El Terror (66 page)

Read El Terror Online

Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

—No hay agua, capitán —gritó una voz tan agitada que Goodsir ni siquiera la reconoció.

—¡Pues usen los cubos para mear! —La voz del capitán cortaba como una cuchilla entre el humo y los gritos.

—¡Están congelados! —gritó una voz que Goodsir sí que reconoció. Era John Sullivan, el capitán de la cofa mayor.

—Úselos de todos modos —gritó Fitzjames—. Y nieve. Sullivan, Sinclair, Reddington, Seeley, Pocock, Greater..., cojan a los hombres y formen una cadena de cubos desde la cubierta de aquí a la cubierta del sollado. Traigan toda la nieve que puedan. Arrójenla a las llamas. —Fitzjames tuvo que detenerse a toser violentamente.

Goodsir se puso de pie. El humo remolineaba a su alrededor como si alguien hubiese abierto una puerta o ventana. En un momento dado pudo ver a cuatro o seis metros por delante, los almacenes del carpintero y de los contramaestres, y veía claramente las llamas que lamían las maderas y las cuadernas, y al momento siguiente ya no vio ni a medio metro delante de él. Todo el mundo tosía y Goodsir se unió a ellos.

Los hombres le empujaron en su prisa por subir la escala, y Goodsir se apretó contra el mamparo, preguntándose si debía subir también a la cubierta inferior. Allí no hacía nada.

Recordó el brazo desnudo que sobresalía de la carbonera, debajo, en la cubierta de la bodega. La idea de bajar de nuevo allí le daba ganas de vomitar.

«Pero la cosa está en esta cubierta.»

Como para confirmar esa idea, cuatro o cinco mosquetes a menos de cuatro metros ante el cirujano dispararon a la vez. Las explosiones fueron ensordecedoras. Goodsir se llevó las palmas de las manos a los oídos y cayó de rodillas, recordando que había dicho a la tripulación del
Terror
que las víctimas del escorbuto podían morir por el simple sonido de un disparo de mosquete. Sabía que él tenía los primeros síntomas del escorbuto.

—¡Cesen esos disparos! —gritó Fitzjames—. ¡Retrocedan! Hay hombres ahí.

—Pero, capitán... —Era la voz del cabo Alexander Pearson, el de más alto rango de los cuatro marines reales supervivientes del
Erebus.

—¡Le digo que retrocedan!

Goodsir veía al teniente Le Vesconte y a los marines silueteados ante las llamas. Le Vesconte estaba de pie, y los marines cada uno apoyado en una rodilla, recargando los mosquetes como si estuvieran en medio de una batalla. El cirujano pensó que los muros, las maderas, los barriles y las cajas sueltas hacia la proa estaban ya todos ardiendo. Los marineros golpeaban las llamas con mantas y rollos de lona. Las chispas volaban por todas partes.

La silueta ardiente de un hombre se destacó de las llamas hacia los marines y los marineros reunidos.

—¡No disparen! —gritó Fitzjames.

—¡No disparen! —repitió Le Vesconte.

El hombre ardiendo cayó en brazos de Fitzjames.

—¡Señor Goodsir! —llamó el capitán.

John Downing, el timonel, dejó de atizar el fuego con una manta en el corredor y golpeó las llamas que emanaban de las ropas ardientes del hombre herido.

Goodsir corrió hacia delante y recogió al hombre desmayado de brazos de Fitzjames. La parte derecha del rostro del hombre casi había desaparecido, no quemada, sino desgarrada. La piel y el ojo colgaban sueltos, tenía marcas paralelas por el lado derecho del cuerpo y los surcos de las garras habían penetrado hondamente a través de las ocho capas de tela y la carne. La sangre empapaba su chaleco. Al hombre le faltaba el brazo derecho.

Goodsir se dio cuenta de que estaba sujetando a Henry Foster Collins, el segundo oficial a quien Fitzjames había ordenado antes que fuera hacia delante, a la proa, con Brown y Dunn, el calafatero y su ayudante, para asegurar la escotilla de proa.

