Authors: Agatha Christie
—Sí; pero Theresa insiste en que no ocurrió tal cosa.
—Y tiene mucha razón. No me di cuenta de un pequeño, pero significativo detalle.
—Muy propio de usted, Poirot —dije solemnemente.
—
N'est-ce-pas?
Cada cual tiene sus equivocaciones.
—¡Cosas de la edad!
—La edad no tiene nada que ver con esto —dijo Poirot.
—Bueno; ¿cuál es ese hecho tan significativo? —pregunté cuando llegamos ante la casa donde vivía mi amigo.
—Ya se lo diré —contestó.
Llegamos a su apartamento.
George nos abrió la puerta y contestó moviendo negativamente la cabeza, en respuesta a la pregunta de Poirot.
—No, señor. No ha venido la señora Tanios, ni ha telefoneado.
Poirot entró en el salón, paseó durante unos momentos y luego descolgó el teléfono y llamó al Durham Hotel.
—Sí..., sí, por favor. ¡Ah, doctor Tanios! Le habla Hércules Poirot. ¿Ha vuelto su esposa? ¡Oh, no ha vuelto...! ¡Válgame Dios...! ¿Dice usted que se ha llevado el equipaje...? Y los niños... ¿No tiene usted idea de adonde ha ido...? Sí, por completo... ¡Oh, perfectamente...! Si mis servicios profesionales pueden serle de utilidad... Tengo cierta experiencia en estas cosas... Eso puede hacerse muy discretamente... No, desde luego que no... Sí, en efecto, es verdad... Claro... claro... respetaré sus deseos.
Colgó el teléfono con gesto pensativo.
—No sabe dónde está —dijo—. Creo que me ha dicho la verdad. La ansiedad de su voz es inconfundible. No quiere que recurramos a la policía; eso es lo que no comprendo. Sí... lo comprendo. No quiere que intervenga yo. Quizás esto no sea tan incomprensible... Quiere encontrarla; pero no desea que la encuentre yo... No; definitivamente, no lo desea... Parece estar seguro de que puede arreglar el asunto por sus propios medios. No cree que su mujer pueda estar mucho tiempo escondida, porque se llevó poco dinero. Además, están los niños con ella. Sí, me figuro que será capaz de encontrarla dentro de poco. Pero creo, Hastings, que nosotros seremos más rápidos que él. Es muy importante que ocurra de este modo.
—¿Piensa usted que está algo chalada? —pregunté.
—Creo que está bajo los efectos de una intensa depresión nerviosa.
—¿Pero no en tal estado que deba ser recluida en un manicomio?
—Eso, definitivamente, no.
—Sepa usted, Poirot, que no lo acabo de comprender.
—Perdóneme, Hastings, pero usted no comprende una palabra de todo esto.
—Parece que hay tantas... bueno... tantas conclusiones complementarias...
—Claro que las hay. Separar la principal de las secundarias es lo que debe hacer un cerebro ordenado.
—Dígame, Poirot, ¿se ha dado usted cuenta de que hay ocho sospechosos en lugar de siete?
Mi amigo replicó con sequedad:
—Tomé el hecho en consideración desde el momento en que Theresa Arundell declaro que la ultima vez que vio al doctor Donaldson fue cuando cenó en Littlegreen House, el día 14 de abril.
—No comprendo...—interrumpí.
—¿Qué es lo que no comprende?
—Si Donaldson había planeado la desaparición de la señorita Arundell usando medios científicos... es decir, por inoculación, no comprendo por qué recurrió a una idea tan chapucera como la de tender un cordel en la escalera.
—En
verité
, Hastings, ¡hay momentos en que me hace usted perder la paciencia! Un médico es altamente científico y necesita un conocimiento especializado. Es eso, ¿no es verdad?
—Sí.
—Y el otro es un procedimiento simple, casero... «como lo hace mamá», según dicen los anuncios. ¿Es así?
—Sí, exactamente.
—Entonces, piense, Hastings... piense. Siéntese en una silla, cierre los ojos y emplee las pequeñas células grises.
Obedecí. Es decir, me retrepé en mi silla, cerré los ojos y me esforcé en cumplir la tercera parte de las instrucciones de Poirot. El resultado, sin embargo, no parecía aclarar ni con mucho las cosas.
Abrí los ojos y me encontré con que mi amigo estaba observándome con la misma amorosa atención que una niñera pudiera hacerlo con un bebé.
—
Eh bien?
Hice un esfuerzo para imitar las maneras de Poirot.
—Bueno —dije—, me parece que la persona que tendió la primera trampa, no es la misma que planeó el asesinato científico.
—Exactamente.
—Y dudo que un cerebro entrenado en las complejidades científicas pensara en algo tan infantil como el accidente simulado... Sería demasiada coincidencia.
—Muy bien razonado.
Envalentonado proseguí:
—Por lo tanto, la única solución lógica parece ser ésta: Los dos intentos fueron planeados por diferentes personas. Nos encontramos, pues, con un asesinato intentado a la vez por dos personas.
—¿No cree usted que eso es demasiada casualidad?
