El Terror (82 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Bridgens asintió de nuevo. Miraba hacia abajo, a sus manos enguantadas.

—No estamos en el mismo equipo de tiro, no compartiremos el mismo bote, y quizá no acabemos juntos, si los capitanes deciden intentar distintas vías de escape —continuó Peglar—. Quiero decirte adiós hoy y no tener que hacerlo nunca más.

Bridgens asintió, mudo. Se miraba las botas. La niebla flotaba encima de los botes y los trineos y se movía alrededor de ambos como el frío aliento de un dios extraño.

Peglar le abrazó. Bridgens se quedó quieto, muy tieso, durante un momento, y luego le devolvió el abrazo, ambos hombres torpes con sus muchas capas de ropas y abrigos congelados.

El capitán de la cofa de trinquete se dio la vuelta entonces y se alejó lentamente hacia el campamento
Terror
y su diminuta tienda circular Holland, con su grupo de hombres temblorosos y sucios que no estaban de servicio, apretujados en unos sacos de dormir inadecuados.

Cuando hizo una pausa y miró hacia atrás, a la fila de botes, no había señal alguna de Bridgens. Era como si la niebla se lo hubiese tragado sin dejar rastro.

43

Crozier

Latitud 69° 37' 42" N. —
Longitud 98° 41'O

25 de abril de 1848

Se durmió mientras iban andando.

Crozier había ido hablando a Fitzjames de argumentos a favor y en contra de dejar que los hombres pasaran más días en el campamento
Terror
, mientras ambos caminaban los más de tres kilómetros al norte entre la niebla hacia el mojón de James Ross, cuando de repente Fitzjames le sacudió para despertarle.

—Estamos aquí, Francis. Es la roca grande y blanca junto al hielo de la costa. El cabo Victoria y el mojón deben de estar a nuestra izquierda. ¿Estaba durmiendo y andando al mismo tiempo, de verdad?

—No, claro que no —graznó Crozier.

—Entonces, ¿qué quería decir cuando ha dicho: «Cuidado con el bote abierto con los dos esqueletos»? ¿Y «Ojo con las niñas que dan golpecitos en la mesa»? No tenía sentido. Estábamos hablando de si el doctor Goodsir debía quedarse en el campamento
Terror
con los hombres más enfermos mientras los más fuertes se aventuraban hacia el lago Gran Esclavo con sólo cuatro botes.

—Sólo pensaba en voz alta —murmuró Crozier.

—¿Y quién es Memo Moira? —preguntó Fitzjames—. ¿Y por qué no debía mandarle a la Comunión?

Crozier se quitó el gorro y las pañoletas de lana, dejando que la niebla y el aire frío le diesen una bofetada en el rostro, al subir por la loma.

—¿Dónde demonios está el mojón? —espetó.

—Pues no lo sé —respondió Fitzjames—. Debería estar aquí. Hasta en un día claro y soleado, hay que andar desde la costa de esta ensenada hasta la roca blanca junto a los icebergs y luego a la izquierda al mojón del cabo Victoria.

—No podemos habérnoslo pasado —dijo Crozier—. Nos habríamos salido fuera, a la puta banquisa.

Les costó casi cuarenta y cinco minutos encontrar el mojón entre la niebla. En un momento dado, cuando Crozier dijo: «Esa maldita cosa blanca del hielo se lo ha llevado y lo ha escondido en algún sitio para confundirnos», Fitzjames se limitó a mirar a su oficial en jefe y no dijo nada.

Finalmente, abriéndose camino a tientas, juntos, como dos ciegos, sin arriesgarse a separarse debido a la espesa niebla y seguros de que no oirían siquiera las voces del otro entre el constante retumbar de los truenos que se acercaban, literalmente se dieron de bruces con el mojón.

—No está donde estaba —gruñó Crozier.

—Sí, eso parece —accedió el otro capitán.

—El mojón de Ross con la nota de Gore estaba en la parte superior de la subida y al final del cabo Victoria. Este debe de estar a unos cien metros hacia el oeste de allí, casi en la parte baja del valle.

—Es muy extraño —dijo Fitzjames—. Francis, ha venido usted al Ártico muchas veces. ¿Es normal ese trueno y los relámpagos, si vienen, aquí, tan temprano?

—Nunca había visto u oído nada semejante antes de mediados del verano —dijo Crozier—. Y nunca así. Parece algo mucho peor.

—¿Qué puede ser peor que una tormenta a finales de abril con la temperatura todavía bajo cero?

—Fuego de cañón —dijo Crozier.

—¿De cañón?

—De los barcos de rescate que han bajado por los canales abiertos todo el camino desde el estrecho de Lancaster y por el estrecho de Peel y han encontrado el
Erebus
aplastado y el
Terror
abandonado. Llevan veinticuatro horas disparando sus cañones para llamar nuestra atención, antes de seguir navegando y alejarse.

—Por favor, Francis, basta —dijo Fitzjames—. Si continúa, vomitaré. Y ya he vomitado lo suficiente por hoy.

—Lo siento —dijo Crozier, hurgando en sus bolsillos.

