El último deseo (17 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Puedes, por supuesto que puedes, toma mi espada en la mano. ¿Ves qué ligera es? Incluso tú la levantas sin esfuerzo. ¡No! No toques la hoja, te cortarías. Está más afilada que una navaja de afeitar. Tiene que estarlo.

Sí, claro, me entreno a menudo. En cada minuto libre. No me puedo permitir el perder la forma. Por eso vine aquí, al rincón más escondido del parque del santuario, para moverme, para quemar con ejercicios este terrible, odioso entorpecimiento que me embarga, este frío que me rodea. Y aquí me has encontrado. Es gracioso, hace varios días que yo intento encontrarte. Te buscaba. Quería...

Necesito esta conversación, Iola. Sentémonos, charlemos un rato.

Tú no me conoces en absoluto, Iola.

Me llamo Geralt. Geralt de... No. Sólo Geralt. Geralt de ningún lado. Soy brujo.

Mi casa es Kaer Morhen, el Nido de los Brujos. De allí provengo. Es... Era una especie de plaza fuerte. No queda mucho de ella.

Kaer Morhen... Allí se producían seres tales como yo. Ya no se hace y en Kaer Morhen no vive nadie. Nadie excepto Vesemir. ¿Preguntas quién es Vesemir? Es mi padre. ¿Por qué me miras con esa cara? Todo el mundo tiene padre. El mío es Vesemir. ¿Y qué importa que no sea mi verdadero padre? Nunca conocí al verdadero, a mi madre tampoco. Ni siquiera sé si están vivos. Y, de hecho, tampoco me interesa demasiado.

Sí, Kaer Morhen... Allí sufrí la mutación habitual. La Prueba de las Hierbas, y luego lo normal. Hormonas, infusiones, infección de virus. Y de nuevo. Y luego otra vez. Hasta que se obtenga resultado. Al parecer soporté el Cambio muy bien, estuve poco tiempo enfermo. Me consideraron un crío extraordinariamente resistente y me eligieron para ciertos... experimentos más complicados. Eso fue peor. Mucho peor. Pero como ves, sobreviví. Fui el único superviviente de aquéllos que habían sido elegidos para los experimentos. Desde entonces tengo el pelo blanco. Completa desaparición de los pigmentos. Como se dice, efectos secundarios. Minucias. Casi no molesta.

Luego me enseñaron distintas habilidades. Bastante tiempo. Hasta que por fin llegó el día en que dejé Kaer Morhen y me puse en camino. Tenía ya entonces mi medallón, este mismo. La Señal de la Escuela del Lobo. Llevaba también dos espadas: de plata y de hierro. Además de las espadas llevaba conmigo convicciones, entusiasmo, motivación y... fe. Fe en que yo era necesario y útil. Porque el mundo, Iola, como que tenía que estar lleno de monstruos y de bestias, y mi obligación era defender a aquéllos a los que tales bestias amenazaban. Cuando me fui de Kaer Morhen soñaba con encontrar mi primer monstruo, no podía aguardar al momento en que me hallaría cara a cara frente a él. Y lo encontré.

Mi primer monstruo, Iola, era calvo y tenía unos dientes bastante feos y podridos. Me lo encontré en el camino real, donde, junto con otros compañeros monstruos, desertores de no sé qué ejército, había detenido un carro de campesinos y había sacado del carro a una muchacha, quizá de trece años, quizá menor. Los compañeros sujetaban al padre de la niña y el calvo le estaba rasgando el vestido y gritaba que ya iba siendo hora de que supiera lo que era un hombre de verdad. Me acerqué, bajé del caballo y le dije al calvo que a él también le había llegado la hora. Esto me pareció entonces extraordinariamente divertido. El calvo dejó a la mocosa y se echó sobre mí con una maza. Era muy lento, pero resistente. Tuve que golpearle dos veces para que cayera. No fueron tajos demasiado limpios, pero bastante, diría, espectaculares, tanto que los colegas del calvo salieron huyendo viendo lo que la espada de un brujo le podía hacer a un ser humano.

