El último deseo (26 page)

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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

Y luego se hizo el silencio.

IV

—Bueno, sabes, Geralt. —Jaskier apretó contra la frente una herradura enfriada en un cubo de agua—. No me esperaba esto. Un simple monstruillo cornudo con barbas de chivo, un simple morueco peludo, y te echó de allí como a cualquier mocoso. Y a mí me abrió la cabeza. ¡Mira qué chichón tengo!

—Es la sexta vez que me lo enseñas. No parecía interesante ni siquiera la primera vez.

—¡Qué amable! ¡Y yo que pensaba que iba a estar seguro contigo!

—No te pedí que corrieras detrás de mí a los cañaverales. Te pedí, sin embargo, que escondieras detrás de los dientes tu lengua de verdulera. No me hiciste caso, ahora sufre. En silencio, si no te importa, porque justo están entrando.

A la sala del concejo entraron Tapadera y el imponente Dhun. Tras ellos se arrastraba una abuelilla de cabellos grises y tan crujiente como un hojaldre, conducida por una muchacha rubia y terriblemente delgada.

—Señor Dhun, señor Tapadera —comenzó el brujo sin preámbulos—. Antes de ponernos en camino pregunté si habíais intentado hacer algo vosotros solos con ese diablo vuestro. Dijisteis que no habíais hecho nada. Tengo motivos para pensar que fue de otro modo. Espero vuestras explicaciones.

Los colonos murmuraron entre ellos, después de lo cual Dhun tosió y dio un paso.

—Razón tenéis, señor, perdón pedimos. No lo dijimos pues la vergüenza se nos comía. Queríamos por nuesa propia mano engañar al diablo, obligailo a que se fuera con...

—¿De qué modo?

—Aquí en nueso valle —Dhun hablaba con lentitud— ya en tiempos rebullían las monstruosidades. Dragones de aire, wijunos de tierra, camorreros, fantasmones, arañas gigantes y tarascas de varias clases. Y nostros, cura de nuesos males siempre en nueso libro bucábamos.

—¿En qué libro?

—Saque usté el libro, agüela. ¡El libro digo, el libro! ¡Me se cuece la sangre! ¡Sorda como tapia! ¡Lille, dile a la agüela que enseñe el libro!

La muchacha de cabellos claros arrancó un gran libro de los dedos de la viejecilla y se lo dio al brujo.

—En aqueste libro —siguió Dhun—, el cual en la nuesa familia desde tiempos inmemoriales guardamos, hay remedios para todo monstruo, brujería y prodigio como hubo o haya en el mundo.

Geralt dio vueltas en sus manos al volumen pesado, grueso y cubierto de polvo. La muchacha estaba todavía delante de él, limpiándose las manos en el delantal. Era de más edad de lo que al principio había pensado, le había engañado su delicada figura, tan diferente de la sólida postura de otras muchachas del poblado que serían seguramente de su tiempo.

Colocó el libro sobre la mesa y abrió la pesada cubierta de madera.

—Échale un vistazo a esto, Jaskier.

—Runas Primeras —valoró el trovador, mirando por encima de sus hombros, con la muchacha siempre enfrente—. La escritura más antigua, utilizada hasta el momento de la introducción del nuevo alfabeto. Basada en las runas de los elfos y en los ideogramas de los enanos. Divertida sintaxis, pero así se hablaba entonces. Interesantes dibujos e ilustraciones. No se ve algo así a menudo, Geralt, y en caso afirmativo, sólo en bibliotecas de santuarios, no en poblachos en el confín del mundo. Por todos los dioses, ¿de dónde habeislo sacado, aldeanos míos? Creo que no querréis contarnos que sabéis leer esto. ¿Abuela? ¿Sabes leer Runas Primeras? ¿Sabes leer cualquier runa?

—¿Quééééé?

La muchacha de cabellos claros se acercó a la abuelilla y le susurró algo directamente al oído.

—¿Leer? —La viejecilla mostró al reírse sus encías desdentadas—. ¿Yo? No, majete. Esas artes no las tengo yo, no.

