—Me honro con vuestra visita, caballeros —saludó con voz ronca, sin dignarse ponerse de pie—. Poca gente viene a verme.
—Alteza —saludó cortésmente Sparhawk—, confío en que os halléis en buen estado de salud.
—Me encuentro bien, aunque aburrida. —Entonces observó a Dolmant—. Habéis envejecido, Su Ilustrísima —señaló malévolamente mientras cerraba el libro.
—No os ha ocurrido lo mismo a vos —replicó el patriarca—. ¿Aceptaréis mi bendición, princesa?
—Me temo que no, Su Ilustrísima. La Iglesia ya me ha proporcionado bastante protección —añadió, al tiempo que contemplaba intencionadamente las paredes que rodeaban el jardín. Parecía satisfecha de su rechazo al consuetudinario gesto.
—Como queráis —se resignó Dolmant—. ¿Cuál es vuestra lectura? —inquirió.
Arissa le tendió el libro para que lo viera.
—Los sermones del primado Subata —leyó—, un libro muy edificante.
—Esta edición en concreto lo es más aún —explicó maliciosamente la princesa—. La encargué especialmente para mí, Su Ilustrísima. Bajo esta inocente cubierta, destinada a engañar a la madre superiora, que no es más que mi carcelera, se esconde un volumen de salaces poesías eróticas de Cammoria. ¿Queréis que os recite algunos versos?
—No, gracias, princesa —respondió fríamente el patriarca—. Según percibo, no habéis cambiado en absoluto.
—No tengo motivos para hacerlo, Dolmant —lo desafió Arissa con un tono burlón—. Simplemente mi entorno se ha alterado.
—Nuestra visita no reviste un carácter social, princesa —comenzó el eclesiástico—. En Cimmura corre el rumor de que, antes de ser enclaustrada aquí, os casasteis en secreto con el duque Osten de Vardenais. ¿Tendríais a bien confirmar, o denegar, dicho rumor?
—¿Osten? —Se mostró sorprendida, a la vez que se echaba a reír—. ¿Ese carcamal? ¿Quién, en su sano juicio, contraería matrimonio con él? Me gustan los hombres más jóvenes, más ardientes.
—En ese caso, ¿negáis las habladurías?
—Por supuesto. Yo me comporto de idéntica manera que la Iglesia, Dolmant. Ofrezco mi persona a todos los hombres, lo cual es de dominio público en Cimmura.
—¿Firmaríais un documento que desvelara la falsedad del rumor?
—Tengo que pensarlo. —Entonces miró a Sparhawk—. ¿Qué hacéis en Cimmura? Creía que mi hermano os había exiliado.
—Recibí orden de regresar, Arissa.
—Qué interesante.
Sparhawk meditó un instante.
—¿Recibisteis una dispensa para asistir a los funerales de vuestro hermano, princesa? —le preguntó.
—Desde luego, Sparhawk. La Iglesia me concedió generosamente tres días de duelo. Mi pobre y estúpido hermano tenía un aspecto muy regio cuando reposaba en su féretro con sus atavíos reales. —Examinó por un momento sus largas y puntiagudas uñas—. La muerte mejora la apariencia de algunas personas —agregó.
—Lo odiabais, ¿no es cierto?
—Lo despreciaba, Sparhawk. Es distinto. Tenía por norma bañarme después de haber estado con él.
Sparhawk alargó la mano para mostrarle el anillo rojo que la adornaba.
—¿Reparasteis por casualidad en si lucía la pareja de esta joya en el dedo? —inquirió.
—No —repuso, a la vez que fruncía levemente el entrecejo—. No lo llevaba puesto. Tal vez se lo robó la mocosa de su hija una vez muerto.
Sparhawk apretó los dientes.
