El traje del muerto (13 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Jude estaba de espaldas a la puerta, y cuando Georgia entró en la habitación vio su reflejo. Llevaba un vaso de vino tinto en cada mano. El vendaje del dedo pulgar la obligaba a sostener con torpeza uno de los recipientes, y se derramó un poco de líquido encima cuando se dejó caer de rodillas junto a la silla. Se lamió la piel para quitarse el vino, y luego puso un vaso frente a él, sobre el altavoz colocado cerca de sus pies.

—No volverá —dijo—. El muerto. Te lo aseguro. Al quemar el traje se ha ido. Un rapto de genialidad. Además, había que eliminar esa cosa de mierda. ¡Adiós! Lo he envuelto en dos bolsas de basura antes de bajarlo, y aun así creía que iba a vomitar por el mal olor, que no desaparecía.

Pensó decirle: «Él quería que lo quemaras». Pero no lo hizo. A ella no le haría ningún bien saberlo, y además, de todas maneras, ya estaba hecho.

Georgia entornó los ojos, estudiando su expresión. Las dudas debían de reflejarse en su cara, porque la chica se sintió inquieta.

—¿Crees que volverá?

—Cuando Jude no respondió, se inclinó sobre él y habló otra vez. Su voz era baja; el tono, urgente—. Entonces, ¿por qué no nos vamos? Alquila una habitación en la ciudad y huyamos de este lugar.

Jude pensó en ello. Meditó su réplica largamente, con esfuerzo. Suspiró y habló.

—No pienso que sirva para nada eso de salir corriendo. No quiere apoderarse de la casa. Me quiere a mí. No puedo huir de mí mismo.

Era una parte importante del problema..., pero sólo una parte. El resto era demasiado difícil de expresar con palabras. Quedaba la impresión angustiosa de que todo lo ocurrido hasta ese momento tenía sus razones para haber ocurrido. Las razones del hombre muerto. Aquellas palabras, «operaciones psicológicas», brotaron en la mente de Jude acompañadas de una sensación de frío. Se preguntó otra vez si el fantasma no estaría tratando de provocar que él huyera, y de ser así por qué lo haría. Tal vez la casa, o algo en la casa, le ofreciera cierta ventaja a Jude, aunque, por más que lo intentaba, no podía descubrir cuál era.

—¿No se te ha ocurrido pensar que debes largarte? —preguntó Jude bruscamente.

—Hoy casi te mueres —replicó Georgia—. No sé qué está ocurriendo contigo, pero no me voy a ninguna parte. No quiero perderte de vista nunca más. Además, tu fantasma a mí no me ha hecho nada. Apuesto lo que quieras a que no puede tocarme siquiera.

Pero Jude había visto a Craddock susurrando en la oreja de la joven. No podía olvidar la expresión afligida de la cara de Georgia mientras el muerto sostenía ante sus ojos la navaja colgada de una cadena. Y tampoco se le iba de la cabeza la voz de Jessica Price en el teléfono, su forma de hablar campesina, lenta y venenosa: «Usted no vivirá, y nadie que le preste ayuda o le consuele vivirá».

Craddock podía llegar hasta Georgia. Ella tenía que irse. Jude lo veía claramente en ese momento; pero, de todas maneras, la idea de obligarla a marcharse, de despertar solo en medio de la noche y encontrar al muerto allí, sobre él, en la oscuridad, le daba miedo, le debilitaba. Si la mujer se marchaba, Jude presentía que con ella se iría todo lo que le quedaba de fortaleza. No sabía si iba a poder soportar la noche y el silencio sin ella cerca. La admisión de su necesidad, tan simple e inesperada, le produjo un breve y desagradable momento de vértigo. Era un hombre que le temía a las alturas, que veía el suelo alejarse de él mientras la rueda de un mecanismo gigante lo arrastraba inexorablemente al cielo.

—¿Y Danny? —le recordó Jude. Le pareció que su propia voz sonaba muy tensa, con un timbre diferente al habitual. Se aclaró la garganta—. Danny piensa que es peligroso.

