Petrós respondió afirmativamente.
—Excelente —dijo Nerón—. Han pasado muchos años desde aquella noche, no cabe duda, pero… pero ¿acaso serías capaz de señalar quién fue el hombre que llevó a cabo ese acto de resistencia armada contra la autoridad?
Petrós guardó silencio por un instante. Sin embargo, ahora no tenía baja la mirada. Por el contrario, contemplaba de hito en hito al césar. Luego musitó unas palabras que el intérprete se apresuró a responder.
—Dice que fue él —señaló Marcos.
—¡Ah! ¡Vaya! —exclamó Nerón fingiendo sorpresa mientras yo comprobaba que mis sospechas sobre la reacción de Petrós en aquella noche se veían confirmadas.
El césar se inclinó a continuación sobre sus notas y comenzó a revolverlas de una manera que me llevó a pensar que simplemente actuaba.
—Ajajá —dijo al fin como si hubiera realizado un descubrimiento decisivo. De modo que nuestro pescador, Petrós por nombre, fue el que sacó la espada e hirió a un infeliz que formaba parte de la partida enviada para detener a Jesús… ¿Sólo sucedió eso, Petrós? ¿No hubo más lucha ni combate? ¿No comenzaron todos a echar mano de sus armas y dieron inicio a una sedición, a una rebelión, a una sublevación contra el poder respaldado por Roma? ¿Acaso no fue así, Petrós, acaso no fue así?
—¡No! ¡No lo fue!
Sorprendidos, Nerón y yo dirigimos la mirada hacia el lugar de donde había procedido la voz. No era Petrós el que había gritado aquella negativa desesperada. Se trataba de Marcos.
—Cuando Jesús terminó de hablar, cuando mencionó las Escrituras —dijo el intérprete—, todos los discípulos le dejaron y huyeron. Nadie combatió, ni se resistió.
Nerón miró sorprendido a Marcos. Era obvio que aquellas palabras, tan distantes de su punto de vista, no le habían complacido. Sin embargo, también resultaba indudable que la manera en que habían sido pronunciadas había llamado su atención.
—¿Cómo puedes saberlo, intérprete? —preguntó finalmente el césar.
—Cuando prendieron a Jesús —dijo Marcos— comenzó a seguirles un joven que había tenido tiempo de ver todo y que sólo iba cubierto con una sábana. No pudo hacerlo durante mucho tiempo porque se percataron de su presencia e intentaron prenderlo. Entonces el muchacho, dejando la sábana a la que se habían agarrado, huyó desnudo. Yo era ese joven y puedo dar testimonio de que nadie echó mano de las armas para defender al Maestro, nadie se enfrentó con los sacerdotes que habían ordenado su detención, tampoco nadie gritó palabra alguna contra Roma.
No había concluido sus palabras el intérprete cuando Petrós tomó nuevamente la palabra. Marcos, como si nada hubiera sucedido, le tradujo.
—Nadie movió un dedo para salvar al Maestro —dijo el pescador—. Trajeron, por lo tanto, a Jesús ante el sumo sacerdote; y se reunieron todos los principales sacerdotes y los ancianos y los escribas. Yo los había ido siguiendo de lejos para evitar que pudieran prenderme y así, oculto entre las sombras y procurando que no me vieran, llegué hasta el interior del patio de la residencia del sumo sacerdote. Hacía frío aquella noche, mucho frío, y los sirvientes habían encendido un fuego en el que se estaban calentando los hombres que habían detenido a Jesús. Por un momento, dudé en acercarme o no hasta la fogata. Existía, desde luego, alguna posibilidad de que me reconocieran pero, al final, la gelidez que se iba apoderando de mis miembros y la convicción de que nadie podía haberse fijado en mi rostro en medio de la enorme oscuridad de Getsemaní me llevaron a calentarme junto al fuego. Allí, podía escuchar lo que decía la gente que no paraba de entrar y salir de la casa y de esa manera enterarme de lo que estaba sucediendo con Jesús.
