El Terror (87 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Pero fue la primera fila la que le sorprendió.

La mayor parte de los oficiales estaban fuera, dirigiendo las partidas de caza y exploración repartidas por todas partes que Crozier había enviado aquella mañana. Crozier se dio cuenta demasiado tarde de su error, pues había enviado lejos a todos sus oficiales más leales, incluyendo al teniente Little y a su segundo oficial, Robert Thomas, a Tom Johnson, su fiel contramaestre, a Harry Peglar y a otros, todos a la vez, dejando a los hombres más débiles congregados allí, en el campamento Hospital. Pero ante todo aquel grupo estaba el joven teniente Hodgson. Crozier también se sintió conmocionado al ver a Reuben Male, el capitán del castillo de proa, y el capitán de la cofa de trinquete del
Erebus,
Robert Sinclair. Male y Sinclair siempre habían sido buena gente.

Crozier avanzó hacia los reunidos con tanta rapidez que Hodgson tuvo que dar dos pasos atrás y chocó contra el gigante idiota, Manson.

—¿Qué quieren, hombres? —gruñó Crozier. Deseando que su voz no sonase tan áspera, puso en ella todo el volumen y autoridad que pudo—. ¿Qué demonios está pasando aquí?

—Tenemos que hablar con usted, capitán —dijo Hodgson. La voz del joven temblaba por la tensión.

—¿De qué? —Crozier mantenía la mano derecha metida en el bolsillo.

Vio que el doctor Goodsir salía a la abertura de la tienda de la enfermería y miraba con sorpresa a la multitud reunida. Crozier contó veintitrés hombres en el grupo, y, a pesar de que llevaban las gorras bien metidas y los pañuelos subidos, supo quién era cada hombre. No lo olvidaría.

—De regresar —dijo Hodgson.

Los hombres que estaban tras él empezaron a murmurar y asentir, con ese murmullo que acompañaba siempre a los amotinados como un zumbido.

Crozier no reaccionó de inmediato. Una buena noticia era que si hubiesen querido amotinarse activamente, si todos los hombres incluidos Hodgson, Male y Sinclair se hubiesen puesto de acuerdo para tomar el control de la expedición por la fuerza, Crozier ya estaría muerto por aquel entonces. Habrían actuado en la oscuridad de la medianoche.

Y la única buena noticia aparte de aquélla era que mientras dos o tres de los marineros que había allí llevaban escopetas, todas las demás armas estaban fuera, con los sesenta y seis hombres que estaban cazando aquel día.

Crozier tomó nota mental de no permitir nunca más que todos los marines abandonasen el campamento al mismo tiempo. Tozer y los otros estaban ansiosos por cazar. El capitán estaba tan cansado que no se lo había pensado demasiado a la hora de darles permiso para ir.

El capitán miró a todos cara a cara. Algunos de los más débiles de la multitud bajaron la vista de inmediato, avergonzados de encontrarse con su mirada. Los más fuertes como Male y Sinclair le devolvieron la mirada. Hickey le miraba con unos ojos tan ocultos y fríos que podían haber pertenecido a uno cualquiera de los osos polares que habían encontrado..., o quizás a la propia criatura del hielo.

—¿Volver adonde? —exclamó Crozier.

—Al ca..., campamento
Terror
—tartamudeó Hodgson—. Allí hay comida enlatada y algo de carbón y las estufas. Y los botes que quedan.

—No sea idiota —dijo Crozier—. Estamos al menos a cien kilómetros del campamento
Terror
. Sería octubre, pleno invierno, antes de que llegasen, si lo consiguiesen.

Hodgson titubeó, pero el capitán de la cofa del trinquete del
Ere
bus
dijo:

—Estamos muchísimo más cerca del campamento que de ese río hacia el que nos estamos matando por llevar los botes.

—Eso no es cierto, señor Sinclair —gruñó Crozier—. El teniente Little y yo estimamos que la ensenada del río está a menos de ochenta kilómetros de aquí.

