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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Aventuras, Fantastico, Juvenil

El templo de Istar (60 page)

—Señora —dijo el guerrero en tonos apagados—, si de verdad tu bondad y tu amor lo desvían de la negra senda que recorre, si consigues guiarle hacia la luz, yo… —Se le hizo un nudo en la garganta, y se apresuró a ladear el rostro.

Al percibir la emoción con que pronunciara su incompleto discurso, sus esfuerzos para contener las lágrimas, Crysania fue asaltada por un súbito remordimiento, se preguntó si no lo había prejuzgado. Incorporándose, posó la mano en el colosal brazo y tanteó sus tensos músculos, mientras Caramon libraba una ardua batalla contra el llanto.

—¿Has de volver a la arena, no puedes quedarte?

—No —respondió el hombretón—. Tengo que avisar a Tas y recoger el ingenio que me entregó Par-Salian. Está guardado bajo llave, sólo yo puedo recuperarlo. Y, además, están mis amigos. Los he incitado a abandonar la ciudad y, aunque quizá sea demasiado tarde, quiero hacer una última intentona.

—Naturalmente —comprendió la sacerdotisa—. Regresa tan pronto como te sea posible, y búscame en el aposento de Raistlin.

—Así lo haré, señora —accedió él—. Ahora debo irme, de lo contrario mis compañeros saldrán para hacer sus prácticas antes de que consiga hablarles.

Asiendo la mano que la dama le tendía, la estrechó en un firme apretón y se alejó a toda prisa. Crysania lo vio correr por el pasillo, cuyas antorchas brillaban en la penumbra, y constató que su paso era rápido, seguro. Ni siquiera dio un respingo al pasar junto al ventanal más próximo al recodo, que iluminó, de pronto, el resplandor de un rayo. Era la esperanza lo que equilibraba su atormentado espíritu, la misma esperanza que la sacerdotisa sintió renacer en su talante.

Caramon se desvaneció al fin en la distancia y Crysania, tras arremangarse la holgada falda de la túnica, emprendió el ascenso de la escalera que había de conducirla al ala del Templo donde moraba el mago de negros ropajes.

Su ánimo sufrió un leve desfallecimiento al penetrar en el lóbrego corredor que moría junto al dormitorio, ya que en aquella zona la tempestad rugía sin freno. Ni siquiera las gruesas cortinas aislaban al visitante de los cegadores rayos, los vetustos muros no lograban contener los bramidos de los truenos. Debido, acaso, a una ventana mal ajustada el viento se filtraba en el recinto, apagando las llamas de las teas que, por otra parte, no eran necesarias en medio de los zigzagueantes emisarios de la turbulencia.

La cabellera de la sacerdotisa bailaba al son de las ráfagas, su túnica revoloteaba en torno a su cuerpo. Al aproximarse a la estancia del hechicero oyó el repiqueteo de la lluvia en los cristales y, estremeciéndose ante los elementos desencadenados, aceleró la marcha. Había alzado la mano para llamar a la puerta de Raistlin cuando en el pasillo reverberó la luminosidad de un relámpago, de matices azulados, sucedido sin intervalo por un sordo estallido que la arrojó contra la puerta. Ésta se abrió bruscamente, y la dama se encontró en los brazos del mago.

La escena se desarrolló como en el sueño de la víspera. Acuciada por el terror, Crysania se refugió en la aterciopelada suavidad de las negras vestiduras y dejó que la reconfortara el calor de aquel enjuto cuerpo. Al principio percibió una tensión en el nigromante, que no tardó en relajarse. Raistlin ciñó su talle en un espasmo convulsivo para, unos segundos después, levantar la mano y acariciar su cabello en actitud serena, protectora.

—Cálmate —le susurró igual que haría un adulto a un niño asustado—, no temas a la tormenta, Hija Venerable. ¡Recréate en ella, saborea el poder de los dioses! Ellos sólo espantan a los infelices, no nos lastimarán si sabemos elegir.

Crysania, que había prorrumpido en sollozos, se apaciguó, mientras recapacitaba sobre las palabras de su oponente. No eran las suyas las dulces recomendaciones de una madre, su consejo tenía un sentido que no podía por menos que inquietarla.

—¿Qué quieres decir? —indagó, erguida la cabeza. Una resquebrajadura se abrió en los cristalinos ojos del hechicero, desvelando un resquicio del alma que bullía en su interior.

Llevada por un impulso involuntario, Crysania intentó apartarse. Pero él estiró el brazo y, a la vez que desenredaba con mano trémula la maraña de cabello que ocultaba su rostro le ofreció:

—Ven conmigo, Crysania. Acompáñame a un tiempo en el que serás el único clérigo en el mundo, un tiempo en el cual podremos traspasar el umbral del poder reservado a las divinidades. Los desafiaremos, gobernaremos a todas las criaturas vivientes. ¡Piénsalo!

Raistlin aflojó su garra y, separando los brazos, se abandonó a unas estentóreas carcajadas. La túnica refulgía en la aureola que formaban los relámpagos, su voz se parangonaba con los lacerantes retumbos. Pasado el primer momento de estupor, Crysania detectó el brillo febril de sus ojos y las manchas de color que revitalizaban la palidez de sus pómulos. Estaba mucho más delgado que en su postrer encuentro.