Petrós hizo una pausa. De nuevo, percibí que la agitación que tanto le había atormentado al final de su relato sobre la cena había vuelto a apoderarse de él. Su voz adquirió un tono enronquecido y sus ojos volvieron a adoptar un aspecto penosamente acuoso.
—Mientras yo me calentaba las manos, los principales sacerdotes y, en realidad, todo el sinedrio andaban a la busca de algún testimonio contrario a Jesús, para poder entregarle a la muerte —dijo Petrós con la voz transida de dolor—. Su problema era que no lo hallaban. No es que faltaran los dispuestos a levantar uno falso, es que sus declaraciones no concordaban. Ni siquiera los que lo acusaban de haber anunciado que derribaría el templo lograban presentar un testimonio coherente. Entonces el sumo sacerdote se puso en pie y le preguntó: ¿No respondes nada? ¿Qué tienes que decir de los testimonios que éstos presentan contra ti? Sin embargo, Jesús se mantenía en silencio y no respondía nada. Entonces el sumo sacerdote le volvió a preguntar, y le dijo: ¿Eres tú el
Jristós
, el Hijo del Bendito? Jesús podía haber eludido la respuesta como había hecho hasta entonces. Podía haberlo hecho pero no lo hizo. Por el contrario, dijo: Yo soy y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios y viniendo en las nubes del cielo. Al escuchar aquellas palabras, el sumo sacerdote se rasgó las vestiduras y exclamó: ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? Todos vosotros habéis oído la blasfemia; ¿qué os parece? Y entonces todos comenzaron a decir que era digno de que se le diera muerte. A mí el escuchar a la gente que contaba todo aquello me produjo un enorme pesar pero aún me sentí peor cuando supe que algunos de los que estaban en la misma habitación que Jesús habían comenzado a escupirle, y a cubrirle el rostro y a darle de puñetazos, mientras le gritaban que profetizara quién le estaba golpeando.
Una sensación de asco se agarró a mi estómago mientras escuchaba las palabras del pescador. Había servido el tiempo suficiente en el ejército como para saber la cólera inmensa que se experimentaba al saber que un compañero capturado por los enemigos era sometido a tortura. En cierta ocasión, en Asia Menor, mientras restablecíamos el orden que una tribu de bárbaros había trastornado, media docena de mis legionarios cayeron en manos de las fuerzas que nos hostigaban. Los dimos por muertos porque deseábamos creer que ya no estaban en este mundo sujetos al pesado tributo que puede significar la esclavitud y los maltratos, pero en una ocasión en que patrullábamos el territorio, vimos a lo lejos, en lo alto de unos picachos, a nuestros compañeros que habían sido atados a unos troncos de árbol. Guardando las debidas precauciones para evitar el caer en una emboscada, comenzamos a subir por aquella elevación para rescatar a nuestros hombres. Corrimos, nos afanamos, sudamos y jadeamos pero lo único que conseguimos en medio de aquella brega fue escuchar los alaridos de aquellos legionarios a los que los bárbaros golpeaban y cortaban y atormentaban. Cuando, finalmente, logramos alcanzar el lugar donde estaban, los salvajes que los habían atormentado se habían dado a la fuga y los cuerpos de sus cautivos ya llevaban un buen rato consumiéndose entre las llamas. Quizá Petrós no había escuchado los puños y los salivazos estrellándose contra el rostro de Jesús, pero no estaba seguro de que hubiera sido mejor. Seguramente, cada vez que uno de los esbirros del sumo sacerdote salía de la casa e informaba de lo que estaba sucediendo, el pescador habría imaginado lo que estaba atravesando su Maestro y esos pensamientos habrían resultado más crueles que la simple contemplación de lo que estaba sucediendo.
