El Terror (94 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Crozier guardó cuidadosamente el sextante en su caja de madera, así como la caja en su bolsa de piel impermeabilizada; encontró una manta empapada de la ballenera y la echó encima de las piedras, junto a Des Voeux y tres hombres más que dormían. Al cabo de unos segundos, ya estaba durmiendo.

Soñó con Memo Moira, que le empujaba hacia delante, hacia la barandilla de un altar y hacia el sacerdote que esperaba con sus vestiduras mojadas.

En su sueño, mientras los hombres roncaban a la luz de la luna de aquella costa desconocida, Crozier cerró los ojos y extendió la lengua para recibir el cuerpo de Cristo.

50

Bridgens

Campamento del Río

29 de julio de 1848

John Bridgens siempre había comparado, en secreto, las distintas partes de su vida con las diversas obras literarias que la habían ido moldeando.

En su niñez y en sus años de estudiante, de vez en cuando pensaba en sí mismo identificado con algún personaje del
Decamerón,
de Boccaccio, o de los procaces
Cuentos de Canterbury,
de Chaucer, y no todos los personajes que elegía eran precisamente los heroicos, ni mucho menos. (Su actitud hacia el mundo durante algunos años fue: «que os den».)

A los veinte años, John Bridgens se identificaba sobre todo con Hamlet. El príncipe de Dinamarca, envejecido de una manera extraña (porque Bridgens estaba seguro de que el muchacho que era Hamlet se había hecho mayor mágicamente en unas pocas semanas teatrales hasta convertirse en un hombre que en el acto V tenía, al menos, treinta años), estaba indeciso entre el pensamiento y el acto, entre la intención y la acción, paralizado por una conciencia tan astuta e implacable que le hacía «pensar en todo, hasta en el propio pensamiento». El joven Bridgens fue víctima de esa conciencia y, como Hamlet, frecuentemente consideró la cuestión más esencial de todas: «¿continuar o no continuar?» (y el tutor de Bridgens en aquel momento, un elegante profesor universitario de Oxford en el exilio que era el primer sodomita declarado que el joven y futuro estudioso había conocido, le enseñó desdeñosamente que el famoso soliloquio del «ser o no ser» no era una disquisición sobre el suicidio; pero Bridgens tenía otra teoría. «Así la conciencia nos hace a todos cobardes», interpelaba directamente al alma del chico-hombre que era John Bridgens, muy desgraciado por el estado de su existencia y sus deseos antinaturales, desgraciado al fingir ser algo que no era, desgraciado cuando fingía y desgraciado cuando no fingía, y, sobre todo, desgraciado por ser capaz de «pensar» siquiera en acabar con su propia vida, porque el temor de que el pensamiento mismo pudiese continuar en otro lugar lejos de este velo mortal, «tal vez soñar», le impedía dirigirse efectivamente hacia un rápido y decidido autoasesinato a sangre fría).

Afortunadamente, ya desde muy joven y antes de convertirse en la persona que sería, John Bridgens tenía dos cosas, además de la indecisión, que le impidieron la autodestrucción: los libros y el sentido de la ironía.

En su edad madura, Bridgens pensó mucho en sí mismo como en Odiseo. No era sólo el hecho de recorrer el mundo lo que hacía adecuada la comparación con el aspirante a estudioso convertido en mozo de suboficiales, sino más bien la descripción que hacía Homero del viajero hastiado de la vida, una palabra griega que significaba «pícaro» o «astuto», por la cual le identificaban los contemporáneos de Odiseo (y mediante la cual, algunos, como Aquiles, decidían insultarle). Bridgens no usaba su habilidad para manipular a los demás, o raramente lo hacía, sino que la usaba más bien como uno de los escudos redondos de madera y cuero, o los más orgullosos de metal, detrás de los cuales los héroes homéricos se refugiaban cuando sufrían violentos ataques mediante venablos y lanzas.

El usaba su habilidad para hacerse invisible y seguir siéndolo.

Una vez, hacía muchos años, en el viaje de cinco años en el
HMS Beagle,
durante el cual conoció a Harry Peglar, Bridgens mencionó su analogía con Odiseo. Sugirió que todos los hombres de un viaje semejante eran como Ulises modernos en cierto aspecto. Lo hizo ante el filósofo natural que había a bordo (ambos jugaban frecuentemente al ajedrez en el diminuto camarote del señor Darwin); el joven experto en aves, de ojos tristes y mente aguda clavó en el mozo su mirada penetrante y dijo: «Pero ¿por qué dudo de que tenga usted una Penélope esperándole en casa, señor Bridgens?».

El mozo, después de aquello, se mostró mucho más reservado. Había aprendido, como Odiseo después de unos años de vagabundeo, que su astucia no era adecuada para el mundo y que el orgullo desmedido siempre acababa castigado por los dioses.

En sus últimos días, John Bridgens notaba que el personaje literario con el cual tenía más en común, tanto en punto de vista como en sentimientos, recuerdos, futuro y tristeza, era el rey Lear.

