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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (47 page)

Los ojos de Turner mostraron signos de alivio.

—Sin embargo, me temo que este caso no está cerrado —continuó Frank—. Verá, en la cabaña de Narain, el ladrón que saltó por la ventana del tren, encontré varios libros, con anotaciones dentro. En realidad, registros en los márgenes de transacciones y sobornos a oficiales, nativos y europeos. En uno de los libros constaba una anotación, que he descifrado con gran esfuerzo, de un reciente trato con usted.

Turner negó vigorosamente con la cabeza.

—¡No sé a qué se refiere! —Mason, abandonando el refugio que le ofrecía la garita de guardia, salió a la lluvia y se acercó para escuchar.

—Usted se presentó voluntario —dijo Frank con calma—, después de que robaran el convoy de opio, para asegurarse de que los ladrones pudieran escapar. Sin embargo, con Mason a su lado, no le quedó más remedio que arrestar a uno de ellos. Mientras estaban solos en el tren le dijo a Narain que si mencionaba su nombre a alguien de la policía, le mataría. Le dijo que si quería tener alguna posibilidad de sobrevivir, saltara del tren. Yo diría que tenía una probabilidad entre diez de vivir.

Frank sacó de su bolsillo una piedra y la colocó en la mano temblorosa de Turner.

Frank continuó.

—Pero el otro ladrón, que se hace llamar Mogul, escapó. No sabía nada del acuerdo que Narain tenía con usted hasta después del robo y de eso trataba la pelea que les retuvo en la casa del perista. De hecho, Mogul le tenía a usted tanto miedo que cuando le capturé no confesó al inspector hasta que le vio a usted esperando en la puerta de la sala de interrogatorios. Era usted quien le asustaba, mucho más que su indagación en el
chabutra
. Si le hubiera atrapado en las montañas, no me cabe la menor duda de que, en sus manos, habría encontrado un destino idéntico al de su cómplice. Quiero saber una cosa. ¿Era Hurgoolal Maistree quien dirigía el plan?

Turner eludió la mirada de Frank.

—Ingenioso —dijo Frank en tono de admiración—. Maistree, el perista, había dado órdenes a los ladrones para que sacaran sólo algunas bolas de opio de los cofres y las sustituyeran por piedras como ésta. De este modo, si se encontraban los cofres, daríamos el caso por cerrado y tal vez ni siquiera nos diéramos cuenta de las piedras hasta una investigación posterior, cuando ya estuviéramos entretenidos con nuevas emociones. Mientras tanto, le había pagado a usted para que le pasara información sobre los momentos en que el convoy fuera más vulnerable y para asegurarse de que los ladrones no fueran capturados. Con el número total de las bolas de opio que había recibido, por el que había pagado a los ladrones posiblemente menos de un tercio de su valor, tendría suficiente para hacer una sustanciosa venta a un contrabandista con un gran beneficio para sí.

—¿Qué está pasando aquí? —inquirió el joven Mason con voz ronca—. ¡Turner, dígale al inspector que está equivocado!

A estas alturas de la historia el rostro de Turner se había endurecido y su mano se crispaba sobre la bayoneta, como si fuera a clavársela a su superior en el pecho.

Frank dio una palmada. Dos oficiales de policía entraron corriendo en la azotea desde la escalera. Rodearon a Turner.

—¡Era un
dacoit
negro! —gritó Turner apretando los dientes, con la voz hueca.

Frank Dickens asintió.

—Sí, lo era. La cuestión no es que persuadiera a Narain para que saltara; eso no me importa lo más mínimo. Usted no parece comprender, señor Turner, que es responsabilidad nuestra asegurar que el mercado del opio se desarrolla con libertad y seguridad por Bengala y hasta China. Al contribuir a su entorpecimiento, ha colaborado usted con aquellos que desean el fracaso del triunfo europeo en el mundo. Da plena libertad a contrabandistas y traficantes mucho menos fiables que aquellos con los que nuestro gobierno decide asociarse en estas actividades, perjudicando no sólo a los ingleses, sino a los nativos de India, de China y de todo el globo. Bengala tiene derecho a participar de la prosperidad que trae la civilización.