—Explicadme —dijo Geralt con frialdad, volviéndose hacia Dhun y Tapadera— de qué forma utilizáis el libro si no sabéis leer las runas.

—La vieja más vieja siempre sabe lo que en el libro está puesto —afirmó lóbrego Dhun—. Y aquesto que sabe, a alguna moza lo enseña, cuando le llega la hora de ir a la tierra. Vos mismos comprendéis que a nuesa abuela la hora se le acerca. La abuela por eso tomó a Lille y la enseña. Pero trastanto, la abuela lo sabe mejor todo.

—La vieja bruja y la bruja joven —murmulló Jaskier.

—Si no he entendido mal —dijo Geralt con incredulidad—, ¿la abuela se sabe el libro entero de memoria? ¿Es así, abuela?

—Entera no, qué es lo que dices —respondió la abuela, de nuevo por intercesión de Lille—: aquesto sólo que enrededor de los santos se encuentra.

—Ajá. —Geralt abrió el libro al azar. La imagen que se veía en la destrozada página mostraba un cerdo con manchas y con cuernos en forma de lira—. Permitid entonces, abuela. ¿Qué hay escrito aquí?

La abuela ceceó, miró los grabados y luego cerró los ojos.

—Auroch cornudo o taurus —recitó—. Ítem por los iletrados nombrado con error bisomte. Cuernos posee y con ellos embiste...

—Basta. Muy bien, a decir verdad. —El brujo dio la vuelta a unas cuantas páginas pegajosas—. ¿Y aquí?

—Nubecillas y planetillas varios son. Éste lluvia provoca, aqueste vientos hace soplar, aquelotro cría truenos. Quisierais guardar de su acción la cosecha, tomaréis un cuchillo de fierro, nuevo, tres medias onzas de boñiga de oso, sebo de garza gris...

—Bien, bravo. Hmm... ¿Y aquí? ¿Qué es esto?

El dibujo mostraba un engendro desgreñado, montado a caballo, con ojos enormes y aún mayores dientes. En la mano derecha el ser asía una espada considerable, en la izquierda, una bolsa de monedas.

—Brujeador —murmuró la vieja—. Por algunos nombrados brujos. Llamarlo es harto peligroso, anque necesario, pues si contra las monstruosidades y las plagas nada más puede, el brujeador puede. Guardarse es, sin embargo, preciso...

—Basta —murmuró Geralt—. Basta, abuela. Gracias.

—No, no —protestó Jaskier con una sonrisa malvada—. ¿Cómo sigue? ¡Pero qué interesante es este libro! Hablad, abuela, hablad.

—Eeeh... Guardarse es, sin embargo, preciso, de tentarlo y tocarlo al brujeador, porque ello puede ser causa de ensarnecerse. Y hay que las mozas esconder, que el brujeador lujurioso es, más allá de toda medida...

—Coincide como que ni pintado —se rió el poeta, y Lille, le pareció al brujo, se sonrió en forma apenas visible.

—...Anque el brujeador gran rapaz es, que tras el oro va —murmuraba la abuela, entrecerrando los ojos—, no daile más que: por el utopes, real de plata o real y medio. Por el gatolako: dos reales de plata. Por el vampero, cuatro reales de plata...

—Aquéllos eran tiempos —murmuró el brujo—. Gracias, abuela. Y ahora mostradnos dónde se discurre aquí del diablo y qué se cuenta sobre los diablos en el libro. En este caso me sería de más agrado escuchar, porque en ello interés tengo, qué remedio con él utilizasteis.

—Cuidado, Geralt —se rió Jaskier—. Comienzas a caer en su jeringonza. Es un dialecto contagioso.

La abuela, moviendo las manos con dificultad, volvió unas cuantas páginas. El brujo y el poeta se inclinaron sobre la mesa. En efecto, en el grabado figuraba el lanzador de bolitas, cornudo, peludo, con su cola y su sonrisa pérfida.

—Diablo —recitó la abuela—. Ítem nombrado cojuelo o bien silvan. Contra las posesiones y las bestias de corral es grande dañino y enfadoso. Si se lo quiere echar de los campos, hay que tal obrar...

—Sí, sí —murmulló Jaskier.

