Authors: Agatha Christie
—¿Lo cree usted así?
—Completamente, mi querido amigo. He visto gran cantidad de casos como éste. La gente es fácil de embaucar. ¡Se quedaría usted atónito! Especialmente cualquiera con la edad de la señorita Arundell. Estoy dispuesto a apostar algo, a que de esta forma se la sugestionó. Algún espíritu... seguramente su difunto padre... le ordenó que alterara el testamento y le dejara el dinero a la Lawson. Tenía poca salud... era crédula...
La señora Tanios hizo un ligero movimiento. Poirot se dirigió a ella.
—¿Cree usted que eso fue posible?... ¿Sí?
—Habla, Bella —dijo su marido—. Dinos tu opinión.
La miró, como estimulándola. Pero el rápido vistazo que ella le dirigió fue algo extraño. Dudó un momento y luego dijo:
—No conozco casi nada de esas cosas, aunque me atrevería a decir que tienes razón, Jacob.
—Estoy convencido de ello, ¿y usted, señor Poirot?
Mi amigo afirmó con la cabeza.
—Puede ser... sí. ¿Estuvieron ustedes en Market Basing el fin de semana antes de que muriera la señorita Arundell?
—Estuvimos allí por Pascua y volvimos el fin de semana siguiente... eso es.
—No, no. Me refiero al fin de semana después de ése... el día 26. Tengo entendido que estuvo usted allí el domingo.
—Oh. Jacob, ¿fuiste?
La señora Tardos miró a su marido con los ojos muy abiertos.
Él se volvió rápidamente.
—Sí, ¿no te acuerdas? Me marché por la tarde. Te lo dije.
Mi amigo y yo nos quedamos mirándola. Nerviosamente, la mujer empujó un poco más atrás el sombrero que llevaba.
—Seguro que te acordarás. Bella —continuó su esposo—. ¡Qué memoria tan terrible tienes!
—Desde luego —se excusó ella con ligera sonrisa—. Es verdad, tengo muy mala memoria. Y después de todo, no hace aún dos meses que ocurrió.
—La señorita Theresa Arundell y su hermano estaban allí también, ¿no es eso? —dijo Poirot.
—Puede ser —contestó Tanios sin inmutarse—. Yo no los vi.
—Entonces, ¿estuvo usted allí poco tiempo?
La inquisitiva mirada de Poirot parecía que lo hacía sentirse incómodo.
—Será mejor decirlo —declaró, parpadeando—. Esperaba conseguir un préstamo, pero no tuve éxito. Me temo que la tía de mi esposa no me apreciaba tanto como debía. Fue una lástima, porque a mí me resultaba simpática. Era una señorita muy agradable.
—¿Puedo formularle una pregunta cuya contestación ha de ser sincera, doctor Tanios?
¿Hubo o no una expresión de alarma en los ojos del médico?
—Claro que sí, señor Poirot.
—¿Cuál es sinceramente su opinión sobre Charles y Theresa Arundell?
El hombre pareció ligeramente aliviado.
—¿Charles y Theresa? —miró a su esposa con afecto—. Bella, querida; supongo que no te importará que me exprese francamente acerca de tu familia.
Ella movió negativamente la cabeza, mientras una vaga sonrisa aparecía en sus labios.
—Entonces mi opinión es de que tanto uno como otra están completamente corrompidos. Es bastante divertido, pero me parece que Charles es el mejor. Es un bribón, pero un bribón agradable. No tiene idea de lo que es la moral, pero no puede hacer nada por remediarlo. La gente nace así muchas veces.
—¿Y Theresa?
El médico dudó un momento.
—No sé qué decirle. Es una joven pasmosamente atractiva. Pero yo estoy seguro de que es despiadada por completo. Mataría a cualquiera con la mayor sangre fría, si ello le reportara un incremento de su cuenta corriente. Ésa es mi impresión, por lo menos. Quizás habrá usted oído que su madre estaba acusada de asesinato.
—Y que fue absuelta —dijo Poirot.
—Eso es: absuelta —prosiguió Tanios con presteza—. Pero de todas formas eso hace que se piense a veces...
—¿Conoce usted al joven con quien está prometida?
—¿Donaldson? Sí; cenó con nosotros cierta noche.
—¿Qué opinión le merece?
—Es un muchacho muy listo. Creo que llegará lejos... si le dan ocasión. Hace falta dinero para especializarse.
—¿Quiere usted decir que conoce bien su profesión?
—Sí; eso es lo que quise dar a entender. Un cerebro de primera clase —sonrió—. Todavía no es un astro brillante en el horizonte médico. Resulta un poco preciso y relamido en sus maneras. Él y Theresa hacen una pareja muy cómica. La atracción de lo opuesto. Ella es una mariposa mundana y él un anacoreta.
Los dos niños empezaron a importunar a su madre.
—Mamá, ¿cuándo comemos? Tengo mucha hambre. Ya es tarde.
Poirot miró el reloj y lanzó una exclamación.
—¡Mil perdones! Les estoy haciendo retardar la hora de la comida.
Mirando a su marido, la señora Tanios dijo con incertidumbre:
—Quizá podríamos ofrecerles...
