Authors: Agatha Christie
Grainger lanzó una penetrante mirada a Poirot y luego tomó asiento en una silla.
—Bueno —dijo—. ¿Cómo se vio usted mezclado en este asunto?
—La señorita. Arundell me escribió, rogándome el mayor de los secretos. Por desgracia, la carta se retrasó.
Poirot procedió a proporcionarle determinados detalles, cuidadosamente escogidos y explicó el hallazgo del clavo en el rodapié.
El médico escuchó con expresión grave. Su enfado había desaparecido.
—Comprenderá que mi posición era muy difícil —terminó Poirot—. Mis servicios habían sido contratados por una mujer que había muerto. Pero no por eso consideraba menos imperativa mi obligación.
El doctor Grainger tenía las cejas fruncidas.
—¿Y no tiene usted idea de quién tendió ese cordel en lo alto de la escalera? —preguntó.
—No tengo ninguna prueba de quién lo hizo. Pero eso no quiere decir que no tenga idea sobre quién pudo ser.
—Es una historia nauseabunda —dijo el médico con cara ceñuda.
—Sí. Como comprenderá, al principio no estaba seguro de si había habido o no una continuación del asunto.
—¿Eh? ¿Qué quiere usted decir?
—Según todas las apariencias, la señorita Arundell murió por causas naturales; pero, ¿puede uno estar seguro de eso? Se había atentado ya contra su vida. ¿Cómo podía estar yo convencido de que no se había reproducido el intento? ¡Y esta vez con pleno éxito!
Grainger asintió con aspecto pensativo.
—Supongo que estará usted seguro, doctor Grainger... por favor, no se enfade... de que la muerte de la señorita Arundell fue natural. Hoy he encontrado cierta prueba...
Detalló la conversación sostenida con el viejo Angus; el interés de Charles Arundell por el insecticida y, finalmente la sorpresa del jardinero al encontrar casi vacío el bote de arsénico.
El médico escuchó con gran atención. Cuando Poirot terminó, dijo con lentitud:
—Me doy cuenta de su punto de vista. Más de un caso de envenenamiento por arsénico ha sido diagnosticado como gastroenteritis aguda y se ha certificado la defunción por tal causa... especialmente cuando no hay circunstancias sospechosas. De todos modos, el envenenamiento con arsénico presenta ciertas dificultades... tiene muchas formas diferentes. Puede ser agudo, subagudo, nervioso o crónico. Puede haber vómitos y dolores abdominales... o pueden no presentarse estos síntomas... El envenenado puede desplomarse de repente y expirar poco después... puede haber narcotismo y parálisis.
—
Eh bien
—preguntó Poirot—. Tomando esos hechos en cuenta, ¿cuál es su opinión?
El doctor Grainger calló un momento y luego dijo:
—Tomándolo todo en consideración y sin ninguna predisposición, opino que ninguna de las formas de envenenamiento por arsénico se presentó en los síntomas del caso de la señorita Arundell. Estoy completamente convencido de que murió a causa de una atrofia amarilla del hígado. Como usted ya sabe, la atendí por espacio de muchos años y durante ellos sufrió otros ataques similares al que le causó la muerte. Éste es mi parecer, señor Poirot.
Y allí, por fuerza, acabó la cuestión.
Pareció un contrasentido el que, con aire de disculpa, Poirot se sacase del bolsillo la caja de cápsulas hepáticas que compró en la farmacia.
—Según creo, la señorita Arundell tomaba esto —dijo—. Supongo que no serán perjudiciales.
—¿Este producto? No contiene nada nocivo. Acíbar... podofilina... todo suave e inofensivo —replicó Grainger—. Le gustaban y yo no puse ningún reparo en que las tomase.
El médico se levantó.
—¿Le recetó algunas medicinas? —preguntó Poirot.
