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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (40 page)

»—Para ser idénticamente franco —le dije yo—, creo que no, Mayor. La muerte sería un regalo.

»—¡Bueno, entonces yo le ayudaré! ¡No nos rindamos tan fácilmente ante ningún enemigo!

El Mayor hizo los arreglos para que Rogers ingresara en un asilo para adictos dirigido por un doctor que defendía que el consumo de opio no era un vicio sino una enfermedad como cualquier otra de las enfermedades conocidas. La vida retirada que llevó allí limpió la sangre de Rogers de todo el veneno.

—Eso fue hace seis meses. Les doy mi palabra de que el opio no ha vuelto a entrar en mi cuerpo. Pero al salir de aquel santuario, libre de la vil amapola, me encontré esclavizado por un nuevo y tiránico amo: el Mayor. Durante los últimos años, mientras el Mayor ganaba el control de la editorial sobre sus más sensatos hermanos, yo cerraba los ojos a sus métodos y manipulaciones. Pero el centro que me había salvado la vida había costado mucho dinero y yo no podía cortar mis lazos con Harper hasta que la deuda estuviera pagada.

Tras el final de la gira americana de Dickens y habiéndose enterado de que el escritor trabajaba en una novela de misterio, el Alcalde y el Mayor Harper quisieron descubrir los detalles del argumento del nuevo libro por anticipado.

—Como yo era capaz de imitar cualquier acento existente debido a mis años de actor, decidieron mandarme aquí, a Inglaterra, a perpetrar la artimaña. Mi misión era entrar en el santuario de Dickens. Hice averiguaciones por Kent y descubrí que Dickens ofrecía atención tanto a amigos como a desconocidos que caían enfermos, con técnicas de mesmerismo y magnetismo animal. Y yo sabía por su reputación que era particularmente sensible a aquellos que sufrían pobreza, como amigo y abanderado de los trabajadores.

»Decidí hacerme pasar por un granjero inglés enfermo que necesitaba los cuidados de Dickens para franquearme la entrada a su estudio y conocer pistas sobre el futuro de
Drood
antes que nadie.

—¿Encontró algo? —preguntó Osgood.

—¡El gran hombre sabía guardar los secretos! —Rogers levantó las manos—. Dickens hacía que me tumbara en su sofá, dibujaba unos pases con sus manos y dedos por encima de mi cabeza y luego, cuando ya estaba convencido de que me había dormido, salmodiaba para implantar en lo más profundo de mi cerebro la curación deseada. Al final, me soplaba suavemente en la frente hasta que creía que me acababa de despertar. Pensé que si aparentaba haber entrado en un estado hipnótico tan profundo que me creyera uno de los personajes de su novela, sería más probable que me revelara cosas de ella involuntariamente.

—¿Y entonces se le ocurrió hacer de Dick Datchery? —preguntó Tom.

—Sí. Datchery aparece de manera misteriosa en uno de los últimos capítulos de
Edwin Drood
. Antes de que se imprimiera escuché este capítulo una tarde que esperaba en la biblioteca de Gadshill y el señor Dickens se lo estaba leyendo en la habitación de al lado a unos amigos y familiares, lo que hacía cada vez que terminaba una entrega. Por la escasa ciencia que había adquirido leyendo novelas a lo largo de mi vida, imaginé que en el destino de aquel personaje, Datchery, se encerraba el destino de todo el
Misterio
. ¡Y mi artimaña funcionó! Hasta cierto punto.

Rogers relató los trucos que había empleado para interpretar el papel de Datchery en Gadshill, incluso escribir en trozos de papel y dentro de la cinta de su sombrero cada una de las palabras que escuchaba a Dickens poner en boca del personaje y utilizar exactamente el mismo lenguaje cada vez que le era posible. Aquella autenticidad pareció despertar el interés del novelista, pero sus sesiones de mesmerismo seguían centrándose exclusivamente en el tratamiento del paciente y su salud y no había manera de persuadir al maestro para que dijera más sobre el tema de su novela.

Rogers, por supuesto, aprovechaba todas las oportunidades que se le presentaban de estar a solas (cada vez que Dickens se ausentaba del estudio para atender a alguna de sus mascotas o saludar a una visita) para examinar subrepticiamente el contenido de cualquier papel que hubiera sobre el escritorio o en un cajón abierto. Encontró algunas pruebas de que los fumadores de opio que aparecían en
Drood
estaban inspirados en los ocupantes de un conocido antro situado en un patio y llamado Palmer's Folly, que Dickens había conocido en una visita a Londres guiada por la policía.

Poco después la salud de Dickens empeoró y tuvieron que suspender las sesiones con Rogers y los demás componentes del pequeño círculo de pacientes de mesmerismo que acudían a Gadshill. Al tener conocimiento de la muerte de Dickens la primera semana de junio, Rogers puso un telegrama a sus jefes en Franklin Square, Nueva York, suponiendo que su misión había terminado. Sin embargo, los Harper le ordenaron que se quedara unas semanas más y que diera la tabarra por Gadshill para poder observar cualquier maniobra que afectara a
Drood
durante ese tiempo. Debido a los cinco años de espera desde la anterior novela de Dickens,
Drood
supondría cientos de miles de dólares de beneficios posibles para el primero que lograra publicarla en América. El Mayor no estaba dispuesto a quitarle el ojo a aquella oportunidad.

