El traje del muerto (19 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Capítulo 22

Así que el lago Pontchartrain, ¿no? Yo me crié bastante cerca. Mis padres nos llevaron de campamento allí una vez. Mi padrastro pescaba. No puedo recordar si pescaba mucho. ¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?

Ella siempre le había acribillado con sus preguntas. Jude nunca pudo saber a ciencia cierta si escuchaba las respuestas o sólo usaba el tiempo en que él hablaba para pensar otra cosa con la que molestarlo.

—¿Te gusta pescar? ¿Te gusta el pescado crudo? ¿El su-shi? A mí el sushi me parece repugnante, salvo cuando bebo, entonces sí estoy de humor para tomarlo. La repulsión oculta la atracción. ¿Cuántas veces has estado en Tokio? Tengo entendido que la comida es realmente desagradable: calamares crudos, medusas crudas. Todo se sirve crudo allí. ¿No han inventado el fuego en Japón todavía? ¿Alguna vez te has intoxicado con comida en mal estado? Seguro que sí. Estando constantemente de gira, es normal. ¿Cuál ha sido la peor descomposición que has tenido? ¿Has vomitado alguna vez por la nariz? ¿Te ha ocurrido? Eso es lo peor. Pero ¿vas mucho a pescar al lago Pontchartrain? ¿Tu padre te llevaba? ¿No es ése el nombre más bonito del mundo? Lago Pontchartrain, lago Pontchartrain, quiero ver la lluvia sobre el lago Pontchartrain. ¿Sabes cuál es el sonido más romántico del mundo? El de la lluvia sobre un lago silencioso. Una buena lluvia de primavera. Cuando era niña, podía entrar en trance con sólo sentarme junto a mi ventana a ver la lluvia. Mi padrastro solía decir que no había conocido a nadie a quien fuera tan fácil poner en trance como a mí. ¿Cómo eras de niño? ¿Cuándo decidiste cambiarte de nombre?

Preguntas, todo en ella eran preguntas tontas y ansiosas.

—¿Crees que debería cambiarme el nombre? Tienes que escoger un nombre nuevo para mí. Quiero que me llames con cualquier nombre nuevo que quieras ponerme.

—Ya lo hago —respondió Jude aquella vez.

—Es cierto. Así es. Desde ahora en adelante, mi nombre es Florida. Anna McDermott ha muerto para mí. Es una muchacha del pasado. Ya no existe. De todas maneras, nunca me ha gustado. Prefiero ser Florida. ¿Echas de menos Luisiana? ¿No te parece curioso que viviéramos a sólo cuatro horas el uno del otro? Nuestros caminos podrían haberse cruzado muchas veces. ¿Crees que alguna vez hemos estado juntos, tú y yo, en la misma habitación, al mismo tiempo, sin saberlo? Aunque es muy probable que no, ¿no es cierto? Porque te fuiste de Luisiana antes de que yo ni siquiera hubiera nacido.

Aquél era su hábito más atractivo o su manía más irritante. Jude nunca estuvo seguro de ello. Tal vez era ambas cosas al mismo tiempo.

—¿Nunca dejas de hacer preguntas? —le preguntó la primera noche que durmieron juntos. Eran las dos de la mañana, y ella había estado interrogándolo durante una hora—. ¿Eras acaso una de esas niñas que volvían locas a sus madres haciendo preguntas todo el tiempo? ¿Por qué es azul el cielo? ¿Por qué la tierra no se estrella contra el sol? ¿Qué nos pasa cuando nos morimos?

—¿Qué pasa cuando nos morimos? —preguntó Anna, encantada—. ¿Has visto alguna vez un fantasma? Mi padrastro sí. Ha hablado con ellos. Estuvo en Vietnam. Dice que todo el país está embrujado.

Para entonces él ya sabía que su padrastro era un zahori y también un hipnotizador, y que hacía negocios con su hermana mayor, también hipnotizadora profesional, ambos en Testament, Florida. Eso era casi todo lo que conocía de su familia. Jude no preguntó más, ni entonces ni después. Se conformó con saber de ella lo que la joven quería que supiera.

