El Terror (40 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Thomas Blanky no era filósofo por naturaleza, pero era una criatura avezada al Ártico, tanto de niño como de hombre, y había trabajado como marinero o como patrón del hielo para balleneros americanos cuando la Marina Real todavía no sabía cómo emplearlo, y conocía aquellas regiones polares como pocos más en la expedición. Aunque aquella zona en concreto le era desconocida, ya que por lo que sabía Blanky ningún buque había viajado antes hasta tan al sur del estrecho de Lancaster ni tan cerca de la Tierra del Rey Guillermo, ni había navegado tan hacia el oeste de la península de Boothia, la mayoría de las terribles condiciones del Ártico le eran tan familiares como un verano en Kent, el lugar donde nació.

«Más familiares, en realidad», pensó Blanky. No había vivido un verano en Kent desde hacía al menos veintiocho años.

La aullante nieve de aquella noche le resultaba familiar, igual que la sólida superficie del hielo y los seracs y las resonantes crestas de presión que empujaban al pobre
Terror
cada vez más alto en su cabrestante de hielo elevado, mientras lo iban exprimiendo hasta arrebatarle la vida. El patrón del hielo homólogo de Blanky en el
Erebus,
James Reid, un hombre a quien Blanky respetaba muchísimo, le había informado aquel mismo día, después del extraño oficio religioso, de que el viejo buque insignia no duraría demasiado ya. Además de que sus reservas de carbón estaban todavía mucho más agotadas que las del desfalleciente
Terror,
el hielo había atrapado el buque de sir John en una garra mucho más feroz y menos indulgente, más de un año antes, cuando se quedaron encallados en sus actuales posiciones.

Reid le había susurrado que como el
Erebus
estaba inclinado hacia la popa en el hielo que lo cercaba, lo contrario del
Terror,
que estaba inclinado hacia la proa, la presión incesante constreñía mucho más al barco de sir John, y se hacía mucho más terrible cada vez, empujando al barco que gemía y crujía más arriba, hacia la superficie del mar helado. El timón ya había resultado astillado, y la quilla tan dañada que no se podía reparar si no es en dique seco. Las chapas de popa ya habían saltado, y había casi un metro de agua helada en la popa, que había bajado unos seis grados; sólo los sacos de arena y cámaras estancas impedían que el aguanieve fangosa entrase en la sala de la caldera, y las recias vigas de roble, que habían sobrevivido a décadas de guerras y servicios, se estaban agrietando. Y peor aún: las telarañas de abrazaderas de hierro colocadas en su lugar en 1845 para hacer al
Erebus
impermeable al hielo se quejaban constantemente por la terrible presión. De vez en cuando, algunos montantes pequeños cedían por la juntura, con un sonido como el disparo de un pequeño cañón. Eso solía ocurrir muy tarde por la noche, y los hombres saltaban en sus hamacas, identificaban la fuente de la explosión y se volvían a dormir, lanzando maldiciones en voz baja. El capitán Fitzjames normalmente bajaba con algunos de sus oficiales a investigar. Las abrazaderas más pesadas resistirían, decía Reid, pero desgarrarían las capas de roble y de hierro del casco, que se iban contrayendo. Cuando aquello ocurriera, el buque se hundiría con hielo o sin hielo.

El patrón del hielo del
Erebus
decía que el carpintero de su buque, John Weekes, pasaba todos los días y la mitad de las noches con un destacamento de trabajo de no menos de diez hombres abajo en la bodega y en la cubierta del sollado, apuntalándolo todo con las tablas más recias que habían llevado en el buque, y muchas incluso sustraídas discretamente al
Terror,
pero el laberinto resultante de estructuras internas de madera era sólo un arreglo temporal, en el mejor de los casos. A menos que el
Erebus
escapase del hielo en abril o mayo, decía Reid que había afirmado Weekes, acabaría aplastado como un huevo.

