El último deseo (20 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Chirriando y craqueando, el extraño personaje se acercó a la mesa, permaneciendo inmóvil frente al trono.

—Venerable reina, nobles señores —dijo desde detrás de la visera del yelmo, al tiempo que se inclinaba torpemente—. Perdonad que interfiera en el banquete. Me llamo Erizo de Erlenwald.

—Seas bienvenido, Erizo de Erlenwald —dijo lentamente Calanthe—. Siéntate a la mesa. En Cintra nos alegramos de cada huésped.

—Gracias, reina. —Erizo de Erlenwald se inclinó otra vez, se tocó el pecho con el puño dentro del guantelete metálico—. Sin embargo, no vengo a Cintra como huésped, sino por un asunto importante y que no admite dilación. Si la reina Calanthe me lo permite, expondré este asunto inmediatamente para no haceros perder más tiempo.

—Erizo de Erlenwald —dijo la reina con sequedad—. Tu loable preocupación por nuestro tiempo no justifica tu falta de respeto. Y como tal considero el que me hables a través de ese harnero de metal. Quítate el yelmo. Soportaremos de alguna manera la pérdida de tiempo que te produce esta acción.

—Mi rostro, reina, debe mantenerse cubierto de momento. Con tu permiso.

Entre los allí reunidos se alzaron murmullos de cólera, susurros, acentuados acá y allá por maldiciones ahogadas entre los dientes. Myszowor, agachando la cabeza, movió mudo los labios. El brujo percibió cómo un hechizo electrizaba el aire durante un segundo y cómo se removía su medallón. Calanthe miró a Erizo, entrecerrando los ojos, golpeteó con los dedos sobre los brazos de su trono.

—Te lo permito —dijo por fin—. Quisiera creer que el motivo que te impulsa es suficientemente importante. Di entonces qué es lo que te ha traído hasta aquí, Erizo sin rostro.

—Gracias por tu permiso —dijo el intruso—. Aunque no pueda cambiar tu juicio de que se trata de una falta de respeto, te explicaré que se debe a un voto de caballero. No me está permitido mostrar mi rostro antes de la medianoche.

La reina aceptó la explicación con un leve movimiento de la mano. Erizo avanzó, haciendo chirriar la armadura.

—Hace unos quince años —proclamó en voz alta—, tu esposo, doña Calanthe, el rey Roegner, se perdió durante una cacería en Erlenwald. Vagando por los senderos, se cayó con el caballo por un barranco y se rompió una pierna. Yació tendido en el fondo de la garganta y pidió ayuda a grandes voces, pero sólo le respondieron el silbido de la víbora y el aullido cada vez más cercano de los lobisomes. Hubiera muerto indefectiblemente si no se le hubiera proporcionado ayuda.

—Sé que fue así —afirmó la reina—. Y si tú lo sabes, imagino que fuiste tú quien le proporcionó esa ayuda.

—Sí. Sólo gracias a mí pudo volver sano y salvo al castillo. A ti, señora.

—Te debo por ello agradecimiento, Erizo de Erlenwald. Mi agradecimiento no disminuye por el hecho de que Roegner, señor de mi corazón y de mi cama, haya dejado ya este mundo. Sería feliz de preguntarte en qué forma podría mostrarte mi agradecimiento; temo sin embargo que a un noble caballero, que hace votos de caballero y que se guía en todos sus actos por las leyes de la caballería, tal pregunta podría resultarle ofensiva. Apostaría por otro lado a que la ayuda que le prestaste no fue desinteresada.

—Bien sabes, reina, que no fue desinteresada. Sabes también que vengo a por la recompensa que el rey me prometió por salvarle la vida.

—¿Ah, sí? —Calanthe sonrió pero en sus ojos brillaban llamitas verdes—. Te encontraste a un rey en el fondo de un barranco, desarmado, herido, abandonado como presa para víboras y monstruos. ¿Y sólo cuando él te prometió una recompensa le ofreciste ayuda? ¿Y si no hubiese querido o podido prometerte una recompensa, le hubieras dejado allí y yo no hubiera sabido hasta hoy dónde blanquean sus huesos al sol? Ah, qué noble. Sin duda, tu proceder se atuvo entonces a algún curioso voto caballeresco.