Había conocido a Anna tres días antes, en Nueva York. Había ido allí para una actuación como cantante invitado, con Trent Reznor, en la banda sonora de una película. Era dinero fácil. Luego se quedó para ver un espectáculo que Trent estaba haciendo en Roseland. Anna se encontraba entre bastidores. Era una muchacha pequeña que usaba pintalabios violeta y pantalones de cuero que chirriaban al caminar. Rara chica rubia entre las muchachas góticas. Le preguntó si quería un bocadillo de huevo y fue a buscárselo. Luego dijo:

—¿Es difícil comer con una barba así? ¿Se te pega la comida en ella?

—Lo acosó con preguntas casi desde el momento en que se conocieron—. ¿Por qué piensas que tantos tipos, motociclistas y otros, se dejan crecer las barbas? ¿Para parecer amenazadores? ¿No opinas que en realidad son una desventaja en una pelea de verdad?

—¿Por qué una barba ha de ser una desventaja en una pelea? —preguntó Jude en aquella ocasión.

Ella le agarró fuertemente la barba y tiró de ella. Se inclinó hacia delante al sentir el dolor del tirón en la parte inferior del rostro. Le rechinaron los dientes, y ahogó un grito furioso. Le soltó y continuó con su chachara:

—Si yo tuviera que pelear alguna vez con un hombre barbudo, esto sería lo primero que haría. Esos cantantes, los ZZ Pop, serían fáciles de derrotar. Podría dominarlos a los tres yo sola, con lo pequeñita que soy. Esos tipos no tienen escapatoria, no pueden afeitarse. Si alguna vez se afeitaran, nadie sabría quiénes son. Me parece que contigo ocurriría lo mismo, ahora que lo pienso un poco. La barba es parte de ti. Tus barbas me causaban pesadillas de pequeña, cuando solía mirarte en los vídeos. ¡Vaya! Podrías ser un personaje totalmente anónimo si te afeitaras. ¿Lo has pensado alguna vez? Tendrías vacaciones instantáneas en el trabajo de ser célebre. Además, es una desventaja en una pelea. Hay buenas razones para afeitarse.

—Mi cara sí que es una desventaja para conseguir mujeres. Si mi barba te producía pesadillas, deberías verme sin ella. Probablemente nunca volverías a dormir.

—De modo que es un disfraz. Un truco de ocultación. Como tu nombre.

—¿Qué pasa con mi nombre?

—El que usas no es tu nombre real. Judas Coyne. Es un juego de palabras.

—Se inclinó hacia él—. ¿Un nombre como ése? ¿Acaso provienes de una familia de cristianos locos? Seguro que sí. Mi padrastro dice que la Biblia es sólo palabrería. Fue educado en la religión pentecostal, pero acabó siendo espiritista, y así fue como nos crió a nosotras. Tiene un péndulo. Lo cuelga delante de una persona para hacerle preguntas y discernir si está mintiendo o no, por la manera en que oscila. También puede leer tu aura con eso. Mi aura es negra como el pecado. ¿Y la tuya? ¿Quieres que te lea las manos? Leer las manos no es nada. Es un truco facilísimo.

Anna le leyó la buenaventura tres veces. En la primera ocasión, ella estaba arrodillada, desnuda en la cama, junto a él, con una línea brillante de sudor en la intersección de los pechos. Estaba sofocada, aún con la respiración agitada por el esfuerzo compartido. Ella le cogió la mano, movió las yemas de los dedos sobre la palma, y observó atentamente.

—Mira esta línea de la vida —dijo Anna—. Es muy larga. Creo que vivirás eternamente. Yo no querría vivir siempre. ¿Cuándo se es demasiado viejo? Tal vez sea algo metafórico. Como decir que tu música es inmortal. Pura palabrería. No sé. La lectura de las manos no es una ciencia exacta.