—Yo estaba mientras tanto abajo, en el patio, calentándome, cuando apareció una de las criadas del sumo sacerdote. Al principio, no reparó en mi presencia pero, de repente, clavó en mí los ojos y dijo: Tú también estabas con Jesús. Se trataba de una mujer pequeña, delgada, con un aspecto incluso enfermizo, pero apenas escuché aquellas palabras dije con toda la fuerza que pude: No conozco a ese Jesús ni sé lo que dices. Me dirigí inmediatamente hacia la entrada y, apenas la había alcanzado, cuando cantó el gallo. Fue en ese momento cuando la criada volvió a mirarme, pero ya no me habló sino que comenzó a decir a todos los presentes que yo era uno de los seguidores de Jesús. Nuevamente negué que fuera así pero no me sirvió de nada. Ahora eran ya varios los que me observaban y comenzaron a decir: Por supuesto que eres uno de ellos. No hay más que escucharte para darse cuenta de que eres galileo. Tu manera de hablar es como la suya. Cuando oí aquellas palabras, tuve miedo, miedo y angustia. Ya no se trataba sólo de una mujer sino de varios soldados que podían reducirme. Asustado ante tal posibilidad, comencé a gritar maldiciones y a jurar que no conocía al Jesús del que hablaban. Aún estaba negando cualquier relación con él cuando el gallo cantó por segunda vez. Entonces me acordé de las palabras que Jesús me había dicho…
Antes que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces
. Las recordé, las recordé, las recordé…
Petrós detuvo su relato y, reclinando la cabeza sobre el pecho, rompió a llorar.
Contemplé el cuerpo envejecido del pescador. Parecía como si de repente se hubiera reducido en el interior de aquellas ropas extremadamente humildes, como si se hubiera empequeñecido igual que el fruto que, al cabo del tiempo, se seca y abulta un tercio de su tamaño en sazón. Sin embargo, lo que más impresión causaba al contemplar a Petrós no era aquella prodigiosa disminución de su ser sino, sobre todo, el llanto callado, contenido, profundo que nacía de lo más hondo y estaba empapando sus mejillas.
Aquel anciano no había destacado en aquella noche sombría por haber resultado el único que había defendido a Jesús. Más bien había sido todo lo contrario. Mientras todos huían —incluido el joven Marcos—, mientras todos buscaban un escondrijo en el que esperar el paso de aquel vendaval cruel que había deshecho sus esperanzas más queridas, Pedro había decidido seguir al Maestro pero con peor resultado que nadie. Al fin y a la postre, la simple fámula de un sacerdote judío le había llevado a renegar de aquel a quien había reconocido antes que nadie como el
Jristós
. Sí, razones no le faltaban para llorar. Precisamente mientras golpeaban a Jesús, mientras lo escupían e insultaban, él había repetido una y otra vez que no lo conocía, que su manera de expresarse y su acento nada tenían que ver con Galilea, que ni siquiera había oído hablar de él.
Dirigí la mirada hacia Nerón. El rostro del césar se hallaba cubierto por un velo de desprecio. Seguramente, no sentía la menor compasión por aquel judío al que los principales sacerdotes de su pueblo habían decidido someter a un interrogatorio encaminado a condenarlo. En todo caso, puede que experimentara alguna envidia por la manera tan expeditiva en que se habían comportado. Por añadidura, la imagen de un hombre que lamentaba un acto de deslealtad cometido décadas antes no debía inspirarle una sensación agradable. ¿Cuántos hombres que habían servido al césar con dedicación hacía tiempo que habían muerto? Ése había sido el caso de Burro, el de Séneca, al que había obligado a suicidarse, el de… Estaba convencido de que Nerón no sentía ningún pesar por el final de aquellas amistades y, desde luego, si no las había llorado en su momento, difícilmente iba a hacerlo ahora. Ciertamente, era bien distinto de Petrós y en su diferencia sentía hacia él únicamente desdén.
—Muy de mañana —dijo Petrós mientras se secaba las lágrimas que le desbordaban los ojos—, tras haber celebrado consejo los principales sacerdotes con los ancianos, con los escribas y con todo el concilio, se llevaron a Jesús atado y le entregaron a Pilato, el gobernador que representaba a Roma.
