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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

El último deseo (27 page)

—Lille al diablo cargarnos no nos dejó —siguió Tapadera—. Mandó hacer tal como en el libro se manda. Como sabéis, no salió. Y ya tuvimos problemas con el corregidor. Cuando le dimos menos grano que de costumbre, los morros se le retorcieron, gritó, injurió. Del diablo ni pío le soltamos, que el corregidor serio es y poco aguanta las bromas. Y entonces vos aparecistes. Pregunté a la Lille si sos podía... alquilar...

—¿Y?

—Dijo, por la agüela, que primero os ha de mirar.

—Y nos miró.

—Os miró. Y sos aceptó, se lo conocimos, sabemos ver lo que Lille acepta y lo que no.

—No me dijo ni palabra.

—A nadie, si no es a la agüela, nunca jamás dijera palabra. Pero si no os aceptara, de la sala no se hubiera ido como si nada.

—Humm... —pensó Geralt—. Esto es interesante. Una profetisa que, en vez de profetizar, calla. ¿De dónde vino a vosotros?

—No sabemos, señor brujo —murmulló Dhun—. Pero con la agüela, tal y como los viejos recuerdan, también así fue. La agüela de antes también una moza poco habladora se sacó, una que salió de no se sabe ónde. Y aquesta moza, es justo nuesa agüela de ahora. El mi agüelo dicía, que la agüela se ennueva en tal forma. Del mesmo modo que la luna que en el cielo se ennueva y cada vez nueva es. No sos riáis...

—No me río —agitó la cabeza Geralt—. Demasiado he visto ya para que me hagan de reír tales cosas. Tampoco pienso meter la nariz en vuestros asuntos, señor Dhun. Mi pregunta va dirigida a establecer el vínculo entre Lille y el diablo. Creo que vosotros mismos ya habéis comprendido que existe tal vínculo. Si vuestra veedora os es tan necesaria, entonces, en lo tocante al diablo puedo daros un único consejo: tenéis que quererlo.

—Saber, señor —dijo Tapadera—, que no sólo del diablo se trata. Lille matar no nos deja. Ni una criatura sola.

—Por supuesto —terció Jaskier—. Las profetisas de aldea proceden del mismo tronco que los druidas. Y un druida, cuando un tábano le está chupando la sangre, hasta le desea buen provecho.

—Acertaisteis —se sonrió ligeramente Tapadera—. Acertaisteis en el medio. Lo mesmo nos pasó con unos jabalines que se jamaban las verduras. ¿Y qué? Mirar por la ventana: verduritas como de pintura. Se halló el medio. Lille no sabe siquiera cuál. Ojos que no ven, corazón que no siente. ¿Lo cogéis?

—Lo cojo —murmulló Geralt—. Y cómo. Pero no importa. Lille o no, vuestro diablo es un silván. Una criatura extraordinariamente rara, pero dotada de razón. No lo mataré, mi código no me lo permite.

—Si razona —habló Dhun—, tonces hacerle de razonar.

—Por supuesto —le apoyó Tapadera—. Si el diablo tiene razón, quiere dicir que el grano con razón lo roba. Vos, señor brujo, enteraros qué es lo que quiere. Pues el grano no se come, al menos no tanto. Entonces, ¿para qué cojones quiere el grano? ¿Por hacernos mal, o qué? ¿Qué quiere? Enteraros y echailo de los alredores con remedios brujeriles. ¿Lo haréis?

—Lo intentaré —se decidió Geralt—. Pero...

—Pero, ¿qué?

—Vuestro libro, queridos míos, está anticuado. ¿Entendéis a dónde quiero llegar?

—Pues la verdad —murmuró Dhun— es que no mucho.

—Os lo explicaré. Pues, señor Dhun, señor Tapadera, si pensabais que mi ayuda os va a costar un real de plata o uno y medio, entonces os equivocáis completamente.

V

—¡Hey!

De la espesura surgió un siseo, un colérico «uk-uk» y un agitar del ramaje.

—¡Hey! —repitió el brujo, cautelosamente oculto—. Venga, muéstrate, Cojuelo.

—Cojuelo tu padre.