En otra ocasión, poco tiempo después de que terminara de reconstruir el Mustang, fueron a pasear por las colinas que se alzan sobre el río Hudson. Se detuvieron en un embarcadero pequeño y se quedaron mirando el río. El agua parecía salpicada por escamas de diamantes, debajo de un cielo alto y azul, algo desteñido. Nubes blancas y esponjosas, a miles de metros de altura, cubrían el horizonte. No fue un paseo premeditado, porque en realidad Jude pretendía esa tarde llevar a Anna a ver a un psiquiatra —Danny había conseguido la cita—, pero ella se negó rotundamente en el último momento. Le dijo que era un día demasiado hermoso como para pasarlo en el consultorio de un médico.

Se quedaron allí sentados, con las ventanillas del coche abiertas y la música puesta en tono suave. Ella le tomó la mano que reposaba en el asiento, entre ambos. La chica tenía uno de sus días buenos, de aquellos que se presentaban cada vez con menor frecuencia.

—Te enamorarás otra vez después de mí —le dijo—. Tendrás otra oportunidad de ser feliz. No sé si te permitirás aprovecharla. Tengo la sensación de que no lo harás. ¿Por qué no quieres ser feliz?

—¿Qué significa «después de ti»? —preguntó, molesto—. Soy feliz ahora.

—No. No eres feliz. Todavía estás enfadado.

—¿Con quién?

—Contigo mismo —explicó ella, como si fuera la cosa más natural del mundo—. En el fondo te culpas de que Jerome y Dizzy murieran. No quieres aceptar que nadie habría podido salvarlos de ellos mismos. Además, aún estás enfadado con tu padre. Por lo que le hizo a tu madre. Por lo que te hizo en la mano.

La última afirmación le cortó el aliento.

—¿De qué estás hablando? ¿Cómo sabes lo que él me hizo en la mano?

Ella le dirigió una mirada divertida y astuta.

—La estoy mirando en este momento, ¿no?

—Le cogió la mano y le dio la vuelta. Pasó el pulgar sobre los nudillos con cicatrices—. No hace falta ser vidente ni nada por el estilo. Sólo hay que tener dedos sensibles. Puedo sentir el lugar en el que los huesos se soldaron. ¿Con qué te golpeó la mano para aplastarla así? ¿Con una maza? Se curó bastante mal.

—Con la puerta del sótano. Me escapé un fin de semana, para tocar en un espectáculo, en Nueva Orleans. Era un concurso de bandas. Yo tenía quince años. Saqué cien dólares de los ahorros de la familia para pagar el billete de autobús. Pensé que no sería un robo, porque íbamos a ganar el concurso. El premio era de quinientos dólares en efectivo. Lo devolvería con intereses.

—¿Y qué pasó? ¿Cómo quedasteis?

—En tercer lugar. Nos dieron una camiseta a cada uno —explicó Jude—. Cuando volví, me arrastró hasta la puerta del sótano y me aplastó la mano izquierda con ella. Sabía que era la mano con la que hacía los acordes.

Ella frunció el ceño y luego lo miró confusa.

—Creía que hacías los acordes con la otra mano.

—Eso es ahora. No me quedó otro remedio.

—Anna le miró a los ojos—. Ya ves, como pude, aprendí a hacerlos con la mano derecha mientras se curaba la izquierda, y ya nunca dejé de tocar así.

—¿Fue difícil?

—Bueno, no estaba seguro de que mi mano izquierda volviera a ser como antes, de modo que o aprendía a usar la otra o dejaba de tocar. Y habría sido mucho más duro para mí dejar la música.

—¿Dónde estaba tu madre cuando ocurrió eso?

—No me acuerdo.

Una mentira. La verdad era que no lo podía olvidar. Su madre estaba en la mesa cuando su padre empezó a arrastrarlo por la cocina, hacia la puerta del sótano. El muchacho gritó, pidiéndole ayuda, pero ella simplemente se puso de pie, se tapó los oídos y huyó hacia el cuarto de costura. Lo cierto era que no podía culparla por negarse a intervenir. Supuso que se lo merecía, y no precisamente por sacar los cien dólares de la caja.

