Mi mirada acarició la sombra de su cuerpo delgado vestido con un pantalón corto color caqui y una camiseta blanca. Por fin pude alzar los ojos hacia su mirada. Se quitó las gafas.
—Ary.
En su rostro se hallaba dibujada la letra
,
yod
, que en la décima posición del alfabeto hebreo, encierra el número 10.
Yod
, símbolo de la realeza y de la armonía de las formas, y signo del mundo por venir. Es la letra más pequeña del alfabeto, porque la
yod
es humilde al mismo tiempo que fundadora. 10 = 1+0, cifra que evoca la causa primera, el principio de todos los principios…
—Jane.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo.
Inició un gesto con la mano, como para ofrecérmela, pero se volvió atrás. Me quedé allí, desconcertado, sin saber cómo saludarla. Hubo un silencio hecho de embarazo y de sorpresa, de reconocimiento y de incomodidad, después de una larga separación que cada uno pensaba que duraría toda una eternidad. Pero era como si la eternidad acabara de terminar en ese preciso instante.
—Dos años —murmuré.
De nuevo, mi mirada se cruzó con la suya, y me estremecí. Había cambiado. No físicamente, pues era la misma, igual de guapa, pero le había pasado algo que había endurecido sus rasgos a pesar de la sonrisa que esbozaba, una sonrisa triste, nostálgica, que le devolví casi a mi pesar.
—¿Te has enterado del asesinato? —dijo.
—Sí —respondí—. ¿Sabes quién era ese hombre?
Bajó los ojos. Retrocedió unos pasos y levantó la mano hasta rozar su cara. Volvió lentamente a mi lado. Su mirada se ensombreció cuando murmuró:
—Peter Ericson. Era el jefe de nuestra expedición. Sucedió anteayer por la noche. Yo lo encontré al día siguiente, al venir al yacimiento.
—¿Quién más lo ha visto?
—Los miembros del equipo. Corrieron inmediatamente al campamento para avisar a la policía. Yo me quedé aquí, sin comprender nada… Estaba cubierto de sangre. Siete trazos en total, como siete señales. Estaba vestido con un extraño ropaje de lino blanco.
Hubo un silencio.
—Tenemos que irnos, Jane.
—¿Es eso? —respondió bruscamente—. ¿Quieren asustarnos para que nos alejemos?
—¿Pero qué buscabais aquí? —murmuré.
—Seguíamos las indicaciones de la lista que contiene el Pergamino de Cobre.
—¿El Pergamino de Cobre?
Me sorprendió. De todos los pergaminos hallados en Qumrán, el Pergamino de Cobre parecía ser el más enigmático: era el único de metal, y además el más difícil de descifrar. Contenía una lista de lugares en los que tal vez se hallara un fabuloso tesoro.
—Sí, ya sé —dijo Jane—. Hay quien piensa que ese catálogo sólo representa tesoros imaginarios procedentes del folclore judío de la época romana. Pero nosotros…, el profesor Ericson estaba convencido de que las descripciones del rollo eran demasiado realistas para que fuera así.
—¿Cómo has llegado a participar en esta… caza del tesoro?
—Hace dos años, poco después de que te fueras a las grutas, decidí unirme al equipo del profesor Ericson, que estaba excavando aquí.
—¿Pero cómo ha conseguido descifrar el Pergamino de Cobre? —pregunté—. Es un texto tan… críptico.
—Hay muchos modos de leerlo. Ericson había conseguido restablecer frases completas.
—Ah, ¿de veras…? ¿Habéis obtenido resultados interesantes?
—Crees que su asesinato está relacionado con su investigación, ¿verdad?
—Es posible —dije.
La miré con atención. Estaba de pie, delante de mí, un poco a la defensiva, desconfiaba.
—¿Quién os financia?
—Varios grupos judíos religiosos, ortodoxos y liberales. También recibimos una ayuda internacional de fuentes privadas. Pero los que trabajan aquí no están pagados. Todos somos voluntarios, simplemente nos dan comida y alojamiento.
—¿Habéis encontrado algo hasta ahora?
—Es un trabajo largo, Ary… Después de cinco meses encontramos un silo que contenía ketorita, un incienso utilizado en el Templo. Pero todo eso parece tener tan poca importancia…
Sacó un papel de su bolsillo y me lo ofreció.
—Ten —dijo—, es una copia de una parte del Pergamino de Cobre. Como ves, el texto es como una tabla. Hay que leerlo en diagonal.
Me acerqué y leí como ella me había dicho que hiciera.
