El traje del muerto (27 page)

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Authors: Joe Hill

Tags: #Terror

Sus ojos eran lo más brillante que se veía entre las sombras del pasillo, como chispas verdosas de luz no natural. En su rostro pálido, agotado, había una especie de entusiasmo.

—¿Qué es eso? —preguntó él, y ella le dio la vuelta para que se viera lo que estaba escrito en uno de sus lados.

OUIJA — TABLERO QUE HABLA — PARKER BROS.

Capítulo 29

Lo llevó a su dormitorio, donde se quitó la toalla de la cabeza y la dejó caer sobre una silla.

Era una habitación pequeña, situada debajo del tejado, con apenas espacio suficiente para ellos y los perros.
Bon
ya estaba acurrucada en la cama pequeña, arrimada a la pared. Georgia hizo un chasquido con la lengua, dio un golpe en la almohada, y
Angus
se fue de un salto junto a su hermana. Se echó.

Jude permaneció junto a la puerta cerrada —el tablero estaba en ese momento en sus manos— y se volvió, trazando un lento círculo, mirando con curiosidad el lugar donde Georgia había pasado la mayor parte de su infancia. No imaginaba que sería algo tan sólido y sano como lo que encontró. El cubrecama era una colcha de parches, con un dibujo de la bandera estadounidense. Un montón de unicornios de trapo, de aspecto polvoriento, de varios colores, estaba almacenado en una canasta de mimbre, en un rincón.

Había un tocador antiguo, de nogal, con un espejo que podía inclinarse hacia delante y hacia atrás. En el marco del espejo estaban colocadas varias fotos descoloridas por el sol, y en ellas se veía a una muchacha de grandes dientes y pelo negro. Era una adolescente de aspecto huesudo y algo varonil. En una de las fotos llevaba puesto el uniforme de los equipos juveniles, que era demasiado grande para ella, con las orejas sobresaliendo por debajo de la gorra. En otra instantánea estaba con varias amigas, todas ellas bronceadas por el sol, de pechos chatos, en bikini, en la playa de un lugar indeterminado, con un muelle en segundo plano.

La única semejanza de aquella muchacha con la persona en la que después se convirtió podía hallarse en una última fotografía, la de la ceremonia de graduación. Allí estaba Georgia, con birrete y toga negra. La acompañaban sus padres: una mujer marchita, con un vestido de flores que parecía sacado de una película antigua, y un hombre con cabeza en forma de patata, mal peinado y vestido con una barata americana deportiva de cuadros. Georgia posaba entre ellos, sonriente, pero sus ojos estaban sombríos, astutos y llenos de resentimiento. Y mientras sostenía su diploma en una mano, la otra permanecía levantada con un saludo muy heavy, con los dedos meñique e índice estirados, representando los cuernos del diablo. Destacaban la uñas pintadas de negro. Eso era todo.

Georgia encontró en el escritorio lo que estaba buscando, una caja de cerillas de cocina. Se inclinó sobre el alféizar para encender algunas velas oscuras. Impresas en la parte trasera de sus pantalones cortos llevaba las palabras «equipo universitario». La parte de atrás de sus muslos estaba tensa y era fuerte gracias a cinco años de baile.

—¿Equipo universitario de qué? —preguntó Jude.

Ella se volvió para mirarlo, con la frente arrugada. Luego dirigió los ojos hacia dónde él estaba mirando, echó un rápido vistazo a su propio trasero y sonrió.

—Gimnasia. De ahí saqué la mayor parte de mi número.

—¿Allí fue donde aprendiste a lanzar el cuchillo?

Cuando actuaba tiraba cuchillos de atrezo, pero también era capaz de manejar uno de verdad. En cierta ocasión, para hacerle una demostración, había lanzado un machete a un tronco, a una distancia de seis metros, y lo había clavado con un ruido sordo y sólido, seguido de un sonido metálico y ondulante: el timbre musical, bajo y armónico, del acero que vibra.

