Authors: Agatha Christie
Poirot murmuró:
—Es lamentable que esas vocaciones se vean frustradas tan a menudo por falta de dinero. Y, sin embargo, hay mucha gente que no gasta ni la cuarta parte de sus ingresos.
—Emily Arundell, por ejemplo —dijo la señorita Peabody—. Fue una gran sorpresa para todos el testamento que otorgó. Me refiero a la cantidad, no a la forma en que legó su dinero.
—¿Cree usted que fue una sorpresa para los miembros de su propia familia?
—Eso dicen —comentó la dama con expresión de regocijo—. No quiero decir ni que sí ni que no. Uno de ellos tenía una imaginación muy despierta.
—¿Cuál de ellos?
—El señorito Charles. Tenía hechos unos pocos cálculos por su propia cuenta. Charles no es tonto.
—Pero es un poco bribón, ¿verdad?
—De cualquier manera no es ningún melindroso —dijo la señorita Peabody con intención.
Se detuvo un momento y luego de pensar la cuestión preguntó:
—¿Van a entrevistarse con él?
—Eso me propongo —convino lentamente Poirot—. Me parece posible que pueda poseer ciertos papeles familiares relativos a su abuelo.
—Pues yo opino que, de tenerlos, habrá hecho con ellos una buena hoguera. Ese jovenzuelo no tiene ningún respeto por sus mayores.
—Deben intentarse todas las posibilidades.
—Así parece —contestó la mujer con sequedad.
Hubo un momentáneo destello en sus ojos azules que pareció afectar desagradablemente a Poirot.
Mi amigo se levantó.
—No debo hacerle perder su tiempo, madame. Estoy sumamente agradecido por todo lo que usted me ha contado.
—Lo he hecho de la mejor forma que he sabido. Pero me parece que no hemos tratado nada de la insurrección de la India, ¿no cree?
Nos estrechó la mano a ambos.
—Avíseme cuando publique el libro —observó por último—. Me gustaría mucho leerlo.
Y la última cosa que oí al salir de la habitación fue aquel cloqueo suyo tan particular.
—Ahora —dijo Poirot al entrar en el coche—, ¿qué es lo que vamos a hacer?
Advertido por la experiencia, no sugerí esta vez la vuelta a Londres. Después de todo, si Poirot se estaba divirtiendo con aquello, ¿qué podía yo objetar?
Propuse que tomáramos un poco de té.
—¿Té, Hastings? ¡Vaya una idea! Mire qué hora es.
—Ya la he mirado; mejor dicho, la he visto. Son las cinco y media. El té está, pues, indicadísimo.
Poirot suspiró.
—¡Ustedes los ingleses, siempre con su té de la tarde! No,
mon ami;
no habrá té para nosotros. En un libro de etiqueta que leí el otro día vi que no puede decirse «tarde» después de las seis. Decirlo es cometer un solecismo. Tenemos, por lo tanto, casi media hora para conseguir lo que nos proponemos.
—¡Qué puntilloso está usted hoy, Poirot! ¿A qué puerta llamaremos ahora?
—A la de las mademoiselles Tripp.
—¿Va a escribir un libro sobre el espiritismo? ¿O todavía sigue con la vida del general Arundell?
—Será algo mejor que eso, amigo mío. Pero antes tenemos que saber dónde viven esas señoras.
Conseguimos unas cuantas direcciones en un momento; aunque de las más variadas naturalezas y relativas todas ellas a una serie de callejones. La residencia de las señoritas Tripp resultó ser una pintoresca casucha, tan extremadamente vieja que parecía iba a derrumbarse de un momento a otro.
Un chico de unos catorce años nos abrió la puerta y se arrimó con dificultad a la pared, lo suficiente para dejarnos pasar.
El interior abundaba en viejos paneles y vigas de roble; una gran chimenea y unas pequeñas ventanas que a duras penas dejaban penetrar bastante luz para ver claro. Todos los muebles eran de estilo seudosimple, construidos de viejo roble. Había también gran cantidad de frutas colocadas en fruteros de madera y muchas fotografías, la mayoría de las cuales, según aprecié, eran de dos personas solamente, aunque en diferentes poses. Por lo general, con ramos de flores abrazados contra el pecho o mostrando un gran sombrero de paja.
El chico que nos abrió la puerta murmuró algo y desapareció, pero se oía claramente la voz en el piso superior.
—Dos caballeros desean verla, señorita. Se levantó un gorjeo de voces femeninas y al poco rato, con gran cantidad de crujidos y susurros, una señora bajó por la escalera, se dirigió con paso ligero hacia nosotros. Su edad se acercaba más a los cincuenta que a los cuarenta años; llevaba el cabello peinado a estilo «Madonna» y los ojos eran castaños y ligeramente prominentes.
Su vestido de muselina rameada daba la impresión de ser un disfraz.
Poirot se adelantó e inició la conversación empleando los términos más floridos de que pudo echar mano.
—Le ruego que me excuse por esta molestia, mademoiselle; pero me encuentro en algo que puede llamarse apuro. He venido buscando a cierta señora, pero he averiguado que ya no se encuentra en Market Basing y me han dicho que seguramente usted sabe su dirección actual.
