Authors: Agatha Christie
—¿Podría hablar privadamente con usted durante unos minutos?
La señora Tanios miró a su alrededor con embarazo. Poirot sugirió un sofá forrado de cuero que había en uno de los extremos del salón.
Cuando nos dirigíamos hacia allí, una voz aguda chilló:
—¿Dónde vas, mamá?
—Estaré en aquel sofá. Sigue escribiendo la carta que has empezado, querida.
La chiquilla, delgada y de aspecto enfermizo, aparentaba tener unos siete años. Volvió a sentarse y reanudó lo que, evidentemente, era para ella una difícil tarea. La sonrosada lengua, que aparecía entre sus labios entreabiertos, daba a entender los esfuerzos que hacía para redactar.
El rincón donde nos sentamos estaba desierto. La señora Tanios tomó asiento primero y nosotros la imitamos. La mujer miró interrogativamente a Poirot.
Mi amigo empezó.
—Es respecto a la muerte de su tía, la difunta señorita Arundell.
¿Estaba yo viendo visiones, o de repente sorprendí una mirada de alarma en aquellos pálidos y prominentes ojos?
—¿Sí?
—La señorita Arundell —dijo Poirot— modificó su testamento muy poco antes de su muerte. Como consecuencia del último que otorgó, la señorita Lawson heredó toda su fortuna. Lo que quiero saber, señora Tanios, es si usted desea unirse a sus primos, la señorita Theresa y el señor Charles Arundell, para intentar que ese testamento sea declarado nulo.
—¡Oh! —la mujer lanzó un profundo suspiro—. No creo que eso sea posible, ¿no le parece? Mi marido consultó a un abogado, quien le aconsejó que lo mejor sería no intentar nada.
—Los abogados, madame, son gente muy precavida. Su consejo, por regla general, es que se eviten los pleitos, sea como sea..., y no hay duda de que tienen razón. Pero a veces vale la pena correr el riesgo. Yo no soy abogado y, por lo tanto, veo el asunto de una manera diferente. La señorita Arundell..., la señorita Theresa Arundell, está dispuesta a intentar algo. ¿Y usted? ¿Lo haría?
—Yo... ¡oh!, en realidad, no lo sé.
Entrelazó nerviosamente los dedos de las dos manos.
—Tendré que decírselo a mi marido —añadió.
—Naturalmente, debe usted consultar con su marido antes de emprender algo. ¿Pero cuál es su opinión particular sobre el asunto?
—Pues, a decir verdad, no tengo ninguna.
La señora Tanios parecía más angustiada que de costumbre.
—Todo depende de lo que diga mi esposo —continuó.
—Pero usted, por su parte, ¿qué opina?
La mujer frunció el ceño y luego dijo, lentamente:
—Creo que no me gusta mucho la idea. Me parece... me parece algo indecorosa, ¿no es eso?
—¿Lo es, madame?
—Sí... Después de todo, si tía Emily prefirió no legar nada a su familia, supongo que debemos conformarnos con ello.
—Entonces, ¿no se considera usted defraudada?
—¡Oh, sí! —un ligero rubor se extendió por sus mejillas—. ¡Creo que ha sido una injusticia! Y además, tan inesperada... Parece mentira que tía Emily pudiera hacer eso. Por otra parte, es un perjuicio que se ha causado a los niños.
—¿Cree usted que todo ello ha sido impropio de su tía?
—Estimo que ha sido una cosa rara por parte de ella.
—¿Entonces opina que posiblemente no actuó por su libre voluntad? ¿Cree usted que, quizás, estuviera sometida a influencias inconfesables?
La señora Tanios frunció el ceño otra vez. Luego dijo, casi de mala gana:
—Lo difícil del caso es que no puedo imaginarme a nadie que pudiera ejercer su influencia sobre tía Emily. Era una mujer muy decidida.
Poirot asintió.
