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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (41 page)

Osgood, a su vez, le ofreció a Tom un relato completo y detallado de sus aventuras con Herman a bordo del
Samaria
y de sus experiencias en Inglaterra.

Mientras lo escuchaba, Tom fue cerrando todas las cortinas de la habitación.

—Señor Branagan, ¿qué pasa? —preguntó Rebecca—. ¿Cree que nos está observando alguien?

Tom apoyó ambos brazos en la repisa de la chimenea. En los dos años que habían pasado desde la gira de América, se había dejado una espesa barba y sus brazos y pecho habían aumentado de volumen. Cualquier escultor del Renacimiento habría estado encantado de contar con él como modelo.

—El bastón que usted ha descrito con la extraña cabeza de oro que tenía el hombre llamado Herman, ¿lo vio de cerca? —preguntó Tom.

Osgood hizo un gesto de asentimiento.

—Era una especie de dragón.

—¿Recuerda si tenía dientes?

—Sí —confirmó Osgood—, afilados como cuchillas. ¿Cómo lo sabe?

—Herman —Tom repitió el nombre para sí—. A partir de ahora tenemos que actuar con sigilo.

—Entonces ¿usted sabe quién es el monstruo que atacó al señor Osgood en el barco? —inquirió Rebecca.

—Las marcas que había en el cuello y el pecho de los fumadores de opio muertos… eran casi como marcas de colmillos. La policía no sabía qué pensar de ellas.

—¡Estaban hechas con el bastón! —gritó Osgood—. ¡Con la cabeza de la bestia!

—Si usted se encontró en el barco con el mismo hombre, quiere decir que éste no fue un ataque fortuito —dijo Tom.

—O sea, que no me lo imaginé en el fumadero de opio —dijo Osgood sin resuello. En el mismo momento en que lo decía, el rostro pétreo de Herman se materializó en su cabeza—. Estaba allí de verdad, señorita Sand. Tenía usted razón, ¡no era un simple ratero! Si fue él quien me inyectó el opio, debió de ser también él quien le hiciera lo mismo al pobre Daniel. Fue Herman quien intervino en el ataque, matando al marinero y al bengalí. ¡Es él el demonio que debemos arrostrar para desentrañar todo este misterio! ¿Podría encontrarlo la policía, Branagan?

—Scotland Yard no se va a tomar en serio la muerte de dos fumadores de opio. Pero no sé si será necesario que lo encontremos —dijo Tom misteriosamente.

—¿Qué quiere decir, señor Branagan? —preguntó Rebecca.

—Si estoy en lo cierto, señorita Sand, el reto no será encontrarle. Será evitarle el tiempo necesario para enterarnos de hacia dónde sopla este viento fatídico.

Yahee era traficante de opio, pero no sólo eso. Se decía que era el primero en su oficio en Londres, el que enseñaba a todos los demás cómo mezclar y fumar la pasta negra. Conocido por muchos londinenses del este como Jack el Chino, Yahee sulfuraba de vez en cuando al miembro de la policía que no debía y, cuando eso pasaba, acababa entre rejas por mendicidad o cualquier otra minucia, puesto que el opio en sí mismo no era ilegal. Le sorprendió agradablemente comprobar que, tras su última detención, le dejaron salir de prisión dos semanas antes de lo previsto; al principio pensó que su sentido interior del tiempo se había visto alterado durante el encierro, pero le dijeron que la prisión estaba demasiado llena para alimentar a cualquier chino maleducado.

El recién liberado vendedor de opio fue caminando en la oscuridad de la noche por las calles largas, estrechas y manchadas de alquitrán en dirección al sombrío arrabal de los muelles. El aire olía a basura combinada con los aromas del café y el tabaco de los inmensos almacenes que se alineaban a los lados de las calles. Según se acercaba al lugar en el que tenía su habitación, un hombre desconocido con capa y gorra de policía detuvo a Yahee.

—No te acerques,
bobbie
—le dijo Yahee empujándole a un lado—. ¡Aquí un hombre libre!