—¿Existe alguna posibilidad de que disparen para que los oigamos? —preguntó el capitán más joven—. Es que parecen cañones...

—No existe ni la menor oportunidad en este infierno de sir John Franklin —dijo Crozier—. Esta banquisa es completamente sólida hasta Groenlandia.

—Entonces, ¿de dónde viene la niebla? —preguntó Fitzjames, con la voz más curiosa que quejumbrosa—. ¿Está buscando en sus bolsillos algo en particular, capitán Crozier?

—Me he olvidado de coger el tubo de latón para mensajes que habíamos traído del
Terror
para colocar esta nota —admitió Crozier—. Notaba el bulto en la ropa durante el entierro, y pensaba que lo tenía, pero no es más que la maldita pistola.

—Al menos habrá traído papel...

—No. Jopson había preparado uno, pero me lo he dejado en la tienda.

—¿Y una pluma? ¿Tinta? Si no llevo la tinta en un botecito pegado al cuerpo, se hiela enseguida.

—No, ni pluma ni tinta —admitió Crozier.

—Muy bien —dijo Fitzjames—. Yo tengo las dos cosas en el bolsillo de mi chaleco. Podemos usar la nota de Graham Gore..., reescribirla.

—Si es que éste es el mismo maldito mojón —murmuró Crozier—. El mojón de Ross tenía dos metros de alto. Esto apenas me llega al pecho.

Ambos hombres trastearon y quitaron rocas de una parte del mojón bastante abajo, en el costado de sotavento. No querían deshacer todo el mojón y tener que reconstruirlo luego.

Fitzjames buscó en el agujero oscuro, tanteó un segundo y retiró un cilindro de latón, muy empañado, pero intacto.

—Bueno, que me condenen y me vistan con harapos —dijo Crozier—. ¿Es el de Graham?

—Tiene que ser —dijo Fitzjames. Quitándose el guante con los dientes, desenrolló torpemente la nota de pergamino y empezó a leer:

«28 de mayo de 1847.
HMS Erebus y Terror...
Invernando en el hielo en lat. 70° 05' N Long. 98° 23' O, después de invernar en 1846-1847 en la isla de Beechey en lat. 74° 43' 28" N Long...»

Fitzjames se interrumpió.

—Espere, esto no es correcto. Pasamos el invierno de 1845 a 1846 en Beechey, no el invierno del 46 al 47.

—Sir John se lo dictó a Graham Gore antes de que Gore saliera del buque —dijo Crozier—. Sir John debía de estar tan cansado y confuso entonces como estamos nosotros ahora.

—Nadie puede haber estado tan cansado y confuso como nosotros ahora —dijo Fitzjames—. Aquí, más tarde, sigue...: «sir John Franklin, comandante de la expedición. Todo bien».

Crozier no se rio. Ni lloró. Dijo:

—Graham Gore depositó la nota justo una semana antes de que la criatura del hielo matara a sir John.

—Y a un día de que el mismo Graham fuese asesinado por la cosa en el hielo —dijo Fitzjames—. «Todo bien.» Parece que se trata de otra vida, ¿verdad, Francis? ¿Puede recordar un momento en que alguno de nosotros fuera capaz de escribir algo así con la conciencia tranquila? Hay espacio suficiente en el borde del mensaje, si quiere escribir ahí.

Los dos se acurrucaron a un lado del mojón de piedra. La temperatura había caído y el viento había arreciado, pero la niebla continuaba arremolinada a su alrededor, como si no se viera afectada por el simple viento o la temperatura. Empezaba a oscurecer. Hacia el noroeste, el sonido de los cañones seguía retumbando.

Crozier echó el aliento al diminuto tintero para calentar un poco la tinta, mojó la pluma atravesando la fina capa de hielo, frotó la plumilla en su manga helada y empezó a escribir.

«(25 de abril) —
HMS Terror
y
Erebus
fueron abandonados el 22 de abril 5 leguas al NNO de aquí, habiendo estado atrapados desde el 12 de septiembre de 1846. Los oficiales y tripulaciones, consistentes en 105 almas, bajo el mando del capitán F. R. M. Crozier, situados aquí, en lat. 69° 37' 42" long. 98° 41'. Este papel fue encontrado por el ten. Irving bajo el mojón supuestamente construido por sir James Ross en 1831, a seis kilómetros y medio al norte, donde fue depositado por el difunto comandante Gore en junio de 1847. El mojón de sir James Ross no ha sido encontrado, y el papel se ha transferido a esta posición, que es aquella en la cual se erigió el mojón de sir J. Ross...»

Crozier dejó de escribir. «Pero ¿qué demonios estoy poniendo?», pensó. Guiñó los ojos para volver a leer las últimas frases. «¿Bajo el mojón supuestamente construido por sir James Ross en 1831?» «¿El mojón de sir James Ross no ha sido encontrado?»