Le dirigió una mirada tímida y habló:

—Bah, no es para tanto, Bammy me enseñó a hacerlo. Bammy tiene un brazo que parece diseñado para arrojar cosas. Bolos, pelotas de béisbol... Tiene precisión. A los cincuenta años seguía lanzando pelotas para su equipo de béisbol. Nadie podía con ella. Su padre le enseñó a lanzar el cuchillo y ella me enseñó a mí.

Después de encender las velas, abrió unos centímetros las dos ventanas de la estancia, sin levantar las cortinas blancas, lisas. Cuando la brisa sopló, éstas se movieron y la pálida luz del sol se coló en la habitación, y luego disminuyó y enseguida volvió a crecer, produciéndose suaves oleadas de tenue luminosidad. Las velas no añadieron demasiada claridad, pero el perfume que producían era agradable, sobre todo al mezclarse con el fresco olor a hierba que llegaba del exterior.

Georgia se volvió, cruzó las piernas y se sentó en el suelo. Jude se puso de rodillas frente a ella. Las articulaciones crujieron.

Puso la caja entre ellos, la abrió y sacó el tablero del juego... ¿Un tablero de ouija era un juego, exactamente? En el cuadrado de color sepia estaban todas las letras del alfabeto, las palabras SÍ y NO, en mayúsculas, un sol con una cara que parecía la de un loco que reía y una luna que simulaba un rostro de expresión enojada. Jude colocó sobre el tablero una tablilla de plástico negro con forma de naipe.

—No sabía si podría encontrarlo —dijo Georgia—. No he visto esta maldita cosa probablemente desde hace ocho años. ¿Recuerdas la historia que te conté sobre aquella vez que vi un fantasma en el patio trasero de Bammy?

—Su gemela.

—Me asustó muchísimo, pero también me produjo curiosidad. Es gracioso cómo somos las personas. Porque cuando vi a la niña en el patio trasero, al fantasma, lo único que quería era que se fuera. Pero en cuanto se marchó, sentí deseos de volver a verla. Deseé con fuerza tener otra experiencia como ésa, encontrarme con otro fantasma.

—Y ahora tienes a uno pisándote los talones. ¿Quién dice que los sueños no se convierten en realidad?

Se rió.

—Por si no se cumplían fácilmente, no mucho después de haber visto a la hermana de Bammy en el patio trasero compré esto en una tienda barata. Una amiga y yo solíamos jugar con este tablero. Interrogábamos a los espíritus sobre los chicos del colegio. Y muchas veces yo movía la tablilla a escondidas, para que dijera lo que yo quería oír. Mi amiga, Sheryll Jane, sabía que yo le estaba haciendo decir cosas, pero siempre fingía creer que hablábamos realmente con un espíritu. Abría mucho los ojos, tanto que parecía que iban a salírsele de las órbitas. Yo movía la tablilla por todo el tablero de ouija, para que le dijera que algún muchacho del colegio guardaba una prenda de su ropa interior en el armario, y ella dejaba escapar un chillido diciendo: «¡Sabía que siempre ha estado loco por mí!». Ella era dulce y buena conmigo, y siempre aceptaba los juegos que a mí me gustaban. —Georgia se frotó la nuca. Luego, como si se le acabara de ocurrir, añadió lo más importante—: Una vez, sin embargo, estábamos jugando y la tablilla empezó a moverse por su cuenta. Yo no la movía aquella vez.

—Tal vez lo estuviera haciendo Sheryll Jane.

—No. Se movía por su cuenta, y las dos lo sabíamos. Noté que se movía sola porque Sheryll no hacía su habitual comedia de sorpresa, ojos abiertos y todo eso. Ella quería que se detuviera. Cuando el fantasma nos contó quién era, mi amiga protestó diciendo que no le hacía gracia que yo hiciera eso. Le expliqué que yo no estaba haciendo nada, pero ella insistió, me pidió por favor que dejara de hacerlo. Pero no quitó la mano de la tablilla.