—Usted dijo una vez que un caso de asesinato contiene en ocasiones un doble aspecto: vulgar y científico.
—Sí; es verdad. Lo admito.
—Entonces, estamos de acuerdo.
—¿Y quiénes cree usted que son los malvados?
—Donaldson y Theresa Arundell. Un médico puede fácilmente realizar el último intento con pleno éxito. Por otra parte, sabemos que Theresa Arundell está complicada en el primero de ellos. Creo posible, además, que ambos novios actuarán independientemente uno de otro.
—Le gusta a usted mucho decir, «sabemos», Hastings. Le puedo asegurar que no me importa lo que usted sabe; porque yo no sé que Theresa está complicada en el asunto.
—Pero tenemos la declaración de la señorita Lawson.
—La declaración de la señorita Lawson no es más que eso... una declaración.
—Pero dijo...
—Dijo... dijo... Siempre está usted dispuesto a considerar lo que dice la gente como un hecho cierto y probado. Escuche,
mon cher
. Le dije en una ocasión que algo de la declaración de la señorita Lawson me chocó.
—Sí; recuerdo que lo dijo. Pero no pudo usted determinar lo que era.
—Pues ahora ya lo sé. Espere un momento y le demostraré lo que, imbécil de mí, debí ver en seguida.
Se dirigió hacia la mesa escritorio y tomó una hoja de cartulina. Empezó a recortarla con unas tijeras, de manera que yo no pudiera ver lo que estaba haciendo.
—Paciencia, Hastings. Es un instante empezaremos el experimento.
Aparté los ojos cortésmente.
Al cabo de dos minutos Poirot lanzó una exclamación.
—Ahora no mire. Continúe con la mirada apartada mientras le prendo algo en la solapa de la americana.
Seguí sus indicaciones. Poirot contempló su trabajo a plena satisfacción y luego, empujándome ligeramente, me llevó a través de la habitación hasta el dormitorio contiguo.
—Ahora, Hastings, mírese en el espejo. Lleva usted un bonito broche con sus iniciales... sólo que,
bien entendu
, el broche no es de cromo, acero inoxidable, oro o platino, sino de modesto cartón.
Me miré en el espejo y sonreí. Poirot es muy hábil en los trabajos manuales. Llevaba en mi solapa una reproducción muy aproximada del broche de Theresa Arundell; un círculo recortado en la cartulina, con mis iniciales enmarcadas en él; una A y una H.
—
Eh bien?
—dijo Poirot—. ¿Está usted satisfecho? Aquí tiene un broche muy bonito con sus iniciales, ¿no es eso?
—Un primoroso adorno —convine.
—En realidad no reluce ni refleja la luz; pero es igual, porque estará usted dispuesto a admitir que el broche puede verse distintamente desde alguna distancia.
—Nunca lo dudé.
—De acuerdo. La duda no es su punto fuerte. La fe sencilla es más característica en usted. Y ahora, Hastings. sea bueno y quítese la americana.
Con un poco de extrañeza me la quité. Poirot hizo lo mismo con la suya y se puso la mía. Volviéndose ligeramente de espaldas.
—Fíjese cómo el broche con sus iniciales se ha transformado —dijo, dando la vuelta con rapidez.
—¡Qué tonto he sido! Desde luego. Hay una H y una A en el broche; nada de A H.
Poirot resplandeció con satisfacción mientras se volvía a poner su americana y me devolvía la mía.
—Exactamente... y ahora se dará cuenta de qué fue lo que no veía claro en la declaración de la señorita Lawson. Afirmó que había visto las iniciales de Theresa Arundell en el broche que llevaba. Pero las vio en el espejo. Así es, que de ser cierto, las vio al revés.
—Bueno —argüí—. Quizá fue así y se dio cuenta de que estaban de esa forma.
—
Mon cher
, ¿se le ha ocurrido eso justamente ahora? ¿Ha exclamado usted: «Poirot se ha equivocado al hacer el broche; es A. H. y no H. A.»? No; no ha dicho nada de eso. Y sin embargo, debo admitir que es usted mucho más inteligente que la señorita Lawson. No me diga que una mujer atontada como ésa puede despertarse de pronto y, todavía medio dormida, darse cuenta de que A. T. es en realidad T. A. No; eso no cuenta con la mentalidad de la señorita Lawson.
—Estaba muy segura de que era Theresa —dijo.
—Se está usted acercando, amigo mío. Recuerde usted que le insinué que, realmente, no pudo ver la cara de quien estuviera en la escalera... e inmediatamente..., ¿qué hizo ella?
—Recordó el broche de Theresa y se aferró a esa idea... olvidando que el mero hecho de haberlo visto reflejado en el espejo, hacía que toda la declaración fuera falsa.
El timbre del teléfono sonó con insistencia. Poirot se dirigió hacia él. Descolgó el auricular y se lo puso al oído.
Habló sólo unas palabras con un tono reservado.
—¿Sí? Sí... claro. Sí; es muy conveniente. Por la tarde, creo. Sí... a las dos me parece estupendamente.
Dejó el auricular y se volvió hacia mí sonriendo.