—Estás libre gracias a mí, Yahee —dijo el agente logrando que sus palabras aminoraran el paso de Yahee. El viento empezaba a dispersar la niebla desvelando una imagen más clara del policía—. Fui yo quien lo arregló y puedo volverme atrás. Sospecho que te has enterado de lo que les pasó en el fumadero de Opium Sal a dos de sus mercenarios, un marinero y un bengalí.

—No —dijo Yahee haciéndose el tonto—. ¿Qué?

Tom dio un paso hacia él.

—Creo que ya lo sabes.

—Yahee lo ha oído —dijo el hombre, desarmado ante la mirada acusadora de Tom—. Los asesinaron, sí, lo oí en chirona.

—Correcto. Y me preguntaba si tú podrías estar detrás de esto —dijo Tom.

—¡Nada de eso, estúpido
bobbie
! ¡Yahee en prisión cuando pasar! —dijo el chino enfurecido escupiendo a Tom en. una bota—. Trataron de robar hombre equivocado, he oído. ¡Tú trata de hacer culpable a Yahee! ¡Vete a atrapar carterista!

—Sally es tu competencia. ¿Cómo podemos estar seguros de que no lo organizaste todo para que atacaran a sus hombres mientras estabas en prisión? —preguntó Tom.

—¡Injusto! ¡Injusto, tú, Charlie!

Tom no discutió ese punto. Sabía que lo que estaba haciendo era injusto, sabía que Yahee no tenía nada que ver con lo que había pasado en Palmer's Folly. Pero también sabía que los pocos chinos de Londres eran observados con suspicacia anticipada, en particular un minorista de opio como Yahee. Las amenazas de Tom eran verosímiles y eso convertía a Yahee en un perfecto candidato.

Yahee, comprendiendo que había algo más en juego, dijo:

—¿Por qué busca a Yahee?

Tom se acercó a él.

—Quiero saber quién es Herman —esta última palabra la pronunció en un susurro.

Yahee abrió y cerró la boca como si quisiera librarse de un mal sabor, sacudió la cabeza y profirió una impresionante retahíla de imprecaciones en chino mientras empezaba a alejarse a toda prisa.

—¡No, no! ¡Cabeza de Hierro no! ¡Si hablo de Cabeza de Hierro, yo muero! ¡Tú muere!

Tom alargó la porra e interrumpió el movimiento de Yahee. El temor de éste a Herman aparecía reflejado en su rostro y en aquel preciso momento Tom supo que le tenía atrapado.

—Me vas a contar todo lo que sepas de ese hombre que llamas Cabeza de Hierro y yo nunca daré tu nombre a nadie. O te mando encerrar y hago correr la voz de que me has hablado de Herman.

—¡No, sólo eres
bobbie
! ¡Nadie te cree!

Yahee se giró y salió huyendo en la otra dirección, pero otra figura le cortó el paso. Osgood, que estaba esperando en las sombras, dio un paso adelante.

—Puede que no crean a un policía —dijo Osgood—, pero estarán más que dispuestos a creer al hombre de negocios americano que sufrió el ataque.

Yahee miró alrededor asustado.

—¿Por qué hace esto a Yahee?

—No vamos a hablar en la calle, Yahee —dijo Tom—. Entraremos en la cárcel. Soy un agente, no un inspector; nadie verá nada raro en que se encierre a un mendigo y que luego, cuando hayamos acabado, se le saque de allí. ¿Hay trato o no hay trato, Jack el Chino?

Esta vez Yahee escupió a Tom en el hombro.

—¡No trato! ¡No cárcel! ¡Yahee no vuelve allí dentro! ¡En chirona, ojos de Herman por todas partes!

—Muy bien —concedió Tom—. Entonces, vamos a tu casa.

—¡Al diablo vosotros! ¡Yahee prefiere morir que ser visto allí con vosotros!

—Entonces iremos a algún sitio donde no nos pueda ver nadie.