—
Bekever she banahal ha-kippa…
La tumba que se encuentra sobre el río de la cúpula…
Su dedo bajó un párrafo.
—De Jericó a Saqqara… Hay dos ejes, norte-sur y este-oeste.
—El tesoro se encontraría en la intersección…
—En ese lugar encontramos una pequeña ánfora de aceite. Ericson creía que se trataba del aceite empleado en el santuario de Jerusalén.
—¿Y el tesoro?
Su rostro se iluminó con una sonrisa triste.
—Nada.
Dio unos pasos y se sentó sobre una piedra.
—Oh, Ary, ya no sé… Desde ayer… Hacía calor. El sol caía con fuerza sobre nuestras cabezas. Teníamos la sensación de estarnos asando en el infierno. Pero avanzábamos, nos pasábamos las cantimploras llenas de agua tibia. Íbamos juntos, sin hacer caso de nuestro cansancio. Nos dirigíamos a Khirbet Qumrán. Con nuestros bastones, como un grupo de patriarcas, y nada podía detenernos, ni el calor, ni las serpientes, ni los escorpiones. Esa mañana, él no estaba con nosotros cuando salimos del campamento, y creímos que nos alcanzaría más tarde… Nos detuvimos a tomar un tentempié. Yo me alejé un poco del grupo… Y entonces lo vi.
Pedí a Jane que me llevara al campamento en el que se encontraban los arqueólogos. Sin hacer ninguna pregunta, me condujo en su
jeep
durante varios kilómetros, a través de un paisaje rocoso, hasta el campamento situado cerca de un kibutz al lado de Qumrán.
Era un campamento provisional —unas cuantas tiendas de tela áspera y gastada dispuestas al resguardo de las rocas— que había sido abandonado a toda prisa, como si se avecinara una terrible amenaza.
Sólo un hombre de unos cincuenta años, de cabellos grises y lisos peinados con raya al lado, la piel enrojecida por el sol y las sienes brillantes de sudor, estaba tumbado en una silla delante de una tienda. Inmovilizado por el calor, parecía dormir.
Cuando nos dirigíamos a la tienda de Peter Ericson, Shimon Delam, acompañado por dos policías, salió de ella. En cuanto me vio, se dirigió hacia mí con paso rápido. Nos miramos a los ojos para evaluarnos como habíamos aprendido a hacer en el ejército, para conocer nuestros pensamientos secretos. No había cambiado. Moreno, de ojos pequeños y algo oblicuos, de corta estatura, robusto, mordisqueaba el eterno palillo que cumplía para él las funciones de cigarrillo. En su frente estaba dibujada la letra
,
nun
, que simboliza la fidelidad, la modestia y, en su forma final, evoca la recompensa prometida al hombre recto. De este modo,
nun
es la letra de la justicia.
—Ary —dijo Shimon—, me alegro de verte aquí.
Luego se dirigió a Jane.
—Jane, ¿cómo está?
—Bien, gracias —repuso Jane.
Se acercó a ella y le susurró:
—Creía que estaba usted en Siria.
—No —dijo Jane—, preferí quedarme aquí.
Se dirigió hacia mí con una sonrisa satisfecha.
—Ary, me alegro de comprobar que has aceptado.
—Pero —protesté—, yo no he dicho que…
—Sabes que te necesitamos —cortó Shimon—. La última vez lo hiciste muy bien.
—Shimon —dije—, eres único a la hora de reclutar a un agente, pero…
—Nadie más que tú podía haber resuelto aquel caso, y tú lo sabes. Exactamente igual que ahora. ¿Ves? Yo diría que nos enfrentamos a una historia de otra época. Una historia que sólo un arqueólogo, un escriba, un… esenio ¿se dice así?, que además sea soldado, puede comprender.
—Aún no he aceptado, Shimon.
—Precisamente —dijo Shimon mordisqueando tranquilamente su palillo—… Estoy aquí para convencerte de una vez por todas.
—Te escucho —dije.
—Este es el caso.
Se dirigió a Jane, que había hecho ademán de alejarse.
—No, Jane, puede quedarse.
Hizo una pausa, tiró su palillo al suelo y lo aplastó como si fuera una colilla.
—No voy a andarme por las ramas. Un hombre ha sido asesinado, un arqueólogo que buscaba un tesoro a partir de un manuscrito de Qumrán, un tesoro que podría pertenecer a los esenios, ¿acaso…?
—Te equivocas, Shimon —intervine—. Los esenios no poseen nada. Se llaman a sí mismos «los pobres».
