentró en los subterráneos sin dirigirles la palabra. Caramon se percató de la lividez de su semblante, de las gotas de sudor que empapaban su frente. Retorcido el rostro de dolor, el joven extendió su palma sobre las heridas del torso antes de desaparecer.

—Pertenece a Onygion —susurró Pheragas al oído del guerrero, a la vez que posaba la mano en su brazo—. Considérate afortunado, amigo, descarta tus preocupaciones.

—¿Cómo? —preguntó el aludido boquiabierto.

En aquel preciso momento resonó en el túnel un alarido, sucedido por un baque sordo. Dando media vuelta, Caramon vio que el muchacho se desplomaba sobre el suelo y, convertido en un amasijo de carne, agonizaba en medio de un sufrimiento indescriptible. Cuando se disponía a correr en su auxilio, Kiiri lo refrenó.

—No —le ordenó, sujetándolo—. El minotauro abandona la arena, es nuestro turno.

En efecto, el triunfante individuo dio la alternativa al trío, si bien al cruzarse con ellos ni siquiera se dignó mirarles, como solían hacer los miembros de su raza frente a las criaturas que juzgaban indignas de su estima. Se alejó por el pasillo y, al llegar donde yacía el moribundo, lo rodeó, indiferente a sus estertores. Arack jalonó el corredor en dirección hacia el derrotado, seguido por su inseparable Raag, a quien indicó con un gesto que retirase aquel cuerpo casi exánime.

Caramon aún titubeaba, pero Kiiri hundió las uñas en su carne y lo arrastró hacia la luz.

—La venganza por la muerte del bárbaro ha sido perpetrada —murmuró la nereida entre dientes—. Tu dueño nada tuvo que ver con este feudo. Fue Onygion el provocador, y ahora Quarath le ha ajustado las cuentas. Están en paz.

La muchedumbre estalló en vítores, olvidados sus temores al irrumpir en escena sus héroes. Pero el hombretón no oyó las aclamaciones, su mente discurría por otros derroteros. ¡Raistlin le había dicho la verdad, no estaba involucrado en el asesinato del bárbaro! Había sido una coincidencia o una de las abyectas jugarretas del enano, de aquel ser que jamás renunciaba a poner de manifiesto la vileza de su espíritu. Una oleada de júbilo inundó las entrañas del gladiador.

¡Podía regresar a casa! Al fin lo comprendía, era tal como su hermano había tratado de explicárselo en incontables ocasiones. Sus sendas eran diferentes, cada uno tenía derecho a recorrer la que él mismo había elegido. Todos sin excepción, Crysania, los magos y él mismo, habían incurrido en un grave error al anticiparse a las intenciones del nigromante. Debía volver a su tiempo y comunicárselo a Par-Salian. Raistlin no iba a perjudicar a nadie, no constituía una amenaza, lo único que quería era profundizar en sus estudios.

Situándose en el centro de la plataforma, el corpulento humano respondió a las fervorosas ovaciones del gentío. Incluso gozó en la lucha, fraudulenta por supuesto, ya que se había organizado de tal manera que ganase su equipo y, así, pudiera enfrentarse al Minotauro Rojo en la batalla cumbre que tendría lugar el día del Cataclismo.

A Caramon, no obstante, poco le importaba la concurrencia de ambos eventos. Para entonces se encontraría de nuevo en su hogar, junto a Tika. Avisaría antes a sus dos amigos, urgiéndoles a abandonar la malhadada ciudad y, tras disculparse ante su hermano y declararle su comprensión, se llevaría a Crysania y Tasslehoff a su tiempo. Partiría al día siguiente o, tal vez, unas horas más tarde.

Fue en el momento en que el guerrero y su grupo recibían el homenaje del público, después de concluir su bien representado acto, cuando el ciclón se abatió sobre el Templo de Istar.

El verdoso cielo se había oscurecido hasta asumir el color del agua estancada, heraldo inconfundible de una tragedia. De pronto, aparecieron unas nubes arremolinadas, que se deslizaron desde las vacuas alturas para envolver en sus sinuosas volutas las siete torres del santuario y, una vez aprisionadas, arrancarlas de sus cimientos. Alzando las moles en el aire, el ciclón rompió el mármol en fragmentos y lo arrojó, como una lluvia de granizo, sobre las calles.

Nadie sufrió heridas graves, aunque los aserrados proyectiles abrieron cortes en la carne de quienes no tuvieron tiempo de cobijarse. La parte del Templo que quedó destruida se utilizaba como zona de estudio de los eclesiásticos y, por consiguiente, se hallaba vacía en las jornadas festivas. No hubo que lamentar la pérdida de vidas, pero los moradores del sagrado recinto y de la urbe entera fueron víctimas del pánico.