—Necesito ayuda para llevarlo a la enfermería —jadeó Goodsir.

Collins era un hombre corpulento, aun sin brazo, y sus piernas habían cedido al fin. El cirujano podía sujetarlo solamente porque estaba apoyado contra el mamparo de la sala del pan.

—¡Downing! —Fitzjames llamó a la silueta del robusto timonel, que había vuelto a luchar contra las llamas con su manta chamuscada.

Downing arrojó la manta a un lado y corrió por entre el humo. Sin hacer una sola pregunta, el timonel se pasó el brazo que le quedaba a Collins por encima del hombro y dijo:

—Después de usted, señor Goodsir.

Goodsir empezó a trepar por la escala, pero una docena de hombres con cubos intentaban bajar entre el humo.

—¡Dejen paso! —aulló Goodsir—. ¡Subimos con un hombre herido!

Las botas y rodillas se echaron atrás.

Mientras Downing subía al inconsciente Collins por la escala casi vertical, Goodsir subió a la cubierta inferior donde vivían todos ellos. Los marineros se reunieron a su alrededor y le miraron. El cirujano se dio cuenta de que debía de parecer una baja él también: tenía las manos, la ropa y la cara ensangrentadas por el golpe contra el poste, y también estaba negro de hollín.

—A popa, a la enfermería —ordenó Goodsir mientras Downing levantaba en sus brazos al hombre herido y destrozado.

El timonel tuvo que retorcerse de lado para conducir a Collins por el estrecho pasillo. Detrás de Goodsir, dos docenas de hombres tendían cubos hacia la escala desde la cubierta donde otros vertían nieve en las cubiertas humeantes y siseantes de la zona de las hamacas de los hombres, en torno a la estufa y la escotilla de proa. Si la cubierta se prendía el barco estaba perdido, eso lo sabía muy bien Goodsir.

Henry Lloyd salió de la enfermería con el rostro pálido y los ojos muy abiertos.

—¿Está preparado mi instrumental? —preguntó Goodsir.

—Sí, señor.

—¿Sierra de huesos?

—Sí.

—Bien.

Downing colocó al inconsciente Collins en la desnuda mesa quirúrgica, en medio de la enfermería.

—Gracias, señor Downing —dijo Goodsir—. ¿Sería tan amable de conseguir un marinero o dos y ayudar a llevar a esos dos hombres enfermos a alguna cama en un cubículo? Cualquier camarote vacío servirá.

—Sí, doctor.

—Lloyd, vaya a proa, adonde el señor Wall, y dígale al cocinero y sus ayudantes que necesitamos toda el agua caliente que la estufa pueda darnos. Pero primero encienda esas lámparas de aceite. Y luego venga aquí. Le necesito para que sujete una linterna.

Durante una hora, el doctor Harry D. S. Goodsir estuvo tan ocupado que la enfermería podía haber ardido y ni lo habría notado, sólo se habría alegrado de tener un poco más de luz.

Desnudó por completo la parte superior del cuerpo de Collins; las heridas abiertas humearon en el aire congelado, y les echó la primera olla de agua caliente para limpiarlas lo mejor que pudo, no por higiene, sino para despejar aunque fuera brevemente la sangre y ver lo profundas que eran, y decidió que las heridas de garras en sí mismas no amenazaban la vida del hombre de inmediato, y luego siguió trabajando en el hombro, cuello y rostro del segundo oficial.

El brazo había sido desgajado limpiamente. Era como si una guillotina enorme le hubiese cortado el brazo a Collins de un solo golpe. Acostumbrado a accidentes industriales y navales que hacían papilla y retorcían y desgarraban la carne en jirones, Goodsir estudió la herida con algo parecido a la admiración, o incluso la maravilla.

Collins se estaba desangrando, pero las llamas habían cauterizado la herida del hombro hasta cierto punto. Le habían salvado la vida. Al menos hasta el momento...