—Precisamente —dijo Shimon con una sonrisita sarcástica—. Una ayudita sería bien recibida, ¿no?
—De acuerdo —dije encogiéndome de hombros—, pero no veo qué tiene que ver.
—Lo que tiene que ver es que nosotros estamos convencidos de que los esenios están implicados en el asunto.
Al oír estas palabras, di un respingo.
—Shimon —dije bruscamente—. ¿Quién es «nosotros»?
—El Shin Beth.
—¿
Vosotros
estáis enterados de la existencia de los esenios?
—Por supuesto.
—Shimon —murmuré apretando los dientes—. No deberías hablar de ello. A nadie.
—Por favor, Ary, somos el servicio secreto. Lo que entra en el Shin Beth…
—… nunca sale del Shin Beth —dije—. Pero tú estás al corriente, Jane está al corriente. Empieza a hacerse peligroso para nosotros.
—Te recuerdo que fui yo quien te salvó cuando estabas en peligro, hace dos años. Y yo quien te dejó irte a las grutas sin denunciarte a la policía cuando mataste al rabí.
—¿Por qué sospecháis de nosotros?
—Vamos, Ary, piensa un poco. ¿Quién más que los esenios podría cometer un asesinato ritual en la región, un sacrificio, si lo he entendido bien, que los textos enseñan que debe realizarse el Día del Juicio?
No pude responder a esa pregunta.
Su rostro se aclaró.
—Ya era hora —dijo Shimon—. Habrá que investigar por ese lado, si entiendes lo que quiero decir.
—Empiezo a entender, en efecto.
—También podrías interrogar a la hija del profesor Ericson. Vive en tu antiguo barrio.
—El profesor Ericson no era judío —dijo Jane como si adivinara mis pensamientos—. Pero tiene una hija que se ha convertido al judaísmo… Esta mañana ha venido a verme.
—Bien —dijo Shimon—, os dejo. Y… hasta pronto, Ary.
Dio unos pasos, se volvió y añadió con aire sombrío:
—Hasta muy pronto, creo.
En ese momento, el hombre que parecía dormitar ante su tienda hizo su aparición. Me pregunté si habría oído nuestra conversación y si no estaría fingiendo dormir cuando pasamos delante de él.
—Ary —dijo Jane—, te presento a Josef Koskka, arqueólogo.
—Es terrible —dijo Koskka arrastrando las erres a la manera de los polacos—, terrible, terrible. Todos estamos… Estoy trastornado por lo que le ha sucedido a nuestro amigo Peter. Era, además de un amigo, un investigador de gran envergadura, de renombre internacional. ¿No es verdad, Jane?
Jane se sentó sobre una roca.
—Sí —dijo—, es terrible.
—¿Tenía enemigos? —Pregunté.
—Sin duda —dijo Koskka lentamente—. Recientemente había recibido amenazas. Incluso una noche cayó en una emboscada. Quisieron asustarle. Unos hombres que llevaban turbantes, como los beduinos.
—¿Quiénes eran?
—Lo ignoro —respondió Koskka—, pero mientras estuvo aquí se hizo amigo de los sacerdotes samaritanos de Nablus y trabajó sobre el recitado que le hacían de ciertos pasajes bíblicos.
Jane asintió con la cabeza, con un aspecto desolado.
—Anteayer vino a mi tienda. Me dijo que había limpiado con el pincel y la paleta un montón de cerámica de Khirbet Qumrán de la sala situada junto al refectorio. Entre las cerámicas había una vasija intacta en la que encontró fragmentos de un manuscrito. Estaba loco de emoción, como si fuera a salir un hombre de hace dos mil años para empezar a hablar con él en su lengua antigua…
Jane esbozó una sonrisa cansada.
—Las excavaciones son duras, nunca lo hubiera creído. Las condiciones de vida son precarias aquí: el agua escasea, hace calor y la mayor parte del tiempo no encuentras nada más que montones de pedacitos. Después, hay que efectuar los recortes, combinaciones y deducciones. Es como un puzle o un enigma…
—Decías que encontró un fragmento en una vasija —le interrumpió Koskka, que de repente parecía muy interesado en la conversación.
—Ah, sí, perdón…
Jane hizo una pausa. La miré: su cara tenía impresas las huellas de la fatiga y la emoción. Josef Koskka se quitó el sombrero y se secó la frente con un pañuelo. Gotas de sudor se deslizaban y seguían los pequeños regueros formados por sus arrugas.