El murmullo entre los comensales creció.

—¿Y hoy vienes a por tu recompensa, Erizo? —continuó la reina, adoptando una sonrisa cada vez más siniestra—. ¿Quince años después? ¿Cuentas con los intereses de la cantidad que se hayan acumulado durante este tiempo? Esto no es un banco de enanos, Erizo. ¿Dices que la recompensa te la prometió Roegner? Vaya, va a ser difícil traerlo aquí para te pague. Será más fácil mandarte a ti con él, al otro mundo. Allí podéis arreglároslas, quién le debe qué a quién. Amaba demasiado a mi marido, Erizo, para dejar de pensar en que podría haberlo perdido entonces, hace quince años, si no hubiera querido regatear contigo. Pensar en ello me despierta escasos sentimientos de simpatía hacia tu persona. Intruso enmascarado, ¿sabes acaso que en este momento, aquí, en Cintra, en mi castillo y en mi poder, estás tan impotente y cercano a la muerte como Roegner entonces, en la garganta? ¿Qué me propones, qué precio, qué recompensa, si te prometo que saldrás de aquí vivo?

El medallón en el cuello de Geralt tembló, vibró. El brujo echó una rápida mirada a Myszowor, encontró su penetrante mirada, visiblemente inquieta. Agitó leve la cabeza, alzó las cejas en señal de interrogación. El druida negó también, con un movimiento apenas perceptible de la ensortijada barba señaló a Erizo. Geralt no estaba seguro.

—Tus palabras, reina —habló Erizo—, sólo van dirigidas a asustarme. Y a producir en los nobles caballeros aquí reunidos sentimientos de rabia. Y desprecio en tu hermosa hija Pavetta. Y, sobre todo, tus palabras no son ciertas. ¡Bien lo sabes!

—En otras palabras, miento como un perro. —En los labios de Calanthe apareció un gesto poco hermoso.

—Bien sabes, reina —continuó inmutable el intruso—, lo que sucedió entonces en Erlenwald. Sabes que salvé a Roegner yo mismo, por propia voluntad, que él juró darme lo que le pidiera. ¡Pongo a todos por testigos de lo que ahora voy a decir! Cuando el rey, salvado de su malaventura, ya en las cercanías de su séquito, preguntó por segunda vez qué es lo que yo quería, le respondí. Le pedí que me prometiera que me daría lo que dejó en su casa, de lo que no sabía y no se esperaba. Y el rey juró que así sería. Y al volver al castillo te encontró a ti, Calanthe, en la cuarentena después del parto. Sí, reina, he esperado estos quince años, y los réditos de mi recompensa han crecido. ¡Hoy, cuando contemplo a la hermosa Pavetta, veo que ha merecido la pena la espera! ¡Señores y caballeros! Algunos de vosotros vinisteis a Cintra para pretender a la mano de la princesa. Os anuncio que vinisteis para nada. Desde el día de su nacimiento, por la fuerza del juramento real, la hermosa Pavetta me pertenece.

Entre los comensales estalló una barahúnda. Uno gritó, otro maldijo, un tercero dio un puñetazo a la mesa, tirando la vajilla. Cargamontes de Strept sacó el cuchillo del asado de carnero y lo blandió en el aire. Crach an Craite, inclinado, intentaba ver si era capaz de arrancar un palo de las patas de la mesa.

—¡Esto es increíble! —gritó Vissegerd—. ¿Qué pruebas tienes? ¡Las pruebas!

—¡El rostro de la reina —dijo Erizo en alta voz, apuntando con el dedo del guante metálico— es la mejor prueba!

