El Terror (34 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

—Si yo fuera a casarme —continuó Sophia, abriendo la sombrilla de nuevo y haciéndola girar por encima de ella—, sería con el apuesto capitán Ross. Aunque no estoy destinada a ser tampoco la esposa de un simple capitán, Francis. El tendría que ser nombrado caballero..., pero estoy segura de que lo será pronto.

Crozier la miró a los ojos, buscando alguna señal de que estaba bromeando.

—El capitán Ross está comprometido —dijo al fin. Su voz sonaba como el graznido de un hombre que lleva días innumerables privado de agua—. Planean casarse en cuanto James vuelva a Inglaterra.

—Ah, bah —dijo Sophia, poniéndose de pie y haciendo girar la sombrilla con mayor rapidez—. Yo también volveré a Inglaterra en un paquebote rápido este verano, antes incluso de que destituyan al tío John. El capitán James Clark Ross volverá a verme.

Ella le miró entonces en la posición en la que estaba, absurdamente apoyado en una rodilla sobre la grava blanca.

—Además —dijo, alegremente—, aunque el capitán Ross se case con esa novia que le espera, de la que él y yo hemos hablado a menudo, y le aseguro que es una verdadera idiota, el matrimonio no es el fin de todo. No es la muerte. No es el «País Desconocido» de Hamlet, del cual no vuelve ningún hombre. Se sabe de muchos hombres que han vuelto del matrimonio y han encontrado a la mujer que era adecuada para ellos desde siempre. Fíjese en lo que le digo, Francis.

El se puso de pie, al fin. Se quedó de pie, sacudiéndose la grava blanca de la rodillera de sus mejores pantalones de uniforme.

—Debo irme ahora —dijo Sophia—. La tía Jane, el capitán Ross y yo vamos a Hobart Town esta mañana para ver a unos nuevos sementales que la compañía Van Diemen acaba de importar para servicio de cría. Puede venir con nosotros si lo desea, Francis, pero por el amor de Dios, cambíese de ropa y de expresión antes de hacerlo.

Ella le tocó el antebrazo ligeramente y se dirigió hacia la Casa del Gobernador haciendo girar la sombrilla.

Crozier oyó las apagadas campanas de cubierta tocando las ocho campanadas. Eran las cuatro de la mañana. Normalmente, en un buque en alta mar, los hombres saltarían de sus hamacas media hora después para empezar a pasar la piedra de arena por las cubiertas y limpiar todo lo que estuviera a la vista. Pero allí, entre la oscuridad, el hielo y el viento, que Crozier podía oír todavía aullando entre las jarcias, cosa que significaba que era posible que hubiese otra ventisca, y sólo era diez de noviembre de su tercer invierno, los hombres podían dormir hasta tarde, emperezando hasta las cuatro campanadas de la guardia de la mañana. Las seis. Entonces, el frío barco volvería a la vida con los gritos de los oficiales y los pies enfundados en botas de los hombres golpeando la cubierta antes de que los oficiales llevasen a cabo la amenaza de echar abajo las hamacas con los hombres todavía dentro de ellas.

Aquél era un paraíso de la pereza, comparado con los deberes en alta mar. Los hombres no sólo dormían hasta tarde, sino que se les permitía tomar el desayuno allí, en la cubierta inferior, a las ocho campanadas, antes de haber concluido sus deberes matutinos.

Crozier miró la botella de whisky y el vaso. Ambos estaban vacíos. Cogió la pesada pistola, mucho más pesada por la carga completa de pólvora y balas. Su mano lo notaba.

Se metió la pistola en el bolsillo de su abrigo de capitán, se lo quitó y lo colgó de un gancho. Crozier limpió el vaso de whisky con el trapo limpio que Jopson le dejaba cada noche y lo volvió a colocar en el cajón. Luego, con mucho cuidado, colocó la botella de whisky vacía en la cesta de mimbre tapada que Jopson dejaba junto a la puerta deslizante con ese fin. Una botella llena estaría colocada en la cesta cuando volviese Crozier de sus oscuros deberes diarios.

