El traje del muerto (22 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Capítulo 25

El Denny's estaba lleno de gente y de ruido, el aire era denso por el olor de la grasa del tocino, del café quemado y del humo de los cigarrillos. El bar, situado inmediatamente a la derecha de las puertas, era la zona de fumadores. Eso significaba que, después de cinco minutos de espera para encontrar sitio, uno podía estar seguro de apestar como un cenicero cuando fuera conducido a la mesa.

Jude no fumaba y nunca había fumado. Era el único hábito autodestructivo que había logrado evitar. Su padre sí fumaba. Cuando hacía recados en el pueblo, Jude siempre estaba dispuesto a comprarle aquellas cajetillas baratas y largas de cigarrillos sin marca. A veces las compraba incluso sin que se lo pidiera. Ambos sabían por qué. El muchacho observaba con intensidad a Martin al otro lado de la mesa de la cocina, mientras su padre encendía un cigarrillo y daba la primera calada, haciendo que la punta se pusiera al rojo vivo.

—Si las miradas pudieran matar, yo ya tendría cáncer —le dijo Martin una noche, sin ningún preámbulo. Agitó una mano, dibujó un círculo en el aire con el cigarrillo, mirando a Jude con los ojos entornados por el humo—. Tengo una constitución fuerte. Tú quieres matarme con éstos, pero vas a tener que esperar bastante. Si realmente quieres verme muerto, hay maneras más fáciles de conseguirlo.

La madre de Jude no dijo nada, concentrada como estaba en el trabajo de pelar guisantes, con una expresión ensimismada. Podría haber pasado por sordomuda.

Jude —entonces era Justin— tampoco habló, se limitó a seguir mirándolo con furia. No porque estuviera demasiado enfadado como para hablar. Lo que ocurría era que estaba demasiado sorprendido, pues parecía que su padre le hubiera leído la mente. Había mantenido fija la mirada en los pliegues holgados, como de piel de gallina, del cuello de Martin Cowzynski, con una especie de ira contenida, como si deseara que un cáncer se apoderara de él en ese mismo instante, como si quisiera ver un montón de células negras en aumento que devoraran la voz de su padre, que ahogaran la respiración de su padre. Deseaba eso con todo su corazón: un cáncer que obligara a los médicos a arrancarle la garganta, a callarlo para siempre.

El hombre sentado en la mesa vecina había perdido su garganta y usaba una laringe electrónica para hablar. Era un ruidoso y agudo sistema que manejaba desde la parte de abajo de la barbilla para hablar con la camarera, y de paso con todos los presentes en el lugar.

—¿Tienen aire acondicionado? Bien, enciéndalo. Si ustedes no se molestan en cocinar la comida, ¿por qué quieren freír a los clientes que pagan? Dios Santo, tengo ochenta y siete años.

—Este dato parecía ser para él de suma importancia, ya que, cuando la camarera se alejaba, se lo repitió a su esposa, una mujer increíblemente obesa que no levantó la vista del periódico mientras él hablaba—. Tengo ochenta y siete años, santo cielo. ¡Nos freímos como si fuéramos huevos!

—Se parecía al viejo de aquella famosa pintura titulada
Gótico estadounidense
hasta en los cabellos grises peinados sobre la cabeza parcialmente calva.

—Me pregunto qué clase de par de viejos llegaremos a ser —dijo Georgia.

—Lo tengo claro. Yo todavía tendré pelo. Sólo pelo blanco. Mechones que crecerán de manera desordenada, por todas parles, probablemente. Las orejas. La nariz. Pelos grandes e hirsutos saliendo de mis cejas. En resumen, seré como un Santa Claus terriblemente mal hecho.

Ella se puso una mano debajo de los pechos.

—La grasa que tienen éstos se escurrirá directamente hacia mi culo. Me gustan los dulces, de modo que, muy probablemente, me faltarán dientes. Por otra parte, y eso será lo mejor, podré sacarme la dentadura para practicar sexo oral sin dientes. Lo propio de una señora mayor.

