El testigo mudo (21 page)

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Authors: Agatha Christie

—¿Tales como...?

—Considero la cuestión del motivo. ¿Cuáles son las razones más probables para la muerte de la señorita Arundell? La más evidente de ellas es: «Ganancia». ¿Quién hubiera ganado con la muerte de ella... si hubiera muerto el martes de Pascua?

—Todos... a excepción de la señorita Lawson.

—Precisamente.

—Bueno; sea como fuere, una persona se elimina automáticamente.

—Sí —dijo Poirot, con aspecto pensativo—. Eso parece. Pero lo interesante es que la persona que no hubiera ganado nada si la muerte hubiera ocurrido el martes de Pascua, lo gana todo al ocurrir el fallecimiento dos semanas después.

—¿Qué es lo que pretende deducir, Poirot? —dije, algo confundido.

—Causa y efecto, amigo mío; causa y efecto.

Lo miré con aire de duda. Prosiguió:

—¡Piense con lógica! ¿Qué ocurrió exactamente... después de la caída?

Detesto a Poirot cuando se pone así. Cualquier cosa que uno diga puede estar equivocada. Así es que procedí con gran precaución.

—La señorita Arundell estaba en cama.

—Eso es. Y con mucho tiempo para pensar. ¿Y luego qué?

—Le escribió una carta a usted.

—Sí; me escribió. Y la carta no fue echada al correo. Esto fue una grandísima lástima.

—¿Sospecha usted que hay algo raro en el hecho de que esa carta no se cursara?

Mi amigo frunció el entrecejo.

—Eso, Hastings, he de confesar que no lo sé. Creo, y en vista de lo ocurrido estoy casi seguro de ello, que la carta se extravió en realidad. Creo, además, pero no estoy seguro, que el hecho de que fuese escrita tal carta no lo supo nadie. Continúe... ¿qué ocurrió después?

Reflexioné.

—La visita del abogado —sugerí.

—Sí... le dijo que fuera por allí y él acudió.

—Y la anciana hizo otro testamento —continué.

—Precisamente. Hizo un nuevo y completamente inesperado testamento. Ahora, teniendo en cuenta el hecho, debemos considerar con mucho cuidado una declaración que nos hizo Ellen. Nos dijo, como usted recordará, que la señorita Lawson estuvo muy preocupada procurando que la noticia relativa a la ausencia de
Bob
durante la noche no llegara a oídos de su señora.

—Pero... Oh, ya me doy cuenta..., no; no lo veo. ¿Debo empezar a percatarme primero de lo que usted insinúa...?

—¡Lo dudo! —dijo Poirot—. Pero si lo hace, espero que se dará cuenta de la suprema importancia de esta declaración.

—Desde luego, desde luego.

—Y después —continuó— sucedieron otras varias cosas, Charles y Theresa estuvieron allí el siguiente fin de semana y la señorita Arundell enseñó el testamento al muchacho... ejem... al menos, así lo dice él.

—¿No lo cree usted, acaso?

—Yo sólo creo en declaraciones que hayan sido comprobadas. La señorita Arundell no lo enseñó a Theresa.

—Porque creyó que Charles se lo diría.

—Si hacemos caso de las manifestaciones de Charles, fue así.

—Pero no se lo dijo. ¿Por qué?

—Theresa declaró positivamente que él no lo hizo... Una interesantísima y sugestiva discrepancia. Y luego, cuando nos marchábamos, le llamó imbécil.

—Me estoy quedando a oscuras, Poirot —dije con tono de queja.

—Volvamos al curso de los hechos. El doctor Tanios volvió por allí el domingo siguiente... posiblemente sin que se enterara del viaje su esposa.

—Yo diría que con seguridad.

