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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (45 page)

Con el viaje a Inglaterra Rogers se había propuesto cumplir una lucrativa misión para el Mayor Harper. También sabía que
Edwin Drood
estaba situada en el ambiente del mercado de opio y abrigaba la esperanza de que, al verlo con los ojos de Dickens, quizá consiguiera obtener una visión más clara de su propia y siniestra historia. Tal vez, mientras él intentaba engañarle, Dickens le hubiera transferido de verdad alguna información durante sus sesiones de Gadshill que ahora podía serle de utilidad, una mínima porción de su genio.

En cualquier caso, y por la absurda razón que fuera, ya no podía dejar de lado el misterio que se le había ordenado investigar inicialmente. Puesto que no podía quedarse en Inglaterra sin riesgo, había decidido que mezclarse entre los comerciantes de opio de este lado del Atlántico podría desvelarle alguna clave de las conexiones que todavía esperaba poder establecer. Por fin, aquella tarde reconoció a alguien que vio por allí. Y a aquella persona que reconoció, por extraño que pueda parecer, no la había visto antes en toda su vida.

Entre toda la escoria que trabajaba en el comercio de opio en el puerto de Nueva York encontró a un viejo marinero turco con turbante azul y unos cortos y enmarañados bigotes blancos. Era el
Turco sentado fumando opio
, la figura que Rogers tantas veces había visto en Gadshill en el estudio de verano, ¡que había cobrado vida! La misma figura que había desaparecido de la casa de subastas Christie's situada en King Street. Sólo que estaba allí en carne y hueso. No cabía la menor duda de la absoluta semejanza con la estatua, aunque el hombre vivo estaba más envejecido y más hermosamente demacrado.

«Si ese ser de aspecto miserable ha hecho un viaje tan largo de Londres a Nueva York para pasar de aquella cloaca a ésta —se dijo Rogers para sí—, lo más probable sea que no haya soltado su propio dinero para pagar el pasaje. Y es demasiado raro para llamarlo coincidencia. Es el mensajero de alguien que no quiere comunicar por telegrama algo que podría robarse o ser leído por un operario».

Rogers le siguió hasta una cabaña de pescadores en la que entró el marinero. Rogers se paró junto a la ventana fingiendo que se ajustaba el parche del ojo. El turco puso un sobre en las manos de un sujeto esbelto de gruesos párpados y aspecto de hombre de negocios. El intercambio se produjo rápida y silenciosamente y los dos hombres no tardaron mucho en separarse.

Rogers esperó ansiosamente a que pasaran unos segundos, se colocó el bastón de bambú debajo del brazo y siguió al segundo hombre a una distancia de varios pasos,sin dejar de fijarse en la dirección que tomaba el turco.

31

Provincias del sur, India, al día siguiente, 1870

La estación de las lluvias hizo acto de presencia. El inspector Frank Dickens decidió hacer una parada en un fortín con el pequeño grupo que había seleccionado personalmente entre la Policía del Opio. Los oficiales militares británicos les dieron la bienvenida y ordenaron a sus
khansaman
que prepararan una cena ligera mientras esperaban a que amainara la lluvia.

—¿Qué le trae por estas provincias, inspector? —preguntó su anfitrión, un joven inglés de constitución fuerte y personalidad afable.

—Para empezar, un robo de opio —dijo Frank—. Que vale muchos miles de rupias.

El anfitrión sacudió la cabeza.

—Yo diría que la bendición de la civilización no alcanza con facilidad a nuestros amigos de piel oscura. Su moral primitiva permite que su propia gente robe la fuente de su futura riqueza. Ah, aquí tenemos un agradable cambio de tema. ¡Comamos a su salud!

Los policías de Bengala se quedaron mirando a los cuencos de grumoso líquido naranja rojizo que les habían puesto delante.

—¿Qué es? —preguntó uno de ellos.

El anfitrión rió.

—Es una especie de ensalada líquida, amigo mío, un invento español llamado
gaspácheo
. Entre los españoles se utiliza como medio para aplacar la sed y prepararse para una comida copiosa en su cálido clima. Previene las fiebres con este tiempo caliente y lluvioso.

Tras disfrutar del extraño tentempié, Frank y su grupo continuaron a caballo hasta alcanzar el cauce seco de un río junto a la selva. Después de consultar el mapa dibujado a mano que le había dado el inspector que interrogara al
dacoit
capturado, Frank se detuvo y desmontó.

—Sacad las palas.

Frank consiguió un elefante de un puesto policial cercano e inspeccionó la zona mientras sus hombres cavaban en diferentes puntos bajo una lluvia que no dejaba de caer con fuerza para alternar después a intervalos regulares con un sol abrasador. Aunque la actividad era agotadora, Frank no pudo evitar admirar su propia imagen como el conquistador europeo encima de la sobrecogedora bestia. Pensó con desprecio en el tiempo que había pasado aprendiendo el oficio en la revista
All the Year Round
[
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]
y la posterior decepción que había sufrido su padre. No se trataba de que Frank no supiera escribir: sencillamente no era capaz de soportar el aburrimiento que le producía aquello del mismo modo que su hermano mayor Charley.