—Sí. Unas píldoras para tomar después de las comidas —parpadeó un poco—. Podía haber tomado una caja entera de una vez, sin que le hiciera daño. No intento envenenar a mis pacientes, señor Poirot.
Luego, sonriendo, nos estrechó la mano y se fue.
Poirot abrió la caja del medicamento que había comprado. La medicina consistía en unas cápsulas transparentes, llenas en sus tres cuartas partes de un polvo color castaño oscuro.
—Parece un remedio contra el mareo que tomé una vez —observé.
Poirot abrió una cápsula, examinó su contenido y, con la lengua, lo probó cautelosamente. Hizo una mueca.
—Bueno —dije retrepándome en la silla y bostezando—. Todo parece bastante inofensivo. Las especialidades del doctor Loughbarrow y las píldoras del doctor Grainger. Y éste parece que deniega totalmente la teoría del arsénico. ¿Está usted convencido por fin, mi tozudo Poirot?
—Es verdad que soy un cabezota..., ¿es así como lo dice usted? Sí, definitivamente, tengo la cabeza muy grande —dijo mi amigo con aspecto meditabundo.
—Entonces, a pesar de tener en contra al farmacéutico, a la enfermera y al médico, ¿todavía cree que la señorita Arundell fue asesinada?
Poirot contestó con mucha calma:
—Eso es lo que creo. No... más que creer. Estoy seguro de ello, Hastings.
—Supongo que hay una forma de probarlo. La exhumación.
Poirot asintió.
—¿Es ése el próximo paso?
—Amigo mío, debo ir con mucho cuidado.
—¿Por qué?
—Porque —su voz descendió de tono— temo una segunda tragedia.
—¿Quiere usted decir que...
—Tengo miedo, Hastings, tengo miedo. Dejémoslo así.
A la mañana siguiente nos entregaron una nota. Estaba escrita con letra insegura y renglones irregulares.
Querido señor Poirot:
Me ha dicho Ellen que estuvo usted ayer en Littlegreen House. Le quedaré muy reconocida si pudiera venir a verme hoy, a cualquier hora.
Atentamente,
Wilhelmina Lawson
—De modo que está en el pueblo —observé.
—Sí.
—¿A qué habrá venido?
—Es de suponer que no será por ninguna razón siniestra. Al fin y al cabo, la casa es suya.
—Sí, es verdad; desde luego. Ya sabe, Poirot, que lo peor de nuestro juego es precisamente esto. Cualquier cosa sin importancia que uno haga, nos lleva a las más aviesas deducciones.
—En realidad, he sido yo quien le ha imbuido el lema de «Todos son sospechosos».
—¿Sigue usted todavía pensando eso?
—No... la cosa se ha reducido. Sospecho de una persona en particular.
—¿Quién es?
—Puesto que, por el momento, es sólo una sospecha y no tenemos una prueba cierta, creo que debo dejarle a usted hacer sus propias deducciones, Hastings. Y no menosprecie la psicología... es importante. Las características del asesinato, que implican un cierto temperamento en el asesino, son una clave esencial para el descubrimiento de todo crimen.
—No puedo considerar el carácter de un asesino si no sé quién es.
—No, no. No ha prestado usted atención a lo que he dicho. Si reflexiona lo suficiente sobre las características del asesinato, se dará cuenta de quién es el asesino.
—¿Lo sabe usted realmente, Poirot? —pregunté con curiosidad.
—No puedo decir que lo sé, porque no tengo pruebas. Por eso no quiero decir nada más, por ahora. Pero estoy completamente seguro... sí, amigo mío; estoy completamente seguro dentro de mí.
—Bueno —dije riendo—. ¡Tenga cuidado de que no se entere el asesino! ¡Sería una tragedia!
Poirot se estremeció un poco. El asunto no era para tomarlo a broma. No obstante murmuró:
—Tiene usted razón. Debo ser cuidadoso... extremadamente cuidadoso.