—Sí, es verdad lo que usted dice. Y a la señorita Lawson difícilmente se la puede describir como un carácter enérgico y dominante.
—No, la pobre es buena persona... quizás algo tonta... pero muy amable. Por eso principalmente es por lo que me figuro que...
—¿Qué, madame? —preguntó Poirot, viendo que ella se detenía.
La señora Tanios volvió a entrelazar sus dedos mientras contestaba.
—Pues que sería ruin el tratar de invalidar el testamento. Estoy segura de que bajo ningún concepto pudo hacer nada de eso la señorita Lawson..., estoy completamente cierta de que ella es incapaz de planear una cosa así, ni de intrigar...
—Otra vez estoy de acuerdo con usted, madame.
—Y por eso creo que recurrir a la ley sería... sería indigno. Además, costaría mucho dinero, ¿no es eso?
—Sí, sería algo caro.
—Y probablemente inútil. Pero puede usted hablar con mi marido acerca de ello. Tiene mucha mejor cabeza que yo para los negocios.
Poirot calló durante un momento y luego dijo:
—¿Qué razón, a su juicio, se esconde detrás del hecho de que su tía otorgara otro testamento?
Un repentino rubor subió a la cara de la señora Tanios, al mismo tiempo que murmuraba:
—No tengo ni la menor idea.
—-Madame, ya le he dicho que yo no soy abogado. Pero usted no me ha preguntado todavía cuál es mi profesión.
Ella lo miró interrogativamente.
—Soy detective. Y poco antes de morir, la señorita Emily Arundell me escribió una carta.
La señora Tanios se inclinó hacia delante, con las manos fuertemente entrelazadas.
—¿Una carta? —preguntó de pronto—. ¿Acerca de mi marido?
Poirot la observó durante unos instantes y dijo lentamente:
—Me temo que no podré contestar por ahora a esa pregunta.
—Entonces fue acerca de mi marido —replicó ella levantando un poco la voz—. ¿Qué le decía mi tía? Le aseguro, señor... no sé su nombre...
—Me llamo Poirot; Hércules Poirot.
—Le aseguro, señor Poirot, que cualquier cosa que le dijera en esa carta sobre mi marido, era completamente falsa. ¡Sé también quién inspiró esa carta! Y ésa es otra de las razones por las cuales no quiero tomar parte en ninguna clase de determinación que adopten Theresa y Charles. A Theresa nunca le gustó mi marido. ¡Ha dicho de él tantas cosas...! ¡Sé que ha hablado mucho de él! Tía Emily tenía ciertos prejuicios contra mi marido porque no era inglés y, por lo tanto, puede haber creído todo lo que le contara mi prima acerca de él. Pero nada de ello es verdad, señor Poirot, le doy mi palabra de honor.
—Mamá..., ya he terminado la carta.
La señora Tanios se volvió con ligereza. Sonriendo afectuosamente tomó la carta que le tendía la niña.
—Está muy bien, nena; es muy bonita. ¡Ah!, y esto es un precioso dibujo de Mickey Mouse.
—¿Qué hago ahora, mamá?
—¿Quieres comprar una postal con una vista de Londres? Toma dinero. Sal al vestíbulo y dile al señor que está allí que te escoja una. Luego la puedes dirigir a Selim.
La chiquilla se fue. Recordé lo que había dicho Charles Arundell. La señora Tanios era, evidentemente, una madre muy cariñosa. Era también, como dijo él, algo parecida a una oca.
—¿Es ésta su única hija, madame?
—No; tengo también un hijo. Ha salido con su padre.
—¿Los llevaba a Littlegreen House cuando visitaba usted a su tía?
—Sí; algunas veces. Pero como comprenderá, mi tía tenia ya mucha edad y los niños la molestaban. Aunque era muy amable y siempre les envió regalos muy bonitos por Navidad.
—Por favor, ¿cuándo vio usted por última vez a la señorita Emily Arundell?
—Creo que fue diez días antes de su fallecimiento.