—¿Y entonces cómo? ¿Diablo?

—Diablo tu padre. —El cuernocabra asomó la cabeza por entre las cañas, mostrando los dientes—. ¿Qué quieres?

—Hablar.

—¿Bromeas o qué? —baló el diablo—. ¿Piensas que no sé quién eres? Los labriegos te han alquilado para que me eches de aquí, ¿o no?

—Cierto —aceptó Geralt con indiferencia—. Y justo de eso quería hablar contigo. ¿Y si llegamos a un acuerdo?

—Ahí te duele —barritó el diablo—. Querrías escurrir el bulto a bajo coste, ¿eh? ¿Sin esfuerzo? ¡Conmigo no hay tales numeritos, beee! La vida, humano, es pura competencia. Gana el mejor. Si quieres ganarme, prueba que eres mejor. En vez de ponernos de acuerdo, competencia. El que gane pone las condiciones. Propongo una carrera desde aquí al sauce viejo que está sobre la tumba.

—No sé dónde está la tumba ni dónde el sauce viejo.

—Si lo supieras no te propondría la carrera. Me gusta competir pero no me gusta perder.

—Ya lo he visto. No, no vamos a correr. Hace calor, hoy.

—Una pena. ¿Puede que compitamos de otro modo? —El diablo mostró los dientes amarillos y cogió del suelo un montón de cantos rodados—. ¿Conoces el juego «Quién grita más fuerte»? Yo tiro primero. Cierra los ojos.

—Tengo otra propuesta.

—Soy todo oídos.

—Te largas de aquí sin competencias, sin carreras y sin gritos. Por ti mismo, sin imposiciones.

—Métete esa propuesta a d'yeabl aép arse —el diablo demostró su conocimiento de la Antigua Lengua—. No me voy de aquí. Me gusta.

—Pero has hecho demasiadas travesuras. Te has pasado con tus bromas.

—Düvvelsheyss con mis bromas. —El silván, como se veía, conocía también el idioma de la gente pequeña—. Y tus propuestas también son Düvvelsheyss. Nunca me iré de aquí. A menos que me venzas en algún juego. ¿Te doy una oportunidad? Vamos a jugar a las adivinanzas, si no te gustan los juegos de acción. Ahora te pondré una adivinanza, si la aciertas, habrás ganado y me iré de aquí. Si no lo consigues, yo me quedo y tú te vas. Piénsatelo bien, porque la adivinanza no es fácil.

Antes de que Geralt acertara a protestar, el diablo dio un balido, golpeteó con las pezuñas, barrió la tierra con la cola y recitó:

No lejos del río, crece en blando barro

una flor manchada en un tallo largo.

Hojitas rositas, de vainas bien llenas.

No la enseñes al gato, que la devora entera

—Venga, ¿qué es? Adivina.

—No tengo ni idea —reconoció indiferente el brujo, sin intentarlo siquiera—. ¿Quizás los guisantes trepadores?

—Mal. Perdiste.

—¿Y cuál es la respuesta correcta? ¿Qué cosa tiene... humm... vainas bien llenas?

—La col.

—Escucha —gritó Geralt—. Empiezas a ponerme nervioso.

—Te avisé —se rió el diablo— de que la adivinanza no iba a ser fácil. Lo siento. Gané, luego me quedo. Y tú te vas. Le despido a usted calurosamente.

—Un momento. —El brujo metió con disimulo la mano en un bolsillo—. ¿Y mi adivinanza? Creo que tengo derecho a la revancha.

—No —protestó el diablo—. ¿Por qué razón? Podría no acertarla. ¿Me tienes por tonto?

—No —agitó la cabeza Geralt—. Te tengo por un zopenco malvado y arrogante. Ahora nos vamos a divertir con un juego nuevo, que desconoces.

—¡Ja! ¡Por fin! ¿Qué juego es?

—El juego se llama —dijo el brujo muy despacio— «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». No tienes que cerrar los ojos.