—¿Qué le ha hecho a Danny, en realidad, ese fantasma? Ha visto algo, se ha asustado y ha huido para salvar su vida. No es que le haya hecho nada en concreto.

—El hecho de que el fantasma no le haya hecho nada no quiere decir que no pueda hacerlo. Mira lo que me ha pasado a mí esta tarde.

Georgia asintió con la cabeza. Bebió de un trago el resto de su vino, luego le miró a la cara, con ojos brillantes e inquisitivos.

—¿Me juras, entonces, que no te has encerrado en el cobertizo con la intención de matarte? ¿Me lo juras, Jude? No te enfades por la pregunta. Tengo que saberlo.

—¿Crees que soy capaz de hacer algo así? —preguntó él.

—Cualquiera puede serlo.

—Yo no.

—Cualquiera. Yo traté de hacerlo. Pastillas. Bammy me encontró desmayada en el suelo del baño. Tenía los labios azules. Apenas respiraba. Tres días después de terminar en el instituto. Luego vinieron mi madre y mi padre al hospital, y mi padre dijo: «Ni siquiera eso has podido hacerlo bien».

—Imbécil.

—Sí. Bastante.

—¿Por qué quisiste matarte? Supongo que tendrías una buena razón.

—Porque hacía el amor con el mejor amigo de mi padre. Desde los trece años. Era un tipo cuarentón que también tenía una hija. Algunas personas se enteraron. Su misma hija se enteró. Era mi amiga. Me dijo que le había destruido la vida. Me llamó puta.

—Georgia hizo girar el vaso hacia un lado y hacia otro, observando el rayo de luz que se movía por el borde—. Era difícil discutírselo. Él me había regalado cosas, y yo nunca había rechazado sus regalos. Por ejemplo, una vez me trajo un suéter nuevo con cincuenta dólares en el bolsillo. Dijo que el dinero era para que me comprara zapatos que hicieran juego con el jersey. Le dejé hacerme el amor por el dinero de los zapatos.

—Diablos. Eso no era una razón suficiente para suicidarte—reaccionó Jude—. En todo caso lo sería para matarlo a él.

—Ella se rió—. ¿Cómo se llamaba?

—George Ruger. Ahora es vendedor de coches usados, en mi pueblo. Jefe del comité directivo del Partido Republicano del condado.

—La próxima vez que pase por Georgia, me detendré un momento allí para matar a ese hijo de puta.

—La joven se rió otra vez—. O por lo menos haré que su culo se hunda totalmente en la arcilla de Georgia —afirmó Jude, y tocó los primeros compases de
Actos sucios
.

Ella levantó la copa de vino que estaba en el altavoz, la alzó en un brindis por él y bebió un sorbo.

—¿Sabes que es lo mejor de ti? —le preguntó ella.

—No tengo la menor idea.

—Nada te escandaliza. Quiero decir que te he contado todo eso y tú no has pensado que yo..., no sé..., que mi vida estaba arruinada. Definitivamente deshecha.

—Tal vez sí me escandaliza, pero no me importa.

—Sí te importa —dijo ella. Puso una mano sobre el tobillo de Jude—. Y nada te asusta.

Dejó pasar el comentario, no dijo que le resultó fácil adivinar el intento de suicidio, el padre al que nada le importaba, el amigo de la familia que abusó sexualmente de ella casi desde la primera vez que la vio, con el collar de perro al cuello, el pelo organizado en penachos irregulares y la boca pintada con lápiz blanco hasta parecer la capa de azúcar glaseado de un pastel.

—¿Y a ti qué te ocurrió? —dijo ella—. Es tu turno.

Movió el tobillo para librarse de la mano de la chica.

—No me interesan los concursos para ver quién ha sufrido más.

Miró por la ventana. Ya no quedaba nada de luz, salvo un destello broncíneo, pálido y rojizo detrás de los árboles sin hojas. Jude miró su propio reflejo, semitransparente, en el vidrio; su cara larga, arrugada, demacrada, con una barba negra que le llegaba casi al pecho. Era un fantasma exangüe, de rostro horrible.

