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Authors: Agatha Christie

El testigo mudo (33 page)

«Recapacité primero sobre los dos hombres. Los dos eran médicos y ambos listos. Podían, tanto uno como otro, haber pensado en el fósforo y su conveniencia en este caso particular, pero el incidente de la pelota no parecía provenir de una mente masculina. Ese incidente me pareció, en esencia, una idea femenina. Por lo tanto, estudié primero a Theresa Arundell. Tenía ciertas probabilidades. Era despiadada, atrevida y no muy escrupulosa. Habla llevado una vida egoísta y voraz. Había conseguido siempre lo que deseaba y entonces había llegado a un punto en que necesitaba dinero desesperadamente... tanto para ella como para el hombre que amaba. Su manera de comportarse, además, demostraba con claridad que sabía que su tía había sido asesinada. Hubo un pequeño e interesante episodio, entre ella y su hermano. Concebí la idea de que cada uno de ellos creía que el otro había cometido el crimen. Charles se esforzó en hacer decir a su hermana que conocía la existencia del testamento otorgado últimamente. ¿Por qué? Porque, sin duda alguna, si ella sabía eso, no podía ser sospechosa del asesinato. Ella, por otra parte, se veía claramente que no creía lo que dijo Charles. Lo consideraba como un intento chapucero para apartar de él las sospechas.

»Había otro hecho significativo. Charles demostró cierta repugnancia a emplear la palabra "arsénico". Después me enteré de que había estado preguntando al viejo jardinero sobre la potencia de cierto insecticida. Estaba claro, pues, lo que tenía en el pensamiento.

Charles Arundell cambió un poco de posición.

—Pensé en ello —dijo—. Pero... bueno; supongo que no tengo carácter para tales cosas.

Poirot asintió.

—Precisamente. No encaja en su psicología. Los crímenes que pueda cometer usted serán siempre los crímenes de la debilidad. Robar, falsificar... si, eso es lo más fácil... pero matar... ¡no! Para matar se necesita el tipo de mentalidad que pueda obsesionarse con una idea.

Dicho esto, Poirot volvió a reanudar su disertación.

—Decidí que Theresa Arundell tenía la suficiente potencia mental para llevar a cabo tal intento, pero había otros hechos que debía tener en cuenta. No había sido nunca contrariada, había vivido intensa y egoístamente. Pero esta clase de personas no es de las que matan... a no ser quizás, en un arrebato de cólera. Y, sin embargo..., estaba seguro... fue Theresa Arundell quien se apoderó del insecticida de la lata.

La muchacha habló inesperadamente.

—Le diré la verdad. Pensé en ello. Es cierto que cogí un poco de insecticida de un bote que encontré en el jardín. ¡Pero no pude hacerlo! Me gusta vivir... estar viva... No podía hacerle eso a nadie... privarle de la vida... Puedo ser mala y egoísta, ¡pero hay cosas que no puedo hacer! ¡No podría hacer daño a una criatura viva!

Poirot hizo un gesto afirmativo.

—Sí, eso es verdad. Y usted no es tan mala como se pinta a si misma, mademoiselle. Es usted solamente joven... y atolondrada.

Luego prosiguió:

—Quedaba solamente la señora Tanios. Tan pronto como la conocí me di cuenta de que estaba asustada. Ella lo advirtió y prontamente sacó provecho de tal circunstancia. Procuro dar la impresión de ser una mujer asustada por su marido. Poco después cambió de táctica. Estuvo muy bien hecho... pero el cambio no me engañó. Una mujer puede estar asustada por su marido, o puede estar asustada de él... pero difícilmente lo puede estar de las dos formas. La señora Tanios decidió adoptar el segundo papel y desempeñó su parte con gran perfección. Hasta vino a buscarme al vestíbulo del hotel, pretendiendo que deseaba decirme algo. Cuando su marido fue a su encuentro, tal como ella suponía, hizo como si no pudiera hablar delante de él.