Goodsir veía el hueso del hombro, un bulto blanco y brillante, pero no quedaba hueso alguno del brazo que tuviera que recortar. Mientras Lloyd sujetaba tembloroso una linterna bien cerca, y a veces ponía el dedo donde le ordenaba Goodsir, a menudo en una arteria que soltaba surtidores de sangre, Goodsir, diestramente, fue ligando las diversas venas y arterias. Siempre se le había dado muy bien ese tipo de cosas, y sus dedos trabajaban casi solos.

Sorprendentemente, parecía haber poca tela o materias extrañas en la herida. Así se reducía mucho la posibilidad de una sepsis fatal, aunque seguían existiendo probabilidades. Goodsir limpió todo lo que pudo ver con la segunda olla de agua caliente que le trajo a popa Downing. Luego cortó los jirones de carne sobrantes y suturó donde pudo. Afortunadamente, quedaban colgajos de piel lo bastante grandes para que el cirujano pudiera doblarlos por encima de la herida y coserlos con amplias puntadas.

Collins se quejó y se removió.

Goodsir trabajó entonces lo más rápido que pudo, ya que quería acabar lo peor antes de que el hombre se despertara del todo.

El lado derecho de la cara de Collins colgaba sobre su hombro como una careta de carnaval suelta. A Goodsir le recordaba las muchas autopsias que había llevado a cabo, recortando la cara y doblándola por encima de la parte superior de la calavera como un trapo húmedo y tirante.

Hizo que Lloyd tirase del largo colgajo de piel facial tanto como pudo, lo más tirante posible (su ayudante se fue a vomitar en cubierta, pero volvió enseguida, limpiándose los dedos pegajosos en el chaleco de lana) y Goodsir rápidamente cosió la parte suelta del rostro de Collins a un grueso colgajo de piel y carne justo por detrás de la línea del cabello del hombre.

No pudo salvar el ojo del segundo oficial. Intentó volver a colocarlo en su lugar, pero el arco superciliar del hombre estaba hecho añicos. Había unas astillas de hueso por en medio. Goodsir recortó las astillas, pero el globo del ojo estaba demasiado dañado.

Cogió unas tijeras de las temblorosas manos de Lloyd y cortó el nervio óptico, arrojando el ojo en el cubo que ya estaba lleno de trapos ensangrentados y jirones de la carne de Collins.

—Sujete esa linterna más cerca —ordenó Goodsir—. Deje de temblar.

Milagrosamente, le quedaba algo de párpado. Goodsir tiró de él hacia abajo todo lo que pudo, y diestramente lo suturó a un colgajo de piel suelta que había debajo del ojo. Allí le dio los puntos mucho más apretados, porque tenían que durar años.

Si Collins sobrevivía.

Habiendo hecho todo lo posible en el rostro del segundo oficial por el momento, Goodsir volvió su atención a las quemaduras y heridas de garra. Las quemaduras eran superficiales. Las heridas de garras eran tan profundas que Goodsir podía ver la siempre sorprendente blancura de las costillas expuestas, aquí y allá.

Dio instrucciones a Lloyd de que aplicase bálsamo a las quemaduras con la mano izquierda, mientras sujetaba la linterna con la derecha, y Goodsir limpió y cerró los músculos desgarrados, cosió la carne superficial y volvió a cerrar la piel, en lo posible. La sangre seguía saliendo de la herida del hombro y el cuello de Collins, pero a un ritmo mucho más reducido. Si las llamas habían cauterizado sobradamente la carne y las venas, al segundo oficial le podía quedar la sangre suficiente para la supervivencia.

Ya traían a otros hombres, pero sólo sufrían quemaduras, algunas graves, pero que no suponían peligro para sus vidas, y ahora que había concluido la mayor parte de su trabajo con Collins, Goodsir colgó la linterna en el gancho de latón por encima de la mesa y ordenó a Lloyd que ayudase a los otros con ungüentos, agua y vendajes.