—Pongamos probablemente. ¡Prosigamos...! Charles y Theresa se fueron el lunes. La señorita Arundell gozaba entonces de buena salud, tanto espiritual como física. Cenó espléndidamente y luego tuvo una sesión de espiritismo con las Tripp y la señorita Lawson. Hacia el final de la
séance
se sintió enferma. Se acostó y murió cuatro días después. La señorita Lawson heredó todo el dinero. ¡Y el capitán Hastings dice que murió de muerte natural!

—¡Considerando que Hércules Poirot dice que se le suministró un veneno en la cena, sin que de ello exista ninguna prueba!

—Tenemos alguna prueba, Hastings. Recapacite sobre la conversación que sostuvimos con las hermanas Tripp. Y también una declaración que pudo entresacarse de la deshilvanada charla de la señorita Lawson.

—¿Se refiere usted a que su señora comió
curry
en la cena? Esa salsa puede ocultar con facilidad el gusto de una droga. ¿Es eso lo que quiere usted decir?

Poirot contestó con lentitud.

—Sí; quizás el
curry
tiene cierta significación.

—Pero si lo que usted supone, desafiando toda prueba médica, es verdad, sólo la señorita Lawson o una de las criadas pudo envenenarla.

—Me extrañaría.

—¿O las Tripp? Tonterías. No puedo creer eso. Toda esa gente es inocente, sin duda alguna.

Poirot se encogió de hombros.

—Recuerde esto, Hastings. En tales casos, la estupidez y basta la tontería pueden ir de la mano con la más grande de las marrullerías. Y no olvide el modo tan original con que intentaron el asesinato. No es la obra de un cerebro sumamente hábil o complejo. Fue un asesinato muy sencillo, sugerido por
Bob
y su costumbre de dejar la pelota en lo alto de la escalera. El pensamiento de tender un hilo de lado a lado en el primer peldaño fue simple y fácil... ¡un niño pudo haber pensado en ello!

Fruncí el entrecejo...

—Quiere usted decir...

—Quiero decir que lo que pretendemos encontrar es, justamente, una cosa... el deseo de matar. Nada más que eso.

—Pero el veneno pudo ser de tal clase que no dejara ningún rastro. Algo de lo que cualquiera pudiera difícilmente sospechar. ¡Oh, maldito sea este caso, Poirot! No puedo creer absolutamente nada de eso. Todo ello es pura fantasía.

—Está usted equivocado, amigo mío. A resultas de las diversas entrevistas que hemos sostenido esta mañana, tengo ahora algo definido entre manos para resolver este asunto. Ciertas indicaciones, ligeras pero inequívocas. Sólo ocurre que... estoy asustado.

—¿Asustado? ¿De qué?

—De estorbar al perro que duerme —dijo con gravedad—. Éste es uno de sus proverbios, ¿no es cierto? ¡Dejar que repose el perro dormido! Eso es lo que nuestro asesino hace ahora... duerme felizmente al sol. Tanto usted como yo sabemos cuan a menudo un asesino que pierde la confianza vuelve a matar por segunda... ¡y hasta por tercera vez!

—¿Teme usted que ocurra eso?

—Sí, en el caso de que haya un asesino en la sopa... y yo creo que lo hay, Hastings. Sí; lo creo.

Capítulo XIX
-
Visitamos al señor Purvis

Poirot pidió la cuenta y abonó su importe.

—¿Qué hacemos ahora? —pregunté.

—Lo que usted sugirió esta mañana. Iremos a Harchester y nos entrevistaremos con el señor Purvis. Por eso telefoneé desde el Durham Hotel.

—¿Habló con el señor Purvis?

—¡No!, con Theresa Arundell. Le rogué que me facilitara una carta de presentación para el abogado. Si queremos tener éxito debemos estar avalados por la familia. La chica me prometió que la enviaría a mi piso por un recadero. Debe estar allí, esperándonos.

Cuando llegamos encontramos no sólo la carta, sino a Charles Arundell que la había traído en persona.

—Tiene usted un piso muy bonito, señor Poirot —observó, mientras su vista recorría el saloncito.

