El traje del muerto (17 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Bon
se lanzó hacia el otro lado de Craddock. Ella era también dos perros, tenía también su propio gemelo de sombra moviéndose a su lado. Cuando saltó, el viejo la golpeó con la cadena de oro. La hoja de plata en forma de media luna gimió en el aire. Atravesó la pata delantera derecha de
Bon
, por encima del hombro, sin dejar marca. Pero luego se hundió en el perro negro que había junto a ella, y le enganchó la pata. La
Bon
de sombra quedó atrapada y, por un momento, dio fuertes tirones que la deformaban hasta convertirla en algo que no era exactamente un perro, no era exactamente... nada. La hoja se desprendió para volver a la mano del muerto.
Bon
lanzó un aullido, un grito horroroso y agudo de dolor. Jude no supo qué versión de la perra aullaba, si el pastor alemán o la sombra.

Angus
se lanzó contra el muerto otra vez, con las mandíbulas abiertas, derecho a la garganta, a la cara. Craddock no pudo girar con la suficiente rapidez como para alcanzarlo con el cuchillo que se balanceaba. El
Angus
de sombra le puso las patas delanteras sobre el pecho y empujó. El muerto tropezó y cayó sobre el sendero de la entrada. Cuando el perro negro arremetió, se estiró, adelantándose casi un metro más allá del pastor alemán al que estaba unido, alargándose y afinándose como una sombra al final del día. Sus colmillos negros se cerraron de golpe a pocos centímetros de la cara del muerto. El sombrero de Craddock voló.
Angus
—los dos, el pastor alemán y el perro del color de la medianoche unido a él— se subió encima y lo arañó con sus patas.

El tiempo dio un salto.

El muerto estaba sobre sus pies otra vez, apoyado de cualquier manera en la camioneta.
Angus
había saltado a través del tiempo con él; se agachaba y atacaba. Oscuros dientes destrozaban la pernera de los pantalones del espectro. Una sombra líquida caía de los arañazos de la cara del muerto. Cuando las gotas chocaban contra el suelo, crepitaban y echaban humo como si fuera aceite al caer sobre una sartén caliente. Craddock lanzó una patada, dio en el blanco y
Angus
rodó, para volver a erguirse de inmediato.

El animal se agachó, con un profundo gruñido hirviendo en su interior y la mirada fija en Craddock y en la cadena de oro con la hoja en forma de media luna en un extremo que el fantasma hacía oscilar con fiera tenacidad. Esperaba la oportunidad de atacar. Los músculos del lomo del enorme perro estaban tensos bajo el brillante pelaje corto, listos para el salto. El animal negro unido a
Angus
se lanzó primero, apenas una fracción de segundo antes, con la boca muy abierta y los dientes tratando de morder la entrepierna del muerto, buscando sus testículos. Craddock chilló.

Lo esquivó.

El aire tembló con el ruido de una puerta al cerrarse de golpe. El viejo estaba dentro de su Chevy. Su sombrero había quedado en el camino de tierra, aplastado.

Angus
golpeó el lateral de la camioneta y ésta se meció sobre la suspensión. Luego,
Bon
arremetió contra el otro lado del vehículo, arañando el acero desesperadamente con las patas. Su respiración cubría de vaho la ventana, la baba mojaba el cristal, como si se tratara de una furgoneta auténtica. Jude no sabía cómo había llegado al otro lado. Un momento antes estaba junto a él, agazapada, preparada para el ataque.

Bon
resbaló, dio la vuelta, trazando un círculo completo, y se lanzó otra vez sobre la furgoneta. Al otro lado del vehículo,
Angus
atacó al mismo tiempo. Un instante después, sin embargo, el Chevy desapareció, y los dos perros chocaron entre sí. Sus cabezas se golpearon audiblemente, y cayeron al suelo, sobre el barro congelado en el que había estado la furgoneta hasta apenas un segundo antes.

Pero no se había ido. No del todo. Los reflectores seguían allí, dos círculos de luz flotando en el aire. Los perros volvieron a saltar, arremetiendo contra aquellas luces. Cuando vieron que atacaban algo inmaterial, se pusieron a ladrar furiosamente contra ellas.
Bon
tenía el lomo arqueado, el pelo erizado, y se apartó de las luces flotantes e incorpóreas al tiempo que ladraba.
Angus
ya no tenía apenas garganta para ladrar, y cada aullido sonaba más ronco que el anterior. El cantante advirtió que los gemelos de sombra de sus perros habían desaparecido junto con la camioneta, o habían regresado al interior de los cuerpos reales, donde tal vez habían estado siempre escondidos. El hombre supuso —la idea le pareció sumamente razonable— que aquellos canes negros unidos a
Bon
y a
Angus
eran sus almas.

Los círculos redondos de los reflectores comenzaban a desvanecerse, se iban volviendo fríos y azules, como recogiéndose sobre sí mismos. Luego se apagaron sin dejar nada, salvo pálidos reflejos en las retinas de Jude, una suerte de discos tenues, con el color de la luna, que flotaron delante de él por unos momentos antes de desaparecer.