¿No te aburro, Iola?

Necesito hablar contigo, lo necesito de verdad.

¿Dónde me he quedado? Ajá, mi primera acción caballeresca. Ves, Iola, en Kaer Morhen me habían metido en la cabeza que no me mezclara en tales asuntos, que los evitara, que no jugara al caballero andante y que no ejerciera de guardián de las leyes. Me había puesto en camino no para hacer alarde, sino para realizar el trabajo que me fuera encargado por dinero. Y yo me había metido en ello como un tonto, sin haberme alejado ni siquiera cincuenta millas de las faldas de la montaña. ¿Sabes por qué lo hice? Quería que la muchacha anegara sus ojos en lágrimas de agradecimiento y me besara las manos a mí, su salvador, y que su padre me diera las gracias de rodillas. Y sin embargo el padre había salido corriendo junto con los desertores y la muchacha, sobre la que había caído la mayor parte de la sangre del calvo, se puso a vomitar y luego le dio un ataque de histeria, y cuando me acerqué a ella se desmayó de miedo. Desde entonces, muy pocas veces me he vuelto a entrometer en tales historias.

Hice mi tarea. Aprendí pronto cómo. Cabalgaba hasta los bardales de las aldeas, me detenía junto a las empalizadas de los pueblos y los huertos. Y esperaba. Si me escupían, insultaban y arrojaban piedras, me iba. Si en cambio alguien salía y me hacía un encargo, lo realizaba.

Visitaba villas y castillos, buscaba proclamas clavadas en los postes de los cruces de caminos. Buscaba anuncios: «Se necesita brujo urgentemente». Y luego había, por lo general, algún dolmen, calabozo, necrópolis o ruina, alguna garganta cubierta de bosque o alguna gruta en las montañas llena de huesos y apestando a carroña. Y había algo que vivía sólo para matar. De hambre, por gusto, impulsada por alguna voluntad enferma o por cualquier otro motivo. Manticora, wywerno, nebulor, abejorro, girador, espanto, silvia, vampiro, ghul, graveir, lobisome, gigaskorpion, estrige, tragaldabas, kikimora, vipper. Y había un baile en la oscuridad y el vuelo de una espada. Y había miedo y asco en los ojos de aquéllos que me entregaban luego el pago ofrecido.

¿Errores? Por supuesto. Los tuve.

Pero seguía las reglas. No, no el código. Solía utilizar el código como excusa. A la gente le gusta. A aquéllos que tienen algún código y se rigen por él, se les respeta y se les estima.

No hay tal código. Jamás se promulgó ningún código de los brujos. Yo me inventé el mío. Simplemente. Y me regía por él. Siempre...

No siempre.

Porque hubo momentos en que parecía que no había espacio para ninguna duda. En que habría que decirse a uno mismo: «Y qué me importa a mí todo esto, no es asunto mío, yo soy brujo». En que habría que haber escuchado a la voz de la razón. Escuchar al instinto o, si no, a lo que dicta la experiencia. O incluso y a menudo, el más corriente de los miedos.

Tendría que haber escuchado la voz de la razón, entonces...

No lo hice.

Pensé que escogía el mal menor. Escogí el mal menor. ¡Mal menor! Soy Geralt de Rivia. También llamado el Carnicero de Blaviken.

No, Iola. No toques mi mano. El contacto puede evocar en ti... Puedes ver...

Y yo no quiero que lo veas. No quiero saber. Conozco mi destino, que gira a mi alrededor como un vórtice. ¿Mi destino? Me sigue paso a paso, pero yo nunca miro hacia atrás.

¿Un nudo? Sí, Nenneke lo percibe, dice. ¿Qué me impulsó entonces en Cintra? ¿Cómo pude arriesgarme tan estúpidamente?

No, no y mil veces no. Nunca miro hacia atrás. Y jamás volveré a Cintra, voy a evitar Cintra como si fuera la peste. No volveré jamás.