Poirot replicó con rapidez:
—Es usted muy amable, madame; pero tengo un compromiso y temo que llegaré tarde.
Estrechó la mano a ambos esposos. Yo hice lo mismo.
Nos detuvimos durante unos minutos en el vestíbulo. Poirot quería telefonear. Lo esperé junto al mostrador del conserje. Mientras tanto vi salir a la señora Tanios y buscar a alguien con la mirada. Parecía como si la persiguieran o acosaran. Al fin me vio y se dirigió velozmente hacia donde yo estaba.
—Su amigo... el señor Poirot... ¿se ha ido?
—No; está en la cabina telefónica.
—¡Oh!
—¿Quiere usted hablar con él?
Asintió mientras su nerviosismo aumentaba.
Poirot salió en aquel momento de la cabina y nos vio. Vino hacia nosotros con paso rápido.
—Señor Poirot —dijo la mujer con voz premiosa y anhelante—, hay algo que me gustaría decirle... que debo decirle...
—¿Sí, madame?
—Es importante... Muy importante. Verá usted...
Se detuvo. El doctor Tanios y los dos niños salían entonces del salón. Se acercaron.
—¿Qué, despidiéndote del señor Poirot, Bella?
Al decir esto, su tono denotaba buen humor, mientras una sonrisa de satisfacción distendía su rostro.
—Sí... —la mujer dudó un momento y luego prosiguió—: Bueno, en realidad, eso es todo, señor Poirot. Sólo quería rogarle que dijera a Theresa que estaremos a su lado en cualquier acción que decida emprender. Opino que la familia debe estar unida.
Hizo una inclinación de cabeza, como despidiéndose, y cogiendo del brazo a su marido se dirigió hacia el comedor.
Puse una mano sobre el hombro de Poirot.
—¡Eso no es lo que ella empezó a decir!
Mi amigo movió negativamente la cabeza, mientras observaba a la pareja que se alejaba.
—Cambió de idea —continué.
—Sí,
mon ami
, cambió de idea.
—¿Por qué?
—Me gustaría saberlo —murmuró.
—Nos lo dirá en otra ocasión —dije yo confiadamente.
—Me extrañaría. Más bien temo que... no pueda decírnoslo...
Comimos en un pequeño restaurante, no lejos del hotel. Yo estaba ansioso por saber qué deducciones había sacado mi amigo de su conversación con los distintos miembros de la familia Arundell.
—¿Y bien, Poirot? —pregunté con impaciencia.
Mi amigo me lanzó una mirada desaprobadora y volvió a dedicar toda su atención a la minuta. Cuando hubo escogido y ordenado el almuerzo, se recostó en la silla, rompió en dos trozos un panecillo y dijo con entonación ligeramente burlona:
—¿Y bien, Hastings?
—¿Qué piensa usted de ellos, ahora que ha hablado con todos?
Poirot replicó con lentitud:
—
Ma foi
, creo que es una colección muy interesante, ¡Verdaderamente, este caso resulta un estudio muy bonito! Es, como dicen ustedes, la caja de las sorpresas. Fíjese que cada vez que digo: «Recibí una carta que me escribió la señorita Arundell antes de morir», algo sale a relucir. Por la señorita Lawson me entero del dinero robado. La señora Tanios dijo en seguida: «¿Acerca de mi marido?» ¿Por qué acerca de su marido? ¿Qué pudo escribirme la señorita Arundell a mí, Hércules Poirot, acerca del doctor Tanios?
—Esa mujer sabe algo —dije.
—Sí, sabe algo. Pero ¿qué? La señorita Peabody nos dijo que Charles Arundell sería capaz de matar a su abuela por dos chelines. La señorita Lawson dice que la señora Tanios mataría a cualquiera si su marido se lo ordenara. El doctor Tanios asegura que Charles y Theresa están corrompidos hasta la médula e insinúa que su madre estuvo acusada de asesinato. Y añade, sin darle importancia al parecer, que Theresa es capaz de asesinar a sangre fría.
—Cada uno tiene formada una bonita opinión de los demás. ¡Todos sin excepción! El doctor Tanios cree, o dice creer, que hubo influencias inconfesables Su mujer, antes de que él llegara, no parecía suponer tal cosa. Al principio, ella no quería que se hiciera nada para impugnar el testamento. Luego viró en redondo. Dése cuenta, Hastings..., es como una caracola, cuyo contenido sale a la superficie y podemos verlo. Hay algo en el fondo de esto... sí, ¡hay algo! ¡Lo juro, no hay duda a fe de Hércules Poirot, lo juro!
A mi pesar, quedé impresionado por su gran fervor.
Después de pensar en los oscuros indicios durante un momento dije:
—Quizá tenga usted razón. Pero parece todo tan vago... tan nebuloso...
—No obstante, ¿conviene usted conmigo en que hay algo?
—¡Si! —dije desorientado e indeciso—. Creo que sí.
Poirot se inclinó sobre la mesa. Sus penetrantes ojos se fijaron en mí.