—Toma de nueces un puño —siguió la abuela, moviendo su índice por el pergamino—. Toma de bolas de fierro otro. De miel un cantarillo, de brea otro. De jabón gris una escudilla, de requesón otra. Entretanto el diablo está quieto, acude a él en horas nocturnas. Para principiar has de comer las nueces. Entonces el diablo, que goloso es, acudirá y preguntará acaso sean deliciosas. Al efecto a él le has de dar las bolitas de fierro.

—Seréis cabrones —murmulló Jaskier—. Seréis locos...

—Silencio —dijo Geralt—. Venga, abuela. Seguid.

—...Pondréis la miel en los labios, el diablo, viendo que es miel, tal miel se le antojará. Daile a él la brea y tú el requesón has de comer. Escucharás cómo al diablo le zumban y retumban las entrañas, pero como si nada has de obrar. Y si se le antoja al diablo requesón, daile a él jabón. Después del jabón, el diablo no habrá de resistirlo...

—¿Llegasteis hasta el jabón? —le interrumpió Geralt con rostro de piedra, volviéndose hacia Dhun y Tapadera.

—Quiá. Ni pensailo —gruñó Tapadera—. Más que a las bolas. Ay, señor, nos dio él candela, cuando mordió las bolas...

—Pero, ¿quién os mandaba —se enojó Jaskier— darle tantas bolas? Está en el libro escrito que un puñado sólo. ¡Y vosotros un saco de las bolas le disteis! ¡Munición para dos años sin exagerar le disteis, pedazo de bolos!

—Cuidado —se sonrió el brujo—. Comienzas a caer en su jeringonza. Es un dialecto contagioso.

—Gracias.

Geralt levantó de pronto la cabeza y miró a los ojos de la muchacha que estaba al lado de la anciana. Lille no bajó los ojos. Los tenía de un azul claro y radiante.

—¿Por que le hacéis ofrendas de semillas? —preguntó con aspereza—. Se ve perfectamente que es un típico comedor de plantas.

Lille no contestó.

—Te he hecho una pregunta, muchacha. No tengas miedo, no se infecta uno de sarna sólo por hablar conmigo.

—Nada le preguntéis, señor —habló Tapadera con visible embarazo en la voz—. Lille... ella... rara es. No os contestará, no la obliguéis.

Geralt todavía miraba a los ojos de Lille, Lille seguía sin apartar la mirada. Sintió un escalofrío recorriéndole la espalda, arrastrándose por la nuca.

—¿Por qué no fuisteis a por el diablo con estacas y viernos? —alzó la voz—. ¿Por qué no le pusisteis cepos? Si lo hubierais querido, su cabeza de cabra ya estaría colgando de un palo como espantapájaros. A mí me avisasteis de que no lo intentara matar. ¿Por qué? Tú se lo prohibiste, ¿no es cierto, Lille?

Dhun se levantó del banco. La cabeza casi alcanzaba el techo.

—Vete, moza —gritó—. Coge a la agüela y vete de acá.

—¿Quién es ella, señor Dhun? —preguntó el brujo cuando la abuela y Lille cerraron la puerta tras de sí—. ¿Quién es esta muchacha? ¿Por qué ella goza de más respeto entre vosotros que este maldito libro?

—No es asunto vueso. —Dhun le miró, y su mirada no era amigable—. Si queréis perseguir a las hembras sabias allá en vuesas ciudades, quemarlas en hogueras allá, no acá. En nuesa tierra tal cosa no hubo y no habrá.

—No me habéis entendido —dijo con frialdad el brujo.

—Porque no quiero.

—Ya lo he observado —rezongó el brujo, hablando también con franqueza—. Pero una cosa importante habréis de saber, señor Dhun. De momento no nos obliga ningún contrato, de momento no me he comprometido a nada con vosotros. No tenéis razones para pensar que os habéis comprado un brujo que, por un real de plata o uno y medio, hará todo lo que vosotros no sabéis. O no queréis. O no se os permite. Así es, señor Dhun. No habéis comprado un brujo y no pienso que vayáis a conseguir comprarlo. No, desde luego con vuestra falta de gana por entender.