—Debía usar chaleco de cota de malla —comenté irónicamente—. Y emplear un catador para prevenirse de los venenos. Y hasta sería conveniente que tuviera una banda de pistoleros para protegerle.
—
Merci
, Hastings. Confío en mis sentidos.
A continuación escribió una nota para la señorita Lawson, en la que le decía que estaría en Littlegreen House a las once en punto.
Después tomamos el desayuno y salimos a la plaza. Eran aproximadamente las diez y cuarto de una mañana calurosa y soñolienta.
—Me detuve a mirar en el escaparate de una tienda de antigüedades un juego muy bonito de sillas estilo Hepplewhite y de pronto recibí una dolorosa estocada en las costillas, mientras una voz aguda y penetrante exclamaba:
—¡Ji!
Di la vuelta indignado, para encontrarme frente a la señorita Peabody. En la mano llevaba el instrumento con que me había atacado: un magnífico paraguas de contera agudísima.
Sin darse cuenta, al parecer, del dolor que me había producido, observó con voz satisfecha:
—¡Ahí Sabía que era usted. No suelo equivocarme.
Contesté con algo de frialdad.
—Ejem... buenos días. ¿Puedo servirla en algo?
—Puede enterarme de cómo va el libro que está escribiendo su amigo... La vida del general Arundell, ¿verdad?
—Todavía no lo ha empezado —dije.
La señorita Peabody lanzó una risita apagada, estremeciéndose como un flan. Luego, recobrándose, dijo:
—No, ya supuse que no lo había empezado.
Contesté riendo:
—¿De modo que descubrió nuestra pequeña superchería?
—¿Por quién me tomaron... por una tonta? —preguntó la señorita Peabody—. ¡Me di cuenta en seguida de lo que buscaba su relamido amigo! ¡Quería que yo hablara! Al fin y al cabo, no tenía ningún inconveniente. Me gusta hablar. Es difícil encontrar a alguien que quiera escuchar. Me divertí mucho aquella tarde.
Me dirigió su astuta mirada.
—Dígame, ¿de qué se trata?
Estaba dudando sobre lo que le diría, cuando Poirot vino hacia nosotros. Hizo una afectada reverencia a la señorita Peabody.
—Buenos días, mademoiselle. Encantado de volverla a ver.
—Buenos días —contestó la mujer—. ¿Quién es usted esta mañana, Paroti o Poirot?
—Fue usted muy lista desenmascarándome tan pronto —dijo Poirot sonriendo.
—No era nada difícil. Como usted no hay muchos, ¿verdad? Dudo si eso le convendrá o no. Es algo que no se puede asegurar.
—Yo prefiero ser único, mademoiselle.
—Creo que ha conseguido usted lo que quería —opinó la señorita Peabody con sequedad—. Pues bien, señor Poirot; el otro día le proporcioné todo el chismorreo que usted quiso. Ahora me toca a mí hacer preguntas. ¿De qué se trata, eh? ¿De qué se trata?
—¿No estará usted haciendo una pregunta cuya contestación ya conoce?
—Puede ser —lanzó una aguda mirada a mi amigo—. ¿Huele algo mal en ese testamento? ¿O se trata de algo más? ¿Va a desenterrar a Emily? ¿Es eso?
Poirot no contestó.
La mujer movió afirmativamente la cabeza, despacio y con aspecto pensativo, como si hubiera recibido una contestación.
—A veces me he preguntado —dijo al fin consecuentemente— cómo sentará el que... Leyendo los periódicos, sabe usted, me preguntaba si alguna vez desenterrarían a alguien en Market Basing... No creí que fuera a la buena de Emily Arundell...
Volvió a dirigir una repentina y escrutadora mirada a Poirot.
—A ella no le hubiera gustado eso, ¿sabe? Supongo que habrá pensado en ello, ¿verdad?
—Sí, lo he pensado.
—Me figuré que lo haría... ¡usted no es tonto! Ni tampoco creo que sea entrometido.