Durante un momento pensó en vestirse un poco más y salir a cubierta, en cambiarse las botas de pieles por botas de verdad, y en colocarse el pañuelo, el gorro y toda la ropa de frío, y salir a la noche y la tormenta a esperar que se levantasen los hombres, bajar a desayunar con sus oficiales y pasar todo el día entero sin dormir.

Lo había hecho muchas mañanas.

Pero aquélla no. Estaba demasiado cansado. Y hacía demasiado frío para quedarse aunque sólo fuera un minuto de pie con sólo cuatro capas de lana y algodón encima. Las cuatro de la mañana. Crozier sabía que era la parte más fría de la noche, y la hora en la cual la mayoría de los enfermos y heridos rendían el espíritu y eran conducidos a aquel auténtico País Desconocido.

Crozier se introdujo entre las mantas y hundió el rostro en el helado colchón de piel de caballo. Pasarían quince minutos o más antes de que el calor de su cuerpo empezase a caldear aquel pequeño espacio. Con suerte, estaría dormido antes. Con suerte, conseguiría dormir al menos dos horas de sueño embriagado antes de que empezase el día siguiente de oscuridad y frío. Con suerte, pensó mientras perdía la conciencia, no se despertaría nunca.

17

Irving

Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O

13 de noviembre de 1847

«
Silenciosa
había desaparecido, y el trabajo del tercer teniente John Irving consistía en encontrarla.

El capitán no le había ordenado que hiciera aquello..., no exactamente. Pero el capitán Crozier sí que le había dicho a Irving que vigilase a la mujer esquimal cuando los capitanes decidieron mantenerla a bordo del
HMS Terror
seis meses antes, en junio, y el capitán Crozier nunca había revocado esa orden, de modo que Irving se sentía responsable. Además, el joven estaba enamorado de ella. Sabía que era una tontería, una locura incluso, haberse enamorado de una salvaje, de una mujer que ni siquiera era cristiana, y una nativa sin educación además, que no sabía ni una palabra de inglés ni de ninguna otra lengua tampoco, por aquel asunto de que tenía la lengua arrancada, pero aun así Irving estaba enamorado de ella. Había algo en ella que hacía que el alto y fuerte John Irving sintiera debilidad en las rodillas.

Y ahora había desaparecido.

La primera noticia de que no estaba en la litera que le habían asignado, aquel pequeño cubículo situado entre las cajas de madera, en la parte más atestada de la cubierta inferior, justo delante de la enfermería, fue el jueves, dos días antes, pero los hombres estaban acostumbrados a las extrañas idas y venidas de
Lady Silenciosa
. Ella estaba más veces fuera del barco que dentro de él, incluso por la noche. Irving informó al capitán Crozier el jueves por la tarde, 11 de noviembre, de que
Silenciosa
había desaparecido, pero el capitán, Irving y otros la habían visto afuera, en el hielo, dos noches antes. Luego, después de que encontraran los restos de Strong y Evans, ella volvió a desaparecer. El capitán decía que no había que preocuparse, que ya aparecería.

Pero no apareció.

