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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (46 page)

—Que un hombre decente exprese su interés por mí me halaga, como a cualquier mujer. Pero espero que no piense de mí que sería capaz de fingir estar enamorada de un ciudadano inglés con el único fin de librarme de una normativa y cambiar una prisión por otra. ¿Cree usted que si amara a un hombre permitiría que me frenaran las restricciones de un papel, las palabras de un libro de leyes, sin importarme las consecuencias? —con el apasionamiento de su discurso un rizo de su cabello negro había escapado de la capota y le caía sobre los labios.

—Quizá yo… —dijo Osgood, y se interrumpió como si hubiera perdido la línea de su pensamiento—. Sé que después de que perdiera a Daniel puse demasiado empeño en protegerla.

Rebecca hizo un gesto con la cabeza como agradecimiento a su sinceridad y le ofreció un brazo.

—Estoy hambrienta, señor Osgood. ¿Quiere acompañarme al comedor?

Rebecca no le contó lo que su fracaso suponía para ella, que tendría que poner punto final a su vida en Boston y su trabajo en la empresa. Osgood, agradecido por su respuesta, tomó el brazo de la mujer bajo el suyo y notó que su corazón latía contra el suave cuero de la mano enguantada de ella, con la sensación de que tenían todo el tiempo del mundo.

33

Inspectores de seguros y trabajadores del teatro entraban y salían de lo que todavía quedaba en pie del auditorio principal del teatro Surrey, en Blackfriars Road. El que había sido el teatro más importante de Londres había quedado reducido a una lamentable sombra de sí mismo en unas pocas horas. El suelo y las paredes todavía humeaban. Tom Branagan entró en el edificio y recorrió un laberinto de pasillos carbonizados y cubiertos de polvo hasta llegar a la sala de carpintería.

—¿Fue aquí donde empezó? —preguntó Tom.

—¿Quién anda ahí? —respondió un operario antes de ver la chaqueta azul y los botones brillantes del uniforme de policía de Tom—. Oh, ¿otro
bobbie
? Pues sí, eso parece, jefe. Ya han estado por aquí los inspectores investigando si es obra de un incendiario.

—¿Le han dicho a qué conclusiones han llegado? —preguntó Tom.

—En el teatro siempre hay peligros: chispas por todas partes, tejidos que uno podría inflamar con una mirada ardiente. La policía no me ha dicho nada. ¿No debería saberlo usted ya, señor?

—No me lo han dicho —admitió Tom—. La obligación del agente no es más que sacar las propiedades expuestas después de un incendio. Para evitar los robos mientras se retiran los escombros.

El operario, dándose cuenta de la falta de autoridad de Tom, le dio la espalda.

Revolviendo entre los montones ennegrecidos de cascotes y trastos viejos, Tom encontró un cartel. En él se leía la lista de obras de próximo estreno.


El misterio de Edwin Drood
—leyó Tom—. ¿Se estaba haciendo esa obra en este teatro?

—Sí, estaban a punto de estrenarla. Pero ya no, claro. Con el teatro incendiado y Grunwald muerto…

Tom se estremeció al recordar el nombre mencionado en las quejas de Forster.

—¿Grunwald?

—El actor. Le hallaron atrapado en el camerino del escenario con su joven ayudante. El gerente dijo que esta semana estaba viniendo a ensayar sus diálogos nuevos frente al espejo todas las noches. Bueno, menos mal que el incendio se ha producido en mitad de la noche y no en medio de una representación, jefe, o nos habríamos asado vivos como estos dos.

—¿Diálogos nuevos? ¿Justo antes de estrenar? —preguntó Tom.

—Acababan de cambiar el final a gusto de Grunwald. ¡Ahora quién sabe si se llegará a ver alguna vez! Grunwald amenazó con despedirse si no le permitían, quiero decir a Edwin Drood, que al final estuviera vivo. El gerente acabó por ceder y obligó al señor Stephens, el dramaturgo, a escribir un final diferente con la oposición del señor Forster. Ah, ese Grunwald había ido por ahí contándole a todo el mundo que lo sabía. Vaya, y eso fue sólo hace unos días, pero parece que fuera en otra vida.

Tom clavó la mirada en el cartel y luego en el amasijo de ruinas que le rodeaban.

El operario, ahora que se había vuelto más charlatán, no parecía tener ganas de parar.

—Ese Grunwald decía que no podía entender su postura nadie que no se pusiera en el lugar de Edwin Drood, un hombre que sólo quería pertenecer a una familia. Decía que había nacido para ese papel y que no iba a permitir que Drood muriera. Estaba obsesionado, pero, claro, era un actor. Descanse en paz.

—Dios santo —se dijo Tom.

—¿Qué ha dicho, jefe? —dijo el operario llevándose la mano a la oreja.

Tom salió disparado de la carpintería pasando ante una fila de bomberos agotados.

34

En Queenstown, Irlanda, donde hacía escala la línea de Liverpool a Boston, Osgood se sorprendió al recibir de uno de los camareros del
Samaria
un extenso telegrama. Lo remitía una comisaría de policía de Londres.