Y ya era el momento del acto final.

Llevaban dos días en la boca del río que desembocaba en el estrecho sin nombre al sur de la Tierra del Rey Guillermo, que ahora se sabía que era la isla del Rey Guillermo. El río allí, a finales de julio, corría libremente en algunos lugares y les permitía llenar sus cantimploras, pero nadie había visto ni había pescado un solo pez en él. Ningún animal parecía interesado en bajar a beber de él..., ni siquiera un zorro blanco ártico. Lo mejor que se podía decir de aquel campamento era que la ligera hendidura del valle del río los protegía del viento más fuerte y les permitía cierta paz mental durante las tormentas eléctricas que se desencadenaban cada noche.

Las dos mañanas en aquel campamento, los hombres, llenos de esperanza, rezando, colocaron las tiendas, los sacos de dormir y toda la ropa de la que podían prescindir encima de las rocas para secarla a la luz del sol. Pero no hubo luz del sol, claro. Varias veces cayó llovizna. El único día con el cielo azul que habían visto durante el mes y medio anterior fue su último día en los botes, y después de aquel día, la mayoría de los hombres tuvieron que ir a ver al doctor Goodsir para que les curase las quemaduras del sol.

A Goodsir, como Bridgens sabía muy bien, porque era su ayudante, le quedaban muy pocas medicinas en la caja que había reunido a partir de los suministros de sus colegas muertos y de los suyos. Quedaban todavía algunos purgantes en el arsenal del buen doctor (sobre todo aceite de castor y tintura de jalapa, hecha de semillas de campanilla) y algunos estimulantes para los casos de escorbuto; había alcanfor y bicarbonato de amonio solamente, ya que había usado con liberalidad la tintura de lobelia en los primeros meses de síntomas de escorbuto, algo de opio como sedante, un poquito de mandragora y polvo de Dover para los dolores sordos, y sólo el sulfato de cobre y plomo suficientes para desinfectar heridas o tratar las quemaduras de sol que habían formado ampollas. Obedeciendo las órdenes del doctor Goodsir, Bridgens había administrado casi todo el sulfato de cobre y plomo a los hombres quejumbrosos que se habían desgarrado las camisas al remar y habían añadido a sus desgracias nocturnas una grave quemadura solar.

Sin embargo, ya no había luz solar que secase las tiendas o las ropas o las bolsas. Los hombres seguían húmedos día y noche, y se quejaban, temblaban de frío y ardían de fiebre.

El reconocimiento de sus compañeros más saludables y que caminaban más rápido había mostrado que mientras tenían la tierra fuera de la vista, en los botes, habían pasado por una bahía muy honda menos de veinticinco kilómetros al noroeste de este río, donde finalmente habían acabado en la costa. Y lo más asombroso de todo era que los exploradores informaban de que toda la isla se curvaba hacia el nordeste apenas algo más de quince kilómetros por delante de ellos hacia el este. Si eso era cierto, estaban muy cerca del extremo sudeste de la isla del Rey Guillermo, su aproximación más cercana a la punta sudeste de la ensenada del río Back.

El río Back, su destino, se encontraba al sudeste yendo por el estrecho, pero el capitán Crozier había dejado que los hombres supieran que planeaba continuar arrastrando los botes hacia el este por la isla del Rey Guillermo hasta el punto en que la costa de la isla cesara su sesgo actual hacia el sudeste. Allí, en el punto final de la tierra, establecerían de nuevo un campamento en el lugar más elevado posible y vigilarían el estrecho. Si el hielo se rompía en las dos semanas siguientes, subirían a los botes. Si no era así, intentarían arrastrarlos hacia el sur por el hielo hacia la península de Adelaida y, tras tocar tierra allí, se dirigirían hacia el este los veinticinco kilómetros o menos que Crozier estimaba que quedaban antes de alcanzar la ensenada que dirigía hacia el sur, al río Back.

El final del juego siempre había sido la parte más débil de las habilidades ajedrecísticas de John Bridgens. No solía disfrutarlo.

La noche antes de que tuvieran previsto dejar el campamento del Río al amanecer, Bridgens empaquetó todos sus objetos personales, incluyendo el grueso diario que había llevado todo el año anterior (había dejado cinco mucho más largos en el
Terror,
el anterior 22 de abril), y los colocó en su saco de dormir con una nota en la que decía que cualquier cosa útil fuera compartida por sus compañeros. Cogió el diario de Harry Peglar y su peine, añadió un cepillo de ropa viejo que Bridgens había llevado consigo muchos años, lo puso todo en el bolsillo de su chaquetón y fue a la pequeña tienda médica del doctor Goodsir a decirle adiós.

—¿Qué quiere decir eso de que va a salir de paseo y de que quizá no haya vuelto cuando salgamos mañana? —preguntó Goodsir—. ¿Qué está diciendo, Bridgens?

—Lo siento, doctor, es que siento un fuerte deseo de salir a dar un paseo.