Frank inclinó la cabeza con satisfacción, dejando a su subalterno prisionero de los otros dos policías.

—¡Maldito sea! —bramó Turner sobre el rugido de los truenos—. ¡Maldito sea usted y Charles Dickens por traerle a esta tierra!

A orillas del río Ganges, en la región que bordea Bengala, se encontraba Chandernagor, un territorio que los franceses se habían apropiado años antes. Allí, en un palacio, aguardaba solemne un chino llamado Maistree, vestido con ropajes que brillaban lo mismo que las paredes recubiertas de delicado pan de oro y de plata. Criados indios y parsis le servían comida y bebida.

Uno de los miembros de una familia criminal de Chandernagor entró e informó de que las bolas de opio robadas se habían embalado en cajas de sardinas y estaban listas para su transporte. Hizo una reverencia y dejó en paz al Babu Maistree. Había perdido a dos hombres, Narain y Mogul, en el transcurso de aquel robo: Narain en un salto hacia la muerte y Mogul condenado a dos años de destierro. Y además un policía había quedado al descubierto. Sin embargo, era un tesoro abundante y siempre había más hombres dispuestos para la próxima ocasión. Le costaba mucho más esfuerzo a la policía de Bengala desenmascarar a uno de sus agentes que a él contratar a diez más.

Podía haberse visto un tinte de preocupación en la mirada apática de Maistree mientras sumergía la cuchara en la sopa como un remo. Todavía no tenía noticias del comprador, cuyo nombre ignoraba porque Maistree sólo negociaba con el cabecilla parsi de los rudos marineros que venían a llevarse el opio disfrazado. Maistree sabía que aquel hombre, Hormazd, no trabajaba a solas. Pero siempre había sido digno de confianza. Gran parte del palacio en el que ahora descansaba estaba construido con el dinero del comprador desconocido. Y mientras Maistree no pusiera un pie fuera de los límites de Chandernagor, la policía inglesa de Bengala no podría arrestarle y el contrabando seguiría adelante.

¿Qué podía salir mal?

De hecho, la última vez Hormazd le había comunicado a Maistree el encargo de conseguirle más opio que la temporada anterior. Los mercados se estaban abriendo, en particular los Estados Unidos. El comprador quería todo el opio puro de Bengala que se pudiera sacar de contrabando inmediatamente, y el perista tenía que esperar su mensaje con instrucciones sobre cuándo lo recogerían.

Pero el siguiente envío ya estaba listo. ¿Dónde estaba el comprador?

36

Sanatorio mental McLean, Boston, noche cerrada

Rebecca Sand ya se había preparado para las desapacibles visiones que podía esperar de aquel lugar mientras recorría con paso enérgico el pasillo del hospital. Era sin embargo difícil mantener esa idea en la cabeza, porque el centro se parecía más a una casa de campo inglesa que a un hospital para perturbados.

Osgood ni siquiera había pasado antes por su casa de Pinckney Street ni a ver al señor Fields en la oficina; estaba demasiado ansioso y quiso ir directamente al sanatorio McLean, en Somerville.

—¿Está segura de que no prefiere irse a casa, señorita Sand? —le preguntó Osgood.

—No estoy más cansada de lo que debe de estar usted, de eso estoy segura, señor Osgood. Además, no creo que le permitan entrar en el pabellón de las mujeres.

—Por supuesto —dijo Osgood antes de hacer una pausa reflexiva—. Es una suerte para mí contar con su ayuda.