—Es de Tom Branagan —dijo Osgood al mostrárselo a Rebecca en la biblioteca del barco—. Arthur Grunwald estaba metido hasta el cuello en intrigas. ¡Mire!

Rebecca leyó el telegrama. Tom explicaba en él lo que le había revelado el operario del teatro sobre el cambio de final de la obra por parte de Grunwald. Más aún, tras la visita a la escena del incendio, Tom fue a inspeccionar la vivienda de Grunwald, donde encontró un montón de borradores y revisiones de la carta a «mi queridísimo amigo» sobre la imposibilidad de terminar
Drood
que obraba en posesión de Forster.

—Dijo usted que el día que fue a la subasta de las pertenencias de Dickens, ese tal señor Grunwald estaba allí —recordó Rebecca.

Osgood asintió con un movimiento de cabeza.

—Debió de ser Grunwald quien dejó la carta en la caja de la subasta, de manera que cuando se encontrara creyeran que la habían pasado por alto entre las cajas y cofres de las cosas de Dickens. No quería que ningún otro «descubrimiento» distrajera su propio final de
Drood
.

—Si la carta que usted vio era falsa… lo que nosotros creíamos antes de irnos de Londres podría ser cierto —exclamó Rebecca—. ¡Dickens pudo haber escrito primero la segunda mitad después de todo!

—Sí —dijo Osgood agitado.

—Entonces, también el señor Branagan tenía razón. ¡Nos teníamos que haber quedado en Londres para continuar la búsqueda! —exclamó Rebecca—. Tenemos que esperar aquí en Queenstown al próximo barco que pase con destino a Liverpool y regresar de inmediato.

—Un momento, señorita Sand. Puede que haya algo más.

Osgood dejó a un lado el telegrama y empuñó la pluma de ave que le había dado Forster. Le dio vueltas en la mano, estudiando la suave pluma y la punta afilada y manchada de azul. Probó la agudeza de ésta con la yema de un dedo.

—¿Ha estado alguna vez en el Parker House, señorita Sand?

—Llevé algunos papeles para el señor Dickens y el señor Dolby cuando estaban allí —dijo Rebecca.

—¿Recuerda qué tinta ponían en los escritorios del hotel? —preguntó Osgood.

Rebecca lo pensó unos instantes.

—Llevé a la editorial algunas notas escritas por el señor Dickens. Estaban escritas en tinta ferrogálica, si mal no recuerdo.

—Sí, tinta ferrogálica, de un color negro violáceo —dijo Osgood asintiendo con la cabeza—. Ésa es la que había en todas las habitaciones a disposición de los huéspedes. Dickens escribía sus manuscritos en azul, como vimos en
El misterio de Edwin Drood
. Y la punta de esta pluma que utilizó en el libro nos lo demuestra, está manchada de azul como corresponde. La señorita Hogarth nos dijo que al jefe le gustaba utilizar la misma pluma durante todo el proceso de escritura de una novela.

—Sí —respondió Rebecca sin saber hacia dónde conducían los pensamientos de Osgood.

Éste, sabiendo que todavía no estaba siendo muy claro, levantó una mano para pedirle paciencia. Tomó una lupa de la estantería y la acercó a la pluma, entornando los ojos para examinarla. Luego se enderezó, se acomodó en su asiento y movió la lámpara de aceite para que la luz incidiera en un ángulo diferente.

—Tiene usted una navaja? —preguntó Osgood.

—¿Qué?

—Una navaja-repitió Osgood.

—No.

—No, supongo que no. ¿Podríamos encontrar una?

Rebecca salió de la biblioteca. Unos minutos después regresaba con una pequeña navaja de bolsillo que le había dejado el capitán.

—Gracias —Osgood, agarrando la herramienta solicitada, situó con cuidado la hoja en la punta de la pluma—. Ponga la lente encima de este punto, por favor —dijo.

Raspó la superficie del plumín y las capas de azul fueron cayendo.

—¡Mire!

El azul empezó a dar paso al marrón.

—Fíjese —dijo Osgood emocionado—. Mire lo que hay debajo.

—Es marrón —respondió Rebecca decepcionada tras examinar las capas profundas de la punta a la luz.

—Un momento, señorita Sand —Osgood fue hasta la mesa que había en el extremo opuesto de la biblioteca y acercó una jarra de agua y un vaso grueso. Sirvió una pequeña cantidad de agua en el vaso en la que sumergió la punta de un dedo y le dio vueltas hasta que estuvo bien empapado. Entonces lo sacó del vaso y frotó en él la punta raspada de la pluma. A medida que se humedecía, el marrón seco se convertía en negro violáceo.

—¡Vea! —dijo Osgood mostrando la evidencia.

—¡Es negra!