Geralt se enderezó en un golpe relampagueante, la bolita de acero silbó agudamente en el aire y con un chasquido le golpeó al diablo justo entre los cuernos. El ser se derrumbó de espaldas como atravesado por un rayo. Geralt se tiró de cabeza entre las cañas y lo agarró por la pata velluda. El silván berreó y coceó, el brujo escondió la cabeza detrás de los brazos, pero incluso así le campanilleaban los oídos, pues el diablo, pese a su incómoda postura, pateaba con la fuerza de una mula rabiosa. Intentó atrapar la pezuña coceadora pero no pudo. El cuernocabra se agitó, martilleó la tierra con las manos y lo coceó de nuevo, directamente en la frente. El brujo lanzó una maldición al sentir cómo el pie del diablo se le escapaba de entre los dedos. Al separarse, los dos cayeron en dos direcciones distintas, volteando con un chasquido las cañas y enredándose en las hierbas del pantano.

El diablo se liberó primero y cargó, bajando la testa cornuda. Pero Geralt ya estaba sobre sus pies y evitó el ataque sin problemas, asió al ser por los cuernos, empujó fuerte, le echó al suelo y le sujetó con las rodillas. El diablo barritó y le escupió en los ojos de tal forma que no hubiera avergonzado a un camello afligido de ptialismo. El brujo se echó hacia atrás automáticamente, pero sin soltar los cuernos del diablo. El silván, intentando proyectar la cabeza, coceó con las dos patas y, lo que es más extraño, con las dos acertó. Geralt maldijo, pero no le soltó. Alzó al diablo de la tierra, lo apoyó sobre las cañas temblorosas y con todas sus fuerzas le dio de patadas en las rodillas velludas, después de lo cual se inclinó y le escupió en la oreja. El diablo aulló y chasqueó los dientes.

—¡No hagas a los demás... —jadeó el brujo—... lo que no quieras que te hagan a ti! ¿Seguimos jugando?

—¡Bleblebleeeeee! —El diablo gorgoteó, aulló y escupió rabioso, pero Geralt le tenía fuertemente cogido por los cuernos y empujó la cabeza hacia abajo, gracias a lo cual los escupitajos le dieron al diablo en sus propias patas, mientras arañaban la tierra y levantaban nubes de polvo y hierbajos.

Los siguientes minutos transcurrieron en un forcejeo intensivo, intercambio de variados insultos y de patadas. Si de algo podía alegrarse Geralt era únicamente del hecho de que nadie lo veía, pues la escena era completamente estúpida.

El ímpetu de la última patada separó a ambos luchadores y les envió en direcciones distintas, a lo profundo del cañaveral. El diablo, de nuevo, precedió al brujo y se levantó. Emprendió la huida, cojeando visiblemente. Geralt, jadeando y enjugándose el rostro, se lanzó a perseguirlo. Atravesaron el cañaveral y entraron en el campo de centeno. El brujo escuchó los cascos de un caballo al galope. Un sonido que estaba esperando.

—¡Aquí, Jaskier! ¡Aquí! —gritó—. ¡En el centeno!

De pronto vio el pecho del caballo justo delante de él y seguidamente resultó atropellado. Rebotó contra el caballo como contra un muro y cayó de espaldas. Del golpe contra el suelo se le nublaron los ojos. Pese a ello alcanzó a echarse a un lado, detrás de los tallos del centeno, para evitar los cascos. Se levantó rápidamente, pero en aquel momento le atropelló un segundo jinete, tumbándole de nuevo. Y luego, de pronto, alguien se le lanzó encima, aplastándole contra la tierra.

Y luego hubo un relámpago y un terrible dolor en la cabeza.

Y oscuridad.

VI

Tenía arena en los labios. Cuando quiso escupirla, se dio cuenta de que estaba tendido con el rostro sobre la tierra. Cuando quiso moverse, se dio cuenta de que estaba atado. Alzó ligeramente la cabeza. Escuchaba voces.

Estaba tendido en una cama de hojas secas, junto a un tocón de pino. A unos veinte pasos había varios caballos desensillados. Los veía a través de las hojas de unos helechos, bastante borrosos, pero uno de aquellos caballos era sin duda la yegua castaña de Jaskier.

—Tres sacos de maíz —escuchó—. Bien, Torque. Muy bien. Has cumplido.