La tormenta se había desencadenado el jueves por la mañana, trayendo con ella mucha nieve y fuertes vientos. Los equipos de trabajo que faenaban a la luz de la linterna para reparar los mojones del sendero entre el
Terror
y el
Erebus,
unas columnas en disminución de metro y veinte centímetros de alto hechas con ladrillos de hielo cada treinta pasos, se vieron obligados a volver a los buques aquella tarde, y no habían podido trabajar fuera en el hielo desde entonces. El último mensajero del
Erebus,
que llegó tarde el jueves y se vio obligado a quedarse en el
Terror
a causa de la tormenta, confirmó que
Silenciosa
no estaba a bordo del buque del comandante Fitzjames. Aquel sábado por la mañana se cambió la guardia en cubierta cada hora, y aun así los hombres bajaban cubiertos de una costra de hielo y tiritando de frío. Hubo que enviar a unas cuadrillas de trabajo arriba con hachas cada tres horas para que fueran quitando el hielo de los palos que quedaban erguidos y de los cabos, para que el buque no volcara por el peso. El hielo que caía también era un riesgo para los que hacían guardia, y dañaba la propia cubierta. Otros hombres luchaban también para quitar con las palas la nieve de la helada cubierta del
Terror,
escorado hacia la proa, antes de que cogiera un grosor tal que no pudieran ni abrir las escotillas.

Cuando el teniente Irving informó de nuevo al capitán Crozier aquel sábado por la noche, después de cenar, de que
Silenciosa
seguía sin aparecer, el capitán dijo:

—Si está ahí fuera, con lo que está cayendo, quizá no vuelva, John. Pero tiene permiso para registrar todo el buque esta noche, después de que la mayoría de los hombres estén en sus hamacas, aunque sólo sea para asegurarse de que no está aquí.

Aunque la guardia de Irving en cubierta había acabado horas antes aquella noche, el teniente volvió a ponerse sus pesadas ropas de abrigo, encendió una lámpara de aceite y subió por la escala de mano de nuevo a cubierta.

Las condiciones no habían mejorado. Incluso eran peores que cuando Irving había bajado a cenar, cinco horas antes. El viento aullaba desde el noroeste, arrastrando la nieve ante él y reduciendo la visibilidad a tres metros de distancia o menos. El hielo había vuelto a recubrirlo todo, aunque había un grupo de cinco hombres con hachas trabajando y gritando en algún lugar a proa de la lona cargada de nieve, que colgaba por encima de la escotilla. Irving luchó por salir a través de más de un palmo de espuma nueva, bajo la pirámide de lona, con la linterna golpeándole el rostro, mientras buscaba a uno de los hombres que no empuñara un hacha en la oscuridad.

Reuben Male, capitán del castillo de proa, estaba de guardia y además era el oficial a cargo del destacamento de trabajo. Irving lo encontró siguiendo el débil resplandor de la linterna de otro hombre a babor.

Male era como un montículo de lana cubierto de nieve. Hasta su rostro estaba escondido debajo de una capucha improvisada envuelta en capas y capas de gruesos pañuelos de lana. La escopeta que llevaba apoyada en el hueco de su abultado brazo estaba también cubierta de hielo. Ambos hombres tenían que gritar para entenderse.

—¿Ve algo, señor Male? —gritó el teniente Irving, que se acercó mucho al grueso turbante de lana que era la cabeza del capitán del castillo de proa.

El hombre más bajo se apartó un poquito el pañuelo. La nariz era un carámbano blanco.

—¿Se refiere a las partidas del hielo, señor? No les veo una vez salen un poco por encima de las primeras vergas. Sólo escucho, señor, mientras sustituyo al joven Kinniard en su guardia de babor. Estaba en el destacamento de la tercera guardia, señor, y todavía no han conseguido descongelarlo todo.

—¡No, quiero decir en el hielo! —gritó Irving.

Male se echó a reír. Era, literalmente, un sonido ahogado.

—Ninguno de nosotros ha visto nada en el hielo desde hace cuarenta y ocho horas, teniente. Usted ya lo sabe, señor. Estaba aquí fuera antes.

Irving asintió y se envolvió el pañuelo más estrechamente en torno a la frente y la parte inferior de la cara.

—¿Nadie ha visto a la Silen..., a
Lady Silenciosa
?

—¿Cómo, señor? —El señor Male se inclinó más, con la escopeta como una columna de metal forrado de hielo y madera entre ellos.

—¿
Lady Silenciosa
? —gritó Irving.

