El Terror (92 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

«Sir John Franklin —pensé yo, cansado—. El hombre que se comió sus zapatos.» Mi Hermano mayor me había contado Aquella Historia en los Meses anteriores a nuestra partida. Sir John habría sabido, por Triste Experiencia, precisamente qué Musgo y Líquenes elegir.

—Los Hombres se mostrarían muy felices de librarse del Hielo, Capitán. —Era lo único que podía Decir—. Y se sentirán inmensamente Felices al Saber que vamos a Arrastrar menos Botes.

—Gracias, Doctor —dijo el Capitán Crozier—. Eso es todo.

Yo bajé la cabeza en una especie de Patético Saludo, salí e hice la ronda de las peores víctimas del Escorbuto en sus Tiendas (porque ya no teníamos Enfermería, por supuesto, y Bridgens y yo cada noche íbamos de tienda en tienda para aconsejar y recetar a nuestros Pacientes). Luego fui tambaleándome hacia mi propia Tienda (compartida con Bridgens, el inconsciente David Leys, el moribundo Ingeniero Thompson y el carpintero, el Señor Honey, gravemente enfermo) y caí Dormido al Instante.

Aquélla fue la noche en la que el Hielo se abrió y se tragó la tienda Holland en la que Dormían nuestros Cinco Marines: el Sargento Tozer, el Cabo Heges, el Soldado Wilkes, el Soldado Hammond y el Soldado Daly.

Sólo Wilkes salió de la Tienda antes de que se Hundiese en el mar Oscuro como el Vino, y fue rescatado de la Grieta del Hielo unos segundos antes de que ésta se Cerrase con un Estampido Ensordecedor.

Pero.Wilkes estaba demasiado Helado, demasiado Enfermo y demasiado Aterrorizado para Recuperarse, aunque Bridgens y yo le envolvimos en las Últimas Ropas Secas que teníamos en nuestra Reserva y le pusimos entre los dos en nuestro Saco de Dormir. Murió antes de que Amaneciese.

Su Cuerpo lo dejamos en el hielo a la mañana siguiente junto con más Ropas y los Cuatro Botes Desechados y sus Trineos.

No hubo Servicio Funeral para él ni para los demás Marines.

No hubo hurras cuando el Capitán anunció que los cuatro Trineos y Botes ya no serían arrastrados más.

Nos dirigimos hacia el Norte, hacia la Tierra que estaba justo más allá del Horizonte. Ni la propia retirada de Moscú debió de producir una sensación de Derrota semejante.

Tres Horas Después, el Hielo se Agrietó de Nuevo, y nos enfrentamos a Canales y Lagos hacia el Norte, demasiado pequeños para justificar echar al agua los botes, pero demasiado grandes para permitirnos atravesar con ellos botes y trineos.

49

Crozier

Tierra del Rey Guillermo, lat. desconocida, long. desconocida.

26 de julio de 1848

Cuando Crozier se dormía, aunque sólo fuesen unos minutos, volvían los sueños. Los dos esqueletos en el bote abierto. Las dos insoportables niñas americanas chasqueando las articulaciones de los dedos de los pies para simular que un espíritu golpeaba la mesa en una habitación oscura. El doctor americano posando como explorador polar, y un hombre rechoncho vestido con una parka esquimal y muy maquillado en un escenario brillantemente iluminado con gas. Luego, de nuevo los dos esqueletos en el bote. La noche siempre acababa con el sueño que más alteraba a Crozier.

Él es un niño y está con Memo Moira en una enorme catedral católica. Francis está desnudo. Memo lo empuja hacia la barandilla del altar, pero él teme ir hacia delante. La catedral está muy fría; el suelo de mármol bajo los pequeños pies descalzos de Francis está muy frío, y hay hielo en los bancos blancos y de madera de la iglesia.

Arrodillándose ante la barandilla del altar, el joven Francis Crozier nota que Moira le vigila aprobadoramente desde algún lugar por detrás, pero está demasiado asustado para volver la cabeza. Algo se acerca.

El sacerdote parece surgir por una especie de trampilla del suelo de mármol, en el extremo opuesto de la barandilla del altar. El hombre es muy alto, demasiado alto, y sus vestiduras son blancas y chorrean agua. Huele a sangre, a sudor y a algo más rancio, y se alza delante del diminuto Francis Crozier.

Francis cierra los ojos y, como le ha enseñado Memo mientras se arrodillaba en la delgada alfombra de su salón, saca la lengua para recibir la eucaristía. Aunque este sacramento es muy importante y muy necesario, como él sabe perfectamente, Francis siente terror a recibir la hostia. Sabe que su vida nunca volverá a ser la misma después de recibir la eucaristía papista. Y también sabe que su vida acabará si no la recibe.

El sacerdote se acerca más y más, se inclina hacia él...

Crozier se despierta en el vientre de la ballenera. Como siempre cuando surge de esos sueños, aunque sólo haya dormido unos minutos, su corazón late con fuerza y tiene la boca seca de terror. Y tiembla intensamente, pero más de frío que de miedo o de recuerdo del miedo.