»Me percaté en seguida de que no temía a su marido, sino que le aborrecía. Y de pronto, resumiendo, me convencí de que allí tenía el carácter exacto que estaba buscando. No una mujer mimada, sino contrariada. Una muchacha sencilla, arrastrando una vida aburrida; incapaz de atraer a los hombres que le gustaban y aceptando finalmente a un marido que no le satisfacía, con tal de no convertirse en una solterona. Pude imaginarme su creciente disgusto por la existencia; su vida en Esmirna, separada de todo lo que le gustaba. Luego el nacimiento de sus hijos y el apasionado afecto por ellos. Su marido la quería, pero ella empezó a odiarle en secreto, más y más. Él especuló con el dinero de ella y lo perdió... otro resentimiento en su contra. Sólo había una cosa que iluminaba su tétrica vida: la esperanza de que su tía Emily muriera. Entonces tendría dinero, independencia; los medios con que educar a sus hijos tal como deseaba... recuerden que la educación significaba mucho para ella, pues era hija de un profesor.

«Pudo haber planeado ya el crimen, o tener la idea en su pensamiento, antes de venir a Inglaterra. Tenía ciertos conocimientos de química por haber ayudado a su padre en el laboratorio. Conocía la naturaleza de la dolencia de la señorita Arundell y estaba bien enterada de que el fósforo sería una sustancia ideal para sus propósitos. Luego cuando vino a Littlegreen House, se le ocurrió un método más simple. La pelota del perro... un cordel tendido en lo más alto de la escalera. Una sencilla e ingeniosa idea femenina.

»Puso en obra su intento... y fracasó. No creo que ella se diera cuenta de que la señorita Arundell estaba enterada de lo que en realidad sucedió. Las sospechas de su tía estaban dirigidas directamente contra Charles. Estimo que su forma de tratar a Bella no sufrió ninguna alteración. Y así, sin ruido y con determinación, aquella mujer reservada, infeliz y ambiciosa, puso en práctica su plan primitivo. Encontró un excelente vehículo para el veneno: unas cápsulas que acostumbraba a tomar la señorita Arundell después de las comidas. Abrir una de esas cápsulas, poner el fósforo dentro y volverla a cerrar, es juego de niños. La cápsula venenosa se intercaló entre las demás. Pronto o tarde, la señorita Arundell se la tragaría. No se sospecharía del veneno. Y aunque por cualquier circunstancia imprevista ocurriera esto, ella se encontraría lejos de Market Basing por entonces. Sin embargo, tomó una precaución. Adquirió una doble dosis de hidrato de cloral, falsificando la firma de su marido en la receta. No tuve ninguna duda sobre el destino que le daría... tomarlo en caso de que algo saliera mal.

«Como les he dicho, estaba convencido desde el primer momento de que si la señora Tanios se daba cuenta de que yo sospechaba de ella, temía que pudiera cometer un nuevo crimen. Además, supuse que la idea de este nuevo asesinato ya se le había ocurrido. El mayor deseo de su vida era verse libre de su marido. El dinero maravilloso y omnipotente había ido a parar a manos de la señorita Lawson. Fue un duro golpe, pero por ello empezó a obrar con más inteligencia. Comenzó a trabajar la conciencia de la señorita Lawson, quien, según sospecho, no la tiene todavía tranquila.

Hubo una repentina explosión de sollozos. La señorita Lawson sacó un pañuelo y lloró y gimió con desespero.