—Sí..., ha cambiado usted. Ya no se siente divertido ni bromista... ni se muestra indulgente con mis divagaciones académicas. Pero, ¿qué es lo que le ha convencido a usted? No ha sido mi excelente modo de razonar...,
non, ce n'est pas ça!
Es algo independiente de ello por completo lo que le ha producido ese efecto. Dígame, amigo mío, ¿qué es lo que, tan de repente, le ha inducido a tomar en serio este asunto?
—Creo —dije con lentitud— que ha sido la señora Tanios. Parece... parecía... asustada...
—¿Asustada de mí?
—No; de usted, no. Era algo más. Hablaba tan sosegadamente al empezar... un resentimiento natural contra los términos del testamento; pero, por otra parte, parecía resignada y dispuesta a dejar las cosas como están. Era la actitud natural de una mujer bien educada, aunque apática. Y luego ese cambio brusco... la rapidez con que se puso de acuerdo con el punto de vista del doctor Tanios. La forma en que salió del vestíbulo buscándonos... casi furtiva...
Poirot asintió, como si gradualmente fuera animándome a proseguir.
—Y otro pequeño detalle del cual, posiblemente, no se habrá percatado usted.
—¡Me he dado cuenta de todo! —replicó.
—Me refiero al detalle de la visita que hizo su marido a Littlegreen House el último domingo antes de que falleciera la señorita Arundell. Juraría que ella no sabía nada acerca de esa visita... que fue una sorpresa... y convino en que él se lo dijo, pero que ella lo olvidó... Yo... no me gusta, Poirot.
—Tiene usted mucha razón, Hastings.... eso es muy significativo.
—Dejó en mí una penosa sensación de... de miedo.
Poirot volvió a mover afirmativamente la cabeza.
—¿Sintió usted lo mismo? —pregunté.
—Sí. Esa impresión podía palparse en el aire.
Prosiguió después de un momento de silencio:
—Y, no obstante, a usted le gusta Tanios, ¿verdad? Se ha encontrado con que es un hombre agradable, sincero, afable, cordial. Atractivo, a pesar del prejuicio insular de ustedes contra los turcos y los griegos... En fin, persona verdaderamente simpática.
—Sí —admití—. Lo es.
En el silencio que siguió observé a Poirot. De pronto pregunté:
—¿En qué está usted pensando, Poirot?
—Me estoy acordando de varias personas. El joven y elegante Norman de Gale; el fanfarrón y francote Evelyn Howard; el encantador doctor Seppar; el apacible Knigthon, tan digno de confianza...
Por un momento no comprendí estas referencias a gente que había figurado en algunos célebres casos.
—¿Qué pasa con ellos? —indagué.
—Todos tuvieron una personalidad muy atractiva...
—¡Dios mío, Poirot! ¿Cree usted realmente que Tanios...?
—No, no. No se precipite en sus conclusiones, Hastings. Sólo quiero dar a entender que las reacciones personales de cada uno acerca de la gente, son guías singularmente inseguras. No debe dejarse llevar uno por sus sentimientos, sino por los hechos.
—¡Hum! —refunfuñé—. Los hechos no son nuestro fuerte. No, no; por favor, ¡no volvamos otra vez sobre lo mismo, Poirot!
—Seré breve, amigo mío; no tema. Para empezar, tenemos un caso absolutamente cierto de tentativa de asesinato. Admite esto, ¿verdad?
—Sí —dije—. Lo admito.
Hasta entonces había sido yo un poco escéptico respecto a lo que creía una reconstrucción, mas bien caprichosa, de lo ocurrido en la noche del martes de Pascua. Me vi obligado a convenir, sin embargo, en que sus deducciones eran ahora perfectamente lógicas.
—
Tres bien.
Está claro que no puede haber tentativa de asesinato sin asesino. Uno de los presentes en Littlegreen House, aquella noche, era un asesino... de intención, si no de hecho.
—Concedido.
—Entonces, éste es nuestro punto de partida... un asesino. Hemos hecho unas pocas investigaciones... hemos revuelto el fango, como diría usted... ¿y qué hemos conseguido...? Varias interesantísimas acusaciones formuladas, al parecer casualmente, en el curso de las conversaciones.
—¿Cree usted que no fueron casuales?
—Eso no es posible afirmarlo, por el momento. La manera tan sencilla con que la señorita Lawson sacó a relucir el hecho de que Charles amenazó a su tía, puede haber sido inocente o puede no haberlo sido. Las observaciones del doctor Tanios acerca de Theresa Arundell, puede que no tengan, en absoluto, ninguna malicia escondida, sino que sean tan sólo expresión natural de un médico. La señorita Peabody, por otra parte, es probablemente franca en su opinión sobre las tendencias de Charles Arundell... pero esto, después de todo, no deja de ser una opinión. Y así, sucesivamente. Hay un dicho que se refiere a «una mosca en la sopa», ¿verdad?
Eh bien
, esto es precisamente lo que hemos encontrado. Hay... no una mosca, sino un asesino en nuestra sopa.
—Me gustaría saber qué es lo que en realidad piensa usted, Poirot.
—Hastings..., Hastings..., yo no me permito «pensar...», es decir, en el sentido en que ha empleado usted la palabra. Por el momento, sólo hago algunas reflexiones.