—Es ferrogálica, ¡la misma tinta que proporcionan en el Parker! Cuando la tinta ferrogálica se seca y endurece, se vuelve de un color marrón rojizo. Creo que utilizó esta pluma en Boston —declaró Osgood—. ¡Esto podría muy bien demostrar que Tom Branagan tenía razón! ¡
Drood
se acabó antes de empezar! Cuando Herman fue a Gadshill y al despacho de Forster estaba buscando una pista equivocada: no tendría que haber buscado una hoja de papel que pudiera decirle lo que Dickens había planeado para el resto del libro, sino la pluma misma con la que lo había escrito. ¡Esta tinta nos indica no que volvamos a Inglaterra, sino que sigamos la dirección que llevamos!

—¿Cree que es posible que escribiera la segunda mitad mientras todavía estaba en Boston? —preguntó Rebecca.

—Cuando le pregunté si había algún lugar de Boston que todavía no hubiera visitado, me dijo que quería ver la facultad de Medicina de Harvard, donde había tenido lugar el tristemente famoso crimen de Parkman —dijo Osgood pensativo—. También mencionó que estaba preparando una nueva lectura del asesinato de Nancy por Bill Sikes, de
Oliver Twist
. Puede que el jefe tuviera esos relatos de crímenes en la cabeza, no sólo como tema de curiosidad local, ¡sino porque él ya estaba escribiendo el suyo! ¡Eso fue lo que le trajo a la memoria a Poe en la conversación que tuvo en el tren con los señores Branagan y Scott!

—¡Señor Osgood, lo ha conseguido! —exclamó Rebecca—. Pero aunque fuera verdad, no le dijo ni al señor Forster ni a nadie más, que nosotros sepamos, dónde están esas páginas. No sabríamos por dónde empezar a buscar.

—¿A quién más se lo podría haber dicho? —reflexionó Osgood en voz alta.

—¿Qué me dice de la señora Barton? —profirió Rebecca.

Osgood le lanzó una mirada sorprendida y negó con la cabeza.

—¿La lectora perturbada? No me puedo imaginar una candidata menos probable a la que confiar sus secretos, la verdad.

—Recuerdo que aquella noche escuché en la oficina lo que la señora Barton había querido. Estaba escribiendo insensateces que ella creía, en los confusos delirios de su mente, eran la próxima novela de Dickens. Creía que el siguiente libro de Dickens tenía que ser su siguiente libro, que eran uno y lo mismo, que la línea entre lector y escritor se había borrado. El señor Branagan contó que el señor Dickens había tenido un destello de ternura en los ojos por la pobre mujer y se había acercado a ella. Después de haberse cortado el cuello ella misma y mientras parecía que estaba perdiendo hasta la última gota de vida, consiguió preguntarle por su siguiente novela, y él le susurró algo al oído.

—Pero el señor Branagan dijo que no sabía qué era lo que le había dicho.

—Cierto, señor Osgood, pero pudo haber sido… —dijo Rebecca preparándose ante la posibilidad y pensando que ojalá tuviera el valor de sugerirla—. Si ya estaba escribiendo
Drood
, puede que lo que dijo tuviera algo que ver con eso, con tranquilizarla antes de su muerte. Puede que le diera a ella la respuesta que estamos buscando, ¡y nos está esperando en Boston!

35

Bengala, India

Había empezado a llover otra vez. En la cárcel de Bengala esto era un inconveniente especial para los centinelas que hacían sus rondas por la azotea. Ese día los centinelas eran los oficiales Mason y Turner, de la patrulla montada. Cuando se cruzaron, Mason se detuvo para quejarse.

—¡Tres días seguidos de guardia! ¡No está bien, Turner, cuando uno es un hombre de a caballo! ¡Ese inspector Dickens es un maldito estúpido! —gritaba Mason sujetándose el sombrero para que no se lo llevara el viento—. Le juro que, hasta este momento, creía que era un buen hombre.

Turner clavó la mirada en el cielo. A pesar de que era media tarde, estaba tan oscuro que podía haber sido medianoche; los relámpagos, seguidos de un rápido retumbar de truenos, sacudían la azotea. La tormenta era tan fuerte como todas las que habían visto el resto de la temporada.

—Supongo que no hay hombres buenos en el servicio público, Mason —dijo Turner con amargura.

—Me voy a la garita hasta que pare. ¿No viene? —preguntó Mason—. Turner, ¿qué es eso? —Mason miraba a la carabina de Turner, que llevaba calada la bayoneta—. Ya sabe que no se puede tener la bayoneta aquí arriba. Está en el reglamento. Puede atraer los rayos.

Turner arrugó el entrecejo y retiró la mirada de Mason.

—Ese condenado
dacoit
está en esta cárcel. El que robó el opio.

—¿Y?

—Nos acusan de haberle dejado escapar, pero es más peligroso de lo que creen. Me gustaría hablar con él.

—¡Estamos de servicio! ¡Venga, vamos a la garita! —gritó Mason para que se le escuchara por encima del ruido de la tormenta.

Antes de que Turner pudiera alcanzar la puerta que bajaba a la prisión, se abrió y por ella salió un hombre. La luz parpadeante del cielo descubrió que era Frank Dickens.

—Vamos a ver, señor Turner —dijo Frank—. Le alegrará saber que hemos recuperado los cofres de opio robados en el lugar donde los habían enterrado.

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