Dhun calló, midiendo a Geralt con ojos terribles. Tapadera carraspeó, se removió en el banco, dio unas sonoras palmadas, luego, de pronto, se incorporó.

—Señor brujo —dijo—. No os enojéis. Os lo contaremos de cabo a rabo. ¿Dhun?

El Anciano del poblado hizo un gesto afirmativo y se sentó.

—Cuando hacia acá veníamos —comenzó Tapadera— oservaisteis cómo se cría acá de todo y como las cosechas son acá de buenas. Tales se crían acá cosas, que en otros rincones mal se dan o ni se dan siquiera. Pues eso, en aquesta tierra nuesa son los esquejes y las semillas de sementera cosas de importancia, pues y de ellos pagamos los tributos y vendemos y mercamos...

—¿Qué tiene que ver esto con el diablo?

—Tiene. El diablo antes nomás molestaba y tontas jugarretas hacía, hasta que empezó a arramplar grano a lo bruto. A lo primero le trajíamos un poco a la piedra en los cañizos, pensamos, se llena y nos deja en paz. Pero nada: siguió arramplando más, a reventar. Y como quiera que echamos a esconder los depósitos que teníamos en pajares y hórreos que cerrábamos a cal y canto, pues él se enrabietó tanto, señor, que venga a balar, bramar, gritar «uk-uk», y cuando él «uk-uk», no, pues más vale salir pitando. Amenazó con que...

—...por culo os daría —interrumpió Jaskier con sonrisa burlona.

—También —asertó Tapadera—. ¡Y hasta las nuesas madres mentó! Para no darle más güeltas: como no podía robar, pues nos cargó un tributo. Mandó que le llevaran grano y otros enseres a sacos enteros. Entonces, cierto es que rabiosos nos puso y anduvimos tramando atizarle en el culo con el rabo. Pero...

El labriego carraspeó, bajó la cabeza.

—No hay que vacilar —habló de pronto Dhun—. Mal le calamos al brujo. Va, desembucha todo, Tapadera.

—La agüela, atizarle al diablo nos prohibió —dijo Tapadera muy deprisa—, pero sabemos, sin embargo, que es Lille, pues la agüela... La agüela sólo dice lo que Lille le manda. Y nostros... vos mismo lo visteis, señor brujo. Nostros la obedecemos.

—Ya lo he observado. —Geralt deformó los labios en una sonrisa—. La abuela es capaz sólo de mover las barbas y recitar un texto que no entiende ella misma. Y sin embargo miráis a la muchacha como si fuera una forma de la diosa, con la boca abierta. Evitáis sus ojos, pero intentáis prever sus deseos. Y sus deseos son órdenes para vosotros. ¿Quién es, esa Lille vuestra?

—Pues lo hais adivinado ya, señor. Veedora. Es dicir, Sabia. Pero no le habléis de ello a nadie. Os lo pedimos. Si esto llegara a oídos del corregidor, o no lo permitan los dioses, del virrey...

—No temáis —afirmó serio Geralt—. Sé de lo que habláis y no os traicionaré.

Las extrañas mujeres y muchachas llamadas veedoras o Sabias, que a veces se encuentran por las aldeas, no gozaban de la mayor simpatía de los magnates que recogían tributo u obtenían ganancias de la agricultura. Los labradores siempre pedían consejo a las profetisas, sobre casi cada asunto. Les creían ciegamente y sin límites. Pero las decisiones tomadas sobre la base de tales consejos resultaban a menudo opuestas a la política de señores y gobernantes. Geralt había oído hablar de casos absolutamente radicales e incomprensibles: del exterminio de todo el ganado reproductor, de no llevar a cabo la siembra o la cosecha, e incluso de migraciones de aldeas enteras. Los gobernantes perseguían por ello «las supersticiones», a menudo sin reparar en medios. Por eso los labriegos habían aprendido muy deprisa a esconder a las Sabias. Pero no habían dejado de escuchar sus consejos. Porque, como probaba la experiencia, una cosa estaba más allá de toda duda: a largo plazo siempre resultaba que las Sabias tenían razón.

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