—La enfermedad ha hecho presa en ti, voy a buscar ayuda —propuso la sacerdotisa, retrocediento hacia la puerta con las manos detrás de la espalda.

—¡No! —El grito de Raistlin se impuso al fragor del trueno si bien, contra lo que cabía esperar, sirvió de estabilizador. Recobrada la compostura, fría su expresión, aferró la muñeca de la dama con inusitada fuerza y tiró de ella hacia el interior del aposento. Cuando se hubo cerrado la puerta, explicó en un siseo—: Estoy enfermo, es cierto, mas no hay otro remedio contra mi dolencia que escapar de esta sinrazón. He ultimado mis planes. Mañana, día del Cataclismo, los dioses se hallarán concentrados en la lección que deben impartir a sus enloquecidos siervos, y la Reina de la Oscuridad no atinará a impedir que obre mi portento. ¡Entonces, aprovechando su descuido, me trasladaré a la única época de la Historia en que se manifestará su vulnerabilidad al influjo de un auténtico clérigo!

—¡Suéltame! —ordenó la sacerdotisa, disipado el miedo en favor de la cólera. Se sentía ultrajada, y esta emoción le permitió desembarazarse de la zarpa que la tenía apresada, sin que por ello olvidara el abrazo, la textura de las manos del hechicero. Dolida, corroída y avergonzada, añadió—: Ejecuta tus perversos designios en solitario, rehuso tu invitación a acompañarte.

—En ese caso, morirás —preconizó Raistlin.

—¿Osas amenazarme? —lo imprecó Crysania a la vez que se encaraba con él, secas sus incipientes lágrimas bajo el tamiz de la ira.

—No seré yo quien te sacrifique —replicó el nigromante, esbozada una enigmática sonrisa en sus labios—. Perecerás por decisión de aquellos que te enviaron aquí.

La dama pestañeó perpleja, pero se rehizo al instante. Víctima de un intenso dolor que paralizaba todo su ser, capaz a duras penas de soportar su desengaño, logró asumir el suficiente estoicismo para preguntar:

—¿Qué nueva patraña has urdido ahora?

Aunque su único deseo era huir antes de que el hechicero se percatase de hasta qué punto podía herirla, aguardó la respuesta.

—Ninguna, Hija Venerable —le aseguró él, y señaló un libro encuadernado en rojo que yacía abierto sobre su escritorio—. Puedes verlo por ti misma. He estudiado sin descanso —afirmó, vuelta su faz hacia los estantes donde atesoraba incontables volúmenes. Crysania ahogó una exclamación de sorpresa al comprobar que muchos de aquellos tomos no estaban en la biblioteca días atrás—. Sí, he traído algunos ejemplares de los rincones más remotos. He viajado en su busca —prosiguió el mago sin necesidad de que la sacerdotisa exteriorizara su asombro—. Este que te muestro lo descubrí en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, tal como sospechaba. Te lo ruego, hojéalo.

—¿Qué es? —inquirió la dama, espiando la encarnada piel cual si se tratase de una serpiente venenosa.

—Un libro, ni más ni menos. Te prometo que no se convertirá en un fiero dragón que, obediente a mi mandato, te precipite en el Abismo. Es un libro —repitió con una inescrutable mueca—, una enciclopedia si prefieres llamarlo así. Posee una gran antigüedad, fue escrito en la Era de los Sueños.

—¿Por qué ese empeño en que lo lea, qué relación guarda conmigo? —insistió Crysania.

A pesar de sus recelos dejó de mirar hacia la puerta, su vía de escape. La sobriedad de Raistlin tenía el don de apaciguarla, hasta tal extremo que incluso se desvirtuó el bramido de la tempestad y su azote despiadado.

—Es una enciclopedia que recoge los artefactos mágicos producidos en aquella época —continuó el hechicero imperturbable, sin apartar la mirada de su interlocutora, como si pretendiera capturar su voluntad y atraerla hacia la escribanía—. Lee y te convencerás.

—Desconozco el lenguaje esotérico —confesó Crysania—. ¿O quizá vas a traducirme su contenido? —preguntó en altiva postura.

Los ojos del nigromante la observaron iracundos, pero tal sentimiento fue sustituido de inmediato por una tristeza, un agotamiento, que conmovieron a la mujer.

—No está escrito en el lenguaje de la magia, de otro modo no te pediría que lo examinases. Hace tiempo pagué gustoso el precio de mi resolución —murmuró, contemplando cabizbajo su túnica Negra—. No sé por qué creí que confiarías en mí.

Mordiéndose el labio, sintiéndose culpable sin motivo aparente, la sacerdotisa se situó detrás del escritorio. Se detuvo, vacilante, hasta que Raistlin se sentó y le indicó mediante un gesto que se acercara al libro abierto. Dio entonces un paso al frente, y el mago se apresuró a pronunciar una orden que arrancó de su bastón, apoyado contra el muro, un haz de luz. Tal fue su intensidad que la dama se sobresaltó, como si fuera un relámpago lo que la iluminaba.

