Authors: Agatha Christie
—Supongo que usted será su secretario.
—Ejem... sí —dije, con tono incierto.
—¿Puede usted escribir decentemente el inglés?
—Espero que sí.
—Hum. ¿A qué colegio ha ido?
—A Eton.
—Entonces no puede escribir bien el inglés.
Me vi forzado a dejar pasar sin protestar esta vana acusación contra tan viejo y venerable centro de enseñanza y la señora Peabody volvió su atención de nuevo hacia Poirot.
—De manera que va a escribir la vida del general Arundell, ¿no es cierto?
—Sí. Usted le conoció, según creo.
—Sí. Conocí a John Arundell. Bebía.
Hubo una breve pausa. Luego la señorita Peabody dijo lentamente:
—La insurrección de la India, ¿eh? Eso es como machacar en hierro frío. Pero, en fin, es cosa suya.
—Ya sabe usted, madame, que estos asuntos están de moda. Precisamente en estos días la India es tema de actualidad.
—Algo de eso hay. Las cosas deben cambiar. No hay duda. Bueno, ¿qué es lo que quiere saber?
Mi amigo extendió las manos.
—¡Todo! Historia de la familia. Chismografía. Vida íntima...
—No le podré contar nada sobre la India —comentó la señorita Peabody—. La verdad es que no me preocupé nunca de enterarme de ello. He tenido que soportar a varios hombres viejos y sin anécdotas. Verdaderamente, era un estúpido; pero, a pesar de ello, no me atrevería a decir que era un mal general. «Cuida de agradar a la esposa de tu coronel; escucha respetuosamente a tus superiores y llegarás lejos», esto es lo que mi padre solía decir.
Poirot dejó transcurrir unos segundos de silencio, y luego dijo:
—Usted conoció a la familia Arundell, ¿no es cierto?
—A todos ellos —contestó la señorita Peabody—. Matilda era la mayor. Una muchacha pecosa que solía acudir a la escuela dominical para enseñar a leer a los chicos. Estuvo enamorada de uno de los reverendos. Luego venía Emily. Ésta sí que tenía personalidad. Era la única que podía manejar a su padre cuando éste se ponía a medios pelos. Solía sacar las botellas vacías a carretadas de su casa y las enterraba por la noche. Después; vamos a ver, ¿quién venía primero, Arabella o Thomas? Thomas, creo. Siempre me dio lástima el pobre Thomas. Un hombre y cuatro mujeres. Esto hace parecer tonto a cualquier hombre. El pobre chico tenía algo del carácter de una vieja. Nadie creyó nunca que se casaría. Fue una sorpresa cuando lo hizo.
La mujer emitió un ligero cloqueo.
Era evidente que la señorita Peabody se estaba divirtiendo. A nosotros nos había olvidado. La anciana señora se encontraba sumergida en el pasado.
—Después venía Arabella. Una chica muy sencilla. Tenía la cara de tonta. Se casó, sin embargo, a pesar de que era la más simple de la familia. Con un profesor de Cambridge. Un viejo. Debía tener por lo menos sesenta años. Dio una serie de conferencias en el pueblo; creo que versaron sobre las maravillas de la química moderna. Llevaba barba. No se le entendía nada de lo que decía. Arabella se colocaba detrás de todos y hacía algunas preguntas. No era ninguna chiquilla, pues entonces debía haber pasado de los cuarenta. Ya murieron los dos. Fue un matrimonio muy feliz. Ya se sabe; cuando uno se casa con una mujer simple, sabe de antemano que ella no resultará una esposa caprichosa. Luego estaba Agnes. Era la más joven y la más bonita. Siempre la consideré como la más alegre. ¡Casi demasiado! Fue extraño. Si alguna de ellas debía casarse, tenía que ser Agnes. Pero no se casó. Murió poco después de la guerra.
Poirot murmuró:
—Dijo usted que el matrimonio de Thomas fue algo imprevisto.