—¿Quién era el espíritu?

—Su primo Freddy. Se había ahorcado aquel verano. Tenía quince años. Se querían mucho... Freddy y Sheryll. Mucho.

—¿Qué quería?

—Dijo que en el establo de su familia había fotografías de hombres en ropa interior. Nos indicó de forma precisa dónde encontrarlas, escondidas bajo una tabla del suelo. Explicó que no quería que sus padres supieran que era gay y se sintieran peor de lo que ya se sentían; que había sido por eso por lo que se había matado, porque no quería seguir siendo homosexual. Entonces contó que las almas no son ni varones ni hembras. Son solamente almas. Allí no existe condición sexual, nadie es gay ni nada por el estilo. Si su madre se enteraba de lo ocurrido se entristecería por nada. Recuerdo exactamente eso, que usó el verbo «entristecerse».

—¿Fuisteis a buscar las fotografías?

—Entramos a hurtadillas en el establo, la tarde siguiente, y encontramos la tabla suelta del suelo, pero allí no había nada escondido. Entonces el padre de Freddy, que nos había seguido, se acercó y nos soltó unos cuantos gritos. Dijo que no teníamos por qué andar hurgando en su establo y nos echó. Salimos corriendo. Según Sheryll, el hecho de no haber encontrado ninguna fotografía demostraba que todo eso era una mentira y que yo lo había falsificado todo. No te imaginas cómo se enfadó. Pero yo creo que el padre de Freddy encontró las fotografías antes que nosotras, y se deshizo de ellas, para que nadie se enterara de que su muchacho era un marica. Por la forma en que nos gritó daba la impresión de que temía que supiéramos algo. Tenía miedo por lo que podíamos estar buscando. —Hizo una pausa y suspiró. No le resultaba fácil contar todo aquello—. Sheryll y yo no superamos aquel trauma nunca. Fingimos haberlo olvidado, pero después de lo ocurrido dejamos de pasar juntas tanto tiempo como antes. Lo cual me convenía, pues por aquel entonces yo ya estaba durmiendo con George Ruger, el amigo de mi padre. No quería tener a mi alrededor a un montón de amigas preguntándome por qué, de repente, tenía tanto dinero en los bolsillos.

Las cortinas se levantaron y luego bajaron. La habitación se iluminó y se oscureció.
Angus
bostezó.

—Entonces, ¿qué hacemos? —quiso saber el cantante.

—¿Nunca has jugado con un tablero de ouija?

Jude negó con la cabeza.

—Bien, los dos ponemos una mano sobre la tablilla. —Mientras lo explicaba empezó a tender la mano derecha hacia delante, luego cambió de idea y trató de retirarla.

Fue demasiado tarde. El estiró su mano y la sujetó por la muñeca. Ella hizo una mueca de dolor.

Se había quitado las vendas antes de ducharse y todavía no se había puesto las nuevas. La visión de aquella mano descubierta dejó a Jude sin aliento. Parecía que hubiese permanecido metida en agua durante horas. La piel estaba arrugada, blanca y blanda. Lo del pulgar era peor. Por un instante, en la oscuridad, pareció que casi no tenía piel. La carne estaba inflamada y de un sorprendente color morado, y donde debía estar la yema había un amplio círculo de infección, un disco de pus, hundido, amarillo, que se oscurecía hasta volverse negro en el centro.

—Santo cielo —exclamó Jude.

El rostro demasiado pálido y demasiado delgado de Georgia estaba asombrosamente tranquilo, mirándolo a los ojos a través de las sombras vacilantes. Retiró la mano con un movimiento enérgico.

—¿Quieres perder esa mano? —preguntó él—. ¿Quieres arriesgarte a morir de un envenenamiento de la sangre?