—Ha sido horroroso —gimoteó—. He sido mala. Muy mala. Me entró gran curiosidad por saber qué es lo que contenía el testamento... por qué causa, quiero decir, la señorita Arundell había hecho uno nuevo. Y un día, cuando ella descansaba, me las arreglé para abrir el cajón del escritorio. Entonces me enteré de que me lo dejaba todo. Desde luego, nunca soñé que fuera tanto. Sólo unos pocos miles, eso creía que sería. Pero luego, cuando se puso tan enferma, me pidió que le llevara el testamento. Comprendí... estoy segura... que quería destruirlo... y entonces es cuando fui tan malvada. Le dije que lo había mandado al señor Purvis. Pobrecita, era tan olvidadiza... Nunca se acordaba de lo que hacía con las cosas. Me creyó. Me dijo que escribiera al abogado pidiéndoselo y yo le aseguré que lo haría. ¡Oh, Dios mío!... ¡Dios mío! Luego ella empeoró y no pudo pensar en nada. Y murió. Cuando se leyó el testamento y me enteré de la importancia de la herencia, me aterroricé. Trescientas setenta y cinco mil libras. Nunca creí, ni por un instante, que fuera tanto, pues de saberlo nunca hubiera hecho lo que hice. Me pareció como si hubiera estafado el dinero... y no supe qué hacer. El otro día, cuando Bella vino a buscarme, le dije que contara con la mitad de la herencia. Estaba segura de que cuando yo se la diera, me volvería a sentir feliz otra vez.

—¿Ven ustedes? —dijo Poirot—. La señora Tanios iba a conseguir su objetivo. Por eso era contraria a que se hiciera ningún intento para invalidar el testamento. Tenía sus propios planes y lo último que hubiese hecho sería ponerse frente a la señorita Lawson. Pretendió, desde luego, estar de acuerdo con los deseos de su esposo, pero demostró claramente cuáles eran sus sentimientos en realidad. Tenía entonces dos objetivos. Lograr la separación de su esposo tanto de ella como de los niños, y luego obtener su parte de dinero. Después hubiera conseguido lo que quería... una vida opulenta y feliz en Inglaterra, junto a sus hijos.

»A medida que pasaba el tiempo no pudo ocultar el aborrecimiento que le causaba su marido. Realmente no trató de ocultarlo. Su esposo, pobre hombre, estaba preocupado y angustiado. Las acciones de ella debieron parecerle por completo incomprensibles. Pero al fin y al cabo, eran bastante lógicas. Desempeñaba el papel de mujer aterrorizada. Si yo sospechaba... y ella estaba segura de que era así... deseaba que creyera que era su marido quien cometió el asesinato. Y el segundo crimen, el cual estaba convencido de que lo llevaba planeado en su pensamiento. Podía ocurrir de un momento a otro. Yo estaba enterado de que ella tenía en su poder una dosis mortal de soporífero. Temí que quisiera disponer la cosas de manera que la muerte de su marido pareciera un suicidio, incluso con una confesión escrita de su culpabilidad.

»¡Y todavía no tenía ninguna prueba contra ella! Pero cuando ya desesperaba de ello conseguí algo, por fin. La señorita Lawson me dijo que había visto a Theresa Arundell arrodillada en la escalera la noche del lunes de Pascua. Pronto descubrí que la señorita Lawson no pudo ver claramente a Theresa ni siquiera para poder reconocer sus facciones. Sin embargo, se aferraba a su afirmación. Por fin, después de presionarla mencionó un broche con las iniciales de T. A. A mis requerimientos, la señorita Theresa Arundell me enseñó el broche en cuestión. Al mismo tiempo, negó absolutamente haber estado en la escalera la noche citada. Al principio supuse que alguien se había apropiado del broche, pero cuando lo miré en el espejo me di cuenta en seguida de la verdad. La señorita Lawson, al despertar, había visto una figura confusa y las iniciales T. A. reluciendo al reflejo de la débil luz. Por eso llegó a la conclusión de que era Theresa. Pero si en el espejo vio las iniciales T. A., en realidad debían ser A. T. puesto que, como es natural, el espejo invertía las imágenes. ¡Desde luego! La madre de la señora Tanios se llamó Arabella. Bella es sólo una contracción. Así, pues, A. T. significaba Arabella Tanios. No había nada de particular en que poseyera un broche de tales características. Había sido un modelo exclusivo en las últimas Navidades; pero cuando llegó la primavera lo podía adquirir cualquiera. Ya observé que la señora Tanios copiaba los sombreros y la ropa de su prima Theresa hasta donde le era posible con los medios limitados de que disponía.