—Hablame —insistió Georgia— de esa mujer que te ha enviado el fantasma.

—Jessica Price. Y no me lo envió así sin más. Recuerda, me engañó para que pagara por él.

—Correcto. ¿En eBay o algún otro lugar como ése?

—No. Un sitio diferente, un clon de tercera categoría. Parecía una vulgar subasta de Internet. No tenía nada de especial, salvo el producto ofrecido. La individua organizó todo entre bastidores para asegurarse de que yo la ganara.

—Jude vio nacer una pregunta en los ojos de Georgia y la respondió antes de que ella pudiera hablar—. Desconozco la razón por la que se tomó todo ese trabajo. No puedo decirte nada, no lo sé. Pero tengo la sensación de que no podía enviármelo sin más, por correo. Era obligado que yo aceptase hacerme cargo de él. Estoy seguro de que en eso hay algún mensaje moral profundo.

—Sí —confirmó Georgia—. Sigue con eBay. No aceptes ningún sustituto. —Probó un poco de vino, se lamió los labios y luego continuó—. ¿Y todo esto es porque su hermana se suicidó? ¿Por qué piensa ella que tuviste la culpa? ¿Te reprocha algo que escribiste en alguna de tus canciones? ¿Es como cuando aquel muchacho se mató después de escuchar a Ozzy Osborne? ¿Has escrito alguna letra que diga que el suicidio está bien, o algo por el estilo?

—No. Ni tampoco lo hizo Ozzy.

—Entonces, no comprendo por qué está tan enfadada contigo. ¿Os conocéis de alguna manera? ¿Conocías a la muchacha que se suicidó? ¿Te escribió descabelladas cartas de admiradora?

—Vivió conmigo por un tiempo. Como tú —confesó Jude.

—¿Como yo? ¡Oh!

—Tengo noticias sensacionales para ti, Georgia: yo no era virgen cuando te conocí.

—Su voz le parecía distante y extraña a él mismo.

—¿Cuánto tiempo vivió aquí?

—No sé. Ocho, nueve meses. Desde luego, más de la cuenta.

La chica pareció reflexionar sobre el último comentario de Jude.

—Llevo viviendo contigo unos nueve meses.

—¿Y qué?

—¿Me he quedado más tiempo de lo debido? ¿Nueve meses es el límite? ¿Entonces llega el momento de buscar un coño nuevo? Dime, ¿era rubia y decidiste que había llegado el momento de acostarse con una morena?

Él apartó las manos de la guitarra.

—Me daba igual que fuera rubia. Era una loca, por eso la eché. Supongo que no se lo tomó bien.

—¿Qué quieres decir con eso de que era una loca?

—Quiero decir que era una maniacodepresiva. Cuando estaba maniaca, era una amante espectacular. Cuando estaba depresiva, daba demasiado trabajo.

—¿Tenía problemas mentales, y tú la abandonaste?

—No había compromiso alguno de llevarla de la mano el resto de sus días. Como tampoco lo tengo contigo. Te diré otra cosa, Georgia, si tú crees que nuestra historia terminará con un «y vivieron felices para siempre», entonces te has metido en el cuento de hadas equivocado. —A medida que hablaba se daba cuenta de que había encontrado la manera de herirla y deshacerse de ella. En ese momento comprendió que había llevado inconscientemente la conversación hacia ese preciso punto. Volvió a rondarle la idea de que herirla lo suficiente como para que se marchara, aunque fuera por poco tiempo, una noche, unas horas, podría ser la última cosa buena que hiciera por ella. Ofenderla era sinónimo de salvarla.

—¿Cómo se llamaba la muchacha que se mató?

Quiso decir «Anna», pero dijo «Florida».

Georgia se puso de pie con rapidez, tanta que se tambaleó y dio la impresión de que podía caerse. Jude pudo haber extendido la mano para tranquilizarla, pero no lo hizo. Era mejor que se sintiera herida. La cara de la chica se puso blanca y se trastabilló hacia atrás. Lo miró, perpleja y herida..., y luego sus ojos se entornaron, como si estuviera enfocándole el rostro.