El Túnel del Támesis se había construido con gran ambición y fanfarria, y sin plantearse el fracaso. El imponente pasaje permitiría a peatones y carruajes, por una tarifa de dos peniques, cruzar cómoda y agradablemente por debajo del principal cauce de agua de la ciudad. Pero ya iban por el tercer intento de perforación por debajo del Támesis y no había tenido más éxito que los dos primeros.

La mayestática tarea de construcción estuvo plagada de dificultades. Los accidentes y los gastos que no paraban de subir asolaron los dieciocho años de obras en el túnel: diez vidas, la mayoría de mineros, se habían cobrado los contratiempos y la mala gestión, las caídas, las inundaciones, las explosiones de gas; los perforadores que sobrevivieron fueron a la huelga; tras un breve período de expectación ante su definitiva apertura al público, los londinenses acabaron por abandonar el impresionante túnel. Los inversores perdieron sus aportaciones. Hasta las prostitutas y los pordioseros que lo frecuentaban acabaron por cansarse de las filtraciones, de las peligrosas grietas, la larga y traicionera bajada por la escalera vertiginosa que llevaba hasta el túnel, veinticinco metros por debajo de la superficie. Esperó en el limbo mientras una compañía de ferrocarriles negociaba su compra para establecer una línea a Brighton. Con su entrada rodeada a estas alturas por almacenes en ruinas, el Túnel del Támesis se convirtió en una vergüenza, afortunadamente olvidada.

Fue allí, debajo de la metrópolis, en aquellos desolados raíles a ninguna parte, donde Yahee conversó con Tom Branagan y Osgood. Habían descendido las tortuosas escaleras hasta el nivel más bajo del abandonado abismo subterráneo.

—Esto es sólo lo que gente dice —matizó sus palabras Yahee antes de empezar, apoyado contra la piedra fría y rezumante mientras los tres escuchaban el áspero batir de las bombas de agua—. Nada más.

—Cuéntanos —ordenó Tom intentando no aspirar demasiado de aquel aire pútrido.

Yahee miró alrededor, localizando con la mirada el menor ruido. Levantó la nariz e hizo una mueca.

—No gusta estar aquí. Gente muere trabajando. El diablo aquí.

Tom no discutió, simplemente asintió con una promesa de seguridad.

—Dinos lo que sepas y podrás irte. Háblanos de Herman.

Lo que contaba la gente, según relató Yahee en su inglés chapurreado, era que había un chico llamado Hormazd que formaba parte de la familia parsi de los Cama, traficantes de opio que se dedicaban al transporte en barco de la droga desde los puertos de India a los de China.

—Parsis mejores traficantes de opio de mundo. Rápidos y muy feroces. Toda familia de Hormazd traficantes, toda familia asesinada por Ah'ling, jefe de clan pirata.

Dicho jefe hizo cautivo a Hormazd y le incluyó en un grupo de marineros europeos apresados en otros navíos mercantes. El joven Hormazd había vivido en un barco de opio desde que tenía diez años y los piratas le habían mantenido con vida para aprovechar su fuerza en el trabajo. Hormazd rezaba en su nativa lengua zend mirando al sol al amanecer y al anochecer. Viviendo entre crueles piratas chinos, Hormazd y el resto de los cautivos eran azotados con varas de bambú si mostraban cansancio o desatendían las órdenes de sus superiores.

Los cautivos eran obligados a ayudar en la
lorcha
pirata, un navío ligero y rápido, en sus ataques a naves chinas más pequeñas. Cuando el capitán del navío apresado se negaba a colaborar y no les decía dónde estaban escondidos el opio o los metales preciosos, los piratas hacían una herida en la piel del capitán y bebían su sangre para aterrorizarle todavía más.