El hielo se había abierto en la parte del estrecho o golfo donde se encontraban el 17 y 18 de julio. Durante cuatro días después de aquello, Crozier había mantenido a los hombres unidos sobre el largo témpano de hielo donde se habían detenido, con los cúteres y las pinazas fuera de los trineos, y los cinco botes plenamente cargados, excepto las tiendas y los sacos de dormir, y aparejados para botarlos en agua abierta.

Cada noche, el balanceo de su enorme témpano y el crujido y fractura del hielo los acababa por echar de las tiendas, medio despiertos, seguros de que el mar se estaba abriendo debajo de ellos y estaba dispuesto a engullirlos como había engullido al sargento Tozer y a sus hombres. Cada noche, las explosiones como cañonazos del hielo que crujía acababan por calmarse y el salvaje balanceo se convertía en un ritmo más regular como de olas, y acababan por volver a sus tiendas.

Hacía más calor; algunos días incluso la temperatura subía por encima del punto de congelación; esas pocas semanas de finales de julio serían, ciertamente, el único atisbo de verano que verían aquel segundo año ártico gélido, pero los hombres sentían mucho más frío y desesperación que nunca. Algunos días incluso llovía. Cuando hacía demasiado frío para la lluvia, los cristales de hielo en el aire neblinoso empapaban su ropa de lana, ya que ahora hacía demasiado calor para llevar las ropas impermeables de invierno encima de los chaquetones y abrigos. El sudor del arrastre empapaba su apestosa ropa interior, sus apestosas camisas y calcetines, y sus pantalones harapientos y tiesos por el hielo. A pesar de que sus provisiones casi se habían terminado, los cinco botes que quedaban pesaban muchísimo más que los diez botes que habían arrastrado antes, porque además de Davey Leys, que seguía comiendo y respirando, aunque igual de comatoso, había que transportar a muchos más hombres enfermos. El doctor Goodsir informaba diariamente a Crozier de que cada vez había más pies, siempre empapados y metidos en calcetines húmedos en lugar de las botas de repuesto que Crozier había pensado llevar, que se iban macerando, más dedos de los pies y talones ennegrecidos, y más pies gangrenados y que había que amputar.

Las tiendas Holland estaban empapadas y no se secaban nunca. Los sacos de dormir que abrían por la noche y donde se metían cuando caía la oscuridad estaban empapados y helados por el interior y el exterior, y no se secaban tampoco. Los hombres se despertaban por la mañana después de unos pocos minutos robados de sueño sobresaltado. Por mucho que temblaran no conseguían calentarse. El interior de las tiendas circulares y piramidales estaba forrado con quince kilos de escarcha que caía y goteaba sobre las cabezas de los hombres, sobre sus hombros y sus rostros. Los hombres intentaban beberse el sorbito de té medio tibio que llevaban cada mañana a las tiendas el capitán Crozier, el señor Des Voeux y el señor Couch: una extraña metamorfosis de los oficiales en mozos que Crozier había instigado durante su primera semana en el hielo y que ahora los hombres ya daban por sentada.

El señor Wall, el cocinero del
Erebus,
se puso enfermo con algo que parecía tisis y yacía acurrucado en el fondo de uno de los cúteres la mayor parte del tiempo, pero el señor Diggle seguía siendo la misma figura enérgica, obscena, eficiente, aullante y tranquilizadora, de alguna manera, que había sido durante tres años en su puesto junto a la enorme estufa Frazer a bordo del
HMS Terror.
Ahora, con el combustible ya agotado y las estufas de alcohol y las pesadas estufas de carbón de las balleneras ya abandonadas, el único trabajo del señor Diggle consistía en cortar en raciones dos veces al día los diminutos trozos de cerdo salado frío y demás vituallas que quedaban, siempre bajo la atenta supervisión del señor Osmer y de otro oficial. Pero siempre optimista, Diggle había conseguido preparar una estufa rudimentaria con aceite de foca y una olla que estaba dispuesto a encender en el momento en que consiguieran cazar más focas.

Todos los días, Crozier enviaba partidas de caza para encontrar aquellas focas para la olla del señor Diggle, pero no se veía casi ninguna, y las pocas que avistaban se escapaban a sus agujeros o canales antes de que los cazadores consiguieran darles. Varias veces, o al menos eso informaban los hombres de las partidas de caza, las resbaladizas y negras focas habían sido alcanzadas por perdigones o incluso una bala de mosquete o rifle, pero siempre se las arreglaban para volver al agua negra y alejarse nadando antes de morir, dejando sólo un rastro de sangre en la nieve. A veces los cazadores se arrodillaban en la nieve para lamer aquella sangre.

