El Terror (72 page)

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Authors: Dan Simmons

Tags: #Terror, #Histórico

Una semana antes, antes de salir con los equipos de los trineos hacia el campamento
Terror
, el cirujano Goodsir le dijo a Crozier que el zumo de limón antiescorbútico, su única defensa ya contra el escorbuto, por muy débil que fuese, se acabaría al cabo de tres semanas o menos, dependiendo de cuántos hombres muriesen entre esas dos fechas.

Crozier sabía lo rápido que podía debilitarlos a todos el azote del escorbuto. Para aquellos, aproximadamente, cuarenta kilómetros hasta la Tierra del Rey Guillermo, con trineos ligeros y equipos completos, a medias raciones para la travesía, con una ruta para los patines que ya se había abierto en el hielo desde hacía más de un mes, tenían que cubrir un poco menos de trece kilómetros al día. En el terreno duro del hielo costero de la Tierra del Rey Guillermo y al sur, aquella distancia debería reducirse a la mitad o peor aún. Una vez el escorbuto empezase a cebarse en ellos, sólo podrían cubrir poco más de un kilómetro al día, y, si el viento se extinguía, quizá no fueran capaces de remolcar o mover a remo los pesados botes corriente arriba, contra la corriente del río Back. Un transporte por tierra de cualquier distancia en las semanas o meses siguientes pronto sería imposible.

Lo único que funcionaba a su favor en su ruta hacia el sur era la posibilidad muy remota de que una partida de rescate ya se estuviera dirigiendo hacia el norte desde el lago Gran Esclavo, buscándolos, y el simple hecho de que tendrían un poco más de calor si viajaban lejos hacia el sur. Al menos estarían siguiendo al deshielo.

Pero, aun así, Crozier habría preferido quedarse en las latitudes septentrionales y recorrer la distancia más larga al este y el norte de la península de Boothia y luego cruzarla. Sabía que sólo había un camino relativamente seguro para conseguirlo: llevar a los hombres a la Tierra del Rey Guillermo, cruzarla, después hacer la travesía relativamente corta por el hielo abierto, refugiados del peor viento y del clima del noroeste por la propia isla, hacia la costa suroccidental de Boothia, y luego seguir lentamente hacia el norte por el borde del hielo o incluso en la propia llanura costera, y finalmente atravesar las montañas hacia la bahía de Fury, esperando a cada paso encontrar a algún esquimal.

Era el camino más seguro. Pero era el más largo también: más de mil novecientos kilómetros, casi la mitad más largo que la ruta alternativa al sur en torno a la Tierra del Rey Guillermo y luego mucho más al sur, subiendo por el río de Back.

A menos que se encontrasen con esquimales amistosos pronto, después de cruzar Boothia, estarían todos muertos semanas o meses antes de poder completar ese viaje de algo menos de dos mil kilómetros.

Aun así, Francis Crozier habría preferido apostarlo todo a un recorrido recto por el hielo, al nordeste, por encima de la banquisa más dura, en un loco intento de repetir el asombroso viaje de casi mil kilómetros en un trineo con un pequeño grupo realizado por su amigo, James Clark Ross, dieciocho años antes, cuando el
Fury
se quedó atrapado en el lado opuesto de la península de Boothia. El viejo mozo (Bridgens) tenía toda la razón del mundo. John Ross había hecho la mejor apuesta para la supervivencia, abriéndose camino hacia el norte a pie y en trineo y luego en botes que dejaron atrás en el estrecho de Lancaster, esperando que pasara algún ballenero. Y su sobrino, James Ross, demostró que era posible, sólo posible, viajar en trineo desde la Tierra del Rey Guillermo de vuelta a la playa de Fury.

El
Erebus
estaba todavía en sus diez últimos días de agonía cuando Crozier hizo separar a los mejores hombres de cada buque, los ganadores de los mejores premios y del último dinero que Francis Crozier tenía en el mundo, y les entregó el trineo mejor diseñado, y ordenó al señor Helpman y el señor Osmer, el sobrecargo, que equiparan a aquel equipo excepcional de hombres con todo lo que pudieran necesitar para seis semanas en el hielo.

Era un trineo con once hombres, encabezados por el segundo oficial del
Erebus,
Charles Frederick des Voeux; el líder al arnés era el gigante Manson. A cada uno de los otros nueve hombres se les pidió que se presentaran voluntarios. Y todos lo hicieron.

Crozier tenía que saber si era posible tirar de un trineo plenamente cargado por encima del hielo abierto y hacer ese viaje directo en busca de rescate. Los once hombres partieron a las seis campanadas del 23 de marzo, en la oscuridad, con la temperatura de treinta y ocho por debajo de cero, y recibieron tres hurras por parte de todos los tripulantes reunidos de ambos buques.

Des Voeux y sus hombres volvieron al cabo de tres semanas. Nadie había muerto, pero todos estaban exhaustos, y cuatro de los hombres habían sufrido graves congelaciones. Magnus Manson era el único del equipo de once hombres, incluyendo al aparentemente infatigable Des Voeux, que no parecía próximo a la muerte por el cansancio y las penalidades.