—La «ensenada» —dijo despectivamente un hombre llamado George Thompson. Aquel hombre era conocido por ser un borracho y un perezoso. Crozier no podía arrojarle la primera piedra por el tema de la bebida, pero despreciaba a los perezosos.

—La «boca» del río Back está a ochenta kilómetros al sur de la ensenada —continuó Thompson—. Más de ciento sesenta kilómetros desde aquí.

—Cuidado con su tono, Thompson —advirtió Crozier en un tono tan lento y mortífero que incluso aquel gañán parpadeó y bajó la vista. Crozier miró a la multitud de nuevo. Habló a todos los hombres—: No importa si está a sesenta y cinco kilómetros más abajo de la ensenada la boca del río Back o a ochenta kilómetros, hay muchas oportunidades de que haya agua abierta..., y entonces iremos «navegando» con los botes, no tirando de ellos. Y ahora vuelvan a sus obligaciones y olviden esta tontería.

Algunos hombres movieron los pies, pero Magnus Manson se quedó quieto como un dique de piedra, manteniendo en su lugar el lago de su desafío. Reuben Male dijo:

—Queremos volver al barco, capitán. Creemos que allí hay mejores oportunidades.

Entonces le tocó el turno de parpadear a Crozier.

—¿Volver al
Terror?
Pero por el amor de Dios, Reuben, si debe de haber más de ciento cuarenta kilómetros de vuelta al barco, por encima de la banquisa, igual que a través de ese territorio terrible que acabamos de recorrer. Los botes y los trineos nunca lo conseguirán.

—Sólo nos llevaríamos un bote —dijo Hodgson.

Los hombres murmuraron y afirmaron, tras él.

—¿De qué demonios está hablando, qué es eso de un bote?

—Un bote —insistió Hodgson—. Un bote y un trineo.

—Estamos hartos de esta mierda de ir arrastrando los botes —dijo John Morfin, un marinero que había resultado gravemente herido durante el carnaval.

Crozier ignoró a Morfin y se dirigió a Hodgson:

—Teniente, ¿cómo piensa meter a veintitrés hombres en un bote? Aunque robe una de las balleneras, sólo cabrían doce de ustedes, con los suministros mínimos. ¿O piensa que diez o más de los de su partida morirán antes de llegar al campamento? Porque será así, ya lo sabe. Y más todavía.

—En el campamento
Terror
están los botes pequeños —dijo Sinclair, acercándose más y adoptando un aire agresivo—. Nos llevamos una ballenera y la usamos con los esquifes y las lanchas para transportarnos al
Terror.

Crozier le miró un momento y luego se echó a reír.

—¿Cree que se ha abierto el hielo allí, al noroeste de la Tierra del Rey Guillermo? ¿Eso es lo que creen, locos?

—Sí, lo creemos —dijo el teniente Hodgson—. Hay comida en el buque. Queda muchísima comida en lata. Y podemos navegar hacia...

Crozier se echó a reír de nuevo.

—¿Apostarán sus vidas a que el hielo se ha abierto lo suficiente este verano para que el
Terror
esté a flote, y esperándoles para que saquen los botecitos y se vayan a remo? ¿Y que se han abierto completamente todos los canales hacia el sur? ¿Casi quinientos kilómetros de agua abierta? ¿En invierno cuando lleguen allí, si es que llegan?

—¡Es una apuesta mejor que ésta, creemos! —gritó el mozo de la santabárbara, Richard Aylmore. El rostro del hombrecillo moreno estaba contorsionado por la ira, el miedo, el resentimiento y algo que parecía júbilo, ahora que había llegado su hora al fin.

—Casi me gustaría ir con ustedes... —empezó Crozier.

Hodgson parpadeó con rapidez. Varios de los hombres se miraron entre sí.

