El Terror (36 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Irving no tenía armas. Durante un breve instante consideró dejar caer la lámpara y correr hacia la oscuridad, hacia la escalerilla de la parte media, no lo hizo, por supuesto, y la idea desapareció casi antes de formarse. Dio un paso hacia delante y, con una voz más fuerte y más autoritaria de lo que pensaba que sería capaz justo entonces, gritó:

—¿Quién anda ahí? ¡Identifíquense!

Entonces los vio a la luz de la lámpara. El idiota, Magnus Manson, el hombre más corpulento de la expedición, luchando por subirse los pantalones, con sus enormes dedos mugrientos trasteando con los botones. A poca distancia, Cornelius Hickey, el ayudante del calafatero, apenas de metro y medio de altura, con los ojos como bolitas y cara de hurón, se colocaba bien los tirantes.

John Irving abrió mucho la boca. Le costó unos segundos darse cuenta de lo que veía, así como procesarlo en la mente hasta llegar a la aceptación...: 
¡sodomitas!
Había oído que existían tales cosas, por supuesto, había bromeado con sus compañeros acerca de ello, incluso una vez había presenciado un azotamiento en la flota, cuando un alférez del
Excellent
había confesado tales hazañas, pero Irving nunca había pensado que estaría en un buque donde..., servir con hombres que...

Manson, el gigante, daba un paso ominoso hacia él. El hombre era tan gigantesco que en todas partes bajo cubierta tenía que caminar encorvado para evitar las vigas, de modo que andaba como un jorobado incluso al aire libre. Ahora, con sus enormes manos brillando a la luz de la lámpara, parecía un verdugo que avanzaba hacia un condenado.

—Magnus —dijo Hickey—. No.

La mandíbula de Irving cayó más aún. ¿Acaso aquellos... «sodomitas»... le estaban amenazando? La sentencia para la sodomía en un buque de la Marina de Su Majestad era la horca o, en el mejor de los casos doscientos latigazos.

—¿Cómo se atreven? —dijo Irving, aunque si hablaba de la actitud amenazadora de Manson o de su acto antinatural, ni siquiera él lo sabía.

—Teniente —dijo Hickey, las palabras fluyendo con aquel acento aflautado de Liverpool del ayudante del calafatero—, perdone, señor, el señor Diggle nos ha enviado a buscar un poco de harina, señor. Una de esas malditas ratas se le ha subido al marinero Manson por la pernera del pantalón, señor, y estábamos intentando sacarla. Son unos condenados bichos esas ratas.

Irving sabía que el señor Diggle todavía no había empezado a preparar las galletas de la noche, y que había mucha harina arriba, en la despensa del cocinero en la cubierta inferior. Hickey ni siquiera intentaba que su mentira fuese convincente. Los ojillos astutos e inquisidores del hombre le recordaron a Irving los de las ratas que corrían en la oscuridad a su alrededor.

—Agradeceríamos que no le dijera esto a nadie, señor —continuó el ayudante de calafatero—. A Magnus no le gustaría nada que se rieran de él por tener miedo de que una rata se le subiera por la pierna.

Las palabras eran un desafío. Casi una orden. La insolencia exudaba de aquel hombrecillo a oleadas, mientras Manson permanecía allí quieto con los ojos vacuos, tan lerdo como una bestia de carga, con las enormes manos todavía medio cerradas, esperando pasivamente la siguiente orden de su diminuto amante.

El silencio entre los hombres se hizo tenso. El hielo presionaba el barco. Las cuadernas crujían. Las ratas pasaban corriendo.

—Salgan de aquí —dijo Irving al fin—. Ya.

—Sí, señor. Gracias, señor —dijo Hickey. Cogió una pequeña lámpara que estaba en la cubierta a su lado—. Vamos, Magnus.

Los dos hombres treparon por la estrecha escalerilla delantera hacia la oscuridad de la cubierta del sollado.