Al cabo de tres semanas habían conseguido viajar menos de cuarenta y cinco kilómetros en línea recta desde el
Terror
y el
Erebus.
Des Voeux estimó posteriormente que habían tirado del trineo durante más de doscientos cuarenta kilómetros para progresar sólo esos cuarenta y cinco, pero no se podía viajar en línea recta tan lejos en la banquisa. El tiempo de nordeste de su actual posición era más terrible que el Noveno Círculo Infernal donde habían estado atrapados dos años enteros. Las crestas de presión eran infinitas. Algunas alcanzaban una elevación de más de veinticuatro metros. Ni siquiera era posible orientarse en el camino, cuando las nubes tapaban el sol al sur y las estrellas se ocultaban durante varias noches inacabables, de dieciocho horas cada una. Las brújulas, por supuesto, resultaban inútiles tan cerca del polo norte magnético.

El equipo se había llevado cinco tiendas para mayor seguridad, aunque pensaban dormir en sólo dos de ellas. Las noches eran tan frías en el hielo expuesto que los once hombres durmieron las nueve noches, cuando consiguieron dormir algo, en una sola tienda. Pero al final tampoco tuvieron elección, porque cuatro de las resistentes tiendas se las llevó el viento o quedaron hechas jirones la duodécima noche en el hielo.

De alguna forma, Des Voeux consiguió mantenerlos en movimiento hacia el nordeste, pero cada día el tiempo empeoraba, las crestas de presión se acercaban más y más entre sí, las desviaciones necesarias de su rumbo se hacían más largas y traicioneras y el trineo había sufrido graves daños en su lucha hercúlea por elevarlo y empujarlo por las crestas irregulares. Perdieron dos días reparando el trineo, entre el aullido del viento y la nieve.

El oficial había decidido dar la vuelta la mañana decimocuarta en el hielo. Como sólo tenían una tienda, calculó que sus posibilidades de supervivencia eran bajas. Entonces intentaron seguir las huellas que ellos mismos habían dejado durante trece días para volver al barco, pero el hielo estaba demasiado activo: losas que se movían, icebergs que se desplazaban dentro de la banquisa y nuevas crestas de presión que surgían ante ellos, habían borrado sus huellas. Des Voeux, que era el mejor navegante de la expedición de Crozier, exceptuando al propio Crozier, hacía lecturas con el teodolito y el sextante en los pocos momentos de claridad que encontraba a lo largo de días y noches, pero acabó estableciendo el rumbo basándose sobre todo en un cálculo a ojo. Les dijo a los hombres que sabía exactamente dónde estaban. Estaba seguro, confesó más tarde a Fitzjames y a Crozier, que no encontraría el barco al menos por treinta kilómetros.

En su última noche en el hielo, la tienda que les quedaba se desgarró y abandonaron los sacos de dormir y corrieron hacia el sudoeste ciegamente, tirando del trineo sólo para seguir con vida. Se deshicieron de la comida y ropa extra que les quedaba y continuaron tirando del trineo sólo porque necesitaban el agua, las escopetas, la munición y la pólvora. Algo muy grande vino siguiéndolos durante todo el viaje. Podían oír que los acechaba cada noche interminable en la oscuridad.

Des Voeux y sus hombres fueron avistados en el horizonte del norte, todavía dirigiéndose hacia el oeste y sin darse cuenta de que el
Terror
estaba a unos cinco kilómetros al sur de ellos, la mañana de su vigésimo primer día en el hielo. Un vigía del
Erebus
los avistó, pero por entonces el buque mismo había desaparecido; crujió, se desmembró y luego se hundió. Para Des Voeux y sus hombres fue una verdadera suerte que el vigía, el patrón del hielo James Reid, hubiese trepado al enorme iceberg que formaba parte del Gran Carnaval Veneciano justo antes de amanecer aquel día, y hubiese avistado a los hombres a través de su catalejo, con las primeras luces.

Reid, el teniente Le Vesconte, el cirujano Goodsir y Harry Peglar dirigieron la partida que fue a buscar al equipo de Des Voeux, llevándolos más allá de las aplastadas maderas, los mástiles caídos y las enmarañadas jarcias, que era todo lo que quedaba del buque hundido. Cinco de los miembros del equipo campeón de Des Voeux no fueron capaces de caminar el último kilómetro y medio hasta el
Terror,
y sus propios compañeros tuvieron que llevarlos en trineo. Los seis tripulantes del
Erebus
que estaban en el equipo del trineo, incluyendo a Des Voeux, lloraron al ver su hogar destruido al pasar junto a él.

Así que... el camino más corto al nordeste de Boothia ya no era posible. Después de que Des Voeux y los otros hombres exhaustos rindieran informe, tanto Fitzjames como Crozier estuvieron de acuerdo en que pocos de los ciento cinco supervivientes podrían dirigirse a Boothia, y la inmensa mayoría con toda seguridad perecería en el hielo bajo tales condiciones, aunque los días fuesen más largos, las temperaturas hubiesen aumentado ligeramente y hubiese más luz solar. La posibilidad de que hubiese canales abiertos era sólo un riesgo más.