Jude le tocó la barbilla y le levantó la cara para enfrentarla a la suya. Estudió sus pómulos y los ojos dentro de las profundas cuencas, con ojeras, ojos que miraban divertidos e irónicos, sin llegar a ocultar del todo el deseo de contar con su aprobación.

—Tienes una buena cara —dijo él—. Tienes buenos ojos. Estarás bien. En las ancianas lo importante son los ojos. Serás una viejecita con ojos vivaces, y parecerá que siempre estás pensando en algo divertido. Siempre dispuesta a meterte en problemas.

Retiró la mano. Ella fijó la mirada en el café, sonriendo, halagada y sumergida en una timidez poco habitual.

—Parece que estuvieras hablando de mi abuela Bammy —dijo—. Te va a encantar cuando la veas. Podríamos estar allí a la hora del almuerzo.

—Sí.

—Mi abuela tiene el aspecto de una encantadora ancianita, adorable e inofensiva. Pero, ay, le gusta atormentar a la gente. Yo vivía con ella cuando estaba en octavo. Invitaba a mi amigo Jimmy Elliott a casa, supuestamente para jugar a los dados, pero en realidad robábamos vino. Bammy dejaba casi todos los días en el frigorífico media botella de tinto que había sobrado de la comida de la noche anterior. Y ella sabía lo que estábamos haciendo. Un día cambió el vino por tinta morada y la dejó allí para que nosotros la robáramos. Jimmy me dejó beber primero. Eché un trago y me atraganté, tosiendo como nunca lo había hecho. Cuando volví a casa, todavía tenía un enorme anillo morado alrededor de la boca, manchas del mismo color por toda la mandíbula y la lengua de color púrpura. La tinta no salió hasta una semana después. Yo esperaba que Bammy me diera unos azotes, pero a ella le pareció suficiente castigo y consideró que además era un asunto gracioso.

La camarera se acercó para tomar nota. Cuando se fue, Georgia sacó un tema inesperado:

—¿Cómo era eso de estar casado, Jude?

—Tranquilo.

—¿Por qué te divorciaste de ella?

—Yo no me divorcié. Fue ella quien se divorció de mí.

—¿Te sorprendió en la cama con todo el estado de Alaska o algo por el estilo?

—No. No la engañé... Bueno, no demasiado a menudo. Y a ella no parecía molestarle.

—¿No le molestaba? ¿Lo dices en serio? Si nosotros estuviéramos casados y tú hicieras de las tuyas, te arrojaría a la cara lo primero que tuviera a mano. Y lo segundo. Y luego no te llevaría al hospital. Dejaría que te desangraras. —Hizo una pausa y se inclinó sobre su taza de café—. ¿Y por qué fue entonces? ¿Por qué te dejó?

—Sería difícil de explicar.

—¿Porque soy demasiado estúpida?

—No —replicó él—. Más bien porque yo no soy lo suficientemente listo como para explicármelo a mí mismo, y mucho menos a otra persona. Durante mucho tiempo, quise hacer el papel de marido. Pero luego dejé de hacerlo. Y cuando eso ocurrió... ella se dio cuenta. Sencillamente. Tal vez yo procuré que lo supiera. —Mientras decía eso, Jude estaba pensando en cómo había empezado a acostarse cada vez más tarde, esperando a que ella se cansara y se fuera a dormir sin él. Procuraba meterse en la cama después de que ella se durmiera para no tener que hacer el amor. También pensaba en cómo a veces comenzaba a tocar la guitarra, ensayando una melodía, precisamente cuando ella estaba diciéndole algo. Tapaba con los acordes lo que su mujer decía. Recordaba igualmente que había conservado la película pornográfica con el asesinato, en lugar de deshacerse de ella. Recordaba que la había dejado donde ella pudiera descubrirla, donde él suponía que ella la encontraría.