Crozier había estado en las aguas de los veranos árticos muchas veces antes, y sabía que a mediados de julio el agua y los témpanos que se abren están repletos de vida: enormes morsas que toman el sol encima de los témpanos y se sumergen con estruendo cayendo hacia el agua, emitiendo unos ladridos que parecen más bien una serie de eructos; proliferan también las focas que se catapultan fuera y dentro del agua como niños jugando, y aullando cómicamente al recorrer el hielo; ballenas beluga y narvales expulsan chorros de agua, ruedan y se sumergen en los canales abiertos, llenando el aire con su aliento de pescado; las osas blancas nadan en las aguas negras con sus torpes cachorros y acechan a las focas encima de los témpanos, sacudiéndose el agua de sus extraños pelajes mientras suben del océano al hielo, evitando a los machos más grandes y peligrosos, que se comerían a los oseznos y a la hembra si tuvieran el estómago vacío; finalmente, aves marinas vuelan por encima en una profusión capaz de oscurecer el cielo azul y veraniego del Ártico; aves en la costa, en los témpanos y alineadas en las crestas irregulares de los icebergs como notas musicales en una partitura, mientras otras golondrinas de mar, gaviotas y halcones gerifaltes acariciaban el aire por todas partes.

Aquel verano, por segundo año consecutivo, casi ningún ser vivo se movía por el hielo, sólo los hombres cada vez más agotados y más menguados de Crozier jadeando con sus arneses y su incesante perseguidor, al que avistaban brevemente y de forma parcial y siempre fuera del alcance de los rifles o de las escopetas. Algunas veces, por la noche, los hombres oían el aullido de los zorros árticos y frecuentemente encontraban sus diminutas huellas en la nieve, pero ninguno parecía tampoco querer dejarse ver por los cazadores. Cuando los hombres veían u oían alguna ballena, estaban siempre a varios témpanos y pequeños canales de distancia, demasiado lejos para alcanzarlas aunque corrieran frenéticamente y a lo loco, arrojándose desde un témpano oscilante a otro antes de que los mamíferos marinos, como al descuido, se sumergieran de nuevo y desaparecieran.

Crozier no tenía ni idea de si serían capaces de matar a un narval o beluga con las pocas armas que llevaban, aunque pensaba que unas cuantas balas en el cerebro podían matar a cualquier animal, excepto a la bestia que los acechaba (y que los marineros habían decidido hacía mucho tiempo que no era ninguna bestia sino un dios iracundo salido del
Libro del Leviatán
del capitán); por otro lado, si de alguna manera tenían la fuerza suficiente para arrastrar a una ballena por el hielo y trocearla, el aceite podría hacer arder la estufa del señor Diggle durante semanas o meses, y comerían grasa y carne fresca hasta reventar.

Lo que más deseaba Crozier era matar a aquel ser. A diferencia de la mayoría de sus hombres creía que era mortal, y animal, nada más. Quizá más listo que el oso blanco, de una inteligencia terrible, pero, aun así, animal.

Si podían matar a aquella cosa, y Crozier lo sabía, el simple hecho de su muerte, el placer de la venganza por tantas y tantas muertes, aunque el resto de la expedición muriera igualmente más tarde de hambre y de escorbuto, levantaría temporalmente la moral de los supervivientes más que descubrir veinte galones de ron intactos.

La bestia no los había molestado, o al menos no había matado a ninguno de ellos, desde el episodio del lago rodeado de hielo donde murieron el teniente Little y sus hombres. Cada una de las partidas de caza que el capitán había enviado fuera tenía órdenes de volver inmediatamente si encontraban las huellas de la cosa en la nieve; Crozier se proponía llevar a todos los hombres que pudieran caminar y todas las armas que pudieran reunir para acosar a la bestia. Si no le quedaba más remedio, haría que los hombres golpearan cacharros y sartenes, y gritaran para alejar a aquella bestia, como si fuera un tigre escondido entre los matorrales de la India al que los batidores iban acorralando.

Sin embargo, Crozier sabía que aquello no funcionaría mejor que el aguardo del difunto sir John. Lo que necesitaban realmente para que se acercase aquella cosa era un cebo. Crozier no tenía duda alguna de que todavía les iba siguiendo el rastro, acercándose más durante las horas de oscuridad, que iban en aumento, y escondiéndose, quizá debajo del hielo, durante el día, y que se acercaría mucho más aún si le ponían un buen cebo. Pero no tenían carne fresca, y si tuviesen medio kilo de carne reciente, los hombres la devorarían y no la usarían como cebo para atrapar a la criatura.

Aun así, pensó Crozier, mientras recordaba el tamaño enorme e imposible y la masa de la cosa monstruosa en el hielo, allí había más de una tonelada de carne y de músculos, quizá varias toneladas, ya que los osos polares macho de mayor tamaño pesan más de seiscientos kilos y aquella cosa hacía que sus primos, los osos blancos, parecieran sólo perritos de caza junto a un hombre robusto, en comparación. De modo que comerían muchas, muchas semanas si conseguían asesinar a su asesino. Y con cada bocado, y Crozier lo sabía, mientras comiesen cada fragmento de carne de la cosa como se comían el cerdo salado en la marcha, estaría el placer de la venganza, aunque fuese un plato que tenía mucho más sabor si se servía frío.

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