Un día, cuando Frank todavía iba al colegio, su padre le anunció que le iba a enseñar taquigrafía porque era una habilidad rentable y el mismísimo Jefe en persona había hecho trabajos de taquigrafía como reportero independiente en sus años mozos. El sistema, bautizado como Gurney por su inventor, era bastante difícil de aprender, pero Dickens lo había incluso «mejorado» con sus propios «signos arbitrarios» (diversas marcas, puntos, círculos, espirales y líneas) para representar palabras, haciendo que fuera aun mas misterioso. Frank los estudiaba concienzudamente, con cuidado de hacer grandes progresos, y luego su padre le ponía a prueba haciéndole dictados.

Charles Dickens voceaba un discurso altisonante y ridículo, como si estuviera sentado en la Cámara de los Comunes, luego se interrumpía a sí mismo poniendo una voz totalmente diferente con la que defendía la postura contraria de un personaje todavía más altisonante y ridículo. Frank habría jurado que, de algún modo, su padre hablaba de sí mismo durante esos discursos. Esforzándose al máximo por concentrarse, Frank se tronchaba de risa y para cuando se acababa el debate parlamentario, tanto el padre como el hijo se estaban revolcando por la alfombra entre carcajadas incontenibles. Físicamente, se parecía a su padre, más que cualquiera de los chicos; pero en esos momentos le daba la sensación de que eran verdaderos gemelos. Mientras tanto, las páginas de taquigrafía de Frank acababan llenas de jeroglíficos absurdos e incomprensibles.

Frank se había enterado de que a su menudo hermano menor, Sydney, que estaba en la Royal Navy, los compañeros de fatigas le habían puesto de mote «Pequeñas Esperanzas» cuando se publicó la novela
Grandes esperanzas
. Frank nunca tuvo la intención de seguir los pasos de su padre, pero no estaba dispuesto a que el mundo le viera como un fracasado.

El primer lugar que Frank eligió para cavar en la tierra requemada por el sol no ocultaba nada, pero después de consultar el mapa una vez más, el escuadrón desenterró un cofre de madera de mango sellado con brea. Al cabo de dos horas, habían desenterrado cinco cofres más, el total prometido por el ladrón.

Frank descendió del elefante. Ordenaron rápidamente los pesados cofres formando una fila. Mientras, se había reunido una pequeña multitud de mirones de la aldea cercana.

—Alejen a los nativos de aquí. Ya han visto que los ladrones no pueden vencernos, eso es suficiente.

Pero la orden de Frank no se cumplió a la velocidad necesaria. Varias de las mujeres nativas se habían puesto a bailar y eso bastó para distraer a los policías. Al mismo tiempo, empezaron a emerger poco a poco más nativos de la linde de la selva.

—Los rifles —dijo Frank. Y luego repitió más alto—: ¡Preparen los rifles!

En ese momento, la banda de nativos cargó blandiendo antorchas encendidas y lanzas. Frank ordenó a sus hombres que dispararan y, varias descargas después, los salteadores habían vuelto a desaparecer entre la espesura.

—En este distrito no les gusta la policía blanca —comentó un policía local perplejo.

Frank se dirigió a sus hombres, que estaban avergonzados de haberse dejado engañar.

—Abran los cofres. Quiero que se examinen meticulosamente uno por uno.

—¡Rocas! —exclamó uno de los policías. Había descubierto que aproximadamente un tercio de las bolas de opio del cofre había sido sustituido por piedras de un peso similar. En los demás cofres pasaba lo mismo.

Frank no evidenció el menor gesto de sorpresa; se limitó a tomar una de las piedras y meterla en su morral.

32

Los muelles de Liverpool, a la mañana siguiente

Los viajeros, resignados ya a regresar a casa, se sentían afortunados de zarpar a bordo del
Samaria
una vez más. Conseguir pasajes con tan poco tiempo habría sido prácticamente imposible, debido a que el pasaporte de Osgood había estado retenido desde la sospechosa situación en la que se le había encontrado después del incidente del fumadero de opio. Marcus Wakefield también embarcaba para hacer uno de sus múltiples viajes de negocios entre Inglaterra y América. En cuestión de horas, y con un fuerte desembolso que se cargó a la empresa editorial, logró facilitarles los billetes a Osgood y Rebecca en el mismo buque. En conjunción con la labor de presión de Tom Branagan en el departamento de policía, Wakefield puso en juego toda su influencia para recuperar el pasaporte de Osgood para el viaje.