El teniente Irving se quedó donde estaba largos minutos, escuchando, pero sin oír los gemidos y crujidos del barco. La ventisca era como un canto fúnebre y lejano.

Si informaba de aquello al capitán Crozier, habría un juicio. Manson, el tonto del pueblo de aquella expedición, era querido por la tripulación, por mucho que le tomaran el pelo por su miedo a fantasmas y duendes. El hombre hacía el trabajo pesado de tres de sus camaradas. Hickey, aunque no era especialmente querido por ninguno de los demás suboficiales, era respetado por los marineros por su habilidad para conseguir tabaco extra a sus amigos, o un poco más de ron, o algún artículo de ropa necesario.

Crozier no colgaría a ningún hombre, pensó John Irving, pero el capitán estaba de un humor especialmente malo las últimas semanas, y los castigos podían ser terribles. Todo el mundo a bordo sabía que unas semanas antes el capitán amenazó con encerrar a Manson en la sala de Muertos con el cadáver de su amigo Walker mordido por las ratas, si el idiota se negaba otra vez a llevar carbón a la cubierta de la bodega. Nadie se sorprendería de que llevase a cabo aquella sentencia ahora.

Por otra parte, pensó el teniente, ¿qué era lo que acababa de ver? ¿Qué podía testificar, con la mano encima de la Sagrada Biblia, si estuvieran ante un tribunal? El no había «visto» ningún acto contra natura. No había cogido a los dos sodomitas en el acto de copular o... en cualquier otra postura antinatural. Irving había oído los resuellos, los jadeos, algo que podía considerarse susurros de alarma al ver que se acercaba su linterna, y había visto a los dos hombres subiéndose los pantalones y metiéndose las camisas.

Aquello podía bastar para que uno de ellos o los dos fuesen colgados, en circunstancias normales. Pero allí, atrapados en el hielo, con meses o años por delante, antes de que hubiese una posibilidad de rescate...

Por primera vez en muchos años, John Irving tuvo ganas de sentarse y echarse a llorar. Su vida se acababa de complicar más allá de todo lo imaginable. Si informaba de los dos sodomitas, ninguno de sus compañeros de tripulación, oficiales, amigos, subordinados, le volvería a mirar jamás de la misma forma.

Y si «no» denunciaba a aquellos hombres, quedaría a la merced de una insolencia interminable por parte de Hickey. Su cobardía al no denunciar a los hombres expondría a Irving a algún tipo de chantaje durante las siguientes semanas o meses. El teniente tampoco podría volver a dormir bien ni a sentirse cómodo en las guardias en la oscuridad fuera, o en su cubículo, bueno, tan cómodo como se podía sentir uno con aquella cosa blanca y monstruosa matándoles uno por uno, ya que estaría esperando, como ya esperaba ahora, que las blancas manos de Manson se cerrasen en torno a su garganta.

—¡Me han dado bien por el culo! —exclamó Irving en voz alta en el frío helador de la bodega. Dándose cuenta de lo que acababa de decir, se echó a reír en voz alta. La risa sonó extraña, débil, pero, aun así, más ominosa que las palabras.

Habiendo mirado en todas partes excepto en unos pocos toneles y en el pañol de cables de proa, estaba dispuesto a abandonar su búsqueda, pero no quería subir a la cubierta inferior hasta que Hickey y Manson estuviesen fuera de la vista.

Irving pasó junto a cajas vacías flotantes, ya que el agua allí subía por encima de los tobillos, al estar en la proa inclinada hacia abajo, y sus empapadas botas rompieron la fina película de hielo. Al cabo de unos minutos se le empezarían a congelar los dedos de los pies, seguro.