Respiré hondo. En esta vida todo tiene un final y no me cabía duda de que ya habíamos alcanzado el punto adonde Nerón deseaba llegar desde un principio.
—Pilato le preguntó si era el Rey de los judíos y Jesús le contestó: Tú lo dices. Los principales sacerdotes temieron que aquella respuesta no fuera suficiente para convencer a Pilato de la necesidad de condenarlo y repetían una y otra vez acusaciones en contra suya. Sin embargo, Pilato seguía sin ver la situación con claridad y le dijo a Jesús: ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Pero Jesús ni aun así le respondió, de manera que Pilato no salía de su asombro. Ahora bien, era costumbre del gobernador romano que en el día de la fiesta se soltara a un preso sólo con la condición de que así se lo pidieran. A esas alturas Pilato tenía ya pocas dudas de que Jesús no era peligroso y de que los principales sacerdotes lo habían entregado tan sólo por envidia, de manera que pensó que había alguna posibilidad de ponerlo en libertad. Entre los hombres que entonces estaban confinados en prisión había uno que se llamaba Barrabás, al que se había detenido por cometer un homicidio en el curso de una revuelta. Cuando llegó la multitud y comenzó a pedir que se hiciese como siempre y se pusiera a un preso en libertad, Pilato les preguntó si deseaban que soltara al Rey de los judíos. Quizá en condiciones normales aquella gente hubiera pedido que se liberara a Jesús siquiera porque un hombre inocente siempre es más justo acreedor a salir del calabozo que otro que ha arrancado la vida a un semejante. Sin embargo, los principales sacerdotes incitaron a la multitud a fin de que gritara que soltara a Barrabás. Cuando llegaron a ese punto, Pilato les preguntó qué debía hacer entonces con el que llamaban Rey de los judíos y aquella masa impulsada por los sacerdotes comenzó a vociferar que lo crucificara. Pilato intentó entonces hacerles razonar y mostrarles que no había hecho mal alguno, pero lo único que consiguió fue que gritaran todavía con más fuerza que lo crucificara. Petrós realizó una nueva pausa. Se le veía agobiado, cansado, a punto de desplomarse. De buena gana, hubiera ordenado un descanso pero la sola visión de Nerón me disuadió de tal atrevimiento. El pescador había comenzado a beber una copa amarga que tendría que apurar hasta las heces.
—Creo que Pilato no dejó en ningún momento de ver las cosas con claridad. Sin embargo, deseaba por encima de todo satisfacer al pueblo y a los que lo incitaban, de manera que les soltó a Barrabás, y entregó a Jesús, después de azotarle, para que fuese crucificado. Entonces los soldados le llevaron dentro del atrio, esto es, al pretorio, y convocaron a toda la compañía; y le vistieron de púrpura, y poniéndole una corona tejida de espinas, comenzaron luego a saludarle gritando: ¡Salve, Rey de los judíos! Y le golpearon en la cabeza con una caña, y le escupieron y le hicieron reverencias puestos de rodillas. Luego, cuando se hartaron de burlarse de él, le quitaron la púrpura, le pusieron sus propios vestidos, y le sacaron para crucificarle.
A lo largo de mi vida había visto docenas de crucifixiones pero ninguna había sido como la que acababa de narrar el pescador. No es que no se hubiera sacrificado a inocentes en la cruz. Cuando se combate en tierra extraña, cuando la población local decide albergar a asesinos, cuando hay que defender por encima de todo las vidas de los propios hombres, las represalias recaen no pocas veces sobre personas que nada tuvieron que ver con las atrocidades que se desea castigar. Sin embargo, sabía de sobra que jamás se flagelaba a los condenados a la pena de crucifixión. La flagelación siempre había sido de por sí un castigo más que suficiente. Los trozos de metal y hueso que iban unidos a las tiras de cuero o metal de los azotes desgarraban de tal manera la piel del que padecía ese suplicio que raro resultaba que no quedara dañado algún órgano o incluso, según el número de latigazos, terminara perdiendo la vida.