Sólo unos días después Rogers recibió una orden completamente distinta e inesperada: se ponía en su conocimiento que el señor J. R. Osgood estaba de camino a Inglaterra, más que probablemente con el objetivo de encontrar las partes que faltaban de la última novela de Dickens. Rogers tenía que impedir que lo lograra, a fin de que Harper pudiera piratear la novela sin problemas.

—Le confieso esto apesadumbrado y hastiado, Ripley. Desde entonces he llegado a descubrir que es usted un hombre decente y bueno, que se interesa por los empleados a su cargo, como he visto que hace con la señorita Rebecca —continuó Rogers—. Pero tiene que entender una cosa, aunque sólo sea una cosa, sobre mí y algún día moriré satisfecho sabiendo que usted no me rechazó incondicionalmente.

—No sé qué podría decir en su favor —respondió Osgood con tristeza.

—Nada más que esto: no soy un artista. No soy un genio como las personas que pueblan su vida, tal vez como usted mismo. Tanto si usted considera que lo es como si no, tiene en su interior la valentía del artista. Pero éste es el trabajo mundano que yo conozco y que he ejercido desde que fui entrenado como policía de Harper. Antes de esto intenté trabajar en un banco, pero lo dejé porque no me gustaba cómo me miraba el resto de la gente. Éramos los primeros policías de la ciudad de Nueva York y nos odiaban, la gente nos tiraba piedras. Teníamos que ir armados con un chuzo cada uno: esa peculiar porra con un pincho en la punta que vio usted cuando nos adentramos en los oscuros rincones de Londres. Los ciudadanos creían que nuestra labor era la de hacer de espías y, curiosamente, ese temor hizo que nos convirtiéramos en espías. Disfraces, investigaciones, servicio secreto, todos los tejemanejes encubiertos y turbios… Ése ha sido mi arte, mi fortuna. Al llevarle al fumadero de opio intenté meterle en una búsqueda sin propósito, sabiendo que lo reconocería como el prototipo del que Dickens describía en su libro y que eso le distraería. Si tenía éxito en esa tarea, por fin podría librarme de las garras del Mayor Harper y regresar a los escenarios, donde en otros tiempos fui feliz e hice feliz a otros, como hace su editorial. Algún día tendré una casa llena de niños y espero que ellos me respeten y me quieran. ¡No quería causarle ningún daño, querido Ripley!

—¡Sin embargo tenía todas las intenciones de despistarme, como usted mismo reconoce!

—No espero perdón por haberle engañado, pero ruego que crea mi propósito de pagarle la deuda. Quiero ayudarle.

—¡Ja! —respondió Osgood.

—¡Ripley, también yo fui embaucado por esos vendedores de opio!

—Lo que fue únicamente culpa suya, señor —dijo Tom en tono de reproche—. Obra de su inconsciencia.

—Hasta cierto punto sí, señor Branagan. Pero la violencia a la que estábamos sometidos no era más que una pequeña muestra de un siniestro movimiento mucho mayor. Ripley, considero que, mientras hablamos, se encuentra usted en grave peligro.

—Y la amenaza es usted tanto como el que más —dijo Osgood.

—Ya ha hablado más de lo que se merece. Siéntese y póngase cómodo mientras llamo a un coche de policía —añadió Tom.

Rogers sacudió la cabeza.

—No. Necesitan mi ayuda, caballeros, ¡su supervivencia depende de ella! Tal vez también la mía, ¡aunque puede que para ustedes ahora no signifique nada! —los otros dos hombres, que no mostraban signos de flaquear, intercambiaron una mirada. Rogers, presa ya del pánico, se puso a suplicar sin pudor—: Mi querido Ripley, ¿no puede volver a confiar en mí? Le prometo pagarle mi deuda por lo que he hecho.

Osgood dedicó una mirada encendida a su antiguo compañero.

—Ha ganado mi confianza y compasión valiéndose de un montón de mentiras. Conspiró para entorpecer nuestra gira con Dickens por América, para culpar al señor Branagan de lo que no había hecho, para distraerme de mi misión aquí, todo bajo las nefastas órdenes de esos hermanos Harper. No me cabe la menor duda de que el Mayor Harper maneja también las cuerdas de su actual súplica. En cualquier momento tirará de sus hilos y hará entrar en escena a Judy, o al diablo, o a cualquier otra grotesca figura de madera para que intente desorientarnos. Ahora, desaparezca de nuestra vista, mientras conserva su libertad, si el señor Branagan se lo permite.

Tom dio un paso atrás y señaló la puerta con la mano. En esta ocasión, Rogers no discutió.