Temerosos de que surgieran de la nada otros ciclones sobrenaturales, los espectadores del circo huyeron de las gradas y atestaron las avenidas en un esfuerzo desordenado de recluirse en sus casas. En el interior del Templo enmudeció la voz musical del Príncipe de los Sacerdotes, languideció su luminosa aureola y, tras inspeccionar los daños, el sumo mandatario y sus ministros —los Hijos Venerables de Paladine— descendieron a una cripta para discutir el fenómeno. Los otros presentes en la celebración se afanaron en organizar el caos reinante, ya que la ventolera había volcado muebles, desprendido pinturas de los muros y levantado nubes de polvo en todas las dependencias.

«Éste es el principio —pensó Crysania con espanto, tratando de obligar a sus entumecidas manos a cesar de temblar mientras recogía las piezas de porcelana que yacían esparcidas en el comedor—. Es sólo el comienzo del fin.»

Sabía que lo peor aún estaba por venir.

14

Mañana…

—Las fuerzas del Mal se han confabulado para aplastarme —declaró el Príncipe de los Sacerdotes, destilando su melodiosa voz una nota de valentía que penetró los espíritus de cuantos lo escuchaban—. ¡Pero no he de rendirme, ni tampoco vosotros! Tenemos que aunar energías frente a su amenaza.

«No —susurró Crysania para sus adentros—, todos os equivocáis. ¿Cómo podéis estar tan ciegos?»

Se hallaba en la sala de los rezos matutinos, doce días después de que los dioses mandaran la primera de las Trece Advertencias. Desde entonces, se habían sucedido los mensajes informando de los distintos portentos observados en los confines del continente de Ansalon, uno cada jornada.

—El emisario del rey Lorac cuenta que, en Silvanesti, los árboles sangraron de sol a sol —recapituló el mandatario, impregnadas sus palabras del temor que le inspiraban tan luctuosos hechos—. La ciudad de Palanthas vive bajo el acoso de una bruma blanca, tan densa que los habitantes se pierden en las calles si se aventuran a abandonar sus hogares.

»En Solamnia, las fogatas se niegan a arder. Los lares permanecen fríos, desolados, y ha habido que cerrar las fraguas pues el carbón que las alimenta no genera más calor que un témpano de hielo. En las llanuras de Abanasinia, por el contrario, los prados se incendian uno tras otro. Las llamas rugen sin control, llenando el cielo de negras humaredas y expulsando a los bárbaros de sus núcleos tribales.

»Esta misma mañana, los grifos han traído la noticia de que la ciudad elfa de Qualinost está siendo invadida por los animales del bosque, repentinamente salvajes y agresivos.

Incapaz de soportarlo, Crysania se puso en pie. Ajena al escandalizado escrutinio de las otras mujeres, se ausentó del servicio religioso y echó a correr por los pasillos.

Un zigzagueante rayo la deslumbró, y el retumbar del trueno que sucedió a éste la impulsó a cubrirse la faz con las manos.

«¡Me volveré loca si no cesa pronto!», murmuró, quebrada su voz, a la vez que se arrinconaba en un recodo.

Durante doce días, desde que los azotara el ciclón, una tormenta se obstinaba en desatar su furia sobre Istar, inundándola de lluvia y pedrisco. Los relámpagos y los estentóreos zumbidos que los acompañaban eran continuos. Bajo su influjo se agitaba el Templo, se interrumpía el sueño y se perturbaban las mentes. Tensa, abrumada por la fatiga y por el terror, la sacerdotisa se desplomó en una silla, enterrado el rostro para aislarse del entorno.

El suave contacto de una mano en su brazo la sobresaltó, tanto que se incorporó de un brinco. Se erguía ante ella un hombre joven y apuesto, arropado en una capa saturada de agua bajo la que se adivinaban unos hombros fuertes, musculosos.

—Lo siento, Hija Venerable, no era mi deseo asustarte —se disculpó con un timbre cavernoso que, al igual que sus rasgos, resultaba familiar a la dama.

—¡Caramon! —exclamó aliviada, aferrándose a aquella criatura real, sólida.

Vibró en el aire otro resplandor, con la explosión subsiguiente. Crysania entornó los párpados, en medio de un irrefrenable rechinar de dientes, y notó que incluso el hercúleo cuerpo del guerrero se conmovía, preso de un nerviosismo que, sin embargo, no restó firmeza a su abrazo.

—Debería estar orando con los demás clérigos —dijo la dama cuando cedió el bramido de los elementos—. Imagino que en la calle la tempestad es insoportable. Estás empapado.

—Hace varios días que intento verte —comenzó a protestar Caramon.

—Lo sé —balbuceó ella—, pero estoy muy ocupada…

—Escúchame, Crysania —atajó el hombretón sin que su voz flaqueara—. No he venido aquí para rogarte que me invites a un banquete, sino porque mañana esta ciudad dejará de existir.

—¡Silencio! —ordenó la sacerdotisa—. No es prudente hablar de este tema en un corredor—. Un nuevo estampido le encrespó el cabello pero, esta vez, recobró de inmediato la compostura—. Acompáñame.