—El doctor Donaldson tiene mucho interés en hablar conmigo. Vendrá mañana por la tarde, a las dos. Progresamos,
mon ami
, progresamos.
Cuando a la mañana siguiente volví a casa de mi amigo, después del desayuno, encontré a Poirot muy atareado, trabajando en su mesa escritorio.
Levantó una mano a modo de saludo y siguió con su tarea. Al cabo de un rato reunió las hojas de papel, las introdujo en un sobre y después lo cerró con cuidado.
—¿Qué hay, Poirot? ¿Qué está usted haciendo? —pregunté alegremente—. ¿Escribiendo una relación del caso para depositarla en lugar seguro, por si alguien lo elimina durante el día?
—Sepa usted, Hastings, que no anda muy lejos de la verdad.
Estaba serio.
—¿Es que nuestro asesino se está volviendo peligroso?
—Un asesino es siempre peligroso —dijo Poirot gravemente—. Muchas veces no se tiene en cuenta ese hecho.
—¿Alguna noticia?
—El doctor Tanios telefoneó.
—¿Todavía no sabe nada de su esposa?
—No.
—Entonces todo va bien.
—Lo dudo.
—Caramba, Poirot, ¿no cree usted que la han matado?
Mi amigo, movió la cabeza negativamente, con aspecto realmente de duda.
—Confieso —murmuró— que me gustarla saber dónde está.
—Bueno. Ya volverá.
—Su jovial optimismo me divierte siempre, Hastings.
—¡Dios mío, Poirot! No estará usted pensando que aparecerá descuartizada y dentro de un baúl.
—Encuentro la actitud del doctor Tanios algo excesiva... pero nada más —contestó Poirot lentamente—. La primera cosa que debemos hacer es entrevistarnos con la señorita Lawson.
—¿Va usted a demostrarle el pequeño error en que incurrió respecto al broche?
—Desde luego que no. Guardaré el hecho en mi manga hasta que llegue el momento adecuado.
—Entonces, ¿qué le va a decir?
—Eso,
mon ami
, ya lo oirá usted a su debido tiempo.
—¿Más mentiras, supongo?
—A veces resulta un poco agresivo, Hastings. Todos van a creer que me divierto contando mentiras.
—Creo que hay algo de eso. Mejor dicho, estoy seguro de ello.
—Realmente, en ocasiones me felicito por mi ingeniosidad —confesó Poirot candorosamente.
No pude evitar una explosión de risa y mi amigo me miró con aire de reproche. Luego salimos y nos dirigimos a las Clanroyden Mansions.
Entramos en el mismo salón atestado de chismes y la señorita Lawson se presentó con gran bullicio y ademanes mucho más incoherentes que de costumbre.
—¡Ah, mi querido señor Poirot! Buenos días. Hay tanto que hacer... está esto algo desarreglado. Todo se halla manga por hombro esta mañana. Desde que llegó Bella...
—¿Qué dice? ¿Bella?
—Sí; Bella Tanios. Vino hace media hora... y los niños... completamente exhaustos, ¡pobres criaturas! En realidad, no sé qué hacer. Sepa usted que abandonó a su marido.
—¿Lo ha abandonado?
—Eso ha dicho. Desde luego, no tengo ninguna duda de que le sobra razón, ¡pobre chica!
—¿Le ha hecho alguna confidencia?
—Pues tanto como eso, no. No ha querido decir nada. Sólo repite que lo ha abandonado y que nada le inducirá a volver con él.
—Ese es un paso muy serio.
—¡En efecto! Si ese hombre hubiera sido inglés, la hubiera aconsejado... pero no lo es. Y la pobre parece tan... buena, tan espantada... ¿Qué es lo que le habrá hecho ese individuo? Creo que los turcos son terriblemente crueles.
—El doctor Tanios es griego.
—Sí; desde luego, ése es el otro aspecto de la cuestión... quiero decir que los griegos fueron las víctimas de los turcos, ¿o serían los armenios? Pero es lo mismo; no me gusta pensar en eso. No creo que ella deba volver con su marido, ¿no le parece, señor Poirot? De todas formas, Bella dice que no quiere... no desea que él sepa dónde está.
—¿Tan grave es el asunto?
—Sí... ya comprenderá... los niños. La pobre tiene miedo de que se los lleve a Esmirna. ¡Pobrecita! Se encuentra realmente en un terrible apuro. Comprenda... no tiene dinero... ni un penique. No sabe dónde ir ni qué hacer. Quiere ganarse la vida, pero ya sabe usted, señor Poirot, que eso no es tan fácil como parece. Ya lo sé. Sería diferente si tuviera práctica de algún oficio.
—¿Cuándo dejó a su marido?
—Ayer. Pasó la noche en un hotel modesto, cerca de Paddington. Vino a buscarme porque no sabía a quién dirigirse, ¡pobre mujer!
—¿Y va usted a ayudarla? Eso dice mucho en su favor.
—Bueno... comprenda, señor Poirot; yo creo que ése es mi deber. Aunque todo ello va a resultar difícil. Éste es un piso muy pequeño y no hay sitio, y luego, con unas cosas y otras...