La señorita Peabody volvió a cloquear con fruición.
—¿Imprevisto? Puede decirse que sí. El escándalo fue mayúsculo. Nunca podía haberse supuesto una cosa así de él. Tan quieto, tímido, retirado y apegado a sus hermanas...
Se detuvo unos instantes.
—¿Recuerda un caso que causó gran revuelo hacia finales del siglo pasado? ¿La señora Warley? La acusaron de haber envenenado a su esposo con arsénico. Era una mujer de muy buena presencia. Ese caso dio mucho que hablar. Fue puesta en libertad. Pues bien, Thomas Arundell perdió por completo la cabeza. Había leído en los periódicos todas las incidencias del proceso y recortó las fotografías de la señora Warley. Y, pásmese usted; cuando ella salió de la cárcel, se fue a Londres y le pidió que se casara con él. ¡Vaya con el pacífico casero Thomas! Nunca se sabe lo que hará un hombre, ¿no es cierto? Siempre están dispuestos a cometer una tontería.
—¿Y qué pasó?
—¡Oh! Se casó con ella, desde luego.
—¿Causó la boda mucha impresión a sus hermanas?
—¡Claro que sí! No quisieron conocer a su cuñada. No creo que se les pueda censurar, teniendo en cuenta las circunstancias. Thomas se consideró mortalmente ofendido. Se fue a vivir a una de las islas del Canal de la Mancha y nadie oyó hablar más de él. No se supo si su mujer envenenó a su primer marido. Pero desde luego que no envenenó a Thomas, pues murió tres años después que ella. Tuvieron dos hijos: un muchacho y una chica. Una bonita pareja, con un gran parecido a su madre...
—Supongo que los chicos harían algunas visitas a sus tías.
—No; hasta que murieron sus padres. Estaban en el colegio y allí se hicieron mayores. Luego solían venir los días de fiesta. Emily estaba entonces sola, así es que Bella Biggs y los chicos eran los únicos parientes que le quedaban en el mundo.
—¿Biggs?
—La hija de Arabella. Una muchacha insulsa, un poco mayor que Theresa. Algo tonta. Se casó con un extranjero que conoció en la Universidad. Un médico griego. Un hombre de aspecto terrible, pero con unos modales encantadores, debo reconocerlo. Bueno; después de todo, no creo que la pobre Bella tuviera muchas proposiciones. Se pasaba el tiempo ayudando a su padre y sosteniendo la madeja de lana que su madre devanaba. Él era un tipo exótico y eso le atrajo la atención de ella.
—¿Es un matrimonio feliz?
—¡Eso no me atrevería a decirlo de ningún matrimonio! Parecen completamente felices. Tienen dos niños de aspecto enfermizo. Viven en Esmirna.
—Pero ahora están en Inglaterra, ¿verdad?
—Sí; llegaron hace cuatro meses. Me parece que se irán pronto.
—¿Quería mucho la señorita Arundell a su sobrina?
—¿Si quería a Bella? Claro que sí. Es una mujer insustancial, pendiente siempre de sus hijos y cosas por el estilo.
—¿Está contenta de su marido?
La señorita Peabody cloqueó una vez más.
—No lo está; pero creo que le gusta porque es algo pillo. Es inteligente y la sabe dirigir muy bien. Un hombre que tiene verdadero olfato para el dinero.
Poirot tosió.
—Tengo entendido que la señorita Arundell, al morir, poseía mucho dinero —murmuró.
La señorita Peabody se retrepó en su asiento.
—Sí; eso fue lo que armó todo el jaleo. Nadie pensaba que estuviera en tan buena posición. Lo que sucedió fue esto. El viejo general Arundell dejó una bonita renta dividida por partes iguales entre su hijo e hijas. Algunas de dichas rentas estaban invertidas y supongo que muy bien colocadas. Había algunas acciones preferentes de la Mortauldo. Desde luego, Thomas y Arabella se llevaron su parte cuando se casaron. Las otras tres hermanas vivieron aquí y no gastaron ni la décima parte de las rentas reunidas. Los sobrantes iban invirtiéndolos a su vez.
