El Terror (86 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

—¿Lo ha oído, señor Blanky? —preguntó Crozier—. Ahora, levante el culo de ahí y deje que el señor Honey le ayude a alcanzar el último bote del señor Hodgson. Rápido, vamos. Se lo tendremos arreglado para mañana al mediodía.

Blanky sonrió.

—¿Podría arreglar esto el señor Honey, capitán? —Quitó la parte de madera que se unía a la pierna y desabrochó el torpe arnés de cuero y latón.

—Ah, Dios mío, maldita sea —dijo Crozier.

Se acercó a mirar mejor el muñón en carne viva y sangrante con la carne negra que rodeaba el blanco bulto del hueso, pero rápidamente apartó la cara debido al hedor.

—Sí, señor —dijo Blanky—. Me sorprende que el doctor Goodsir no lo haya olido antes. Intento ponerme a favor del viento con respecto a él, cuando le ayudo en la enfermería. Los chicos de mi tienda ya saben lo que pasa, señor. No se puede hacer nada.

—Tonterías —dijo Crozier—. Goodsir podría... —Se detuvo.

Blanky sonrió. No fue una sonrisa sarcástica ni triste, sino fácil, llena de auténtico humor.

—¿Podría qué, capitán? ¿Cortarme la pierna por la cadera? Los trozos negros y rojos suben hasta arriba por el trasero y las partes íntimas, señor, si me disculpa que se lo retrate tan vivamente. Y si me operase, ¿cuántos días me quedaría echado en un bote como el soldado Heather, que Dios guarde el alma del pobre diablo, arrastrado por unos hombres que están tan cansados como yo mismo?

Crozier no dijo nada.

—No —continuó Blanky, que exhaló el humo de su pipa, contento—. Creo que es mejor que me quede aquí un rato a solas y simplemente me relaje y piense un poco en esto y en lo otro. Mi vida ha sido buena. Me gustaría pensar en ello un poco antes de que el dolor y el olor sean tan malos que me lo impidan.

Crozier suspiró, miró a su carpintero y luego al patrón del hielo, y suspiró de nuevo. Cogió una botella de agua que llevaba en el bolsillo de su abrigo.

—Tome esto.

—Gracias, señor. Lo haré. Con gratitud —dijo Blanky.

Crozier buscó en sus demás bolsillos.

—No tengo nada de comer. ¿Señor Honey?

El carpintero sacó una mohosa galleta y un trocito de algo más verde que marrón que había sido buey.

—No, gracias, John —dijo Blanky—. De verdad que no tengo hambre. Pero, capitán, ¿podría hacerme usted un gran favor?

—¿Cuál, señor Blanky?

—Mi gente vive en Kent, señor. Junto a Ightham Mote, al norte de Tonbridge Wells. O al menos mi Betty, mi Michael y mi vieja madre estaban allí cuando me hice a la mar, señor. Me preguntaba, capitán, quiero decir, si usted por su parte tiene suerte y tiene tiempo después...

—Si vuelvo a Inglaterra, juro que los buscaré y les diré que estaba usted fumando, sonriendo y sentado cómodamente en una roca como un caballero ocioso la última vez que le vi —dijo Crozier. Sacó una pistola de su bolsillo—. El teniente Little ha visto a la cosa por el catalejo..., va detrás de nosotros toda la mañana, Thomas. Al final llegará. Debería quedarse esto.

—No, gracias, capitán.

—¿Está seguro, señor Blanky? De quedarse atrás, quiero decir —dijo el capitán Crozier—. Aunque estuviera... con nosotros sólo una semana más o así, sus conocimientos del hielo podrían ser muy importantes para todos nosotros. ¿Quién sabe qué condiciones habrá en la banquisa, a treinta kilómetros al este de aquí?

Blanky sonrió.

—Si el señor Reid no estuviera todavía con ustedes, me tomaría eso muy a pecho, capitán. Desde luego que sí. Pero él es tan buen patrón del hielo como pueda desear. Como repuesto, quiero decir.

Crozier y Honey le estrecharon la mano. Luego se volvieron y echaron a correr para alcanzar el último bote que desaparecía por encima de una cresta distante, hacia el sur.

Era ya después de medianoche cuando vino.

Blanky se había quedado sin tabaco hacía horas, y el agua se había congelado en la botella donde él estúpidamente la había dejado, colocada en la roca junto a él. Le dolía un poco, pero no quería dormir.

Habían aparecido unas pocas estrellas en la penumbra. El viento del noroeste había arreciado, como solía hacer por la noche, y la temperatura probablemente había caído más de veinte grados desde su punto álgido a mediodía.

Blanky había mantenido la pierna de madera rota, la unión y las tiras de cuero en la piedra junto a él. Aunque su pierna gangrenada lo atormentaba y el estómago vacío le clavaba sus garras, el peor dolor que sentía aquella noche procedía de la parte inferior de la pierna, la pantorrilla y el pie..., el miembro fantasma.

De repente, la cosa estaba allí.