Ahora, la decisión estaba entre quedarse en el barco o establecer un campamento en la Tierra del Rey Guillermo, con la opción de hacer un viaje hacia el sur, al río de Back.

Crozier empezó a planificar la evacuación al día siguiente.

Justo antes de anochecer y de que se detuvieran a cenar, la procesión de trineos dio con un agujero en el hielo. Se detuvieron, los cinco trineos y los hombres con arneses, y formaron un círculo en torno al hueco. El agujero negro que había muy por debajo de ellos era la primera agua abierta que habían visto en veinte meses.

—Esto no estaba aquí la semana pasada, cuando trajimos la pinazas al campamento
Terror
, capitán —dijo el marinero Thomas Tadman—. Ya puede ver lo cerca que pasan del agujero las huellas de los trineos. Lo habríamos visto, seguro. Aquí no había nada.

Crozier asintió. No era una
polynya
corriente (en ruso, uno de esos raros agujeros en la banquisa que siguen abiertos todo el año). El hielo tenía más de tres metros de espesor allí, mucho menos espeso que la banquisa congelada en torno al
Terror,
pero, aun así, lo bastante sólido para construir un edificio londinense entero encima, pero no había señal alguna de crestas de presión ni de grietas en torno al agujero. Era como si alguien o algo hubiese cogido una gigantesca sierra de hielo, como las que llevaban ambos buques, y hubiese cortado un círculo perfectamente redondo en el hielo.

Pero las sierras de hielo no cortaban tan limpiamente a través de tres metros de hielo.

—Podemos tomar aquí la cena —dijo Thomas Blanky—. Disfrutar de nuestros víveres a la orilla del mar, por decirlo así.

Los hombres afirmaron efusivamente. Crozier accedió. Se preguntaba si los otros sentían la misma incomodidad que él acerca del aquel círculo asombrosamente perfecto, el oscuro pozo y el agua negra.

—Seguiremos moviéndonos una hora, más o menos —dijo—. Teniente Little, haga que su trineo se ponga al frente, por favor.

Fue quizá veinte minutos después, cuando el sol se había puesto con una rapidez casi tropical y las estrellas brillaban y parpadeaban en el cielo frío, cuando los soldados Hopcraft y Pilkington, que iban a retaguardia, se acercaron a Crozier, que iba caminando junto al último trineo. Hopcraft susurró:

—Capitán, algo nos sigue.

Crozier sacó su catalejo de latón de la caja que iba atada encima del trineo y se quedó quieto en el hielo, con los dos hombres, durante un minuto, mientras los trineos iban siguiendo su camino junto a ellos en la creciente oscuridad.

—Allí, señor —dijo Pilkington, señalando con el brazo bueno—. Quizás haya salido de ese agujero del hielo, capitán. ¿No cree? Bobby y yo pensamos que probablemente ha sido así. Quizás estaba ahí abajo, en el agua negra debajo del hielo, esperando a que pasáramos nosotros y luego ha salido a buscarnos. O esperaba que nos quedáramos por allí. ¿No le parece, señor?

Crozier no respondió. Lo vislumbraba por el catalejo, apenas visible con la luz menguante. Parecía blanco, pero sólo porque lo había visto brevemente silueteado ante las nubes de tormenta que se iban formando en el cielo del noroeste, negro como la noche. A medida que la cosa pasaba ante seracs y losas de hielo que la procesión del trineo había recorrido trabajosamente sólo veinte minutos antes, era más fácil obtener una sensación de su enorme tamaño. Hasta el hombro, aunque se estuviera moviendo a cuatro patas, tal y como hacía ahora, era más alto que Magnus Manson. Se movía con bastante agilidad, para ser tan grande. El movimiento le pareció más propio de un zorro que de un oso. Mientras Crozier luchaba por estabilizar el catalejo con el viento creciente, vio que la cosa se levantaba y empezaba a andar sobre dos patas. Se movía con un poco menos de rapidez de esa forma, pero aun así iba más rápido que los hombres que iban atados a unos trineos de novecientos kilos. Ahora se alzaba por encima de los seracs, cuya parte superior Crozier no podía haber alcanzado ni levantando del todo el brazo y con el catalejo extendido.

Luego oscureció más y ya no pudo verlo ante el fondo de crestas de presión y seracs. Volvió con los marines a la procesión de trineos y colocó su catalejo en la caja de almacenamiento, mientras los hombres que iban delante se inclinaban metidos en los arneses y gruñían y jadeaban al ir tirando.

—Quédense cerca de los trineos, pero sigan mirando a retaguardia, y con las armas preparadas —dijo bajito a Pilkington y Hopcraft—. Nada de linternas. Necesitarán ver todo lo posible en la oscuridad.

Las abultadas formas de los marines afirmaron y se movieron hacia retaguardia. Crozier observó que los guardias que iban delante del primer trineo habían encendido sus linternas. Ya no veía a los hombres, sólo los círculos de luz con sus halos de cristales de hielo.

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