Ja, si no me equivoco al contar, el niño éste debe de haber nacido en mayo, hacia la fiesta de Belleteyn. Si esto sucedió en verdad así, tendríamos que vérnoslas con un interesante cúmulo de circunstancias. Porque Yennefer también nació en Belleteyn...

Vámonos ya, Iola. Está anocheciendo.

Gracias por hablar conmigo.

Gracias, Iola.

No, no me pasa nada. Me siento bien.

Completamente bien.

Cuestión de precio
I

El brujo tenía un cuchillo en la garganta.

Estaba tendido, inmerso en agua jabonosa, con la cabeza echada hacia atrás, sobre la resbaladiza superficie de una bañera de madera. Sentía en los labios el amargo sabor del jabón. El cuchillo, de filo embotado, recorrió dolorosamente la nuez de adán, se deslizó con un susurro hacia el mentón.

El barbero, con gesto de artista consciente del nacimiento de una obra maestra, le pasó otra vez la navaja, limpiamente, después de lo cual le acarició el rostro con pedazos de una telilla de lino humedecida en algo que quizá fuera esencia de angélica.

Geralt se levantó, permitió que el paje le echara encima una tina de agua, se secó, salió de la bañera, dejando en el pavimento las huellas de humedad de sus pasos.

—Una toalla, señor. —El paje miró a hurtadillas su medallón.

—Gracias.

—Aquí hay ropa —dijo Haxo—. Camisa, calzón, pantalones, jubón. Y aquí están las botas.

—Habéis pensado en todo, alcaide. ¿Y no podría usar mis botas?

—No. ¿Cerveza?

—Con gusto.

Se vistió despaciosamente. El contacto de una ropa ajena, de grueso cuero, áspera e incómoda, le destrozó el buen humor que le había dejado el chapuzón en agua caliente.

—¿Alcaide?

—Os escucho, don Geralt.

—¿No sabéis por qué todo esto? Bueno, ¿para qué se me necesita?

—No es asunto mío —dijo Haxo, mirando de reojo a los pajes—. Yo sólo tengo que vestiros...

—Disfrazarme, queréis decir.

—...vestiros y conduciros al banquete, con la reina. Poneos el jubón, señor. Y ocultad bajo él vuestro medallón de brujo.

—Aquí estaba mi estilete.

—Pero ya no está. Lo hemos puesto en un lugar más seguro, tal y como vuestras dos espadas y todas vuestras posesiones. Allá donde vais se va sin armas.

El brujo encogió los hombros mientras se ponía el ajustado jubón púrpura.

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando al bordado que había en la parte delantera de la prenda.

—Ah, es verdad —dijo Haxo—. Casi lo olvido. Durante el banquete seréis el noble Ravix de Cuatrocuernos. Como huésped de honor, os sentaréis a la derecha de la reina, tal es su deseo. Y esto sobre el jubón es vuestro escudo. En campo de oro un oso negro, marchante, sobre él, una doncella en manto celeste, con los cabellos sueltos y las manos alzadas. Debierais recordarlo, por si alguno de los huéspedes tuviera alguna manía en punto a heráldica, lo que ocurre a menudo.

—Claro, me acordaré —dijo Geralt con seriedad—. ¿Y dónde está Cuatrocuernos?

—Suficientemente lejos. ¿Listo? ¿Podemos ir?

—Podemos. Decidme aún, don Haxo, ¿cuál es la ocasión para este banquete?

—La princesa Pavetta cumple quince años, según la costumbre se reúne a los que compiten por su mano. La reina Calanthe quiere casarla con alguien de Skellige. Necesitamos una alianza con los isleños.

—¿Por qué justo con ellos?

—Porque no atacan tan a menudo a aquéllos con los que tienen alianza como a los que no.

—Una razón de importancia.