—De todas maneras —prosiguió Jude—, acabé tocando mejor la guitarra cuando tuve que cambiar de mano. Me tiré más o menos un mes sacando los más horribles y jodidos sonidos que jamás se han escuchado. Hasta que, finalmente, alguien me explicó que tenía que encordar la guitarra al revés si iba a tocar con las manos cambiadas. Después de eso, resultó mucho más fácil.

—Además, fue una lección para tu padre, ¿no?

Jude no respondió. La chica observó la palma de su mano y pasó el pulgar por la muñeca.

—Él no ha terminado todavía contigo. Tu padre, digo. Volverás a verlo.

—Imposible. Hace treinta años que no lo veo. Ya no forma parte de mi vida.

—Sí que forma parte. Forma parte de ella todos los días.

—Es curioso. Creía que habíamos decidido no ir a la cita con el psiquiatra esta tarde.

Anna no hizo caso, y siguió:

—Tienes cinco líneas de la suerte. Tienes más suerte que un gato, Jude Coyne. El mundo debe recompensarte aún más por todo lo que te hizo tu padre. Cinco líneas de la suerte. El mundo nunca terminará de pagarte.

—Le soltó la mano—. Tu barba y tu gran chaqueta de cuero, tu enorme cochazo negro y tus grandes botas negras. Nadie se pone toda esa armadura a menos que haya sido herido por alguien que no tenía ese derecho.

—Mira quién habló —replicó él—. ¿Hay algún lugar de tu cuerpo que no hayas atravesado con un alfiler?

—Tenía alfileres en las orejas, la lengua, en un pezón, en los labios vaginales—. ¿A quién tratas de asustar para que no se acerque?

Anna le hizo la última lectura de mano unos pocos días antes de que Jude le hiciera las maletas. Un día, a primera hora de la tarde, él miró por la ventana de la cocina y la vio caminando bajo una fría lluvia de febrero, en dirección al establo. Iba vestida sólo con un top oscuro y unas bragas negras. Su piel desnuda era de una palidez terrible.

Cuando Jude la alcanzó, la chica ya se había arrastrado dentro de la caseta de los perros, en la parte que estaba en el interior del establo, donde
Angus
y
Bon
se refugiaban de la lluvia. Estaba sentada en la tierra, con la parte posterior de los muslos llena de barro. Los animales se movían de un lado a otro y le lanzaban miradas de preocupación mientras le dejaban sitio para que estuviera cómoda.

Jude entró en la caseta gateando, enfadado con ella, totalmente harto del modo en que habían marchado las cosas en los últimos dos meses. Estaba cansado de hablarle y recibir elementales respuestas de no más de tres palabras, asqueado de las risas y las lágrimas soltadas sin razón alguna. Ya no hacían el amor. La sola idea le repelía. Ella no se lavaba, no se vestía, no se cepillaba los dientes. Su pelo rubio, del color de la miel, parecía un nido de ratas. Las escasas veces que habían intentado últimamente tener relaciones sexuales ella había conseguido que Jude perdiera interés, avergonzado y asqueado por las cosas que ella quería hacer. A él no le molestaba un poco de perversión, atarla si ella quería, pellizcarle los pezones, darle la vuelta y practicar sexo anal. Pero para ella aquello no era suficiente. Quería que él le pusiera una bolsa de plástico en la cabeza. Que le hiciese cortes con un cuchillo.

Estaba inclinada hacia delante con un alfiler en la mano. Se lo clavaba en el dedo pulgar, moviéndolo lenta y deliberadamente, pinchándose a sí misma una y otra vez, haciendo salir gruesas gotas de sangre, brillantes como gemas.

—¿Qué demonios estás haciendo? —le preguntó él, esforzándose por mantener la voz calmada, sin lograrlo. La cogió por la muñeca para impedir que siguiera lastimándose.

Ella dejó caer el alfiler en el barro, liberó su mano para coger la de él y apretarla, mirándola. Los ojos brillaron febriles en medio de sus oscuras ojeras, que más bien parecían moretones. Apenas llegaba a dormir tres horas por noche, en el mejor de los casos.

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