—Lee —la instó el hechicero, a la vez que pasaba algunas páginas hasta llegar a la adecuada.

Crysania, más nerviosa de lo que deseaba admitir, escudriñó el manuscrito sin saber qué debía buscar. Pronto reparó en una frase: Ingenio para viajar en el tiempo, acompañada de un dibujo que reproducía un artilugio similar al que describiera el kender, y empezó a comprender.

—¿Es éste el objeto que Par-Salian entregó a Caramon para regresar a nuestra época? —interrogó a su oponente.

Él asintió, con la luz del bastón reflejada en sus pupilas.

—Lee —repitió.

Azuzada por la curiosidad, la sacerdotisa centró su atención en el texto. Ocupaba poco más de un párrafo, y en él se especificaban las características del ingenio y el nombre del mago, largo tiempo olvidado, que lo diseñara y prescribiera su manejo. Una parte considerable de su contenido escapaba a su entendimiento, ajeno a las cuestiones arcanas, pero logró deducir algunos conceptos.

«Conducirá a la persona sumida en un encantamiento temporal de una a otra era… debe ensamblarse correctamente, las facetas se doblarán en el orden establecido… transportará tan sólo a una criatura, aquélla a quien le sea entregado en el momento de formularse el hechizo… su uso queda restringido a elfos, humanos… no se necesita versículo para activarlo…»

Concluida su lectura, Crysania se volvió dubitativa hacia Raistlin. El nigromante la escudriñaba atento, insondable, aguardando que descubriera por sí misma algo significativo en aquel galimatías. La Hija Venerable sintió en sus entrañas un desasosiego, un temor informe, como si su corazón hubiera desentrañado el enigma más deprisa que su mente.

—Inténtalo otra vez —sugirió él.

Tratando de aislarse de la tempestad que de nuevo la agitaba, la perturbaba más de lo imaginable, Crysania revisó las frases.

Al fin vino la inspiración, se destacaron unas palabras que atenazaron su garganta: «Transportará tan sólo a una criatura.»

Flaqueáronle las piernas, si bien no cayó pues Raistlin, que no había cesado de observarla, aproximó una silla en el momento oportuno. Tras desplomarse, la dama fijó la vista en su entorno. Aunque iluminada por los rayos y la luz del bastón, la estancia se le antojó repentinamente oscura.

—¿Lo sabe él? —inquirió a través de sus entumecidos labios.

—¿Quién, Caramon? Por supuesto que no —contestó el mago—. Si se lo hubieran dicho se habría afanado, con su torpe generosidad, en poner en tus manos este instrumento de salvación. Le imagino de rodillas, a tus pies, suplicándote que lo utilices y le concedas el privilegio de morir en tu lugar. Nada podría hacerle más feliz que un alarde tal de altruismo.

»No, querida Crysania, lo habría manipulado en la total confianza de que el kender y tú, expectantes a su lado, lo acompañaríais. Al explicarle el cónclave por qué regresaba solo, la desesperación habría desgarrado sus entrañas. No sé cómo planeaba Par-Salian solucionar este contratiempo —agregó con una sonrisa burlona—, mi hermano es capaz de destruir la Torre sobre sus cabezas. Pero eso, ahora, no viene al caso.

Su mirada atrapó la de la sacerdotisa sin que ella acertara a eludirla. El hechicero la obligaba, con su intangible fuerza, a contemplarle. Una vez más se vio reflejada en sus pupilas, convertida en una mujer inerme, dominada por el pavor.

—Te mandaron aquí para que murieras, Crysania.

La voz de Raistlin surgió en un suspiro articulado pero penetró el alma de la eclesiástica, esparciendo en su interior ecos tan ensordecedores como los del trueno. Al constatar su zozobra, prosiguió:

—¿Es éste el Bien que predicas? Tus clérigos, tus magos, viven presos del miedo, al igual que el Príncipe de los Sacerdotes. Nos temen a ambos, a ti y a mí. La única senda practicable, Crysania, es la que yo recorro. Ayúdame a derrotar a la malignidad, no creo que eso vaya en contra de tus principios y, además, te necesito.

La interpelada cerró los ojos y visualizó en su memoria, con molesta vivacidad, la misiva de Par-Salian que hallara en su bolsillo. «Escoger entre materia y espíritu… renunciar a una para conservar el otro… varios medios por los que puedes abandonar este período de la Historia, uno de ellos a través de Caramon.» ¡La había confundido a propósito, se había valido del equívoco! ¿Qué otro medio se le ofrecía, como no fuera Raistlin? ¿Acaso se refería a esta alternativa al utilizar el término «varios»? Comprendía el dilema que planteaba: la materia era la vida, el espíritu las convicciones a las que debía renunciar si quería salvaguardarla, pero naufragaba en un mar de incertidumbre que nadie había de esclarecer. ¿En quién podía confiar en un mundo hostil, desolado?

Con los músculos contraídos, Crysania se levantó y, perdida en un hondo precipicio, se despidió del nigromante.

—Te dejo —masculló—, tengo que reflexionar.

Raistlin no intentó detenerla, ni siquiera se puso en pie.

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