—Usted, su marido y sus dos primos estuvieron allí entonces, ¿no es verdad?
—¡Oh, no! Eso fue el fin de semana anterior... Por la Pascua.
—¿Y usted y su marido volvieron otra vez a la semana siguiente?
—Sí.
—¿Y la señorita Arundell disfrutaba entonces de buena salud?
—Sí; parecía estar mejor que de costumbre.
—¿No estaba enferma en cama?
—Había guardado cama por una caída que sufrió; pero cuando estuvimos allí por última vez, hacía de nuevo vida normal.
—¿Les dijo algo acerca de que había otorgado otro testamento?
—No; no nos dijo nada.
—¿Los trató de la misma forma que siempre?
Hubo una larga pausa, hasta que la señora Tanios dijo:
—Sí.
Estuve seguro en aquel momento de que tanto Poirot como yo teníamos la misma convicción. La señora Tanios estaba mintiendo.
Poirot esperó unos instantes y luego prosiguió:
—Quizá me exprese mal al preguntarle si la señorita Arundell los trató igual que siempre. Quería decir si la trató a usted, particularmente, como de costumbre.
La mujer respondió en seguida:
—¡Ah!; ya comprendo. Tía Emily fue muy amable conmigo. Me regaló un pequeño broche de perlas y diamantes y, además, dio diez chelines a cada uno de los chicos.
No había ya reserva en sus ademanes. Las palabras fluían como un torrente.
—Y respecto a su marido..., ¿no cambió la señorita Arundell su modo de ser con él?
La reserva se apoderó otra vez de nuestra interlocutora. Procuró rehuir la mirada de Poirot cuando contestó:
—No; desde luego que no... ¿Por qué había de hacerlo?
—Desde el momento en que usted ha sugerido que su prima Theresa debió tratar de envenenar los sentimientos de su tía...
—¡Lo hizo! ¡Estoy segura de que lo hizo! —la mujer se adelantó con anhelo—. Tiene usted razón. Algo cambió en mi tía. De pronto pareció no ser la misma. Se portó de una forma muy extraña. Mi marido le recomendó un compuesto digestivo especial y después de tomarse la molestia de recetarle, fue él mismo a la farmacia a recogerlo. Ella le dio las gracias por todo... de una manera algo seca y después vi yo misma cómo vaciaba en el lavabo el frasco de la medicina.
Su indignación era evidente.
Poirot parpadeó.
—Una conducta muy extraña —dijo mi amigo con voz deliberadamente calmosa.
—Creo que fue una gran ingratitud —añadió con calor la esposa del doctor Tanios.
—Dijo usted muy bien, que las señoras ancianas no se fían a menudo de los extranjeros —dijo Poirot—. Estoy seguro de que todas consideran a los médicos ingleses como los únicos del mundo. La insularidad cuenta mucho en esto.
—Sí, supongo que eso debe ser —replicó la mujer, ligeramente calmada.
—¿Cuándo regresa a Esmirna, madame?
—Dentro de pocas semanas. Mi marido... ¡Ah!, aquí vienen mi marido y Edward.
Debo confesar que la primera vez que vi al doctor Tanios sufrí una especie de sobresalto. Lo había estado retratando en mi mente con toda clase de atributos siniestros. Me lo había figurado como un extranjero de aspecto atezado y cara de expresión malévola. En su lugar vi a un hombre fornido, alegre, de cabellos y ojos castaños. Y aunque en realidad llevaba barba, era un modesto aditamento que le daba cierto aspecto de artista.
Hablaba el inglés perfectamente. Su voz tenía un agradable timbre que se conjuntaba con el jovial buen humor reflejado en su cara.
—Ya estamos aquí —dijo sonriendo a su esposa—. Edward se ha emocionado mucho en su primer viaje en el metro. Hasta ahora sólo había viajado en autobús.