El hospital estaba dividido en dos partes, para hombres y para mujeres, todos ellos provenientes de ambientes de gran fortuna y estatus, salvo algún paciente ocasional que se aceptaba por caridad. Ninguna persona del sexo opuesto podía entrar en las respectivas alas, a no ser personal médico. Rebecca escuchaba voces de mujeres gritando y llorando, pero otras cantaban y reían, y ella no sabía cuál de los tipos de ruidos enervaba en mayor medida su espíritu. Todas las ventanas tenían barrotes y las paredes de las habitaciones estaban acolchadas.

Al llegar a una habitación privada, una fornida celadora con cofia de muselina y cara sonrosada le ofreció una silla cómoda. En el interior de la habitación, poco iluminada pero amueblada con lujo, se encontraba una mujer sentada que enrollaba en un dedo su pelo frágil y encanecido. Gran parte de éste se lo había arrancado, el resto lo llevaba recogido sobre la cabeza, adornado con tristes cintas multicolores. Un ancho echarpe le rodeaba el cuello. No levantó la mirada.

La celadora hizo un gesto a la visitante para que empezara.

—¿Señora Barton? —preguntó Rebecca.

Por fin la paciente giró la cabeza hacia ella. Pero fue sólo un instante. Rápidamente volvió a dedicar su atención a la pared.

—Súcubo —dijo la paciente con un tono de amargura.

—Señora Barton, lo que he venido a preguntarle es muy importante. Urgente, de hecho. Se trata de Charles Dickens.

La paciente levantó la mirada.

—Me dijeron que había muerto —su voz sonaba cascada y susurrante, ya no era aquel vigoroso grito que había sido en sus enfrentamientos con Tom Branagan. Tal vez la herida le había cambiado el registro de voz. La reclusa («interna», como se llamaba a los pacientes en el hospital) se inclinó hacia su visitante y preguntó—: ¿Es cierto?

—Sí, me temo que sí —dijo Rebecca.

Los ojos de la paciente se llenaron de lágrimas.

—No me dejan que tenga ningún libro suyo aquí, ¿lo sabía? Estos médicos maleducados dicen que me pone demasiado nerviosa. Ni siquiera han querido decirme cómo murió, mi Jefe. ¿Cómo murió el cuerpo mortal del pobre jefe?

—No queremos que se altere, señorita —previno la celadora a Rebecca antes de que pudiera responder. Rebecca percibió en la voz de Louisa la promesa de una recompensa si ella le daba alguna información satisfactoria. Intentó recordar todos los detalles de lo que habían contado Georgina Hogarth y Henry Scott y se los refirió: la llegada de Dickens desde el chalet tras una larga jornada de trabajo, el desmayo durante la cena, cómo los criados le habían trasladado al sofá, los ladrillos calientes en los pies, la llegada de los médicos uno a uno y cómo sacudían la cabeza pesimistas mientras la familia se iba reuniendo a su alrededor para acompañarle en sus últimas horas.

—Y en cuanto al último libro del señor Dickens… —dijo Rebecca después.


¡Un nuevo libro de Job por Charles John Huffam Dickens!
—aulló Louisa con su antigua potencia. Era evidente que acercarse tanto al corazón del asunto le había puesto en un estado mental diferente. Rebecca pensó que intentar hablarle de su propósito era un enfoque equivocado.

—Le dijo algo al oído —dijo Rebecca confidencialmente—. El señor Dickens. El Jefe le dijo algo al oído la noche que le recogió usted en la calle con el coche, ¿verdad?

Después de que Rebecca repitiera la idea varias veces más con ligeras variaciones, Louisa asintió con la cabeza y dijo que era cierto.

—¿Qué fue lo que le dijo? —preguntó Rebecca cautelosamente.

Ella asintió con la cabeza otra vez y empezó a reír. Era la risita satisfecha de una niña rica de Beacon Hill al regalarle su primer cachorro. Rebecca, profundamente frustrada, estaba a punto de gritar. Pero no estaba claro que a la otra mujer le importara lo más mínimo lo que necesitaban los demás, ni siquiera ella misma.