Pavetta estaba sentada, inmóvil, sin alzar la cabeza. En el ambiente se estaba fraguando algo muy extraño. El medallón del brujo se agitaba en su cadena, por debajo del jubón. Vio cómo la reina con un gesto llamó al paje que estaba de pie a su lado y con un susurro le daba una corta orden. Geralt no pudo escucharla. Sin embargo, le dio qué pensar la sorpresa que se dibujó en el rostro del joven y el hecho de que la orden hubo de ser repetida. El paje corrió hacia la salida.

El tumulto en la mesa no desaparecía. Eist Tuirseach se volvió a la reina.

—Calanthe —dijo, tranquilo—. ¿Dice la verdad?

—E incluso si así fuera —rezongó la reina, mordiéndose los labios y tirando de la cinta verde de su hombro—, ¿qué?

—Si dice la verdad —Eist frunció el entrecejo—, habrá que mantener la promesa.

—¿Ciertamente?

—¿He de entender —preguntó siniestro el isleño— que tratas todas tus promesas de la misma forma? ¿Incluida la que tan bien se quedó grabada en mi mente?

Geralt, quien no se había imaginado que fuera posible contemplar a Calanthe por completo ruborizada, con los ojos húmedos y los labios temblorosos, se quedó sorprendido.

—Eist —susurró la reina—. Eso es otra cosa...

—¿Ciertamente?

—¡Ah, tú, hijo de una perra! —gritó inesperadamente Crach an Craite, alzándose de la mesa—. ¡Al último idiota que dijo que hice algo para nada lo devoraron los cangrejos en el fondo del golfo de Allenker! ¡No vine en mi barco aquí desde Skellige sólo para volver con las manos vacías! ¡Apareció la competencia, tú, hideputa! ¡Venga, que alguien me traiga mi espada y dadle una también a ese bolato! Ahora vamos a ver quién...

—¿No podrías cerrar el pico, Crach? —dijo acre Eist, apoyando ambos puños sobre la mesa—. ¡Draig Bon-Dhu! ¡Te hago responsable del comportamiento del sobrino del rey!

—¿También a mí me harás callar, Tuirseach? —gritó Rainfarn de Attre levantándose—. ¿Quién se atreve a impedirme lavar en sangre la ofensa que se le ha causado a mi príncipe? ¡Y a su hijo Windhalm, el único que es digno de la mano y el lecho de Pavetta! ¡Dadme una espada! ¡Aquí y ahora le enseñaré a ese Erizo, o como se llame, de qué forma vengamos nosotros en Attre tales ofensas! Será interesante ver si habrá alguien que sea capaz de impedírmelo.

—Por supuesto que sí. Por consideración a las buenas maneras —dijo con tranquilidad Eist Tuirseach—. No se deben entablar aquí pendencias ni retar a nadie sin obtener primero el permiso de la señora de la casa. ¿Qué es esto, acaso la sala del trono de Cintra es una taberna, donde puede uno zurrarse y tirar de cuchillo si le viene en gana?

Todos comenzaron de nuevo a gritar, uno por encima del otro, a echar sapos y gusarapos y a agitar los brazos. El barullo enmudeció de pronto como cortado por un cuchillo cuando en la sala se oyeron de pronto unos cortos y rabiosos gritos de bisonte enfurecido.

—Sí —dijo Clococo, aclarándose la voz y levantándose de la silla—, Eist se equivocó. Esto ya no es siquiera una taberna. Esto es algo más parecido a una casa de fieras y por eso hasta un bisonte está en su sitio. Venerable Calanthe, permite que exprese mi parecer acerca del problema que aquí tenemos.

—Muchas personas, por lo que veo —dijo espaciadamente Calanthe—, tienen sus propios pareceres acerca de este problema y los expresan, incluso sin mi permiso. Me extraña que no os interesen los míos. Según mi parecer, antes se me caerá este maldito castillo sobre la cabeza que darle Pavetta a este engendro. No tengo ni la más mínima intención...

—La promesa de Roegner... —comenzó Erizo, pero la reina le interrumpió inmediatamente golpeando furiosamente contra la mesa con una copa de oro.