Thomas Blanky conocía el hielo. A principios del verano de 1846, todo el tiempo que guio a sir John y a su capitán al sur por el largo estrecho y el recién descubierto paso hacia el sur del estrecho de Barrow, ya que el nuevo estrecho seguía sin nombre en sus bitácoras, aunque algunos ya lo llamaban «estrecho de Franklin», como si dando nombre al canal que había atrapado al viejo idiota muerto pudiera hacer que su fantasma se sintiera mejor por haber sido devorado por un monstruo, Blanky había estado en su puesto en el palo mayor, gritando consejos al timonel mientras el
Terror
y el
Ere
bus
cautelosamente iban abriéndose camino entre más de cuatrocientos kilómetros de hielo cambiante, conductos que se estrechaban y canales que acababan en un punto muerto.

Thomas Blanky era bueno en su trabajo. Sabía que era uno de los mejores patrones del hielo y pilotos del mundo. Desde su precaria posición arriba en el palo mayor, y como estos viejos buques bombarderos no tenían cofa, como si fueran un simple ballenero, Blanky podía distinguir la diferencia entre hielo de deriva y escombros de hielo a trece kilómetros de distancia. Dormido en su cubículo, sabía de inmediato cuándo el buque había cambiado del paso que hacía glu-glu-glu por encima del hielo fangoso y había pasado al ruido rasposo, como una lima metálica, del hielo en bandejas. Sabía a simple vista qué fragmentos de iceberg representaban una amenaza para el buque y cuáles se podían enfilar de frente. De alguna manera, sus ojos, ya envejecidos, podían distinguir los gruñones sumergidos de un blanco azulado en un mar blanco azulado repleto de reflejos solares e incluso decir cuál de aquellos gruñones se limitaría a rechinar y gruñir al pasar junto al casco del buque y cuál, como si fuera un iceberg de verdad, pondría en peligro a la embarcación.

De modo que Blanky estaba orgulloso del trabajo que él y Reid habían hecho al conducir a ambos barcos más de cuatrocientos kilómetros al sur y luego al oeste en su primer lugar de invernada, en las islas Beechey y Devon. Pero Thomas Blanky también se maldecía a sí mismo y se llamaba idiota y malvado por ayudar a conducir los dos buques y a sus 126 almas cuatrocientos kilómetros al sur, y luego al oeste del lugar de invernada de Beechey y Devon.

Los buques podían haberse retirado de la isla de Devon, volver por el estrecho de Lancaster y luego bajar por la bahía de Baffin, aunque hubieran tenido que esperar dos fríos veranos, o incluso tres, para escapar del hielo. La pequeña bahía de Beechey podía haber protegido los barcos de aquel desastre sobre el hielo en mar abierto. Y más tarde o más temprano el hielo en el estrecho de Lancaster habría aflojado. Thomas Blanky «conocía» aquel hielo. Se comportaba como se supone que se tenía que comportar el hielo ártico: era traicionero, mortal, dispuesto a destruirte por una sola decisión equivocada o un momento de descuido, pero era predecible.

Pero «este» hielo, pensó Blanky, mientras iba golpeando con los pies por la oscura popa, para evitar que se le congelasen, viendo las linternas que brillaban a babor y a estribor, donde paseaban Berry y Handford con sus escopetas, «este» hielo no era como ninguno del que tuviera experiencia.