Crozier dejó escapar un suspiro cansado. La primera orden dada a John Irving al transportar la primera carga de material desde el
Erebus
al
Terror
hacía mucho tiempo ya, el pasado agosto, para empezar el almacenaje de lo que se convertiría en el campamento
Terror
fué encontrar Cabo Victoria y el mojón de Ross como referencia para establecer el campamento
Terror
unos pocos kilómetros al sur, a lo largo de una ensenada mucho más protejida. Irving había señalado el mojón en sus primeros mapas, burdamente dibujados, a más de seis kilómetros del punto de escondite de los víveres, en lugar de los más de tres kilómetros reales, pero rápidamente descubrieron el error durante los viajes subsiguientes. Velada por la fatiga, la mente de Crozier seguía insistiendo en que el cilindro con el mensaje de Gore había sido trasladado de algún falso mojón de James Ross a aquel mojón real de James Ross.

Crozier meneó la cabeza y miró a Fitzjames, pero el otro capitán estaba descansando los brazos en sus rodillas elevadas, y la cabeza en los brazos. Roncaba dulcemente.

Crozier sujetó la hoja de papel, la pluma y el diminuto tintero en una mano y cogió nieve con la otra mano enguantada y se la frotó por la cara. La conmoción de aquel frío le hizo parpadear.

«Concéntrate, Francis. Por el amor de Dios, concéntrate.» Deseaba tener otra hoja de papel para empezar de nuevo. Guiñó los ojos para ver la letra apretujada en los márgenes del papel, las palabras andando como hormiguitas diminutas, ya que el centro del papel ya estaba lleno con la información oficial impresa que indicaba, oficiosamente: «A QUIENQUIERA que encuentre este documento se le ruega que lo entregue a la Secretaría del Almirantazgo», y luego varios párrafos repitiendo la instrucción en francés, alemán, portugués y otros idiomas, y luego con la letra de Gore encima de todo. Crozier no reconoció su propia letra. Parecía medio paralizada, acalambrada, endeble; obviamente, la escritura de un hombre aterrorizado, congelado o moribundo.

O las tres cosas.

«No importa —pensó—. De todos modos, nadie va a leer nunca esto, o lo leerán mucho después de que todos estemos muertos. No importa en absoluto. Quizá sir John siempre lo comprendió. Quizá por eso no dejó ninguno de los mensajes en cilindros de latón después de Beechey. Lo sabía.»

Mojó la pluma en la tinta que se estaba congelando rápidamente y escribió de nuevo:

«Sir John Franklin murió el 11 de junio de 1847, y las pérdidas totales por muertes en la expedición han sido hasta esta fecha de 9 oficiales y 15 hombres.»

Crozier se detuvo de nuevo. ¿Era todo correcto? ¿Había incluido a John Irving en aquel total? No podía hacer el cálculo. Eran ciento cinco almas a su cuidado ayer... Ciento cinco al dejar el
Terror,
su buque, su hogar, su esposa, su vida... Lo dejaría así.

Boca abajo, en la parte inferior de la hoja, en el trocito de espacio blanco que quedaba, garabateó F. R. M. Crozier y después escribió: «Capitán y oficial de mayor graduación».

Dio con el codo a Fitzjames para despertarlo.

—James..., firme aquí con su nombre.

El otro capitán se frotó los ojos, miró el papel, pero no parecía leer nada; firmó con su nombre donde señalaba Crozier.

—Añada «capitán del
HMS Erebus»
—dijo Crozier.

Fitzjames lo hizo así.

Crozier dobló el papel, lo volvió a meter en el cilindro de latón, lo selló y dejó de nuevo el cilindro en el mojón. Se quitó el guante y volvió a colocar las piedras en su sitio.

—Francis, ¿les ha dicho adonde nos dirigimos y cuándo nos vamos?

Crozier se dio cuenta de que no lo había hecho. Empezó a explicar por qué..., por qué parecía una sentencia de muerte para los hombres, ya se quedasen o se fuesen; por qué no se había decidido todavía entre llevar los botes hacia la distante Boothia o hacia la el legendario pero terrible río del Gran Pez de George Back. Empezó a explicar a Fitzjames que estaban jodidos si se quedaban, y también si se iban, y que nadie iba a leer la puta nota, de todos modos, así que por qué no...

—¡Chist! —siseó Fitzjames.

Algo los estaba rodeando fuera de la vista, entre la niebla. Ambos hombres oyeron fuertes pisadas en la grava y en el hielo. Algo muy grande, que respiraba. Iba caminando a cuatro patas, a no más de cinco metros de donde estaban ellos, en la espesa niebla, y el sonido de unas garras enormes era audible por encima del estruendo lejano de los pesados truenos.

Uuuf, uuuf, uuuf.

Crozier oía las exhalaciones con cada pisada. Ahora estaba tras ellos, rodeando el mojón, rodeándolos.

Ambos hombres se pusieron de pie.

Crozier sacó su pistola. Se quitó el guante y amartilló el arma mientras los pasos y los resoplidos se detenían directamente ante ellos, pero aún fuera de la vista entre la niebla. Crozier estaba seguro de notar su aliento a pescado y a carroña.

Fitzjames, que todavía llevaba la pluma y el tintero que Crozier le había devuelto, y que no llevaba pistola, señaló hacia la niebla, al lugar donde pensaba que esperaba la cosa.

La grava crujió cuando la cosa se movió derecho hacia ellos.

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