—Gracias a Dios que existe usted, Ripley —dijo. Se volvió en silencio y,. con el sombrero debajo del brazo, salió apresuradamente de la habitación.

La aparición de Tom Branagan, y de la pistola que empuñaba, había supuesto para Osgood una impresión tan fuerte como el descubrimiento de la verdadera identidad de Rogers. Una vez confirmaron que éste había salido de las dependencias del hotel, y cuando Rebecca regresó del banco, Tom se dispuso a contarles el tortuoso trayecto que a su vez había recorrido hasta reunirse con ellos. Al regresar a Inglaterra después de la gira de Dickens, Tom siguió trabajando en labores domésticas en la ciudad de Ross, en la finca de George Dolby. Pero se cansó de la monotonía de cuidar los adorados ponis de los hijos de Dolby y de llevar en el coche a la señora Dolby, que le estaba sacando el máximo partido a su fortuna, muy acrecentada desde la gira americana. Dolby, por su parte, se había endurecido por lo que él llamaba «el maltrato americano» y gastaba el dinero de manera irresponsable y extravagante, sobre todo después de que su segundo hijo varón muriera a los pocos días de nacer. Ocasionalmente, Tom veía a Dickens en la casa de Dolby, incluyendo el bautizo de George Dolby hijo, pero el novelista, aunque afable con él, nunca le habló de los delicados sucesos acaecidos durante la reciente gira por América.

Tom le enseñó a Osgood una navaja con empuñadura de nácar que llevaba en el bolsillo.

—Ésta es la navaja que le quité de la mano. Me di cuenta de que todavía la conservaba cuando ya habíamos salido del país y la encontré entre mi ropa. En ocasiones, cuando la veo, me acuerdo de la mujer y pienso en lo que le podía haber pasado al Jefe.

—Puede estar usted orgulloso de lo que hizo —dijo Osgood.

—Yo estaba seguro de que la mujer iba a morir, ¿saben? —continuó Tom—. Usted también lo habría estado, señor Osgood, de haber visto la sangre. El Jefe debió de pensar lo mismo, al mirarla se puso muy triste, incluso le susurró algo al oído para tranquilizarla, aunque no pude oír lo que dijo. Pero lo cierto es que pocas mujeres de las que intentan suicidarse por ese método tienen la fuerza suficiente para realizar en su propia piel un corte lo bastante profundo una vez han empezado. Muchas sobreviven, como le pasó a ella, aunque quedó mermada para siempre por dentro y por fuera. La imagen de ambos no se separa de mí desde aquel día; tanto la de Louisa Barton como la de Charles Dickens.

Embotado por el tiempo pasado en Ross y obsesionado por lo que había ocurrido durante sus últimas horas en Boston, Tom presentó su solicitud a la policía de Scotland Yard y esperó varios meses, hasta que quedó disponible una plaza para agente nocturno de tercera clase, la categoría más baja y peligrosa de la policía inglesa. Hacía sus rondas desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana. Generalmente, éste solía ser el único destino disponible para un irlandés, aunque el hecho de que supiera leer y escribir bien le reportó un rápido ascenso a la categoría de agente de policía de primera clase.

Debido a que a los irlandeses se les asignaban las rondas por los barrios más pobres de Londres, Tom resultó ser uno de los agentes que estaban patrullando cuando se dio la alarma por el alboroto del Palmer's Folly la noche en que atacaron a Osgood. Se encontraba arreglando la entrada de una carbonera peligrosamente destartalada en una calle cercana. Al llegar a la escena del jaleo, Tom vio huir a Rogers, con la cabeza herida y ensangrentada, y le reconoció.

—Le reconocí como el hombre que, con la peluca de Washington y el anticuado sombrero de tres picos, provocó los disturbios de la venta de entradas en Brooklyn por los que se me culpó a mí. Su presencia en Londres me pareció de lo más extraordinario, como podrán imaginar. Decidí seguirle sigilosamente para saber más de él y descubrí que se alojaba bajo nombre falso en una pensión retirada. Le seguí algunos días más y supe que había estado enviando telegramas y cartas a Nueva York. Cuando le vi entrar en este hotel examiné el libro de huéspedes y me quedé nuevamente sorprendido al encontrar su nombre, señor Osgood, entre los de los ocupantes del establecimiento. Sospeché que aquel hombre llevaba trazando algún plan de naturaleza perversa desde nuestra estancia en América, pero no sabía si se trataba de un estafador de alguna clase, un ladrón o un asesino sin escrúpulos.

—Por eso trajo la pistola —intervino Osgood. Tom asintió con la cabeza y dejó la pistola a un lado con una sonrisa de alivio.

—Para ser sincero, me alegro de no haber tenido que usarla. Las han repartido en el departamento a causa de los ataques de los fenianos al Gobierno y a las prisiones. Como tengo sangre irlandesa, me han elegido para infiltrarme en lo que queda de los grupos fenianos, pero el departamento ha hecho muy pocos entrenamientos con las pistolas y todavía necesito aprender a utilizarla.

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