»De cualquier modo, en mi mente la cosa estaba probada. Pero, ¿qué debía hacer? ¿Obtener una orden del Ministerio de Gobernación y exhumar el cadáver? Esto, sin duda, podía hacerse. Podía probar que la señorita Arundell había sido envenenada con fósforo, pero existía una pequeña duda respecto a esto. El cuerpo llevaba dos meses enterrado y tengo entendido que han habido casos de envenenamiento por fósforo en que no se han encontrado lesiones y las apariencias
post mortem
han sido muy indecisas. Y aun así, ¿podría relacionar a la señora Tanios con la compra o posesión del fósforo? Era muy improbable puesto que con seguridad, lo obtuvo en el extranjero. En esta situación la señora Tanios tomó una decisión definitiva. Abandonó a su marido, acogiéndose a la protección de la señorita Lawson. Además, acusó al doctor Tanios del asesinato.

»A menos que yo actuara, estaba convencido de que él seria su próxima víctima. Tomé las medidas necesarias para aislarlos uno de otro, con el pretexto de que era para la seguridad de ella. La señora Tanios no podía oponerse. Realmente, la seguridad de su marido era lo que me preocupaba. Y luego..., luego...

Hizo una ligera pausa. Empalideció.

—Pero esto era sólo una medida pasajera. Debía asegurarme de que el asesino no repetiría su crimen. Debía procurar que se salvara el inocente. Así es que hice una relación de los hechos y se la di bajo sobre a la señora Tanios.

Hubo un prolongado silencio.

El doctor Tanios exclamó:

—¡Oh, Dios mío! ¡Por eso se mató!

Poirot dijo dulcemente:

—¿No era la mejor solución? Ella creyó que sí. Comprenda usted que debía pensar en los niños.

El médico se cubrió la cara con las manos.

Poirot se adelantó y le palmeó en el hombro.

—Debía ser así. Créame, era necesario. Podían haber ocurrido más muertes. Primero la de usted... luego, según y cómo, la de la señorita Lawson. Y así hubiera proseguido.

Mi amigo se calló.

Tanios, con voz quebrada, dijo:

—Una noche, ella quiso... que yo tomara un soporífero... había algo raro en su cara... tiré la droga. Fue entonces cuando empecé a creer que su cerebro no funcionaba bien.

—Créalo así —replicó Poirot—. En ello había algo de verdad. Pero no en el significado legal de la palabra. Ella sabía lo que representaba su acción...

Tanios comentó lentamente:

—Fue siempre... demasiado buena y cariñosa conmigo.

¡Extraño epitafio para un asesino convicto!

Capítulo XXX
-
La última palabra

Queda muy poco que decir. Theresa se casó con su doctor poco después. Conozco muy bien ahora a los dos y he aprendido a comprender a Donaldson; su clara percepción de las cosas; su profunda y oculta fuerza y su humanidad. Debo decir que sus modales son tan secos y precisos como siempre. Theresa, a menudo, se burla de él ante sus mismas narices. Creo que la muchacha es completamente feliz y se apasiona con la carrera de su marido. Él se está labrando por sí mismo un brillante nombre y ya es una autoridad en lo referente a las funciones de las glándulas canaliformes.

La señorita Lawson tuvo un agudo ataque de conciencia y hubo que impedirle que renunciara hasta al último penique de la herencia, como ella quería. El señor Purvis redactó un convenio agradable para todas las partes. Mediante el mismo, la fortuna de la señorita Arundell fue dividida entre la señorita Lawson, los dos Arundell y los hijos de Tanios.

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