—Pobre, pobre Sparhawk —prosiguió ella, con sorna—. No podéis soportar oír la verdad en lo que concierne a la preciosa Ehlana, ¿eh? Solíamos reírnos de vos por la devoción que le profesabais cuando era pequeña. ¿Abrigabais alguna esperanza, paladín? La vi en el entierro de mi hermano, y ya ha dejado atrás la infancia. Sus caderas y senos son los de una mujer. Sin embargo, se encuentra aislada dentro de un diamante y ahora ni siquiera podéis tocarla. Es lamentable que no podáis poner ni un dedo encima de esa piel suave y delicada.
—No creo necesario proseguir con ese tema —la interrumpió Sparhawk mientras entornaba los ojos—. ¿Quién es el padre de vuestro hijo? —preguntó de pronto, con la esperanza de que la sorpresa le arrancara una confesión.
—¿Cómo demonios podría saberlo? —respondió riendo—. Tras la boda de mi hermano, me dediqué a divertirme en cierto establecimiento de Cimmura, con lo que conseguí una gran suma de dinero. Muchas de las chicas pedían unos precios exagerados, pero yo aprendí ya en la infancia que el secreto de las grandes ganancias residía en vender barato a muchos compradores. —Dirigió una mirada maliciosa a Dolmant—. Además —añadió—, se trata de un recurso que se puede utilizar con la frecuencia que se desee.
Dolmant adoptó un semblante severo y Arissa prorrumpió en groseras carcajadas.
—Ya es suficiente, princesa —la atajó Sparhawk—. ¿No osáis siquiera aventurar la identidad del padre de vuestro bastardo? —preguntó en un tono deliberadamente ofensivo con el propósito de aguijonearla para obtener así alguna revelación involuntaria.
Los ojos de la mujer despidieron chispas por un instante, después se recostó sobre el banco de piedra y pestañeó con una expresión de voluptuoso regocijo. Entonces se llevó la mano al pecho.
—Estoy algo desentrenada, pero supongo que podría improvisar. ¿Querríais probar mis encantos, Sparhawk?
—Me temo que no, Arissa —respondió éste con voz inexpresiva.
—Ah, la famosa mojigatería de vuestra familia. Qué pena, Sparhawk, cuando erais un joven caballero habíais despertado mi interés. Ahora habéis perdido a vuestra reina y tampoco poseéis ese par de anillos que demuestran la conexión entre ambos. ¿Significa que ya no sois su paladín? Quizá, si se recuperase, podríais establecer un vínculo más íntimo con ella. Como sabéis, tiene mi misma sangre y es posible que ésta fluya tan ardientemente por sus venas como por las mías. Si quisierais ponerme a prueba, luego podríais comparar y cercioraros.
Sparhawk le dio la espalda, asqueado, y Arissa volvió a reír satisfecha.
—¿Encargo que traigan pergamino y tinta, princesa? —preguntó Dolmant—. Así podréis desmentir el rumor que afirma que estuvisteis casada.
—No, Dolmant —replicó—. Creo que no. Vuestra petición manifiesta un interés de la Iglesia en esta cuestión, y la jerarquía me ha concedido escasas alegrías en los últimos tiempos, ¿por qué tendría que actuar en su provecho? Si la gente de Cimmura quiere divertirse con habladurías sobre mí, no me importa. Ya se relamieron al comentar lo que era cierto, permitámosles ahora que se regocijen con una mentira.
—¿Ésta es entonces vuestra última palabra?
—Podría cambiar de idea. Sparhawk es un caballero de la Iglesia, Su Ilustrísima, y vos, un patriarca. ¿Por qué no le ordenáis que trate de persuadirme? A veces me dejo convencer fácilmente. Depende de quién lo intente.
—Creo que hemos concluido nuestra misión aquí —indicó Dolmant—. Buenos días, princesa —añadió, después giró sobre sí mismo y comenzó a atravesar el jardín.
—Volved otro día, cuando podáis deshaceros de vuestro anticuado amigo, Sparhawk —invitó Arissa—. Podríamos pasar un rato agradable.
Sparhawk se volvió sin responder y siguió al patriarca.
—Me parece que hemos perdido el tiempo —murmuró, con el semblante sombrío y airado.