»Cuando murió Matilda legó su dinero, por partes iguales, a Emily y Agnes, y cuando esta última falleció, dejó todo el que tenía a Emily. Y como Emily siguió gastando tan poco como antes, resultó que cuando murió era realmente rica... ¡y la Lawson se quedó con todo!
La señorita Peabody profirió la última frase con cierto tono triunfal.
—¿Le causó eso mucha sorpresa, señorita Peabody?
—Si le he de decir la verdad, me la causó. Emily siempre me había dicho, sin recatarse, que a su muerte el dinero se repartiría entre sus sobrinos. Desde luego, en esta forma estaba redactado el primer testamento. Legados a los sirvientes y otras cosas por el estilo; pero el resto debía ser dividido entre Theresa, Bella y Charles. ¡Dios mío! Lo que se armó cuando, después de su muerte, se vio que había otorgado otro testamento en el que dejaba todo a la pobre señorita Lawson.
—¿Ese testamento fue hecho poco antes de morir?
La señorita Peabody dirigió una aguda mirada a mi buen amigo.
—¿Cree usted en influencias inconfesables? No; me temo que no hubo nada de eso. Y no puedo creer que la pobre Lawson tenga suficiente talento ni nervios para intentar una cosa así. A decir verdad, pareció sorprenderse mucho más que cualquiera..., o al menos, así lo dijo ella.
Poirot sonrió ante esta última expresión.
—El testamento fue redactado unos diez días antes de su muerte —prosiguió la mujer—. El abogado dijo que era correcto. Bueno..., puede ser.
—¿Cree usted que...? —preguntó Poirot, inclinándose hacia ella.
—Enredos, digo yo. Algo huele mal en algún sitio.
—¿Qué es exactamente lo que piensa usted?
—No pienso en nada. ¿Cómo quiere que sepa dónde está el enredo? No soy abogado. Pero hay algo sospechoso en todo esto. Estoy segura.
Poirot dijo lentamente:
—¿Ha sido impugnado el testamento?
—Theresa se procuró un asesor jurídico, según creo. ¡Vaya provecho que sacó de ello! ¿Qué es la opinión de un abogado, nueve veces de cada diez? ¡Nada entre dos platos! En cierta ocasión, cinco abogados me aconsejaron que no entablara una demanda. ¿Y qué es lo que hice? No hacerles caso. Y gané el pleito. Me pusieron en el estrado de los testigos y un elegante y joven mequetrefe de Londres trató de que me contradijera en la declaración. Pero no lo consiguió. «Usted no puede identificar de una manera positiva estas pieles, señorita Peabody —me dijo—. No tienen ninguna etiqueta del peletero.» «Puede ser —contesté—; pero hay un zurcido en el forro y si alguien puede hacer en estos tiempos un zurcido como éste, estoy dispuesta a comerme mi paraguas.» Se derrumbó completamente.
La anciana soltó una risita ahogada.
—Supongo —dijo Poirot con precaución— que... ejem... las relaciones entre la señorita Lawson y los miembros de la familia Arundell se enfriarían considerablemente.
—¿Y qué otra cosa esperaba usted? Ya conoce la naturaleza humana. Siempre hay preocupaciones y líos después de una muerte. Apenas se acaba de enfriar en el ataúd el cuerpo de cualquier hombre o mujer, cuando ya se están sacando los ojos los que acuden al funeral.
Poirot suspiró.
—Eso es bien cierto.
—Es la naturaleza humana —repitió la señorita Peabody con tolerancia.
Poirot cambió de tema.
—¿Es verdad que la señorita Arundell estaba interesada en asuntos de espiritismo?
Los penetrantes ojos de la anciana dama lo observaron con fijeza.