El y Reid habían advertido a sir John y a los dos capitanes hacía quince meses, justo antes de que los buques se quedaran atrapados en su helada posición. «Hay que ir a por todas», había aconsejado Blanky, estando de acuerdo con el capitán Crozier en que necesitaban darse la vuelta mientras todavía hubiese el menor asomo de camino abierto, buscar aguas abiertas lo más cerca posible de la península de Boothia tan rápido como pudieran navegar a vapor aquel septiembre, hacía tanto tiempo. Allí el agua se cerraba hacia una costa conocida, o al menos el extremo oriental de ella era conocida para el antiguo Servicio de Descubrimientos y los veteranos balleneros como Blanky, y casi con absoluta seguridad habría permanecido líquida una semana más, quizá dos, en aquel septiembre que resultó una oportunidad perdida. Aunque hubieran sido capaces de navegar a vapor hacia el norte a lo largo de la costa de nuevo debido a los témpanos como montículos y a la banquisa antigua (Reid la llamaba «esa jodida banquisa»), habrían estado infinitamente más seguros bajo el abrigo de lo que ahora sabían con toda certeza, después de la expedición en trineo del difunto teniente Gore el último verano, que era la Tierra del Rey Guillermo, de James Ross. Aquella masa terrestre, por muy baja, helada, barrida por los vientos y asolada por los rayos que estuviese, habría cobijado a los buques de aquel soplo constante de viento ártico del noroeste enviado por el diablo, de las ventiscas, el frío y el asalto incesante del mar helado.

Blanky nunca había visto un hielo como aquél. Una de las pocas ventajas de la banquisa, aunque tu barco se quedase congelado dentro como una bala de mosquete disparada contra un iceberg, era que la banquisa «se desplazaba». Los buques, aunque aparentemente inmóviles, se movían. Blanky había sido patrón del hielo en el ballenero americano
Pluribus,
en el invierno del 36; el invierno llegó con todo su rigor el 27 de agosto, cogiendo por sorpresa a todos, incluso al experimentado capitán americano tuerto, y dejándolos helados en la bahía de Baffin, a cientos de kilómetros al norte de la bahía de Disko.

El siguiente verano ártico fue malo, casi tan frío como aquel último verano de 1847, durante el cual no se fundió ningún hielo, ni se caldeó el aire, ni volvieron las aves ni la vida salvaje, pero el ballenero
Pluribus
estaba en una zona de la banquisa mucho más predecible y fue derivando más mil kilómetros hacia el sur hasta que, al verano siguiente, llegaron a la línea del hielo y pudieron seguir navegando hacia el sur a través de unos mares con hielo blando y estrechos canales y lo que los rusos llaman
polynyas,
grietas en el hielo que se abren mientras uno mira, hasta que el ballenero americano llegó a aguas abiertas y pudo navegar hacia el sudeste, a un puerto de Groenlandia, a repostar.

Pero aquí no, y Blanky lo sabía. No en aquel infierno blanco dejado de la mano de Dios. La banquisa era, como se la describió a los capitanes un año y tres meses antes, más bien un glaciar inacabable que se veía empujado hacia abajo desde el Polo Norte. Y con el grueso del Ártico correspondiente a Canadá, en su mayoría sin explorar, al sur de donde estaban, la Tierra del Rey Guillermo al sudoeste y la península de Boothia fuera de su alcance hacia el este y el nordeste, no había auténtica deriva del hielo allí, como las repetidas lecturas del sextante con sol y con estrellas hechas por Crozier, Fitzjames, Reid y Blanky les decían: sólo daban vueltas de manera enfermiza en una circunferencia de veinticinco kilómetros. Eran como moscas pinchadas a uno de los discos de metal de música que los hombres ya no usaban en la sala Grande de abajo. No iban a ninguna parte. Siempre volviendo al mismo punto, una y otra vez.

Y aquella banquisa abierta era mucho más parecida al hielo rápido de la costa, según la experiencia de Blanky, sólo que allí, en el mar, el hielo era de un grosor de alrededor de siete metros en torno a los buques, en lugar de la profundidad de casi un metro del hielo rápido normal. Tan grueso que los capitanes no podían mantener abiertos los agujeros del fuego habituales que «todos» los buques varados en el hielo mantenían despejados todo el invierno.

Aquel hielo ni siquiera les permitía enterrar a sus muertos.