En este momento me di cuenta de que uno de los cajones del escritorio no estaba bien cerrado. Una pequeña tira de papel impedía que se cerrara por completo.

Si había alguna cosa absolutamente increíble, era que Poirot cerrase un cajón de tal forma. Miré a Charles con detenimiento. Había permanecido solo en la habitación mientras nos esperaba. Estaba claro que había pasado el rato husmeando entre los papeles de Poirot. ¡Vaya sinvergüenza que estaba hecho el pollo! Me sentí enrojecer de indignación.

Charles, entretanto, mostraba el más jovial de los ánimos y resuelta decisión.

—Aquí la tiene —dijo, sacando una carta del bolsillo—. Todo conforme y correcto... Espero que tendrá más suerte que nosotros con el viejo Purvis.

—Según supongo, les dio muy pocas esperanzas.

—Fue algo descorazonador por completo... En su opinión, esa pájara de la Lawson tenía todos los triunfos.

—Usted y su hermana, ¿no han considerado la conveniencia de recurrir a los buenos sentimientos de esa señorita?

Charles hizo una mueca.

—Sí... ya la consideré. Pero parece que no hay nada que hacer. Mi elocuencia no sirvió de nada. El patético cuadro de la oveja negra descarriada, que desde luego, me esforcé en sugerir que no es tan negra como la pintan, no tuvo ningún éxito con esa mujer. Ya sabe usted que yo no le gusto en absoluto. No sé por qué —el joven rió—. Mujeres mucho más viejas se prendan de mí fácilmente. Creen que nunca se me ha comprendido y que jamás se me ha dado una ocasión para demostrar lo que valgo.

—Un punto, de vista muy provechoso.

—Fue provechoso en otras ocasiones. Pero, como le he dicho, con la Lawson es perder el tiempo. Me figuro que odia al género masculino. Probablemente, acostumbraba a subir a las farolas ondeando una bandera feminista en los buenos tiempos de la anteguerra.

—Bueno —dijo Poirot moviendo negativamente la cabeza—. Cuando fallan los métodos más simples...

—Debemos pensar en el crimen —terminó Charles con jovialidad.

—Eso es —comentó Poirot—. Y ahora que hablamos de crimen dígame, joven, ¿es cierto que amenazó a su tía diciéndole que la eliminaría o algo por el estilo?

Charles tomó asiento en una silla, estiró las piernas y miró fijamente a mi amigo.

—Oiga, ¿quién ha dicho eso?

—No importa quién, ¿es verdad?

—Pues algo hay de verdad en ello.

—Vamos, vamos; cuénteme lo que ocurrió en realidad; toda la verdad, quiero decir.

—¡No faltaba más, señor! No hubo nada melodramático en lo que pasó. Estuve intentando darle un sablazo... supongo que sabe a lo que me refiero.

—Lo entiendo perfectamente.

—Bueno; la cosa no salió con arreglo al plan previsto. Tía Emily insinuó que cualquier esfuerzo que se hiciera para separarla de su dinero sería completamente inútil. No crea que perdí el humor por ello; pero se lo advertí con claridad. «Oiga, tía Emily —le dije—. Sepa usted que con ese modo de hacer las cosas sólo conseguirá que la eliminen.» Ella me preguntó con desdén qué es lo que quería decir. «Sólo esto —le contesté—: Aquí tiene a sus amigos y parientes rodeándola con la boca abierta: todos están esperando. ¿Y qué hace usted? Se desentiende de ello y rehúsa repartir algo. Ése es el mejor motivo para que asesinen a cualquiera. Créame, si la eliminan, sólo usted tendrá la culpa.» Entonces me miró por encima de las gafas, como de costumbre. Su mirada fue casi despreciativa. «¡Oh! —dijo con voz bastante seca—. ¿Ésa es tu opinión del asunto?» «Ni más ni menos —contesté—. Afloje un poco los cordones de su bolsa; ése es mi consejo.» «Gracias, Charles —contestó ella—, por tu prudente consejo. Pero creo que llegarás a convencerte de que soy muy capaz de cuidar de mí misma.» «Como guste, tía Emily», repliqué. Entretanto, yo sonreía de la mejor forma que sabía y creo que ella no estaba tan enfadada como parecía. «No se diga luego que no la avisé», añadí. «Lo recordaré», respondió ella.