Los cautivos tenían que mascar tabaco para evitar las náuseas que les producía la visión de los horrores perpetrados por los piratas en su afán de conseguir los tesoros. Todos salvo Hormazd. El chico parecía absorber más que repeler las grotescas lecciones de los piratas. Aunque no olvidaba cómo había llegado allí y nunca flaqueó en el odio que sentía por sus captores, no parecía albergar idea alguna de lo que estaba bien y lo que estaba mal. El solitario parsi, que no conocía más que su propia fortaleza y desdicha, funcionaba como un animal irracional, sin conciencia de los principios de moral elementales.

Los piratas vivían en un primitivo estado de humanidad. Para ellos, un alimento comparable en delicadeza a las guayabas o las ostras era una rata hervida cortada en rodajas o las orugas crudas con arroz que servían acompañadas de un licor azul brillante de sabor repugnante.

Una tarde bochornosa que resultó coincidir con el decimocuarto cumpleaños de Hormazd Cama, él y algunos de los cautivos europeos fueron separados en la
lorcha
del resto de la flota pirata hasta un lejano estrecho para hacer prácticas de tiro. Un perverso miembro de la tripulación estaba golpeando a Hormazd en la espalda y brazos por alguna infracción real o imaginaria. Algo relampagueó en los ojos del chico y, en unos cuantos movimientos rápidos, Hormazd le había partido el cuello al pirata. Algunos de los cautivos europeos lo presenciaron.

—Tienes que huir —le dijo un joven inglés que había llegado a interesarse en el extraño muchacho parsi—. ¡Si no lo haces te matarán y te cortarán la cabeza! Te ayudaremos si nos llevas contigo, Herman —los británicos y americanos le llamaban Herman, lo más aproximado que encontraron a su nombre parsi.

Dándose cuenta de que el asesinato del pirata traería consecuencias, Hormazd se puso rígido y asintió.

—Por favor, ayudadme —dijo.

—No, no contéis conmigo —dijo un prisionero escocés—. ¡Yo no voy a jugarme el pellejo por los impulsos exaltados de este adorador del fuego! ¡Un fulano que hasta se niega a fumar y que lleva ese atadijo hindú en la cabeza!

Hormazd dio un paso hacia el escocés. El prisionero inglés se interpuso entre ambos.

—¿Te gustaría pelear con él? —le preguntó al marinero escocés, que retrocedió—. Este hombre que ves no es ni hindú ni musulmán —continuó el inglés—, sino un parsi, un seguidor de Zoroastro y un aliado del poder británico en India. Respétale, amigo mío, y nos ayudaremos unos a otros.

Después de arrastrar el cuerpo del asesinado hasta el agua, Hormazd y los cautivos europeos lograron hacerse con un pequeño arsenal de la armería de la
lorcha
sin que les vieran y se colaron en una lancha abierta. No tardó mucho en avistarles el vigía de la
lorcha
y desde ella les dispararon con metralla. Tumbado en el suelo de la lancha, Hormazd mató a más de la mitad de los veinte piratas que se encontraban en cubierta con su fusil.

Hormazd insistió en que regresaran para abordar la
lorcha
.

—¡Es una locura! ¡Tenemos vía libre para escapar! —protestó el escocés en la lancha—. Casi nos hemos quedado sin munición.

—Tenemos suficiente —dijo Hormazd rotundamente—. En la antigüedad mi pueblo fue expulsado de nuestras tierras. En la batalla, dispersamos las cabezas de nuestros enemigos; ningún parsi vuelve la espalda aunque se le arroje una piedra de molino a la cabeza —algunos de los piratas que habían escapado a su fuego porque estaban bajo cubierta, dijo, habían sido responsables de la matanza de su familia y compañeros de viaje, y no iba a permitir que siguieran vivos. A solas, Hormazd escaló las redes que colgaban a un lado de la
lorcha
. Al cabo de un cuarto de hora, Hormazd regresó con la cabeza de uno de los piratas. En la orilla, colocó la cabeza en una estaca, de cara al agua para que la viera Ah’ling. Luego sujetó con correas los cuerpos de los piratas chinos a cada una de las vergas y la
lorcha
se alejó pilotada por Hormazd y el inglés.

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