—¿De veras? ¿Quién es?
—La señorita Lawson.
—¡Oh! Minnie Lawson. ¡Desde luego! Somos grandes amigas. Pero siéntese, señor... ejem...
—Parrotti...; mi amigo el capitán Hastings.
La señorita Tripp se dio por enterada de la presentación y empezó a moverse de un lado para otro.
—Siéntese aquí, ¿me hace el favor? No, si tiene la bondad..., realmente siempre he preferido las de respaldo recto. Bueno, ¿está seguro de que se encuentra cómodo en esa? ¡Querida Minnie Lawson...! ¡Oh, aquí está mi hermana!
Hubo más crujidos y susurros y nos enfrentamos con otra señora, vestida de percal verde que hubiera parecido mejor en una muchacha de dieciséis años.
—Mi hermana Isabel... el señor... ejem... Parrot... y... ejem... el capitán Hawkins. Isabel, querida, estos caballeros son amigos de Minnie Lawson.
La señorita Isabel Tripp era menos rolliza que su hermana. Más bien era de configuración seca. Tenía el cabello rubio, peinado en una especie de rizos bastante deshechos. Sus ademanes eran algo achiquillados y se apreciaba fácilmente que era la modelo de la mayor parte de las fotografías en cuya composición entraban las flores. Juntó las manos con excitación infantil.
—¡Qué encantador! ¡Querida Minnie! ¿Hace mucho que la han visto?
—Hace ya varios años —explicó Poirot—. Hemos perdido casi el contacto entre nosotros. Yo he estado viajando. Por eso me sorprendió y me agradó tanto oír por ahí la buena suerte que ha tenido mi amiga.
—Sí, desde luego. ¡Y tan merecida! Minnie tiene un espíritu tan bueno..., tan sencillo..., tan formal...
—¡Julia! —exclamó Isabel.
—¿Qué deseas, Isabel?
—¡Qué cosa tan notable! ¿Recuerdas cómo el grafómetro insistía anoche en la letra P? Un visitante de allende los mares con la inicial P.
—Así es —convino Julia.
Las dos señoras miraron a Poirot agradablemente sorprendidas.
—Nunca falla —añadió Julia en voz baja—. ¿Le interesa mucho el ocultismo, señor Parrot?
—No estoy muy enterado, mademoiselle; pero, como cualquiera que haya viajado bastante por el Oriente, estoy dispuesto a admitir que en todo ello hay mucho que uno no puede comprender ni puede ser explicado por medios naturales.
—¡Qué gran verdad! —dijo Julia—. ¡Qué profunda verdad eso que dice!
—El Oriente —murmuró Isabel—. La patria del misticismo y de las ciencias ocultas.
Todos los viajes de Poirot por el Oriente consistían, según yo sabía, en una excursión a Siria y al Irak que duró, todo lo más, unas pocas semanas. Pero a juzgar por sus manifestaciones, podía jurarse que mi amigo había pasado la mayor parte de su vida en la jungla y frecuentado bazares orientales, en íntimo contacto con faquires, derviches y mahatmas.
Por lo que pude sacar de la conversación, las señoritas Tripp eran vegetarianas, teosofistas, pertenecían a varias sectas religiosas, eran espiritistas y entusiastas aficionadas a la fotografía.
—A veces una se da cuenta —dijo Julia suspirando— de que Market Basing es un sitio inadecuado para vivir. No hay aquí nada hermoso..., no hay alma. Debe tenerse espiritualidad, ¿no le parece, capitán Hawkins?
—Seguro —dije, algo embarazado—. ¡Oh, claro que sí!
—«Donde no hay fantasía la gente sucumbe» —citó Isabel dando un suspiro—. A menudo he tratado de discutir algunos asuntos con el vicario; pero creo que tiene un criterio lastimosamente estrecho. ¿No cree usted, señor Parrot, que cualquier credo definido está predispuesto a tal estrechez de miras?
—Y, en realidad, es todo tan simple... —añadió su hermana—. Nosotras sabemos muy bien que todo es gozo y amor.
—Tiene usted mucha razón —dijo Poirot—. Es una verdadera lástima que incomprensiones y luchas se promuevan... especialmente en lo que respecta al codiciado dinero.
—¡Es tan sórdido el dinero...! —suspiró Isabel con voz apagada.
—Tengo entendido que la difunta señorita Arundell fue una de las convertidas a las creencias espiritistas —comentó Poirot.
Las dos hermanas se miraron.
—Me extrañaría —dijo Isabel.
—No estuvimos nunca seguras de ello —susurró Julia—. Tan pronto parecía convencida, como empezaba a decir unas cosas tan... tan irreverentes...
—Ah; pero recuerda la última manifestación —replicó Julia—. Fue algo verdaderamente extraño —se dirigió a Poirot—. Sucedió la misma noche en que se puso enferma la pobre señorita Arundell. Mi hermana y yo fuimos a su casa, después de cenar, y organizamos una sesión de velador..., éramos sólo cuatro. Y fíjese usted; vimos... las tres... vimos distintamente una especie de halo alrededor de la cabeza de la señorita Arundell.