El muchacho hizo una pausa.

—Y eso es todo lo que hubo.

—Y por lo tanto —dijo Poirot—, se contentó usted con unos pocos billetes que encontró en un cajón.

Charles se quedó mirando a mi amigo y luego lanzó una risotada.

—Me descubro ante usted —dijo—. ¡Es usted un buen sabueso!, ¿Cómo se ha enterado de eso?

—Entonces, ¿es verdad?

—¡Oh, desde luego! Estaba sin un penique. Necesitaba conseguir dinero de alguna forma. Encontré un lindo montoncito dé billetes en un cajón y me quedé con unos pocos. Fui muy modesto... y no creí que mi pequeña sustracción fuera advertida por nadie. Probablemente entonces creerían que fueron los criados.

Poirot comentó con terquedad:

—Hubiera sido muy desagradable para la servidumbre si tal sospecha hubiera sido tomada en consideración.

Charles se encogió de hombros.

—Que cada cual se las arregle.

—Y que
le diable
cargue con el más tonto —dijo Poirot—. Ése es su lema, ¿verdad?

Charles le miró con curiosidad.

—No sé que la vieja hablara nunca de ello. ¿Cómo llegó usted a saberlo... y cómo se enteró de la conversación en que le hablé a mi tía de su posible eliminación?

—Me lo dijo la señorita Lawson.

—¡La vieja bruja!

Según pensé, el muchacho parecía estar aturdido.

—Nunca le gusté, ni tampoco aprecia a Theresa —dijo de pronto—. ¿No cree usted que... va a sacarse algo más de la manga?

—¿Por qué tendría que hacerlo?

—Pues no lo sé. Sólo sé que ella me consideraba como un diablo malísimo —hizo una pausa—. Aborrece a Theresa... —añadió.

—¿Sabe usted, señor Arundell, que el doctor Tanios visitó a su tía el domingo antes de que ésta muriera?

—¿Qué...? ¿El domingo en que nosotros estuvimos allí?

—Sí. ¿No lo vieron?

—No. Por la tarde salimos a dar un paseo. Supongo que entonces llegaría él. Es divertido que tía Emily no nos dijera nada acerca de esta visita. ¿Quién se lo contó a usted?

—La señorita Lawson.

—¿La Lawson otra vez? Parece ser una mina de noticias.

Calló durante un momento y luego prosiguió:

—Ya sabe usted que Tanios es un buen muchacho. Me gusta. Es un tipo siempre alegre y sonriente.

—Sí; tiene una personalidad muy atractiva —comentó Poirot.

Charles se levantó.

—Yo, en su lugar, hace años que hubiera asesinado a esa pesada de Bella. ¿No le ha causado la impresión de ser una de esas mujeres que el Destino ha señalado como víctimas? Le aseguro que no me sorprendería si se la encuentran descuartizada y en un baúl en Margate o en cualquier otro sitio.

—No es muy bonita la acción que quiere usted atribuir al esposo de esa señora —dijo Poirot severamente.

—No —contestó Charles meditabundo—. Y no creo, en realidad, que Tanios sea capaz de matar una mosca. Es demasiado bonachón.

—¿Y respecto a usted? ¿Sería usted capaz de cometer un asesinato si valiera la pena?

Charles soltó una risa franca y abierta.

—De modo que piensa en cosas feas, ¿eh, señor Poirot?

Nada de eso. Le puedo asegurar que no fui yo quien puso... —se detuvo de repente y luego continuó—: estricnina en la sopa de tía Emily.

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