Estaba ya acabando con Collins, administrándole opio para que el hombre, que estaba despierto y chillaba, pudiese dormir, cuando se volvió y encontró al capitán Fitzjames de pie junto a él.

El capitán estaba tan cubierto de hollín y sangre como el cirujano.

—¿Vivirá? —preguntó Fitzjames.

Goodsir dejó un escalpelo y abrió y cerró las manos ensangrentadas como diciendo: Dios sabe.

Fitzjames asintió.

—El fuego está contenido —dijo el capitán—. Pensé que le alegraría saberlo.

Goodsir asintió. No había pensado en el fuego en absoluto en toda la hora anterior.

—Lloyd, señor Downing —dijo—, ¿serían tan amables de llevar al señor Collins a ese coy que hay cerca del mamparo de proa? Es el lugar más cálido.

—Hemos perdido todos los artículos almacenados por el carpintero en la cubierta del sollado —continuó Fitzjames—, y muchas de las provisiones que nos quedaban que estaban en cajas junto a la escotilla de proa y la zona de proa, y buena parte de los artículos de la sala del pan, también. Yo diría que un tercio de las provisiones en lata o en cajas que nos quedaban ha desaparecido. Y estamos seguros de que hay daños en la cubierta de la bodega, pero todavía no hemos podido bajar allá.

—¿Cómo empezó el fuego? —preguntó el cirujano.

—Collins o uno de sus hombres arrojó una linterna a la criatura cuando ésta subía por la escotilla hacia ellos —dijo el capitán.

—¿Y qué le ha ocurrido a la... criatura? —preguntó Goodsir. De repente estaba tan cansado que tuvo que agarrarse al borde de la ensangrentada mesa de operaciones para no caerse.

—Supongo que se ha ido por donde había venido —dijo Fitzjames—. Abajo por la escotilla de proa y luego afuera por algún lugar en la cubierta de la bodega. A menos que esté todavía ahí abajo, esperándonos. Tengo hombres armados en cada una de las escotillas. Hace tanto frío y hay tanto humo allá abajo, en la cubierta del sollado, que tendremos que cambiar la guardia cada media hora.

»Collins fue el que mejor lo vio. Por eso he subido..., a ver si puedo hablar con él. Los otros sólo vieron la forma a través de las llamas: ojos, dientes, garras, una masa blanca o una silueta negra. El teniente Le Vesconte ha hecho que los marines le dispararan, pero nadie ha visto si le habían dado o no. Hay sangre por toda la proa y el almacén del carpintero, pero no sabemos si pertenece o no a la bestia. ¿Puedo hablar con Collins?

Goodsir meneó la cabeza.

—Acabo de suministrarle un opiáceo al segundo oficial. Dormirá durante horas. No sé si llegará a despertarse o no. Las probabilidades están en contra.

Fitzjames volvió a asentir. El capitán parecía tan cansado como el cirujano.

—¿Y qué ha ocurrido con Dunn y Brown? —preguntó Goodsir—. Se habían ido adelante con Collins. ¿Los han encontrado?

—Sí—dijo Fitzjames, con voz apagada—. Están vivos. Se habían escapado al costado de estribor de la sala del pan cuando ha empezado el fuego y la cosa ha empezado a perseguir al pobre Collins. —El capitán tomó aliento—. El humo se está disipando abajo, de modo que necesitaría llevar a unos hombres a la bodega para retirar los cuerpos del ingeniero Gregory y del fogonero Tommy Plater.

—Ay, Dios mío —exclamó Goodsir. Le contó a Fitzjames lo del brazo desnudo que había visto sobresaliendo de la carbonera.

Other books

The Other Son by Alexander Soderberg
Playing with Matches by Brian Katcher
Drawing a Veil by Lari Don
Conspirata by Robert Harris
The Tesla Legacy by Robert G Barrett