—Sólo para ver sus caras cuando llegue el momento de cobrar la apuesta y lleguen, caminando encima del hielo y las crestas de presión, y averigüen que el
Terror
ha sido aplastado por el hielo igual que el
Erebus
en marzo.

Dejó que el efecto de aquella imagen penetrase durante unos pocos segundos antes de añadir, dulcemente:

—Por el amor de Dios, pregúntenle al señor Honey, al señor Wilson, al señor Goddard o al teniente Little cómo estaban sus refuerzos, cómo estaba el timón. Pregúntenle al primer oficial Thomas cómo habían empezado a ceder las costuras en abril... Y ahora estamos en julio. Si se ha fundido el hielo a su alrededor, aunque sólo sea un poco, existen muchas más posibilidades de que el viejo barco esté hundido que a flote. Y si no se ha hundido, ¿pueden decirme con toda sinceridad cómo pueden veintitrés de ustedes manejar todas las bombas mientras van navegando por el laberinto de canales..., ya que si vuelven en la mitad de tiempo que les costó llegar hasta aquí desde el campamento
Terror
, el frío del invierno ya lo habrá vuelto a congelar? ¿Y cómo van a encontrar el camino entre el hielo, si el barco puede flotar, si no se ha hundido, y si no mueren manejando las bombas día y noche?

Crozier miró de nuevo a la multitud.

—No veo aquí al señor Reid. Está fuera con el teniente Little, explorando nuestro camino hacia el sur. Sin patrón del hielo, les costará lo suyo encontrar el camino entre el hielo en bandejas, los gruñones, la banquisa y los icebergs. —Crozier meneó la cabeza ante lo absurdo de todo aquello, y emitió una risita, como si los hombres hubiesen ido a contarle una broma particularmente buena, en lugar de fomentar un motín—. Vuelvan a sus obligaciones... ahora —exclamó—. No olvidaré que han sido lo bastante idiotas como para venir a contarme esa idea, pero intentaré olvidar el tono que han usado, y el hecho de que realmente pareciesen una turba de amotinados, en lugar de miembros leales de la Marina Real de Su Majestad que quieren hablar con su capitán. Retírense ya.

—No —dijo Cornelius Hickey desde la segunda fila, con voz lo suficientemente alta y aguda para detener a los hombres que vacilaban—. El señor Reid vendrá con nosotros. Y los demás también.

—¿Y por qué iban a hacerlo? —preguntó Crozier, clavando su mirada en el hombrecillo con aire de hurón.

—Porque no les quedará más remedio —dijo Hickey. Tiró de la manga de Magnus Manson y los dos se adelantaron, pasando junto a Hodgson, que parecía alarmado.

Crozier decidió que primero mataría a Hickey. Tenía la mano ya en la pistola que llevaba en el bolsillo. Ni siquiera sacaría el arma del abrigo para el primer disparo. Dispararía a Hickey en el vientre cuando se acercase a menos de un metro, y luego sacaría la pistola e intentaría disparar al gigante en el centro de la frente. Ningún disparo en el cuerpo ofrecía garantías de detener a Manson.

Como si pensar en los disparos hiciera que se produjeran, se oyó el estampido de un disparo que venía de la dirección de la costa.

Todo el mundo, excepto Crozier y el ayudante del calafatero, se volvió a ver lo que ocurría. La mirada de Crozier no se apartó ni un segundo de los ojos de Hickey. Ambos hombres volvieron la cabeza solamente cuando empezaron los gritos.

—¡Agua abierta!

Era la partida del teniente Little, que venía desde la banquisa: el patrón del hielo Reid, el contramaestre John Lane, Harry Peglar y media docena más, todos armados con escopetas o mosquetes.

—¡Agua abierta! —gritó Little de nuevo. Agitaba ambos brazos al atravesar las rocas y el hielo de la costa, obviamente ignorante del drama que estaba teniendo lugar ante la tienda de su capitán—. ¡A no más de tres kilómetros al sur! Los canales se abren lo bastante para que entren los botes. ¡Van hacia el este durante kilómetros! ¡Agua abierta!