—No tengo tanto miedo de morir ahora como hace un par de días. ¿No es gracioso?

Jude abrió la boca para responderle y descubrió que no tenía nada que decirle. Notaba un nudo en la garganta. Lo que le estaba ocurriendo en la mano podía matarla si no hacía algo rápido. Ambos lo sabían, y ella no estaba asustada.

—La muerte no es el final —dijo Georgia—. Ahora lo sé. Los dos lo sabemos.

—Pero no es razón para conformarse con la muerte, sin más. No es motivo para no cuidarse.

—Yo no he decidido morirme sin más. Sólo he decidido que no iré a ningún hospital. Ya hemos hablado de eso. Sabes que no podemos llevar a los perros con nosotros a ninguna sala de urgencias.

—Soy rico. Puedo hacer que venga un médico privado.

—Ya te dije que no creo que mi mal pueda ser curado por ningún médico. —Se inclinó hacia delante y golpeó con los nudillos de la mano izquierda el tablero de ouija—. Esto es más importante que el hospital. Tarde o temprano Craddock va a deshacerse de los perros. Creo que será pronto. Encontrará la manera de hacerlo. No pueden protegernos eternamente. Estamos viviendo minuto a minuto, lo sabes. No me molesta morirme, siempre y cuando él no me esté esperando en el otro lado.

—Estás enferma. Las tuyas son ideas propiciadas por la fiebre. No necesitas esta magia. Necesitas antibióticos.

—Te necesito a ti —exclamó ella. Sus ojos brillantes y vivaces estaban fijos en la cara de su amante—, necesito que cierres la boca y pongas la mano sobre la tablilla.

Capítulo 30

Georgia dijo que sería ella la encargada de hablar y puso los dedos de la mano izquierda junto a la de él, sobre la tablilla. Se llamaba tablilla parlante, recordó Jude en ese momento. Él la miró cuando notó que respiraba profundamente. La joven cerró los ojos, no como si estuviera a punto de entrar en un trance místico, sino más bien como si fuera a saltar de un trampolín alto y tratara de sobreponerse a la agitación de su estómago.

—Muy bien —comenzó Georgia—. Mi nombre es Marybeth Stacy Kimball. Me llamé Morphine durante algunos años malos, y el tipo al que amo me llama Georgia. Aunque eso me vuelve loca, soy Marybeth, ése es mi verdadero nombre. —Abrió mínimamente los ojos y miró a Jude entre las pestañas—. Preséntate.

Estaba a punto de hablar cuando ella alzó una mano para detenerlo.

—Tu nombre real ahora. El nombre que corresponde a tu auténtico yo. Los nombres verdaderos son muy importantes. Las palabras correctas tienen una carga decisiva. Un contenido suficiente como para traer a los muertos junto a los vivos.

Se sentía estúpido. Estaba convencido de que lo que estaban haciendo no podía funcionar, que era una pérdida de tiempo, que se comportaban como niños. De todas maneras, su carrera le había proporcionado multitud de oportunidades para comportarse como un tonto. Una vez, para la grabación de un vídeo musical, él y su banda —Dizzy, Jerome y Kenny— corrieron por un prado lleno de tréboles, fingiéndose aterrorizados, perseguidos por un enano vestido de gnomo sucio que esgrimía una sierra mecánica. Con el tiempo, Jude había desarrollado algo así como una absoluta indiferencia ante el ridículo. No le importaba sentirse estúpido. Por eso cuando hizo una pausa no fue por renuencia a hablar, sino porque, sinceramente, no sabía qué decir.

Finalmente, miró a Georgia y salió de su silencio.

—Mi nombre es... Justin. Justin Cowzynski. Creo. Aunque no he respondido a él desde que tenía diecinueve años.

Georgia cerró los ojos, concentrándose en sí misma. Entre sus finas cejas apareció un hoyuelo, una pequeña arruga de preocupación. Lentamente, con suavidad, habló:

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