—Eso no tiene sentido. Así, de repente. ¿No sentiste que debías hacer un esfuerzo? No es propio de ti. No eres el tipo de persona capaz de abandonar las cosas importantes sin ninguna razón.

No había sido sin ninguna razón, pero la razón que había desafiaba toda explicación racional, no podía ser traducida en palabras de manera que tuviera sentido. Había adquirido la granja para su esposa, para ellos dos. Le compró a Shannon un Mercedes, luego otro, un sedán grande y un descapotable. Viajaban los fines de semana, a veces incluso a Cannes, y volaban en un jet particular en el que comían langostinos gigantes y langosta. Y luego Dizzy murió, se fue de la manera más terrible y dolorosa que se pueda imaginar, y Jerome se mató. A pesar de ello, Shannon solía aparecer en el estudio para decirle a Jude: «Estoy preocupada por ti. Vamos a Hawai» o «Te he comprado una americana de cuero..., pruébatela», y él empezaba a tocar las cuerdas de su guitarra. Detestaba la voz de Shannon y tocaba para que la música la borrara. Odiaba la sola idea de gastar más dinero, de poseer otra chaqueta, de hacer otro viaje. Pero sobre todo odiaba la expresión de satisfacción de su mujer, aquel aspecto complacido de su cara. Y detestaba sus dedos regordetes, llenos de anillos, e incluso el frío aire de preocupación que a veces aparecía en su mirada.

Cuando Dizzy estaba ciego, ya muy cerca del final, con fiebre altísima y sin poder controlar sus esfínteres, el delirio se apoderó de su mente y creía que Jude era su padre. El enfermo lloraba y decía que no quería ser gay.

—No me odies más, papá, no me odies —suplicaba, gimiendo.

Y Jude respondía, por pura piedad:

—No te odio. Nunca te he odiado.

Luego Dizzy murió y Shannon seguía comprando ropa para su marido y pensando a qué restaurante irían a comer.

—¿Por qué no tuviste hijos con ella? —quiso saber Georgia.

—Tenía mucho miedo de parecerme demasiado a mi padre.

—Dudo que te parezcas a él —sentenció ella.

Pensó en eso mientras observaba el bocado que tenía pinchado en el tenedor.

—Te equivocas. Tenemos un temperamento muy parecido.

—A mí lo que me asusta —dijo la chica— es tener hijos y que luego ellos se enteren de toda la verdad sobre mí. Los hijos siempre se enteran. Yo acabé sabiendo todo lo referente a mis padres.

—¿Qué descubrirían tus hijos sobre ti?

—Que abandoné el instituto. Que tenía trece años cuando dejé que un tipo me convirtiera en prostituta. El único trabajo que siempre he sabido hacer bien ha sido quitarme la ropa al ritmo de la música de Mótley Crüe, en una sala llena de borrachos. Traté de suicidarme. Me arrestaron tres veces. Le robé dinero a mi abuela y la hice llorar. No me cepillé los dientes durante casi dos años. ¿Me olvido algo?

—Pues lo que tu hijo descubrirá es que, por malas que sean las cosas que haga, siempre podrá hablar con su madre, porque ella ya lo ha pasado todo. No importa qué mierda le caiga encima. Puede sobrevivir, porque su madre soportó cosas peores y logró salir adelante.

Georgia levantó la cabeza, sonriendo otra vez, con los ojos brillantes de placer y picardía. En ese momento eran la clase de ojos de los que Jude había estado hablando apenas unos minutos antes.

—¿Sabes una cosa, Jude? —dijo ella, tratando de coger su taza de café con la mano vendada. La camarera, que estaba detrás de la chica, se inclinó con la cafetera para volver a llenar la taza de Georgia, sin fijarse en lo que estaba haciendo porque estaba mirando su talonario de facturas. Jude presintió lo que estaba a punto de ocurrir, pero no pudo soltar la advertencia a tiempo. Georgia seguía hablando—: A veces eres un tipo tan bueno, puedo olvidar que eres un est...