Edward no se parecía mucho a su padre; pero tanto él como su hermanita tenían un rotundo aspecto extranjero. Comprendí lo que la señorita Peabody había querido decir cuando los describió como unos niños de apariencia enfermiza.
La presencia de su esposo hizo que la señora Tanios se sintiera nerviosa. Tartamudeando un poco le presentó a Poirot. A mí me ignoró.
El doctor Tanios reconoció inmediatamente el nombre de mi amigo.
—¿Poirot? ¿Monsieur Hércules Poirot? Conozco muy bien su nombre. ¿Y qué es lo que desea de nosotros, señor Poirot?
—Se trata de un asunto relacionado con una señora que falleció recientemente. La señorita Emily Arundell —replicó mi amigo.
—¿La tía de mi esposa? Sí..., ¿y qué pasa con ella...?
Poirot habló con lentitud.
—Se han puesto de manifiesto ciertas circunstancias relacionadas con su muerte...
La señora Tanios interrumpió de pronto:
—Es acerca del testamento, Jacob. El señor Poirot ha estado hablando con Theresa y Charles.
Observó una especie de tirantez en la actitud del doctor Tanios, quien se dejó caer en una silla.
—¡Ah!, el testamento. ¡Un testamento inicuo! Pero al fin y al cabo, supongo que eso no me interesa.
Poirot describió en términos generales su entrevista con los dos Arundell (debo reconocer que contó toda la verdad esta vez) y, cautelosamente, apuntó la eventualidad de poder invalidar el testamento.
—No me interesa mucho eso, señor Poirot. Pero puedo decirle que comparto su opinión. Hay que hacer algo. Por mi parte he llegado hasta consultar a un abogado; pero sus consejos no fueron muy alentadores. Por lo tanto... —se encogió de hombros.
—Los abogados, como ya le he dicho a su señora, son gente muy precavida. No les gusta correr riesgos. ¡Pero yo soy diferente! ¿Y usted?
El doctor Tanios lanzó una risa llena y juguetona.
—¡Oh! Estoy dispuesto a correrlos. A menudo los he corrido, ¿no es eso, Bella?
Le dirigió una sonrisa que ella le devolvió, según pensé, de una manera mecánica.
Volvió su atención hacia Poirot.
—Yo no soy abogado —dijo mi amigo—. Pero en mi opinión, está perfectamente claro que el testamento fue otorgado cuando la anciana no era responsable de sus actos. La Lawson es lista y astuta.
La señora Tanios se agitó nerviosamente, Poirot la miró de pronto.
—¿No está usted conforme con eso, madame?
Ella contestó con voz apenas perceptible:
—Fue siempre muy amable. Pero no puedo decir que sea lista.
—Ha sido amable contigo —dijo el doctor Tanios— porque no tenía nada que temer de ti, querida Bella. ¡Eres muy crédula!
Habló con su buen humor, pero su esposa se sonrojó.
—Respecto a mí, la cosa es diferente —prosiguió—. Yo no le gustaba. ¡Y no cuidaba de ocultarlo! Le citaré un detalle. La tía de mi esposa se cayó por la escalera en cierta ocasión en que estuvimos allí. Yo insistí en volver al próximo fin de semana para ver cómo seguía. La señorita Lawson hizo lo que pudo para estorbar nuestro propósito. No tuvo éxito, pero se incomodó mucho y no lo disimuló. La razón era clara. Necesitaba que la señorita fuera para ella sola.
Poirot se volvió otra vez hacia la mujer.
—¿Conviene usted en ello, madame?
El marido no le dio tiempo a contestar.
—Bella tiene un corazón demasiado sensible —dijo—. No conseguirá usted que atribuya malos sentimientos a nadie. Pero estoy completamente seguro de que tengo razón. Le diré otra cosa, señor Poirot. El secreto del ascendiente de la señorita Lawson sobre la tía de mi esposa fue el espiritismo. Así es como lo hizo todo; estoy convencido de ello.