—No, señor. Creo que nadie ha visto a la mujer esquimal desde hace días. Se habrá ido, teniente. Habrá muerto por ahí fuera, y que le aproveche, digo yo.

Irving asintió, dio unos golpecitos en el abultado hombro de Male con su propia mano abultada y siguió haciendo la ronda por la popa, apartándose del palo mayor, desde donde caían enormes trozos de hielo entre la nieve que soplaba, y explotaban como proyectiles de artillería en cubierta, y fue a hablar con John Bates, que hacía guardia a estribor.

Bates no había visto nada tampoco. Ni siquiera había visto a los cinco hombres con las hachas mientras éstos trabajaban.

—Perdón, señor, pero no tengo reloj, y me temo que no oiré la campana con todo ese hielo que cae y el viento que sopla y los ruidos del hielo, señor. ¿Queda mucho tiempo de esta guardia?

—Ya oirá la campana cuando la toque el señor Male —gritó Irving, acercándose al globo de lana cubierta de hielo que era la cabeza del joven de veintiséis años—. Y vendrá a verle antes de bajar. Siga así, Bates.

—Sí, señor.

El viento intentó echar al suelo a Irving mientras pasaba por delante de la cubierta de lona, esperó que dejaran de caer trozos de hielo, mientras oía a los hombres gritar y maldecir en las cofas y trastear en las jarcias y luego corrió tan rápidamente como pudo por encima del medio metro de nieve que había en cubierta, se metió debajo de la lona helada y saltó por la escotilla, y luego bajó por la escala.

Había registrado las cubiertas inferiores muchas veces, por supuesto, especialmente detrás de las cajas que quedaban ante la enfermería, donde la mujer tenía su pequeño cuchitril, pero entonces Irving se encaminó a popa. El buque estaba quieto a aquella hora de la noche, excepto por el golpeteo y la caída del hielo en la cubierta por encima, los ronquidos de los hombres exhaustos en sus hamacas a proa, los habituales golpes y maldiciones del señor Diggle desde la estufa y el aullido omnipresente del viento y los crujidos del hielo.

Irving se abrió camino a tientas por la oscura y estrecha escalera de la cámara. Excepto la habitación del señor Male, ninguno de los cubículos que se encontraban allí, en la zona de los oficiales, estaba vacío. El
HMS Terror
había tenido suerte a este respecto. Mientras el
Erebus
había perdido a varios oficiales, incluyendo a sir John y al teniente Gore, ninguno de los oficiales o suboficiales del
Terror
había muerto, excepto el joven John Torrington, el fogonero jefe, que murió por causas naturales un año y medio antes, en la isla de Beechey.

No había nadie en la sala Grande. No estaba lo bastante caldeado para permanecer allí mucho rato, y hasta los libros encuadernados en cuero parecían helados en sus estantes; el instrumento de madera que tocaba discos musicales de metal cuando se daba a la manivela permanecía silencioso aquellos días. Irving tuvo tiempo para observar que la lámpara del capitán Crozier todavía estaba encendida detrás de su partición, antes de dirigirse hacia delante a través de las salas de oficiales vacías y volver hacia la escalerilla. Debajo, la cubierta del sollado estaba, como siempre, muy fría y muy oscura. Como había menos partidas para buscar provisiones que bajasen allí, a causa del severo racionamiento obligado por las muchas latas de comida podrida que los cirujanos habían descubierto, y como cada vez bajaban menos hombres a buscar sacos de carbón, ya que los suministros de éste se iban agotando y se reducían las horas de calefacción en el buque, Irving se encontró solo en aquel espacio frígido. Los negros baos de madera y las abrazaderas de metal cubiertas de escarcha crujían a su alrededor mientras avanzaba abriéndose camino hacia la popa. La luz de la lámpara parecía engullida por la espesa oscuridad, e Irving tenía problemas para distinguir el débil resplandor entre la neblina de cristales de hielo creados por su propia respiración.

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