La camarera sirvió justo cuando Georgia movió la taza y volcó café hirviente sobre la mano vendada. La lesionada gritó y retiró la mano, apretándosela contra el pecho, con la cara deformada por un gesto de dolor. Por un instante hubo una expresión vidriosa en sus ojos, una mirada hueca y lejana que hizo que Jude pensara que estaba a punto de desmayarse.

Luego se puso de pie, sujetando la mano herida con la sana.

—¿Por qué no miras dónde sirves esa porquería, maldita zorra? —le gritó a la camarera con aquel acento sureño y provinciano que volvía a apoderarse de ella.

—Georgia —intervino Jude, empezando a levantarse.

Ella hizo un gesto con la cara y agitó la mano para que volviera a sentarse. Golpeó adrede a la camarera con el hombro al pasar junto a ella para dirigirse con gesto altivo hacia el pasillo en el que se encontraban los baños.

Jude empujó su plato a un lado.

—Tráigame la cuenta cuando pueda.

—Lo siento mucho —se disculpó la mujer.

—Ha sido un accidente.

—Lo siento mucho —repitió la camarera—. Pero no es razón para que me hable de esa manera.

—Bueno, se ha quemado. Me sorprende que no haya dicho cosas peores.

—Ustedes dos —dijo la camarera—. Sabía a quién estaba sirviendo nada más posar los ojos sobre usted. Y les he servido con el mismo cuidado que a todo el mundo.

—¿Ah, sí? ¿Usted sabía a quién estaba sirviendo? ¿Y a quién era?

—A un par de delincuentes. Usted parece un vendedor de drogas.

Él se rió.

—Y sólo hay que echarle una ojeada a ella para saber lo que es. ¿Cobra por horas? ¿También sabe si hace eso? —Dejó de reírse—. Tráigame la cuenta —ordenó—. Y desaparezca de mi vista de inmediato.

Ella le miró un momento más, con la boca apretada, como si estuviera a punto de escupirle, y luego se alejó rápidamente sin decir ninguna otra palabra.

Los clientes sentados en las mesas situadas alrededor de él detuvieron sus conversaciones para mirar, sorprendidos, y por supuesto para escuchar. Jude recorrió a todos con la mirada, clavando los ojos en quienes se atrevían a mirarlo a él, y uno a uno fueron volviendo a ocuparse de su comida. Era implacable cuando se trataba de mirar cara a cara. Había mirado a demasiadas multitudes durante demasiados años como para atemorizarse ante unos ojos desafiantes. Podía sostener cualquier mirada sin pestañear.

Finalmente, las únicas personas que siguieron mirándolo fueron el anciano del cuadro
Gótico estadounidense
y su esposa, que bien podría haber sido la increíble mujer gorda de un barracón de feria en su día libre. Ella, por lo menos, hizo el esfuerzo de ser discreta mirando a Jude por el rabillo del ojo, mientras fingía estar interesada en el periódico que tenía ante sí. Pero el anciano seguía mirando con sus ojos castaños, censurándolo y también reflejando cierta maligna diversión. Con una mano sostenía la laringe electrónica, que zumbaba débilmente, como si estuviera a punto de hacer algún comentario. Pero no dijo nada.

—¿Tiene algo que decir? —preguntó Jude mirando al anciano a los ojos. Pero el viejo no se avergonzó ante aquella mirada que lo invitaba a ocuparse de sus asuntos.

Levantó las cejas para luego mover la cabeza de un lado a otro, como diciendo: «No, no tengo nada que decir». Bajó la mirada hacia su plato e hizo un mohín gracioso con la nariz. Dejó la laringe electrónica junto a la sal y la pimienta.

Jude estaba a punto de apartar la mirada cuando la laringe electrónica cobró vida, vibrando sobre la mesa. Una voz fuerte, monótona y eléctrica clamó, zumbante: «Morirás».

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