Capítulo 20

Jude no estuvo listo hasta que el cielo comenzó a iluminarse hacia el este, con la primera luz de un falso amanecer. Luego dejó a
Bon
en el automóvil e hizo entrar a
Angus
en la casa con él. Trotó escaleras arriba, hacia el estudio. Georgia estaba donde la había dejado, durmiendo tumbada en el sofá, sobre una sábana de algodón blanco que él había sacado de la cama de la habitación de los huéspedes.

—Despierta, querida —dijo, poniéndole una mano sobre el hombro.

Georgia rodó hacia él cuando sintió que la tocaba. Un largo mechón de pelo negro estaba pegado a su mejilla sudorosa, y tenía mal semblante. Las mejillas eran de un color rojo bastante feo, mientras que el resto de la piel estaba blanco, cadavérico. Puso el dorso de la mano sobre su frente. Estaba febril y mojada.

Ella se humedeció los labios.

—¿Qué hora es?

—Las cuatro y media.

La joven miró a su alrededor, se incorporó y se apoyó sobre los codos.

—¿Qué estoy haciendo aquí?

—¿No lo sabes?

Ella le miró desde el fondo de los ojos. Su barbilla comenzó a temblar, y luego tuvo que apartar la mirada. Se cubrió el rostro con una mano.

—Dios mío —dijo.

Angus
se estiró junto a Jude y metió el hocico en el cuello de Georgia, debajo de la mandíbula, empujándola, como si quisiera decirle que mantuviera la cabeza alta. Sus enormes ojos estaban húmedos por la preocupación.

Ella se sobresaltó cuando la nariz húmeda del perro besó su piel. Se sentó del todo. Dirigió una mirada sorprendida y desorientada a
Angus
y puso delicadamente una mano sobre su cabeza, entre las orejas.

—¿Qué hace aquí dentro? —Miró a su amante, vio que estaba vestido, con botas negras y un impermeable que le llegaba hasta el tobillo. Casi al mismo tiempo, la joven pareció darse cuenta del murmullo gutural del Mustang, que estaba, con el motor en marcha, en la entrada.

El equipaje ya estaba allí.

—¿Adonde te vas?

—Nos vamos —corrigió él—. Al sur.

PARTE 2
EL VIAJE
Capítulo 21

La luz del día declinaba cuando llegaron al norte de Fredericksburg. Fue entonces cuando Jude vio la furgoneta del muerto detrás de ellos, siguiéndolos a una distancia de poco más o menos trescientos metros.

Craddock McDermott iba al volante, aunque era difícil distinguirlo claramente con tan poca luz, que además rebotaba en las nubes, haciéndolas brillar como brasas. Jude vio que llevaba puesto otra vez el sombrero de fieltro y conducía encorvado sobre el volante, con los hombros elevados hasta la altura de las orejas. Lucía unas gafas redondas cuyos cristales refulgían con una extraña luz anaranjada, producto de los reflejos de las farolas de la carretera interestatal 95. Parecían brillantes círculos de llamas, casi un complemento de los reflectores instalados en la protección metálica delantera.

Jude abandonó la autopista en la primera salida que encontró. Georgia le preguntó por qué lo hacía y él le respondió que estaba cansado. La chica no había visto al fantasma.

—Puedo conducir yo —propuso ella.

Georgia había dormido la mayor parte de la tarde. Viajaba en el asiento del acompañante, con los pies recogidos y la cabeza reclinada en el respaldo.

Al ver que él no respondía, le dirigió una mirada inquisitiva y le preguntó:

—¿Va todo bien?

—Sólo quiero salir de la autopista antes de que anochezca.

Bon
metió la cabeza en el hueco entre los asientos delanteros, se diría que para escucharlos hablar. A la perra le gustaba ser incluida en las conversaciones. Georgia le acarició la cabeza, mientras el animal miraba a Jude con una expresión de nervioso recelo visible en sus ojos de color castaño.

Encontraron un motel, un Days Inn, a menos de un kilómetro del peaje de la autopista. Jude pidió a Georgia que consiguiera una habitación, mientras él se quedaba en el Mustang con los perros. No quería correr el riesgo de ser reconocido, no estaba de humor para ello. A decir verdad, no lo había estado durante los últimos quince años.

En cuanto la joven abandonó el coche,
Bon
se acomodó en el lugar que dejó vacío, acurrucada en el templado asiento que Georgia había ocupado durante horas. Mientras la perra colocaba su hocico sobre las patas delanteras, dirigió a Jude una mirada culpable, esperando que gritara, que le ordenara volver atrás con
Angus
. Pero no lo hizo. Los perros eran libres de hacer lo que quisieran.

Al poco de comenzar el viaje, Jude le había contado a Georgia cómo los perros habían atacado a Craddock.