El pañol de cables estaba en la parte más delantera del pique de proa, justo donde el casco se unía por delante, en la proa. Realmente no era una habitación, porque las dos puertas que tenía sólo medían noventa centímetros de alto, y el espacio dentro no tenía más de un metro y veinte centímetros de altura, pero era un lugar adecuado para almacenar los pesados calabrotes y guindalezas usados para las anclas de proa. El pañol de cables siempre apestaba terriblemente a río y a barro de estuario, incluso meses o años después de que el buque hubiese levado anclas desde aquel sitio. Nunca acababa de perder aquel hedor, y los macizos calabrotes, enroscados y superpuestos, dejaban poco espacio, o ninguno, en aquel lugar reducido, oscuro y hediondo.

El teniente Irving abrió las puertas del pañol, que se resistían, y sujetó la lámpara ante la abertura. Los crujidos del hielo eran especialmente intensos allí, donde la proa y el bauprés quedaban apretados por la propia banquisa de hielo.

Lady Silenciosa
levantó la cabeza al momento y sus oscuros ojos reflejaron la luz como los de un gato.

Iba desnuda excepto por las pieles blancas y marrones extendidas debajo de ella, como si fueran una alfombra, y otro pellejo pesado (quizá su parka) que llevaba envuelto en torno a los hombros y el cuerpo desnudo.

El suelo del pañol se elevaba más de treinta centímetros por encima de la cubierta inundada al otro lado. Ella había empujado y dado forma a los enormes calabrotes abriendo un hueco que formaba una caverna pequeña, forrada de piel, dentro de la maraña de gruesas sogas de cáñamo colgantes. Una latita pequeña de comida llena de aceite o grasa de ballena le proporcionaba luz y calor mediante una llama abierta. La mujer esquimal estaba comiendo un anca de carne roja, cruda y ensangrentada. Cortaba tajadas y se las llevaba directamente a la boca con rápidos cortes mediante un cuchillo corto, pero obviamente muy bien afilado. El cuchillo tenía un mango de asta o de hueso con una especie de diseño grabado.
Lady Silenciosa
estaba de rodillas, inclinándose hacia delante por encima de la llama y la carne, y sus pequeños pechos colgaban de una forma que recordó al teniente Irving las imágenes que había visto de la estatua de una loba amamantando a los bebés Rómulo y Remo.

—Lo siento muchísimo, madame —dijo Irving. Se tocó el gorro con la mano y cerró la puerta.

Tambaleándose, dio unos pasos hacia atrás en el agua, de modo que las ratas salieron corriendo, y entonces el teniente intentó pensar tras la segunda conmoción que recibía en cinco minutos.

El capitán tenía que saber lo del escondite de
Lady Silenciosa
. El peligro que suponía una llama abierta, por ejemplo, era algo que había que solucionar.

Pero ¿de dónde había sacado ella aquel cuchillo? Parecía algo hecho por los esquimales, más que un arma o herramienta del barco. Ciertamente, la habían registrado hacía seis meses, en junio. ¿Lo habría escondido quizá ya en aquel momento?

¿Qué más podía estar escondiendo?

Y la carne fresca...

No había carne fresca a bordo, Irving estaba seguro de aquello.

¿Habría estado cazando? ¿En invierno, con aquella ventisca, en la oscuridad? ¿Y cazar el qué?

Lo único que había allá fuera, en el hielo o bajo el hielo, eran los osos blancos y la cosa que acechaba a los hombres del
Erebus
y del
Terror.

John Irving tuvo una idea terrible. Durante un segundo estuvo tentado de volver y comprobar la cerradura de la sala de Muertos.

Luego tuvo una idea mucho más terrible aún.

Sólo habían encontrado la mitad de William Strong y Thomas Evans.

El teniente John Irving fue tambaleándose a popa, resbalando sobre el hielo y el agua estancada, se abrió camino hacia la escala central y se dirigió hacia la luz de la cubierta inferior.

18

Goodsir

Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O

20 de noviembre de 1847

Del diario privado del doctor Harry D. S. Goodsir:

Sábado, 20 de noviembre de 1847

No tenemos la comida suficiente para sobrevivir otro invierno y verano aquí en el hielo.