Thomas Blanky se preguntaba si él habría sido un instrumento del mal, o quizá sólo de locura, cuando había usado sus más de tres décadas de experiencia como patrón del hielo para hacer que 126 hombres recorrieran unos cuatrocientos kilómetros por el hielo hasta meterlos en aquel lugar imposible, donde lo único que podían hacer era morir.

De repente, se oyó un grito. Luego un disparo de escopeta. Otro grito.

21

Blanky

Latitud 70° 5'N — Longitud 98° 23' O

5 de diciembre de 1847

Blanky se quitó el guante exterior derecho con los dientes, lo dejó caer a cubierta y levantó su propia escopeta. La tradición era que los oficiales de guardia no fuesen armados, pero el capitán Crozier había acabado con aquella tradición con una simple orden. Todos los hombres que estaban en cubierta debían ir armados, en todo momento. Ahora, sin el guante exterior, el delgado guante de lana de Blanky permitió que sus dedos se curvasen en la guardia del gatillo de la escopeta, pero la mano inmediatamente notó también el frío mordisco del viento.

Era la linterna del marinero Berry, la guardia de babor, cuyo resplandor había desaparecido. El disparo de escopeta sonaba como si hubiese venido de la izquierda de la obencadura de la lona de invierno en mitad del buque, pero el patrón del hielo sabía que el viento y la nieve distorsionan los sonidos. Blanky veía aún el resplandor de la linterna de la guardia de estribor, pero ésta oscilaba y se movía.

—¿Berry? —gritó hacia el oscuro costado de babor. Casi notaba que las dos sílabas corrían hacia la popa llevadas por el viento aullante—. ¿Handford?

El brillo de la linterna de estribor desapareció. En la proa, la linterna de Davey Leys habría sido visible más allá de la tienda del medio en una noche clara, pero ya no era una noche clara.

—¿Handford?

El señor Blanky empezó a dirigirse hacia delante, al costado de babor de la larga tienda de cobertura, llevando la escopeta en la mano derecha y la linterna que había cogido del puesto de popa en la izquierda. Tenía tres cartuchos más de escopeta en el bolsillo derecho del abrigo, pero sabía por experiencia lo mucho que costaba sacarlos y cargarlos con aquel frío.

—¡Berry! —aulló—. ¡Handford! ¡Leys!

Uno de los peligros ahora era que los tres hombres se dispararan unos a otros en la oscuridad e irrumpiesen en la inclinada y helada cubierta, aunque por el sonido parecía que Alex Berry ya había disparado su arma. No tenía un segundo cartucho. Pero Blanky sabía que si se desplazaba al lado de babor de la pirámide helada de la tienda y Handford o Leys de repente aparecían para investigar, aquellos hombres nerviosos dispararían a cualquier cosa, hasta a una linterna que oscilaba.

De todos modos, avanzó.

—¿Berry? —gritó, llegando a diez metros de la estación de la guardia de babor.

Captó un movimiento borroso entre la nieve que caía, algo demasiado grande para ser Alex Berry, y luego oyó un estruendo mucho más intenso que cualquier posible disparo. Una segunda explosión. Blanky se tambaleó hacia atrás a diez pasos hacia la popa, mientras barriles, toneles de madera, cajas y otros artículos del barco volaban por los aires. Le costó unos pocos segundos darse cuenta de lo que había ocurrido: la permanente pirámide de lona helada que corría a proa y a popa a lo largo de la cubierta se había derrumbado súbitamente, arrojando miles de kilos de nieve y hielo acumulado en todas direcciones, arrojando al mismo tiempo a los lados los artículos almacenados en cubierta: brea muy inflamable, materiales de los calafateros, arena para verter para la tracción encima de la nieve, colocada a paletadas deliberadamente en la cubierta, y había destrozado también las vergas inferiores del palo mayor, que se habían hecho girar a proa y a popa hacía más de un año para que actuasen como cumbreras para la tienda, que habían caído sobre la escotilla y la escala principal.

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