—
Comment?
—Sí. Algo como un haz luminoso —se volvió a su hermana—. ¿No es así como lo describirías, Isabel?
—Sí; eso es. Un haz luminoso de luz finísima. Era una señal... ahora nos damos cuenta... Una señal de que la pobre estaba a punto de morir.
—Extraordinario —dijo Poirot con voz impresionada—. La habitación estaba a oscuras, ¿no es eso?
—Desde luego. Conseguimos siempre mejores resultados en la oscuridad. Además, como era una noche bastante templada no se había encendido el fuego.
—Nos llamó un espíritu muy interesante —dijo Isabel.
—Se llamaba Fátima. Nos dijo que murió en el tiempo de las Cruzadas. Qué mensaje tan hermosísimo nos dio.
—¿Habló directamente con ustedes?
—No; no de viva voz. Golpeó la mesa. Amor. Esperanza. Vida. Hermosas palabras.
—¿Y la señorita Arundell cayó enferma en la
séance
?
—No, eso fue después. Nos trajeron unos bocadillos y un poco de oporto; pero la pobre señorita Arundell no quiso tornar nada porque no se sentía muy bien. Eso fue el principio de su enfermedad. Afortunadamente, no tuvo que sufrir mucho.
—Murió cuatro días después —dijo Isabel.
—Ya hemos recibido varios mensajes de ella —comentó Julia con ansiedad—. Nos ha dicho que es muy feliz y que allí todo es hermoso. Que espera sea todo amor y paz entre sus queridos familiares.
Poirot tosió.
—Eso... ejem... me temo que sea un poco difícil.
—Los parientes se han portado ignominiosamente con la pobre Minnie —dijo Isabel, mientras su rostro se coloreaba de indignación.
—Minnie es una de las almas más bondadosas que existen —añadió Julia.
—La gente ha estado contando las cosas más desagradables que se puede imaginar. ¡Hasta dicen que planeó la cosa para que su señora le dejara el dinero!
—Cuando en realidad se llevó la más grande de las sorpresas...
—A duras penas pudo dar crédito a sus oídos cuando el abogado leyó el testamento.
—Ella nos lo contó. «Julia —me dijo— querida, pellízcame para convencerme de que no sueño. Unos pocos legados para los sirvientes, y luego, Littlegreen House y el resto de su fortuna para mí.» Estaba tan emocionada que apenas podía hablar. Y cuando pudo hacerlo, pregunto a cuánto ascendía la herencia, creyendo quizá que se reduciría a unos cuantos miles de libras. Pero el señor Purvis, después de carraspear, tartamudear y hablar acerca de cosas confusas, como ingresos brutos y netos, dijo que el total rondaría las trescientas setenta y cinco mil libras. La pobre Minnie casi se desmayó.
—No tenía ni idea de que era tanto dinero —reiteró la otra hermana— Nunca pensó que pudiera suceder una cosa así.
—¿Eso es lo que les dijo?
—¡Oh. sí! Nos lo repitió varias veces. Y por eso parece tan malvado el proceder de la familia Arundell, dándola de lado y tratándola como si fuera una sospechosa. Después de todo, estamos en un país libre...
—Los ingleses parece que actúan bajo ese error... murmuró Poirot.
—Y yo creo que cada uno puede dejar su dinero de la . forma que mejor le parezca. Opino que la señorita Arundell obró muy prudentemente. No hay duda de que desconfiaba de sus propios parientes y me atrevería a decir que tenía sus razones para ello.
—¡Ah! —Poirot se inclinó con interés—. ¿De veras?
Esta atención aduladora animó a Isabel.
—Sí —dijo—; eso es. El señor Charles Arundell, su sobrino, es una mala cabeza. ¡Eso lo saben todos! Hasta creo que está reclamado por la Policía de un país extranjero. Un carácter indeseable por completo. Y lo que es su hermana... bueno, yo en realidad no he hablado con ella, pero es una chica de aspecto muy excéntrico. Ultramoderna, desde luego, y siempre terriblemente maquillada. La vista de su boca me pone enferma. Parece sangre. Y hasta supongo que toma drogas, pues sus ademanes a veces son muy extraños. Está prometida con el joven y encantador doctor Donaldson; pero me parece que, en ocasiones, da la impresión de no gustarle mucho. La muchacha es atractiva a su manera, mas espero que el chico recobrará sus sentidos y se casará con cualquier joven inglesa enamorada de la vida en el campo y al aire libre.
—¿Y los demás parientes?
—Pues, como le decía, indeseables también. No es que yo tenga nada que decir contra la señora Tanios. Es una mujer agradable, pero absolutamente estúpida y dominada por su marido en todos los aspectos. Él es turco, según creo... Es una cosa espantosa para una chica inglesa el casarse con un turco, ¿no le parece? Demuestra una cierta falta de escrúpulos. A pesar de todo, la señora Tanios es una buena madre, aunque los niños son singularmente repelentes, ¡pobres criaturas!
—¿Así es que ustedes dos creen que la señorita Lawson era la persona más indicada para heredar la gran fortuna de la señorita Arundell?