Hickey y Manson retrocedieron hacia las filas de los hombres que lanzaban vítores, donde hacía sólo treinta segundos había una multitud amotinada. Algunos de los hombres se empezaron a abrazar entre sí. Reuben Male parecía a punto de vomitar ante la idea de lo que pensaba hacer, y Robert Sinclair se sentó en una roca baja, como si toda la fuerza de sus piernas le hubiese abandonado. El capitán de la cofa de trinquete, antes lleno de fuerza, se puso a sollozar tapándose la cara con las manos mugrientas.

—Vuelvan a sus tiendas y a sus obligaciones —dijo Crozier—. Empezaremos a cargar los botes y a comprobar los palos y aparejos dentro de una hora.

47

Peglar

En algún lugar del estrecho entre la Tierra del Rey Guillermo y la península de Adelaida.

9 de julio de 1848

Los hombres que esperaban en el campamento Hospital estaban ansiosos por salir diez minutos después de que la partida del teniente Little trajese las noticias de que había agua abierta, pero pasó otro día antes de que desmontaran el campamento, y dos más hasta que los cascos de los botes se pudieran deslizar realmente desde el hielo hasta el agua negra que había al sur de la Tierra del Rey Guillermo.

Primero tuvieron que esperar a que volviesen todas las demás partidas de caza y de reconocimiento, y algunas volvieron después de medianoche y entraron tambaleándose en el campamento en medio de la amarillenta penumbra ártica, y se desmoronaron en sus sacos de dormir sin oír siquiera la buena noticia. Habían cogido muy poca caza, pero el grupo de Robert Thomas había matado un zorro ártico y varios conejos blancos, y el equipo del sargento Tozer volvió con un puñado de perdices blancas.

La mañana del 5 de julio, miércoles, la tienda de la enfermería casi se vació, ya que todo aquel que podía permanecer de pie o tambaleándose quería echar una mano en los preparativos para hacerse a la mar.

John Bridgens había ocupado el lugar del difunto Henry Lloyd y de Tom Blanky como ayudante del doctor Goodsir las últimas semanas, y el mozo había asistido la tarde anterior al conato de amotinamiento de pie junto al cirujano, en la puerta de la tienda de la enfermería. Fue Bridgens quien le contó toda la escena a Harry Peglar, que se sintió mucho más enfermo de lo que ya estaba al saber que su homólogo, el capitán de la cofa del trinquete del
Erebus
Robert Sinclair, se había unido a aquel amago de motín. Él sabía que Reuben Male siempre había sido un hombre íntegro, pero testarudo. Muy testarudo.

Peglar no sentía más que desprecio por Aylmore, Hickey y su coro de aduladores. A los ojos de Harry Peglar eran hombres con mentes mezquinas y ociosas y, salvo Manson, muy parlanchines, pero sin sentido alguno de la lealtad.

Aquel jueves 6 de julio estaban fuera, en la banquisa, por primera vez desde hacía más de dos meses. La mayoría había olvidado ya lo duro que era el arrastre por el hielo abierto, incluso allí, a sotavento de la Tierra del Rey Guillermo y el protuberante cabo que acababan de pasar. Todavía quedaban crestas de presión sobre las cuales tenían que pasar los diez botes. El mar de hielo se deslizaba mucho menos bajo los patines que la nieve y el hielo de la costa. No había vallecitos en los que abrigarse, ni crestas bajas ni rocas ocasionales tras las cuales resguardarse del viento. Allí fuera no había corrientes de agua de las que beber. La tormenta de nieve continuaba, y el viento se hizo mucho más intenso hacia el sudeste, soplando directamente en sus caras mientras iban arrastrando los botes los tres kilómetros, aproximadamente, que el grupo de caza del teniente Little había cubierto antes de encontrar el canal abierto.

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