El gladiador vaciló un instante y, ceñudo, siguió el camino que ella trazaba por las dependencias del Templo hasta llegar a una de las cámaras desprovistas de ventanas. En su interior, al menos, estaban al abrigo de los relampagueos, y los ecos de los truenos quedaban amortiguados merced a los gruesos muros. Crysania cerró la puerta con sigilo, tomó asiento en una butaca e instó a su oponente a imitarla.

Caramon obedeció su mandato aunque reticente, incómodo. Se mantuvo en el borde de su silla, azorado al recordar las circunstancias que rodearon su último encuentro, cuando su ebriedad estuvo a punto de causar la muerte de ambos. Supuso que ella también evocaba la escena, ya que le miraba con unos ojos tan fríos y grises como el amanecer. El humano se sonrojó.

—Me satisface comprobar que tu salud ha mejorado —comentó la joven, deseosa de disimular su acento severo y fracasando estrepitosamente.

El rubor del gladiador se intensificó. Fijó la vista en el suelo, azuzado por la vergüenza.

—Lo lamento —se disculpó Crysania de manera abrupta—, te suplico que me perdones. No he logrado conciliar el sueño desde que se iniciaron estos sucesos. Ni siquiera puedo pensar —añadió, extendida su trémula mano sobre las sienes—. Este ruido incesante me conturba.

—Lo comprendo —la tranquilizó el guerrero—. Y, además, es lógico que me desprecies, yo también reniego de mi conducta pasada. Pero eso ahora carece de importancia. ¡Tenemos que irnos, Crysania!

—Sí, es verdad —respondió la interpelada con un hondo suspiro—. Hay que salir de Istar, soy consciente de que sólo faltan unas horas para la hecatombe. Me he equivocado —admitió—, hasta el último momento alimenté la esperanza de que la situación cambiaría. ¿Cómo puede estar tan ciego el Príncipe? ¡No me lo explico!

—No es ése el motivo de que me hayas evitado —declaró Caramon, tan inexpresivos sus ojos como su tono—. ¿Querías acaso retrasar nuestra partida?

Ahora fue Crysania quien sintió un repentino calor en sus pómulos, a la vez que retorcía las manos sobre el regazo.

—En cierto modo —confesó, tan quedamente que el guerrero apenas la oyó—. Si he provocado esta demora es porque no me resigno a volver sin…

—Sin Raistlin —colaboró su interlocutor—. Crysania, ten presente que él puede valerse de su magia. No nos necesita, ha elegido su propio camino y, si tal es su anhelo, invocará al encantamiento que le permita catapultarse al futuro. En el caso de que no lo haga, tras mucho recapitular he concluido que no tenemos derecho a obligarlo.

—Tu hermano está enfermo —replicó la sacerdotisa.

Caramon levantó el rostro, desencajado por la preocupación.

—Hace días que trato de entrevistarme con él, desde que se iniciaron las Fiestas de Invierno —continuó la dama—. No ha recibido a nadie en todo este tiempo, ni siquiera a mí, y ahora, al fin me ha mandado llamar. Debo hablarle, convencerlo de que se una a nosotros —se empecinó, ardientes sus mejillas bajo la penetrante mirada del gladiador—. Si su dolencia le ha debilitado no tendrá energía suficiente para formular el hechizo.

—No —farfulló Caramon, sabedor de que aquel complejo prodigio entrañaba una gran dificultad. Par-Salian había tardado semanas en ultimar los preparativos, pese a hallarse en perfectas condiciones—. ¿Qué le sucede a Raist? —inquirió.

—Le afecta la proximidad de los dioses —repuso Crysania—, igual que a los demás. No entiendo por qué rehusan aceptarlo y obrar en consecuencia —reprochó a los clérigos ausentes apesadumbrada, apretados los labios—. Sea como fuere, no está en nuestras manos hacerles entrar en razón. Debemos tenerlo todo dispuesto para el viaje, si tu hermano accede a acompañarnos…

—¿Y si no es así? —interrumpió Caramon.

—Creo que lograré persuadirlo —apuntó ella, aunque su tono delataba cierta confusión por hallarse inmersa en el recuerdo de aquellas veladas en la alcoba del hechicero, cuando éste se le aproximaba con un secreto anhelo dibujado en sus pupilas—. En nuestras charlas denuncié el error en que incurría al internarse en la senda del Mal, que nada puede construir ni crear y sí, en cambio, destruir y volverse contra sus propias raíces. Reconoció la validez de mis argumentos, me prometió reflexionar.

—Y, además, te ama —aventuró el hombretón.

Crysania no fue capaz de enfrentarse a su mirada. No le salían las palabras, por un momento su corazón latió con tanta fuerza que únicamente oía su pálpito, el bombeo acelerado de la sangre en sus sienes. Notaba la mirada de Caramon fija en su persona, la sobrecogían los rugientes truenos que zarandeaban a su antojo el santuario y, temiendo desvanecerse, apretó los puños para conjurar su zozobra. Sintió, sin acertar a comprobarlo, que su interlocutor se levantaba.

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