Se alzaba en el hielo, a menos de treinta pasos de él.

«Debe de haber salido por algún agujero invisible en el hielo», pensó Blanky. Recordó una feria en Tonbridge Wells que había visto de niño, con un destartalado escenario de madera y un mago vestido de seda morada que llevaba un sombrero muy alto en forma de cono, con planetas y estrellas bordados. Aquel hombre había aparecido así, saliendo por una trampilla entre los «oh» y los «ah» de la audiencia campesina.

—Bienvenido de nuevo —dijo Thomas Blanky a la sombreada silueta en el hielo.

La cosa se levantó sobre sus patas traseras, como una oscura masa de pelo, músculos y garras teñidas por el crepúsculo de un débil resplandor y dientes; más allá, de eso estaba seguro el patrón del hielo, de cualquier recuerdo racial de la humanidad de sus muchos depredadores. Blanky supuso que tenía más de tres metros y medio de alto, quizás un poco más.

Sus ojos, una negrura profunda ante la silueta negra, no reflejaban el sol moribundo.

—Llegas tarde —dijo Blanky. No pudo evitar que le castañetearan los dientes—. Llevo mucho tiempo esperándote. —Arrojó su pierna de madera y su arnés tintineante a la silueta.

La criatura no intentó evitar el burdo proyectil. Se quedó erguida durante un minuto y luego se abalanzó hacia delante con furia, las piernas ni siquiera visibles moviéndose para propulsarlo, una masa monstruosa que se deslizaba rápidamente hacia él por encima de las rocas y del hielo. La oscura y terrible solidez de la forma finalmente abrió los brazos y llenó toda la visión del patrón del hielo.

Thomas Blanky sonrió fieramente y apretó bien con los dientes la boquilla de su pipa.

46

Crozier

Lat. desconocida — Long. desconocida

4 de julio de 1848

Lo único que mantenía en movimiento a Francis Rawdon Moira Crozier, la décima semana de marcha con los botes, era la llamita azul que ardía en su pecho. Cuanto más cansado, más vacío, más enfermo y destrozado estaba su cuerpo, más ardiente y orgullosa ardía aquella llama. Él sabía que no era una simple metáfora de su decisión. Ni tampoco era optimismo. La llama azul de su pecho había escarbado en su corazón como una entidad ajena, se aferraba a él como una enfermedad, y le centraba como un núcleo casi no deseado de convicción de que haría lo que fuera necesario para sobrevivir. Cualquier cosa.

A veces Crozier casi rogaba para que la llama azul desapareciera, y poder así rendirse a lo inevitable, dejarse llevar y meterse debajo de la helada tundra como un niño que se va a dormir bajo una manta.

Aquel día se habían detenido, no tiraban de los trineos y los botes por primera vez desde hacía un mes. Y habían desempaquetado y montado torpemente la gran tienda de la enfermería, aunque no las tiendas de los comedores. Los hombres llamaban a aquel lugar, por otra parte completamente corriente, en una bahía pequeña a lo largo de la costa meridional de la Tierra del Rey Guillermo, «campamento Hospital».

En las dos últimas semanas habían atravesado el escarpado hielo de una enorme bahía que atravesaba la parte inferior del cabo y que parecía, después de semanas de arrastre, como si continuase sobresaliendo hacia el sudoeste eternamente. Pero ahora ya se dirigían de nuevo hacia el sudeste, paralelos a la costa a lo largo de la parte inferior de aquel cabo y luego hacia el este, la dirección correcta, si querían llegar al río Back.

Crozier se había llevado el sextante y el teodolito, y el teniente Little también tenía su sextante, así como el instrumento del difunto Fitzjames, como repuesto, pero ningún oficial había tomado mediciones de la estrellas o del sol durante semanas. Sencillamente, no importaba. Si la Tierra del Rey Guillermo era una península, como la mayoría de los exploradores árticos, incluyendo el antiguo comandante de Crozier, James Clark Ross, habían pensado, entonces esa línea costera los conduciría a la boca del río Back. Si era una isla (como era el palpito del teniente Gore y también de Crozier), entonces, pronto verían la tierra firme hacia el sur, y cruzarían lo que debía de ser un estrecho muy pequeño hacia la boca del río Back.

De cualquier modo, Crozier, que se contentaba con seguir la línea de la costa ya que no tenían otra elección y establecer el rumbo a ojo, de momento, estimaba que estaban a unos ciento cincuenta kilómetros de la boca del río Back.

En esta marcha, habían completado sólo apenas un par de kilómetros diarios como promedio. Algunos días recorrían cinco o seis kilómetros, lo que le recordaba a Crozier la fantástica media de su travesía desde los buques al campamento
Terror
en la autopista de hielo que habían trazado; sin embargo, otros días, cuando había más roca que hielo bajo los patines, cuando tenían que vadear súbitas corrientes, o en un caso incluso un río auténtico, cuando se veían obligados a salir al torturado mar de hielo si la línea costera era demasiado rocosa, cuando el tiempo era malo, cuando más hombres de los habituales estaban demasiado enfermos para tirar de los arneses y acababan yendo en los botes ellos mismos, mientras sus compañeros acarreaban el peso extra, primero las dieciséis horas de arrastre de las cuatro balleneras y un cúter, y luego de vuelta a por los otros tres cúteres y las dos pinazas, entonces sólo cubrían unos pocos centenares de metros desde su anterior campamento nocturno.