De camino al puerto Osgood y Rebecca compartieron con Wakefield el coche del comerciante. Tom y otro agente de policía iban a pie por ambos lados de la calle para prevenir una posible aparición de Herman. Ambos peatones llevaban el paraguas abierto y el sombrero calado hasta las cejas. No se vio la menor señal de Herman y los dos americanos embarcaron con el comerciante de té rápidamente y con discreción. A bordo del barco de vapor Wakefield se portó como el amigo solícito que siempre había sido, aunque tanto Osgood como Rebecca percibieron en él cierto comportamiento caprichoso.

—Me temo que, desde la última vez que viajamos juntos, mis negocios han entrado en un período de apatía —explicó Wakefield a Osgood con un punto de sonrojo mientras tomaban el té en el salón—. Mis socios tienen muchas reservas sobre las perspectivas generales. Pero dejemos ya mis preocupaciones. ¿Qué me cuenta usted, amigo mío? Al parecer, ha vivido peligrosamente en Inglaterra.

—Pues supongo que sí —dijo Osgood—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba esto, señor Wakefield?

—Ah, se llama
oswego
. Se dice que tiene propiedades curativas para el estómago y para prevenir las náuseas. ¿Le gusta?

—Hace que me sienta lleno de energía, muchas gracias.

—¡Bueno, yo diría que está usted en bastante mejores condiciones que cuando le vi visitando a la policía en Londres, cubierto de mordiscos de rata! —dijo riendo Wakefield—. Al menos espero que esto haya sido un respiro para la pobre señorita Sand. Con lo que ha tenido que pasar con su hermano, Daniel. Una tragedia espantosa y sin sentido, por lo que he oído.

—Siempre le estaremos agradecidos por su ayuda, señor Wakefield. Aunque ahora ya haya acabado todo.

—Sí, sí, por supuesto —alzó la copa de vino—. ¡Brindo a la salud de todos nosotros, ahora que todo ha acabado! —después de dar un sorbo, añadió—: ¿Y qué es lo que ha acabado, señor Osgood?

—Una gran desilusión —respondió Osgood.

Wakefield asintió con tristeza, como si las desilusiones de sus negocios fueran las mismas.

Osgood sonrió, agradeciendo la solidaridad.

—Siéntese a mi lado en la cena, señor Wakefield, y descargaré mi conciencia con usted, si está dispuesto a escucharme. Se lo debo. Espero tener la oportunidad algún día de prestarle un servicio tan inestimable como el que nos ha prestado a nosotros —dijo Osgood.

—Su confianza es para mí recompensa suficiente, querido señor Osgood. ¡Más que suficiente! —entonces Wakefield hizo una pausa y cuando volvió a hablar en su voz se notaba un ligero temblor—. Tal vez haya una cosa que podría hacer por mí, si está usted dispuesto. Pero me cuesta pedírselo —Wakefield quedó en silencio, concentrado en su habitual tamborileo sobre las rodillas.

—Insisto en que lo haga.

—Le ruego, señor Osgood, unas buenas palabras a la señorita Sand sobre mi carácter… En fin, ella le respeta mucho.

—Vaya, señor Wakefield… —Osgood pareció perderse en la profundidad de algún pensamiento difícil.

—He llegado a admirarla mucho, como creo que usted ya sabe. ¿Me hará usted este favor?

—No le negaría a usted ningún favor, amigo mío —Osgood estaba a punto de decir algo más cuando sonó la campana del comedor.

—¿Continuamos esta conversación durante la cena? —sugirió Wakefield con una sonrisa franca.

En vez de ir a cenar con los demás, Osgood se quedó en cubierta, junto a la barandilla, con la mirada fija en el brillante reflejo del mar. Cerró los ojos mientras la bruma humedecía su cara sin afeitar.

—¿Señor Osgood? ¿Se encuentra usted mal?

Osgood se giró para mirar por encima de su hombro, pero retiró la mirada rápidamente. Era Rebecca. No había preparado lo que le iba a decir.

—No, no —dijo Osgood—. De hecho, creo que estoy casi restablecido del todo ahora que nos alejamos de Londres.

—Bueno, entonces creo que deberíamos ir a nuestras mesas para la cena.

—El señor Wakefield es un buen hombre. Ha sido un verdadero amigo con nosotros, como usted bien sabe.

—¿Qué?

—Sólo quería decírselo —dijo Osgood.

—Muy bien —respondió Rebecca algo confundida.

Deseaba poder explicárselo a Rebecca. Deseaba poder encontrar un medio para expresar sus sentimientos, que le habían parecido tan claros la noche de su aturdimiento con el opio, cuando todo lo demás se veía borroso. Ahora, volvían a contar las normas: las suyas, como jefe de ella; las de ella, establecidas por el tribunal. Wakefield, por su parte, prácticamente le había pedido permiso la primera vez que se encontraron en el barco.
La señorita Sand es una magnífica asistente
, fue todo lo que Osgood consiguió decir. ¡Una magnífica asistente! Osgood suspiró.

—Supongo que, al ser inglés, el cortejo de un hombre como Wakefield debe de ser casi irresistible.

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