La paciente se quitó la pañoleta que le rodeaba el cuello. Debajo, una cicatriz blanca, casi translúcida, le recorría el cuello, más profunda en el lado derecho, con la forma de una sonrisa inacabada, que hizo que Rebecca sintiera el impulso de pasarse la mano por su propio cuello para comprobar que estaba de una pieza.

—Tenía razón. Se parecía a un poema —dijo Louisa de pronto.

—¿Quién?

—Se parecía a un poema, pero no consigo recordar a cuál —respondió Louisa. De repente, parecía tener acento irlandés, escalofriantemente parecido al de Tom Branagan—. ¡Hay demasiados poetas en América hoy en día!

—Tom Branagan. ¿En qué tenía razón Tom Branagan? —preguntó Rebecca suavemente.

—El Jefe y la actriz —musitó—.
Nelly
. Dijo que el jefe la quería.

—Se han publicado muchas maledicencias sobre él en la prensa —señaló Rebecca.

De repente, Louisa habló como si fuera el centro de atención de una cena en Beacon Hill.

—«Todo en orden» significa que venga. «Sanos y salvos» significa que no venga. ¡Mientras esa asquerosa viuda vieja intentaba robarme al Jefe para sí, yo me lo quedé para que nadie más lo robara y lo imprimiera en uno de esos periódicos libertinos!

Rebecca esperó a escuchar más, sacudiendo la cabeza.

—No comprendo.

—¡No, claro que no! Estoy segura de que nunca ha entendido nada, es usted una chica buena y tonta.

Rebecca, frustrada, buscó ayuda con una mirada a la celadora, que permanecía pacientemente sentada. En respuesta, ella sacó un par de llaves y le hizo a Rebecca un gesto silencioso para que la siguiera hasta la puerta de un armario situado al otro lado de la habitación, lejos de la señora Barton.

—Aquí dejamos todas las cosas que han demostrado ser demasiado peligrosas para su equilibrio, señorita Sand —dijo la mujer en voz baja mientras se inclinaba y sacaba un libro encuadernado en piel roja, de tan sólo unos centímetros de largo y de ancho, que cabría en el bolsillo de una chaqueta—. Asegura que éste era el diario de Charles Dickens. Dijo que se lo había llevado de un baúl en el hotel Westminster de Nueva York.

Rebecca alargó una mano hacia la celadora.

—Entonces ¿sí que perteneció a Dickens?

—No lo sabemos —respondió la celadora—. Después de todo, ¡está escrito entero en una especie de código! Esta buena mujer se pasaba las horas desvelada mirando cada página para descifrarla.

—¡«Todo en orden» significa que venga! ¡«Sanos y salvos» significa que no venga! —exclamó Louisa vigorosamente desde el otro lado de la habitación.

—¿Qué quiere decir, señora Barton? —preguntó Rebecca. Al no obtener respuesta alguna, se volvió hacia la celadora y le preguntó si ella lo entendía.

—¡Vaya si lo entendemos…! Esta criaturita repitió lo mismo todas las noches durante dos semanas. Asegura que descubrió las claves para descifrar el lenguaje secreto en el que Charles Dickens telegrafiaba a Inglaterra para decir si la tal «Nelly» debía reunirse con él en América o no. Si el telegrama decía «Todo en orden», tenía que venir. Si decía «Sanos y salvos», se quedaba en Europa.

—¡No vino! —interrumpió Louisa, temblándole las manos y respirando agitadamente ante el tema de conversación—. ¡Ella
no
vino! ¿Lo ve? El Jefe le dijo «Sanos y salvos», no vengas. ¡No la amaba de verdad después de todo! ¡Por fin había logrado conocer a su gran amor verdadero! Y su señor Redlaw me decía: «Para mí, su voz y la música son la misma cosa». Por eso me encontró. Por eso me leyó todas aquellas noches en el Tremont Temple. ¡Me dijo sus últimas palabras a pesar de todos esos hombres malvados que le forzaron a odiarme!

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