—¡La promesa de Roegner me importa tanto como la nieve del invierno pasado! Y en cuanto a ti, Erizo, todavía no he decidido si permitiré a Crach o a Rainfarn encontrarse contigo en el campo de honor o si simplemente te mandaré ahorcar. ¡Interrumpiéndome cuando hablo influyes en un grado elevado en mi decisión final!

Geralt, aún intranquilo por la vibración del medallón, recorría con la mirada la sala cuando encontró de pronto los ojos de Pavetta, verde esmeralda como los de su madre. La princesa no los ocultaba ya bajo sus largos rizos: los dirigía de Myszowor al brujo sin desviar su atención a otros. Myszowor se removió, encorvado, murmuró algo.

Clococo, aún de pié, carraspeó.

—Habla —afirmó la reina—. Pero al grano y lo más corto posible.

—A la orden, reina. ¡Hermosa Calanthe y vos, caballeros! Cierto que extraña fue la petición que le hiciera Erizo de Erlenwald al rey Roegner y extraña la recompensa que pidiera, cuando el rey le declaró que satisfaría cualquier deseo. Pero no hagamos de ver que no hemos oído hablar de tales demandas, de algo tan viejo como la humanidad, como es el Derecho de la Sorpresa. Del precio que puede exigir aquél que salva la vida a otro que se encuentra en una situación, diríamos, sin esperanza. «Me darás aquello que salga primero a saludarte cuando llegues». Digamos que esto puede ser un perro, el alabardero de la puerta, incluso la suegra, impaciente por malmeter al yerno que regresa a casa. O bien: «Me darás aquello que encuentres en casa y que no te esperas». Después de un largo viaje, nobles señores, y de un regreso inesperado, lo más seguro es que esto sea el querido de tu mujer en tu propia cama. Pero a veces resulta que se trata de un niño. Un niño señalado por el destino.

—Resume, Clococo —frunció el ceño Calanthe.

—A la orden. ¡Señores! ¿Acaso no habéis oído hablar de los niños señalados por el destino? ¿Acaso al legendario héroe Zatret Voruta no le dieron, siendo niño, a los enanos, porque fue él el primero a quién encontró su padre cuando regresaba a la fortaleza? ¿Y el Loco Deï, quien obtuvo durante el viaje aquello que dejó en casa y de cuya existencia no sabía? Esa sorpresa era el famoso Supree, quien, más tarde, liberó al Loco Deï del hechizo que se cernía sobre él. Recordad también a Zivelena, la cual se convirtió en reina de Metinna gracias a la ayuda del gnomo Rumplestelt y a cambio le prometió su primer hijo. Zivelena no mantuvo su promesa cuando Rumplestelt acudió a por la recompensa, le obligó a huir a base de hechizos. Poco tiempo después ella y el niño murieron de una peste. ¡No se juega impunemente con el destino!

—No me asustas, Clococo —se enojó la reina—. Se acerca la medianoche, la hora de los miedos. ¿Recuerdas alguna leyenda más de tu sin duda difícil infancia? Si no, siéntate.

—Ruego me permitáis la gracia —el barón retorció sus largos bigotes— de poder estar de pie un poco más. Querría recordar a todos una leyenda más. Es una antigua y olvidada leyenda, creo que todos la oímos durante nuestras difíciles infancias. En esta leyenda los reyes mantenían sus promesas. Y a nosotros, pobres vasallos, no nos une con el rey más que la palabra real: en ella se basan tratados, alianzas, nuestros privilegios, nuestros feudos. ¿Y qué? ¿Vamos a tener que dudar de todo esto? ¿Dudar de la inmutabilidad de la palabra real? ¿Llegar a ver que signifique tanto como la nieve del invierno pasado? ¡A decir verdad, si esto ha de ser así, a nuestra niñez difícil le espera una vejez no menos difícil todavía!

—¿De que lado estás, Clococo? —gritó Rainfarn de Attre.

—¡Silencio! ¡Dejadle hablar!

—¡Este zopenco cacareador insulta a su majestad!

—¡El barón de Tigg tiene razón!

—Silencio —dijo Calanthe de pronto mientras se levantaba—. Permitidle terminad.

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