—Si cree usted que el espíritu de John Arundell volvió del otro mundo para ordenar a Emily que dejara todo su dinero a Minnie Lawson, y que Emily obedeció, permítame que le diga que está en el más grande de los errores. Emily no era tan simple. En realidad ella se dio cuenta de que el espiritismo era más entretenido que jugar a las cartas. ¿Han visto a las Tripp?
—No.
—Si las ven apreciarán hasta dónde pueden llegar las tonterías. Son unas mujeres irritantes. Siempre están dándole a una mensajes de cualquiera de los parientes muertos; y ninguno de ellos es congruente. Pero creen en eso a pie juntillas. Y Minnie Lawson también. De todas formas, supongo que es una manera de pasar las veladas tan buena como otra cualquiera.
Poirot desvió otra vez la conversación.
—Presumo que conoce usted al joven Charles Arundell. ¿Qué clase de persona es?
—No me gusta. Es un tipo encantador. Pero siempre con líos; siempre con deudas y siempre volviendo, como una moneda falsa que no quiere nadie. Sabe cómo enredar a las mujeres —suspiró—. ¡He visto demasiados como él para equivocarme! Bonito hijo le salió a Thomas. Con lo formal que él era. Modelo de rectitud. Pero bueno, hay mala sangre. No me haga caso si le digo que me gustan los pillos; pero Charles es de esos que matarían a su abuelo por un par de chelines sin alterarse lo más mínimo. No tiene sentido de la moral. ¡Hay que ver la gente que parece haber nacido sin ella!
—¿Y su hermana?
—¿Theresa? —la señorita Peabody movió negativamente la cabeza y dijo despacio—: No lo sé. Es una criatura exótica. Fuera de lo corriente. Tiene relaciones con ese mediquillo que tenemos ahora. ¿Han tenido ocasión de verlo quizá?
—¿El doctor Donaldson?
—Sí. Muy entendido en su profesión, según creo. Pero fuera de ella no aprovecha para nada. No es la clase de hombre con que yo soñaría si fuera ahora una muchacha. En fin; Theresa sabrá lo que hace. Ya ha tenido más de una experiencia; estoy segura.
—¿Atendía el doctor Donaldson a la señorita Arundell?
—Solía hacerlo cuando Grainger estaba de vacaciones.
—Pero no en su última enfermedad.
—No lo creo.
—Infiero, señorita Peabody, que no le ofrece mucha confianza ese joven médico.
—No diga eso. Está usted equivocado en cierto aspecto. Es bastante entendido e inteligente, a su manera..., pero no a la mía. Voy a ponerle un ejemplo. En mis buenos días, cuando un chiquillo se daba un atracón de manzanas verdes, tenía un ataque de bilis y el médico lo calificaba de ataque de bilis; venía a casa y mandaba a la farmacia por unas cuantas píldoras hechas según receta. Ahora le dicen a una que el niño sufre una acidosis pronunciada; que su alimentación debe ser vigilada y, al fin mandan a buscar la misma medicina, solamente que hoy día se trata de unas preciosas pastillas blancas, preparadas en serie por un laboratorio y que cuestan más de tres veces lo que valían las píldoras de antes. Donaldson pertenece a esa escuela y, aunque no lo crea, muchas madres jóvenes lo prefieren. Suena mucho mejor. Y no es que ese joven desee quedarse aquí, para estar siempre curando sarampiones y ataques de bilis. Tiene puesto el ojo en Londres. Es ambicioso. Quiere especializarse.
—¿En qué?
—En sueros terapéuticos. Creo que se dice así. Se trata de introducirle a uno en el cuerpo esas pícaras agujas hipodérmicas, sin importar si duele o no, caso de que se atrape cualquier dolencia. No resisto esas repugnantes inyecciones.
—¿Está experimentando el doctor Donaldson alguna enfermedad determinada?
—No lo sé. Todo lo que sé es que la práctica de la medicina general no le atrae. Quiere establecerse en Londres. Pero para hacerlo necesita dinero y él es más pobre que las ratas.