—Ah, no, muchacho —exclamó Dolmant con serenidad—. Con sus ansias de mostrarse ofensiva, la princesa ha olvidado un importante punto de la ley canónica. Ha efectuado un libre reconocimiento en presencia de dos testigos eclesiásticos, lo que resulta de igual validez que un documento firmado. Sólo debemos prestar juramento y repetir sus palabras.
—Dolmant —comentó Sparhawk con un guiño—, sois el hombre más sinuoso que he conocido.
—Me alegra que os complazca mi idea, hijo —declaró el patriarca con una sonrisa.
Abandonaron la granja de Kurik al despuntar el día siguiente. Aslade y sus cuatro hijos permanecían en la puerta y agitaban la mano para decirles adiós. Kurik, que se quedó atrás un momento para despedirse con más intimidad, prometió darles alcance al poco rato.
—¿Vamos a cruzar la ciudad? —preguntó Kalten a Sparhawk.
—No nos conviene —repuso Sparhawk—. Podemos tomar el camino que la rodea por el norte. Seguramente también nos descubrirán, pero no tenemos por qué facilitarles el trabajo.
—¿Te importaría si expreso una observación personal?
—Probablemente no.
—Deberías pensar en permitir que Kurik tome el retiro. Envejece y debería pasar más tiempo con su familia en lugar de seguirte adondequiera que vayas. Además, por lo que tengo entendido, eres el único caballero de la Iglesia que todavía dispone de escudero. Los otros hemos aprendido a arreglárnoslas sin ellos. Proporciónale un buen retiro y deja que disfrute ahora la compañía de los suyos.
Sparhawk entrecerró los ojos, heridos por el sol, pues el astro ascendía por detrás de la colina boscosa que se alzaba al este de Demos.
—Quizá tengas razón —acordó—, pero ¿cómo podría decírselo? Mi padre puso a Kurik a mi servicio antes de que completara mi noviciado. Su función está relacionada con el cargo hereditario de paladín de la casa real de Elenia. —Sonrió con ironía—. Es un antiguo título que va acompañado de hábitos arcaicos. Considero a Kurik más un amigo que un escudero y no estoy dispuesto a herir sus sentimientos al insinuarle que es demasiado viejo para prestar ayuda.
—Constituye un problema, ¿verdad?
—Sí —respondió Sparhawk—, lo es.
Kurik se unió a ellos mientras pasaban junto al convento donde permanecía recluida la princesa Arissa. Su rostro aparecía un poco taciturno, pero enderezó la espalda y adoptó una expresión seria.
Sparhawk observó gravemente a su amigo mientras trataba de imaginar la vida sin él y luego sacudió la cabeza. Le resultaba imposible.
La ruta que conducía a Chyrellos atravesaba un bosque de árboles de hoja perenne. El sol se filtraba entre las ramas y pintaba formas doradas en el suelo. El aire era fresco y limpio, pero no había escarcha. Después de haber cabalgado una milla, Berit volvió a tomar el curso de su narración.
—Mientras los caballeros de la Iglesia consolidaban su posición en Rendor —explicó a Talen—, llegaron noticias a Chyrellos de que el emperador Otha de Zemoch había reunido un importante ejército que marchaba en dirección a Lamorkand.
—Un momento —lo interrumpió Talen—. ¿Cuándo ocurrió todo eso?
—Hace aproximadamente unos quinientos años.
—Entonces no era el mismo Otha del que hablaba Kalten el otro día, ¿verdad?
—Hasta donde alcanza nuestro conocimiento, sí.
—Eso es imposible, Berit.
—Otha debe de tener novecientos años de edad —informó Sephrenia al chiquillo.
—Creía que el relato se basaba en hechos históricos —acusó Talen— y no en cuentos de hadas.
—Cuando Otha era un muchacho, entró en contacto con el dios mayor Azash —le explicó la mujer—. Los dioses mayores de Estiria poseen extraordinarios poderes que no se sujetan a ninguna clase de moralidad. Uno de los dones que pueden conceder a sus seguidores consiste en alargar enormemente la duración de la vida. Ése es el motivo por el que algunos hombres se avienen a acatar sus deseos.