Poirot hizo otra reverencia.
—Muchas gracias, mademoiselle.
—Y esto es más de lo que mucha gente diría... mirando su extraño bigote. ¿Por qué lleva un bigote como ése?, ¿le gusta?
Me volví para que mi amigo no me viera reír.
—En Inglaterra el culto al bigote está lamentablemente descuidado —dijo Poirot.
Su mano acarició furtivamente el hirsuto adorno.
—¡Oh, ya me doy cuenta! ¡Es divertido! —comentó la señorita Peabody—. Conocí a una mujer que tenía una papera y estaba orgullosa de ella. ¡No lo creerá, pero es cierto! En fin, cada cual debe contentarse con lo que Dios le da. Aunque por lo general nunca ocurre así.
Movió la cabeza y suspiró.
—No puedo creer que en este rincón del mundo se haya cometido un asesinato —continuó.
De nuevo miró inquisitivamente a Poirot.
—¿Quién de ellos lo hizo?
—¿Debo decírselo aquí, en mitad de la calle?
—Eso significa seguramente que no lo sabe. ¿O lo sabe? Bueno... mala sangre. Me gustaría saber si la Warley envenenó o no a su marido. Eso querría decir mucho.
—¿Cree usted en la ley de la herencia?
—Yo creo que fue Tanios. ¡Un extranjero! Pero, por desgracia, eso no conduce a nada. En fin, he ido demasiado lejos. Ya veo que no va a decirme nada... A propósito, ¿para quién trabaja usted?
—Actúo por cuenta de la difunta, mademoiselle —contestó Poirot con gravedad.
Siento decir que la señorita Peabody recibió esta afirmación con un repentino ataque de risa. Se repuso rápidamente de su regocijo.
—Perdóneme. Al decir eso me acordé de Isabel Tripp. ¡Qué mujer tan horrible! Creo que Julia es peor. ¡Con ese lamentable aspecto infantil...! Es como si un carnero quisiera vestirse de cordero. Buenos días. ¿Ha visto al doctor Grainger?
—Tengo que regañarla, mademoiselle. Traicionó usted mi secreto.
La señorita Peabody lanzó su peculiar cloqueo gutural.
—¡Los hombres son tontos! Se tragó todo el absurdo montón de mentiras que le contó usted. ¡Casi se vuelve loco cuando se lo dije! ¡Se marchó resoplando de rabia! Le está buscando.
—Me encontró ayer por la noche.
—¡Oh! Me hubiera gustado estar presente.
—A mí también —dijo Poirot con galantería.
La mujer rió y se dispuso a marcharse. Pero antes me habló por encima del hombro.
—Adiós, joven. No compre esas sillas. Son falsificadas.
Se alejó cloqueando.
—Ésta sí que es una mujer lista —comentó Poirot.
—¿Aunque no admire su bigote?
—El gusto es una cosa y el talento otra —contestó con frialdad.
Entramos en la tienda y malgastamos veinte agradables minutos fisgoneando. Al cabo salimos sin merma de nuestros bolsillos y nos dirigimos a Littlegreen House a la cita dada.
Ellen, más sonrojada que de costumbre, nos recibió y llevó hasta el salón. Al momento se oyeron unos pasos en la escalera y entró la señorita Lawson. Parecía tan sobreexcitada y aturdida como de costumbre. El cabello lo llevaba recogido con un pañuelo de seda.
—Espero me perdonará el que me presente así, señor Poirot. He estado revolviendo varios armarios que estuvieron cerrados hasta hoy... tantas cosas... Los viejos tienen afición a guardarlo todo. Me temo que... la pobre señorita Arundell no era una excepción... y se recoge tanto polvo en el pelo... es asombroso, ¿sabe?, las cosas que la gente colecciona... Créame, dos docenas de alfileteros... nada menos que dos docenas de alfileteros... ¿Qué le parece?