—No —dijo respirando suavemente—. No conseguirás que me vaya. Sé que es lo que buscas. Puedes soltarme toda la mierda que quieras, pero me quedaré, Jude.

Con cuidado, dejó el vaso que tenía en la mano en el borde del escritorio. Se apartó de él y luego se detuvo en la puerta. Giró la cabeza, pero no pareció poder mirarlo directamente a la cara.

—Voy a dormir un poco. Y tú te vienes también a la cama. —Era una orden, no un ruego.

Jude abrió la boca para responder y descubrió que no tenía nada que decir.

Cuando Georgia dejó la habitación, apoyó delicadamente la guitarra contra la pared y se puso de pie. Su pulso se aceleró, las piernas estaban inestables. Eran las manifestaciones físicas de una emoción que tardó un poco en identificar. Estaba muy poco acostumbrado a la sensación de alivio.

Capítulo 17

Georgia no estaba allí. Eso fue lo primero que notó. Se había ido, y todavía era de noche. Soltó aire, y con ello creó una nube de vapor blanco en la habitación. Empujó la única sábana delgada que le cubría, y salió de la cama. Luego se abrazó a sí mismo, víctima de un breve acceso de temblores.

La idea de que ella estuviera levantada y vagando por la casa le alarmó. Todavía tenía la cabeza confusa por el sueño. La temperatura de la habitación no debía estar muy lejos de los cero grados. Sería razonable pensar que Georgia había ido a ver qué ocurría con la calefacción, pero Jude sabía que no era así. Ella también había dormido mal, dando vueltas y hablando entre sueños. Desvelada, podría haberse levantado para ver la televisión, pero tampoco creía que eso fuera lo ocurrido.

Estuvo a punto de llamarla a gritos, pero lo pensó mejor. Se acobardó ante la posibilidad de que no contestara, de que su llamada fuese respondida por un intenso silencio. No. Nada de gritar. Nada de dar vueltas de un lado a otro. Sintió que si salía corriendo del dormitorio y recorría la casa a oscuras, llamándola, inevitablemente le dominaría el pánico. Además, la oscuridad y el silencio del dormitorio le horrorizaban. Se dio cuenta de que le daba miedo ir a buscarla, le aterrorizaba lo que pudiera estar esperándolo al otro lado de la puerta.

Mientras permanecía allí, inmóvil, percibió un murmullo gutural, el ruido de un motor en marcha. Dirigió su mirada al techo. Estaba iluminado con una luz blanca como el hielo. Eran los faros de algún vehículo que apuntaban desde abajo, desde el sendero de entrada. Se escuchó el ladrido de los perros.

Jude se dirigió a la ventana y descornó la cortina.

La furgoneta aparcada delante de la casa había sido azul alguna vez, pero tenía por lo menos veinte años y era evidente que nunca la habían repintado en ese tiempo, por lo que se había desteñido hasta adquirir un extraño color ahumado. Era un Chevy, un vehículo de trabajo. Jude había desperdiciado dos años de su vida con una llave inglesa en la mano en un taller de automóviles, cobrando 1,75 dólares por hora, y se dio cuenta por el murmullo profundo y violento del motor encendido de que tenía un peso grande bajo el capó. La parte delantera era agresiva y amenazante, con un ancho parachoques plateado que parecía el protector bucal de un boxeador. Había un refuerzo metálico sobre la parrilla delantera. Lo que en un primer momento había confundido con los faros era en realidad un par de reflectores agregados al protector metálico, que lanzaban dos rayos de intensa luz que brillaban en la noche. La furgoneta se alzaba más de un metro del suelo, sobre cuatro neumáticos de gran tamaño. Era un vehículo diseñado para recorrer caminos inundados, para moverse por las huellas abiertas entre los arbustos espesos del sur profundo, en lo más inaccesible de los pantanos. El motor estaba en marcha. No había nadie en la furgoneta.

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