—Y eso no es todo —dijo un balido que sólo podía ser la voz del diablo silván—. Mira eso, Galarr. Son judías, pero completamente blancas. ¡Y qué grandes! Y esto, esto se llama colza. De ella se saca aceite.

Geralt apretó fuertemente los párpados y los abrió de nuevo. El diablo y Galarr, quienquiera que fuese, utilizaban la Antigua Lengua, el idioma de los elfos. Pero las palabras «maíz», «judía» y «colza» las habían pronunciado en la lengua común.

—¿Y esto? ¿Qué es esto? —preguntó el llamado Galarr.

—Semillas de lino. Lino, ¿comprendes? Para hacer camisas. Es mucho más barato que la seda y más resistente. La forma de usarlo es, me parece, muy complicada, pero me enteraré de cómo hacerlo.

—Sólo con que lo pudiéramos emplear, este lino tuyo, sólo con que no se nos echara a perder como los nabos —le acusó Galarr, utilizando de nuevo aquel extraño volapük—. Intenta conseguir más esquejes de nabo, Torque.

—No tengas miedo —baló el diablo—. Aquí no hay problema con eso, aquí crece todo de la leche. Os los conseguiré, no te preocupes.

—Y todavía algo más —dijo Galarr—. Entérate por fin en qué consiste ese sistema suyo de los barbechos.

El brujo levantó la cabeza con cuidado e intentó darse la vuelta.

—Geralt... —escuchó un susurro—. ¿Te despertaste?

—Jaskier... —respondió—. Dónde estamos... Qué nos ha pasado...

Jaskier sólo le chitó que se mantuviera en silencio. Geralt estaba ya harto. Blasfemó, se tensó y se dio la vuelta hacia el otro lado.

En el centro del claro estaba el diablo que tenía, como ahora sabía, el sonoro nombre de Torque. Estaba ocupado en cargar en un caballo sacos, costales y alforjas. En ello le ayudaba un hombre delgado y alto que sólo podía ser Galarr. Éste, al escuchar el movimiento del brujo, se dio la vuelta. Sus cabellos eran negros, con un tono visiblemente granate. Poseía unos rasgos agudos y unos ojos grandes y brillantes. Y unas orejas terminadas en punta.

Galarr era un elfo. Elfo de las montañas. Sangre pura de Aén Seidhe, un representante del Antiguo Pueblo.

Galarr no era el único elfo al alcance de la vista. Al borde del campo estaban sentados otros seis. Uno se ocupaba de rebuscar en las alforjas de Jaskier, otro jugueteaba con el laúd del trovador. El resto, alrededor de un saco abierto, se ocupaba en devorar ávidamente nabos y zanahorias crudas.

—¡Vanadáin, Toruviel! —dijo Galarr, señalando a los prisioneros con un ademán de la cabeza—. ¡Vedrái! ¡Enn'le!

Torque dio un salto y berreó.

—¡No, Galarr! ¡No! ¡Filavandrel lo prohibió! ¿Lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado. —Galarr echó dos bolsas atadas por encima del lomo de un caballo—. Pero hay que comprobar que las ataduras no se han aflojado.

—¿Qué queréis de nosotros? —gritó el trovador mientras uno de los elfos, poniéndole de rodillas, comprobaba las ataduras—. ¿Por qué nos atáis? ¿Qué buscáis? Soy Jaskier, poe...

Geralt escuchó el sonido de un golpe. Se dio la vuelta, torció la cabeza.

La elfa que estaba de pie junto a Jaskier tenía los ojos negros y cabellos de cuervo que caían abundantemente sobre los hombros y estaban ligados a la altura de las sienes con dos finas trenzas. Vestía un corto chaleco de cuero sobre la camisa de satén verde y unas ceñidas calzas de lana metidas dentro de unas botas de montar. Tenía cubiertas las caderas con un pañuelo de colores que alcanzaba hasta el medio muslo.

—¿Qué glosse? —preguntó, mirando al brujo y jugueteando con la empuñadura de un largo estilete que colgaba del cinturón—. ¿Qué l'en pavienn, ell'ea?

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