—Me parece que ni siquiera el muerto sabía que
Angus
y Bonnie podían atacarle de ese modo. Creo que se dio cuenta de que ellos constituían una especie de amenaza. Sospecho que le habría encantado asustarnos, hacernos abandonar la casa y alejarnos de ellos antes de que comprendiésemos que son una buena defensa contra los fantasmas.

Cuando escuchó lo que había pasado, Georgia se dio la vuelta en su asiento, alargó la mano hacia atrás y metió los dedos entre las orejas de
Angus
, inclinándose para poder frotar su nariz contra el hocico de
Bon
.

—¿Dónde están mis perritos valientes? ¿Dónde se han metido? Sí, aquí están, siempre con nosotros. —Y continuó con las carantoñas hasta que Jude comenzó a hartarse de ellas.

Georgia salió de la oficina con una llave enganchada en un dedo. Se la mostró, balanceándola, se dio la vuelta y se alejó, doblando la esquina del edificio. El la siguió en el automóvil y aparcó en un sitio libre, frente a una de las numerosas puertas de color beige que había en la parte de atrás del motel.

La chica entró con
Angus
mientras Jude paseaba a
Bon
por un bosquecillo de arbustos situado junto a la explanada del aparcamiento. Luego regresó, dejó a
Bon
con Georgia y llevó a pasear a
Angus
. Era importante que ninguno de los dos se apartara de al menos uno de los perros.

El bosquecillo, detrás del Days Inn, no se parecía al que crecía alrededor de su granja en Piecliff, Nueva York. Los de este tipo eran inconfundiblemente sureños, con su típico olor a humedad dulzona, a plantas en descomposición, a musgo y arcilla, azufre y aguas residuales, orquídeas y aceite de motor. La atmósfera misma era diferente. El aire parecía más denso, más tibio, pegajoso por la humedad. Como una sauna natural. Se parecía a Moore's Corner, donde Jude había crecido.
Angus
saltó sobre las luciérnagas que volaban aquí y allá entre los helechos, como chispas de etérea luz verde.

El cantante regresó a la habitación. Cuando atravesaban Delaware, se habían detenido en una estación de servicio para echar gasolina, y pensó aprovechar la parada para comprar media docena de latas de comida para perros en el supermercado anexo. Pero no se le había ocurrido conseguir también platos de papel. Mientras Georgia usaba el baño, Jude abrió uno de los cajones del tocador, buscó dos latas y las vació dentro. Puso el cajón en el suelo y los perros se lanzaron sobre él. Los ruidos húmedos que hacían al babear y tragar, al gruñir y tomarse un respiro en mitad del festín, llenaron la habitación.

Georgia salió del baño, se detuvo en la puerta con unas tenues bragas blancas y un top de espalda descubierta que le dejaba desnudo el abdomen. Todo rastro de su personalidad gótica había desaparecido con la ducha, menos las brillantes uñas de los pies, pintadas de negro. La mano derecha estaba envuelta con una venda nueva. Miró a los perros con la nariz arrugada en expresión de divertido desagrado.

—Vaya, vaya. Eso sí que es vivir en suciedad. Si la mucama descubre que «hemo' da'o de comer a lo' perro'» en un cajón del tocador, no nos va a volver a invitar al motel Fredericksburg Days Inn —dijo pronunciando deliberadamente con acento campesino, para hacer sonreír a su compañero. Se pasó toda la tarde eliminando las eses y alargando las vocales, a veces por diversión y otras, según le parecía a Jude, sin darse cuenta. Era como si al aproximarse a las tierras meridionales fuera también alejándose de la persona que había sido lejos de allí. Recuperaba inconscientemente la voz y las actitudes de antes, de la escuálida muchachita de Georgia que pensaba que era divertido ir a bañarse desnuda con los chicos.

—He conocido a personas que dejan las habitaciones de los hoteles en «piores» condiciones —dijo «piores» en vez de «peores». También parecía que el viejo acento de Jude, que se había ido desvaneciendo con el paso de los años, empezaba a resurgir. Si no tenía cuidado, antes de llegar a Carolina del Sur estaría hablando como un figurante de algún programa folk de televisión. Era difícil regresar al lugar donde uno había crecido sin recuperar las características de la persona que se había sido allí—. Una vez, mi bajista, Dizzy, cagó en un cajón de tocador porque yo tardaba demasiado en salir del baño.

Georgia se rió, pero Jude notó que su alegría no era plena y lo miraba con cierta preocupación, preguntándose, tal vez, qué estaba pensando. Dizzy había muerto. Sida. Jerome, que tocaba la guitarra rítmica y los teclados, y bastante bien todos los demás instrumentos, también estaba muerto. Su coche se salió de la carretera, a ciento cuarenta kilómetros por hora. El Porsche en que viajaba dio seis vueltas de campana antes de estallar en llamas. Sólo un puñado de personas sabía que no había sido un accidente por conducir borracho, sino un suicidio. Se mató estando perfectamente sobrio.

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