—¿Inmortalidad? —le preguntó Talen, escéptico.
—No —lo corrigió—, no exactamente. Ningún dios puede conceder la inmortalidad.
—El dios de los elenios sí puede —afirmó Dolmant—, desde un punto de vista espiritual, por supuesto.
—Su Ilustrísima alude a una interesante cuestión teológica —replicó Sephrenia con una sonrisa—. Algún día podríamos discutirla. Cuando Otha accedió a adorar a Azash —prosiguió—, el dios le otorgó poderes soberbios y Otha llegó a ser finalmente emperador de Zemoch. Los estirios y los elenios de Zemoch han mezclado sus sangres, pero los zemoquianos no, con lo que realmente no pertenecen a ninguna de las dos razas.
—Hecho que aparece como una abominación a los ojos de Dios —apostilló Dolmant.
—Los dioses estirios comparten ese sentimiento —convino Sephrenia antes de mirar nuevamente a Talen—. Para comprender a Otha y a Zemoch, uno debe entender lo que representa Azash: es la fuerza más maligna de toda la tierra. Los ritos de su culto son obscenos. Se deleita con la perversión y la sangre, y con la agonía de las víctimas que le ofrecen en sacrificio. Al adorarlo, los zemoquianos perdieron casi todo vestigio de humanidad, y su incursión en Lamorkand ocasionó horrores indecibles. No obstante, si el ejército invasor hubiera contado únicamente con zemoquianos, habría podido ser derrotado con fuerzas convencionales, pero Azash lo había reforzado con criaturas del mundo oculto.
—¿Trasgos? —inquirió Talen, incrédulo.
—No exactamente; pero supongo que se podría utilizar esa palabra. Me ocuparía casi toda la mañana el describir la veintena de criaturas inhumanas que trabajan a las órdenes de Azash, y no creo que te gustara escuchar sus características.
—Esta historia se transforma en algo más inverosímil con cada minuto que pasa —observó Talen—. Disfruto con la narración de las batallas, pero cuando empezáis a tratar de trasgos y hadas comienzo a perder el interés. Después de todo, ya no soy un niño.
—A su debido tiempo llegarás a comprenderlo y me creerás —afirmó Sephrenia—. Proseguid con el relato, Berit.
—Sí, señora —respondió éste—. Cuando la Iglesia tuvo conciencia de la naturaleza de los ejércitos que invadían Lamorkand, mandaron regresar de Rendor a los caballeros eclesiásticos. Sumaron otros caballeros y soldados ordinarios a los rangos de las cuatro órdenes hasta que las fuerzas de Occidente alcanzaron aproximadamente el mismo número que las de la horda zemoquiana de Otha.
—¿Entonces se produjo un gran combate? —inquirió Talen, ansioso.
—El mayor que recuerda la humanidad —repuso Berit—. Los dos ejércitos se enfrentaron en los llanos de Lamorkand, cerca del lago Randera. El encuentro físico fue sobrecogedor, pero la lucha sobrenatural tuvo dimensiones extraordinarias. Olas de oscuridad y lenguas de fuego barrieron el campo, el cielo relampagueaba, batallones enteros fueron engullidos por la tierra o reducidos a cenizas por un fuego repentino. El rugido de los truenos no cesaba de retumbar desde todas las direcciones del horizonte y el propio suelo se agitaba con terremotos y erupciones de abrasadoras rocas líquidas. Constantemente las artes diabólicas de los sacerdotes de Zemoch se neutralizaban con la magia concertada de los caballeros de la Iglesia. Después de tres días en que ambos ejércitos se mantuvieron enzarzados en la lucha, por fin los zemoquianos comenzaron a retroceder. Su retirada adquiría progresivamente mayor velocidad y terminó por convertirse en una caótica huida al romper filas las hordas de Otha y escapar apresuradamente hacia la frontera.