—Pero no la única. En Cintra, don Geralt, la tradición no permite que gobiernen las hembras. Nuestro rey Roegner murió hace algún tiempo de un aire pestilente y la reina no quiere otro marido. Nuestra reina Calanthe es sabia y es justa, pero en tanto que rey, pues es rey al fin y al cabo. El que se case con la princesa se sentará en el trono. Estaría bien que le tocara a un mozo con toda la barba. Y tales hay que buscarlos siempre en las islas. Es un pueblo de gentes valerosas. Vámonos ya.

Geralt se detuvo en medio de una galería que rodeaba un pequeño y vacío patio interior. Miró alrededor.

—Alcaide, estamos solos —dijo Geralt en voz baja—. Decidme para qué necesita la reina un brujo. Algo sabréis. ¿Quién, si no vos?

—Para lo mismo que todos —bufó Haxo—. Cintra es como cualquier otro país, lo mismo. Tenemos aquí lobisomes, basiliscos, y hasta se pueden encontrar manticoras, si se busca bien. Por eso un brujo puede ser útil.

—No divaguéis, alcaide. Me refiero a un brujo en un banquete, y además disfrazado de oso celeste con cabellos sueltos.

Haxo también miró hacia todos lados e incluso se inclinó bajo la balaustrada de la galería.

—No es bueno lo que está pasando, don Geralt —murmuró—. En el castillo, me refiero. Algo espantoso.

—¿Qué?

—¿Y qué va a espantar? Pues un espanto. Dicen que pequeño, encorvado, armado de espinas como un erizo. Andurrea por la noche por todo el castillo, hace sonar cadenas. Aúlla y gime en las habitaciones.

—¿Vos lo habéis visto?

—No. —Haxo escupió—. Y no quiero verlo.

—Decís tonterías, alcaide —se enfadó el brujo—. Esto no se lo cree nadie. Vayamos al convite. ¿Y qué tengo que hacer yo allí? ¿Vigilar que no salga el encorvado de debajo de la mesa y se ponga a gemir? ¿Sin armas? ¿Vestido como un bufón? ¡Venga, don Haxo!

—Pensad lo que queráis. —El alcaide se puso mohíno—. Me ordenaron no deciros nada. Preguntasteis y os lo conté. Y vos, que son tonterías. Muchísimas gracias.

—Perdonad, no quería heriros, alcaide. Sólo me extraña que...

—Dejad de extrañaros entonces. —Haxo volvió la cabeza, aún mohíno—. No estáis aquí para extrañaros. Y os doy un buen consejo, señor brujo: si la reina os manda que os desnudéis, os pintéis el culo de color azul y os colguéis del techo con la cabeza hacia abajo como un candelabro, hacedlo entonces sin extrañezas ni vacilaciones. De otro modo podéis encontraros con desgracias de no poca monta. ¿Habéis entendido?

—Lo he entendido. Vamos, don Haxo. Sea lo que sea, el baño me dio hambre.

II

Si no se cuenta el trivial saludo de ceremonias con el que le recibiera como «el Señor de Cuatrocuernos», la reina Calanthe no intercambió con el brujo ni una palabra. El banquete todavía no había comenzado, seguían entrando convidados, anunciados con grandes voces del heraldo.

La mesa era enorme, rectangular, podían sentarse a ella más de cuarenta caballeros. A su cabecera se encontraba Calanthe, sentada en un trono con una gran base. A su derecha se sentaba Geralt, a su izquierda un bardo de cabellos grises con un laúd, llamado Drogodar. Las otras dos sillas de la cabecera real, situadas a la izquierda de la reina, se hallaban vacías.

A la derecha de Geralt, junto al borde más largo de la mesa, se sentaban el alcaide Haxo y un voievoda de nombre difícil de recordar. Después de ellos había invitados del principado de Attre: el tétrico y silencioso caballero Rainfarn y el príncipe Windhalm, un mofletudo niño de doce años que se encontraba bajo su tutela. Windhalm era uno de los pretendientes a la mano de la princesa. Más allá había caballeros de Cintra con diversos colores y estandartes y algunos vasallos de los alrededores.

—¡El barón Eylembert de Tigg! —anunció el heraldo.

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