—Un paseo —repitió Goodsir—. ¿Por qué, señor Bridgens? Es usted treinta años mayor que el promedio de los marineros supervivientes de esta expedición, pero está usted diez veces más sano.

—Siempre he sido afortunado en lo que respecta a la salud, señor —dijo Bridgens—. Todo debido a la herencia, me temo. No por ninguna sabiduría que pueda haber mostrado a lo largo de los años.

—¿Entonces por qué...? —empezó el cirujano.

—Sencillamente, porque ya es hora, doctor Goodsir. Confieso que pensé en subir al escenario hace muchísimos años, cuando era joven. Una de las pocas cosas que aprendí de esa profesión es que los grandes actores saben cómo hacer un buen mutis antes de abusar de su crédito o de que se les vaya la mano en una escena.

—Parece usted un estoico, señor Bridgens. Un seguidor de Marco Aurelio. Si el emperador estaba disgustado con uno, se iba a casa, tomaba un baño caliente...

—Ah, no, señor —dijo Bridgens—. Aunque admito que siempre he admirado la filosofía estoica, la verdad es que siempre he tenido mucho miedo a los cuchillos y a las espadas. El emperador me habría quitado la cabeza, la familia y las tierras, eso seguro, porque soy un verdadero cobarde en lo que respecta a los objetos afilados. Sólo quiero salir a dar un paseo esta noche. Quizás echar un sueñecito.

—«¿Tal vez soñar?» —dijo Goodsir.

—Sí, ése es el dilema —admitió el mozo. El lamento, la ansiedad y quizás el miedo que se transparentaban en su voz eran reales.

—¿Cree usted realmente que no tenemos ninguna oportunidad de conseguir ayuda? —preguntó el cirujano. Parecía sinceramente curioso, y sólo un poco triste.

Bridgens no respondió durante un minuto. Finalmente, dijo:

—Pues realmente, no lo sé. Quizá dependa todo de si han enviado ya un destacamento de rescate hacia el norte, al lago del Gran Esclavo o a alguno de los otros puestos de avanzada. Me inclino a pensar que sí, ya que llevamos tres años sin contacto alguno, y si es así, quizás haya alguna oportunidad. Sé que si alguien en nuestra expedición puede llevarnos a casa ese hombre es el capitán Francis Rawdon Moira Crozier. Nunca ha sido debidamente apreciado por el Almirantazgo, en mi humilde opinión.

—Dígaselo usted mismo, hombre —dijo Goodsir—. O al menos dígale que se va. Eso se lo debe.

Bridgens sonrió.

—Lo haría, doctor, pero usted y yo sabemos que el capitán no me dejaría ir. El es un hombre estoico, creo, pero no en ese sentido. Quizá me cargue de cadenas para obligarme a seguir... adelante.

—Sí —accedió Goodsir—. Pero me hará usted un gran favor si se queda, Bridgens. Tengo que llevar a cabo unas cuantas amputaciones que requerirán su mano firme.

—Hay otros hombres más jóvenes que pueden ayudarle, señor, y que tienen las manos mucho más firmes que yo..., y más fuertes.

—Pero ninguno es tan inteligente como usted —dijo Goodsir—. No puedo hablar con ninguno de ellos como con usted. Valoro mucho su consejo.

—Gracias, doctor —dijo Bridgens, y sonrió de nuevo—. No quería decírselo, señor, pero siempre me ha mareado el dolor y la sangre. Desde que era niño. He apreciado mucho la oportunidad de trabajar con usted estas últimas semanas, pero todo esto va en contra de mi naturaleza, que es básicamente aprensiva. Siempre he estado de acuerdo con san Agustín cuando decía que el único pecado auténtico es el dolor humano. Si se avecinan algunas amputaciones, es mejor que me vaya. —Le tendió la mano—. Adiós, doctor Goodsir.

—Adiós, Bridgens. —El doctor cogió la mano del anciano con las dos suyas, para estrechársela.

Bridgens se dirigió hacia el nordeste del campamento, trepó para salir del valle del río poco hondo, ya que como en todo lo demás en la isla del Rey Guillermo ningún risco o colina era más alto de unos cuatro o seis metros por encima del nivel del mar. Encontró un risco rocoso libre de nieve y lo siguió, alejándose del campamento.

El atardecer llegó en algún momento en torno a las diez de la noche, pero John Bridgens había decidido que no seguiría caminando hasta la oscuridad. A unos cinco kilómetros del campamento del Río encontró un lugar seco en el risco, se sentó, sacó un trozo de galleta, su ración diaria, del bolsillo del chaquetón, y se la comió despacio. Estaba completamente rancia, pero era una de las cosas más deliciosas que había comido jamás. No se había acordado de llevar agua, pero cogió un poco de nieve con la mano y dejó que se le fundiese en la boca.

El crepúsculo hacia el sudoeste era muy hermoso. Durante un instante, el sol surgió por el hueco entre una nube baja y gris y la grava alta y gris; allí quedó colgado un momento como una bola de color naranja: un ocaso como el que habría visto y disfrutado Odiseo, y no Lear, y luego desapareció.

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