El 1 de julio, después de semanas de tiempo más cálido, el frío y la nieve volvieron con crudeza. Soplaba una tormenta de nieve desde el sudeste, directamente hacia los ojos de los hombres que arrastraban los trineos. Sacaron las ropas de abrigo de los montones apilados en los botes. Extrajeron también las gorras de las maletas y bultos. La nieve añadía kilos y kilos al peso de los trineos y los botes que iban encima. Los hombres tan enfermos que había que llevarlos en los botes, echados encima de los suministros y de las tiendas dobladas, se cobijaban bajo las cubiertas de lona para protegerse.

Los hombres fueron tirando a lo largo de tres días de nevada continua hacia el este y sudeste. Por la noche restallaban los rayos, y los hombres se acurrucaban en los suelos de lona de sus tiendas.

Aquel día se habían detenido porque había demasiados hombres enfermos y Goodsir quería cuidarlos, y porque Crozier quería enviar partidas adelante para explorar, y partidas más grandes armadas hacia el norte, el interior y el sur del mar de hielo, a cazar.

Necesitaban comida con desesperación.

La buena noticia y la mala noticia era que finalmente se habían acabado las últimas latas de comida Goldner. Como el mozo Aylmore, que siguiendo órdenes del capitán había seguido comiendo y engordando con la comida envasada, no murió por los terribles síntomas que mataron al capitán Fitzjames (aunque sí murieron otros dos hombres que se suponía que no comían nada de las latas), todo el mundo volvió a comer de las latas para suplementar al poco cerdo salado que quedaba, el bacalao y la galleta.

El marinero Bill Closson, de 28 años, murió chillando silenciosamente y convulsionándose por dolores de vientre y parálisis, pero el doctor Goodsir no sabía qué podía haberle envenenado hasta que uno de sus compañeros, Tom McConvey, confesó que el muerto había robado y se había comido una lata Goldner de melocotones que no había compartido con nadie.

En el brevísimo funeral por Closson (su cuerpo quedó, sin mortaja de lona siquiera, bajo una pila de piedras sueltas, porque el Viejo Murray, el velero, había muerto de escorbuto y además no quedaba ya lona extra), el capitán Crozier no citó la Biblia que los hombres conocían, sino su legendario
Libro de Leviatán.

—La vida es «solitaria, pobre, desagradable, brutal y corta» —entonó el capitán—. Y parece que es mucho más corta aún para aquellos que roban a sus compañeros.

El panegírico afectó mucho a los hombres. Aunque los diez botes que habían ido arrastrando y transportando sobre trineos durante más de dos meses tenían viejos nombres asignados de aquellos tiempos en que el
Erebus
y el
Terror
todavía surcaban los mares, los equipos de tiro de los marineros inmediatamente rebautizaron los tres cúteres y las dos pinazas que siempre transportaban en el período de arrastre de la tarde, la parte del día que más odiaban, ya que significaba desandar camino ya hecho con sudor durante la larga mañana. Los cinco botes se llamaban ahora oficialmente: Solitario, Pobre, Desagradable, Brutal y Corto.

Crozier sonrió al oír aquello. Significaba que los hombres no habían caído en el hambre y la desesperación hasta el punto de que su negro humor de marineros ingleses no tuviera todavía su chispa.

El motín, cuando llegó, se hizo oír en boca del último hombre sobre la tierra de quien Francis Crozier habría imaginado que podía oponerse a su mando.

Era mediodía y el capitán intentaba dormir unos minutos mientras la mayoría de los hombres estaban fuera del campamento haciendo labores de reconocimiento o de caza. Oyó el lento roce de muchas botas con tornillos en las suelas en la parte exterior de su tienda y supo inmediatamente que había problemas que iban más allá de las emergencias habituales diarias. El sonido furtivo de los pasos, mientras salía de su ligero sueño, le advirtió de que se enfrentaba a un desafío.

Crozier se puso el abrigo. Siempre llevaba una pistola cargada en el bolsillo derecho de la prenda, pero recientemente había empezado a llevar una pistola más pequeña, de dos tiros, también en el bolsillo izquierdo.

Había unos veinticinco hombres reunidos en la zona abierta entre la tienda de Crozier y la tienda de la enfermería, de mayor tamaño. La nieve que caía, las gruesas pañoletas y los gorros sucísimos hacían difícil identificar a algunos de ellos a primera vista, pero Crozier no se sorprendió nada de ver a Cornelius Hickey, Magnus Manson, Richard Aylmore y media docena de los más resentidos en la segunda fila.

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