Deberíamos haberla tenido. Sir John aprovisionó los dos buques para Tres Años con raciones extraordinariamente generosas para todos los hombres, Cinco Años con raciones reducidas, pero aun así adecuadas para hombres que hicieran trabajos duros todos los días, y Siete Años con un racionamiento estricto, pero adecuado para todos los hombres. Según los Cálculos de Sir John, y los de los capitanes de los buques, Crozier y Fitzjames, el
HMS Erebus
y el
Terror
deberían haber estado ampliamente aprovisionados hasta el año 1852.

Por el contrario, agotaremos nuestras últimas provisiones comestibles a finales de la próxima primavera. Y si perecemos por causa de todo esto, se tratará de un Asesinato.

El doctor McDonald, del
Terror,
sospechó de la comida en lata durante algún Tiempo, y compartió sus preocupaciones conmigo después de la Muerte de Sir John. Luego la comida enlatada estropeada y Venenosa en nuestra Primera Salida a la Tierra del Rey Guillermo, el pasado Verano (latas extraídas de la parte más profunda de las Bodegas, bajo Cubierta), confirmó el problema. En Octubre, los cuatro Cirujanos pedimos al Capitán Crozier y al Comandante Fitzjames que nos permitieran hacer un Inventario Completo. Los Cuatro, ayudados por unos tripulantes asignados a ayudarnos a mover los centenares y centenares de cajas, barriles y pesadas latas en ambas cubiertas inferiores, cubiertas del sollado y bodegas, y a abrir y probar las muestras seleccionadas, hicimos dos veces el Inventario, para no cometer ningún error. Más de la Mitad de la Comida enlatada a bordo de ambos buques es inservible.

Informamos de ello hace tres semanas a ambos capitanes en el enorme y antiguo camarote de Sir John, que estaba helado. A Fitzjames, aunque nominalmente es un simple comandante, Crozier, el nuevo Líder de la Expedición, le llama «capitán», y otros le han imitado. En la reunión secreta estábamos los cuatro cirujanos, Fitzjames y Crozier.

El Capitán Crozier (tengo que recordar que es irlandés, después de todo) se puso tan furioso como jamás había visto. Pidió una explicación completa, como si Nosotros, los Cirujanos, fuésemos responsables de los Suministros y Avituallamiento de la Expedición Franklin. Fitzjames, por otra parte, siempre había tenido sus dudas acerca de los alimentos enlatados y el proveedor que los había envasado (era el único miembro de la Expedición o del Almirantazgo que había expresado tales reservas, al parecer), pero Crozier seguía sin creer que un acto tan fraudulentamente criminal se hubiese podido cometer en unos buques de la Marina Real.

John Peddie, el cirujano jefe de Crozier en el
Terror,
era el que más Servicios Marítimos había realizado de los cuatro Oficiales Médicos, pero la mayor parte de éstos habían sido a bordo del
HMS Mary,
junto con el contramaestre de Crozier, John Lane, y fue en el Mediterráneo, donde muy pocas de las Provisiones del Buque consistían en Comida Enlatada. De forma similar, mi superior nominal en el
Erebus,
el Cirujano Jefe Stephen Stanley, tenía poca experiencia con tan Grandes Cantidades de Provisiones Enlatadas a bordo de un buque. Sensible a las Diversas Dietas que se consideran Necesarias para prevenir el escorbuto, el doctor Stanley se quedó conmocionado y sin habla cuando nuestro Inventario sugirió, mediante el muestreo, que casi la mitad de las restantes latas de comida, verduras, carne y sopa podían estar Contaminadas o bien Estropeadas.

Other books

B005N8ZFUO EBOK by Lubar, David
Deceit by Deborah White
Death at the Cafe by Alison Golden
WMIS 08 Forever With Me by Kristen Proby
Reckless by R.M. Martinez
Funny Frank by Dick King-Smith
The Hijack by Duncan Falconer
A Silver Lining by Beth D. Carter