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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (53 page)

—Por mi honor, contribuiremos liberalmente a ese gasto —dijo Fields.

—Bien. Voy a sacar mi billete de vuelta en seguida para ocuparme de esto sin demora —dijo Chapman—. Díganme, han hecho una copia del capítulo, ¿verdad? Fields negó con la cabeza.

—Lo cierto es que esta taquigrafía es de diseño tan complicado que me temo que las copias serían inútiles. Los guiones, las líneas y los símbolos curvos que no fueran reproducidos con exactitud podrían hacer que la palabra o el párrafo se convirtiera en algo indescifrable. Sería como si un analfabeto pretendiera copiar una página de un pergamino chino. Tal vez con dos o tres de los mejores copistas ayudándose mutuamente. Los mejores copistas de Boston son también los más codiciosos, y confiar en ellos sería correr un riesgo.

—¿Ni siquiera se ha hecho una copia usted mismo? —preguntó sorprendido Chapman.

—El señor Fields no puede, por su mano —dijo Osgood—. No sabíamos que iba a venir, señor Chapman. Yo podía haberlo intentado, pero me temo que el solo intento habría requerido semanas.

—Y no podemos ni plantearnos calcarlos —señaló Chapman—, porque estos papeles no están precisamente bien conservados, donde fuera que los encontrara, y los productos químicos del papel de calco podrían reaccionar con la tinta. Da igual, el original estará a buen recaudo —en este punto hizo una pausa y acarició el cañón del rifle—, incluso de sus llamados bucaneros. ¡Que se acerquen a mí!

Chapman guardó el capítulo en su cartera. Tan pronto como la transcripción estuviera terminada, Chapman enviaría a un mensajero privado en el que confiara plenamente para que llevara las páginas transcritas hasta Boston para que la edición de Fields, Osgood & Co. pudiera aparecer mucho antes que cualquier edición pirata.

—Dígame, sólo por diversión y antes de que sepamos la verdad, ¿usted qué cree, Osgood? —preguntó Chapman mientras se disponía a salir del despacho, a la vez que su asistente le daba el abrigo y el sombrero de fieltro marrón con una desenfadada cinta amarilla—. Díganos, ¿usted cree que Drood vive o muere al final?

—No sé si vive o muere —respondió Osgood—. Pero sé que no está muerto.

Chapman, echándose el rifle sobre el hombro, asintió con la cabeza pero dibujó con la boca un gesto de confusión ante la enigmática respuesta.

Unos minutos más tarde, después de que su visita se hubiera ido, Osgood experimentó una extraña sensación, un impulso, que le hizo levantarse de su mesa. De pie, se miró las palmas de las manos y las cicatrices que le habían dejado sus aventuras.

No habría podido explicar por qué, pero poco después corría por el pasillo; bajó las escaleras rápidamente, esquivando a los que iban más despacio; cruzó el vestíbulo de entrada como una exhalación, rebasó las vitrinas de cristal con libros de Ticknor & Fields y de Fields & Osgood, y salió por la puerta principal; pasó por delante de los compradores que esperaban ante el puesto de cacahuetes y el organillero italiano, rebuscando, escudriñando entre la gente, entre los turistas que, con brillantes gorritos y sombreros de verano, paseaban a la sombra de los olmos del Great Mall, junto al parque, contemplando las ardillas que buscaban migas perdidas y mendigaban con cara de pena algún regalo, en busca de Fred Chapman bajo la luz manchada de la escena estival. Osgood llegó hasta las tiendas levantadas por el circo ambulante, que albergaba exhibiciones de animales recalentados y toda una plétora de humanidad.

Es imposible saber qué pensaba decirle James Osgood si le hubiera dado alcance. Pero no tiene importancia, porque el fornido visitante de Londres y las páginas que guardaba en su cartera ya habían desaparecido.

SEXTA ENTREGA

Todo lo que quedó de Edwin Drood está aquí publicado
.

Más allá de las pistas que en ella se ofrecen sobre su desenlace, no subsiste otra cosa Y creemos que lo que más habría deseado el autor queda garantizado, al ofrecer al lector, sin otras notas ni sugerencias, el fragmento de El misterio de Edwin Drood. El relato queda a medio contar; el misterio será un misterio siempre
.

El misterio de Edwin Drood

Edición de 1870 Sólo las seis primeras entregas

Publicado por Fields, Osgood & Co.

40

Boston, diciembre de 1870, cinco meses después

Después de atravesar el recargado vestíbulo, el hombre de la vaporosa barba blanca se detuvo con elegancia ante el mostrador de recepción.

—¿Está el señor Clark?

Dirigió esta pregunta a un aprendiz, indiscutiblemente de Nueva Inglaterra, cuyo sueño era cumplir algún día los trece años y algún otro día escribir un libro como los que se veían en las rutilantes vitrinas. Por el momento se conformaba con sentarse allí y leerlos.

—Creo que no —fue su respuesta, demasiado absorto en la lectura para romper su concentración.

—¿Podría decirme cuándo regresará?

—Creo que no.

—¿El señor Osgood o el señor Fields, entonces?

—El señor Osgood está de viaje de negocios y el señor Fields no quiere que le molesten hoy, creo que no sé por qué.

—Bueno —rió por lo bajo el visitante—. Entonces, caballero, a usted le confío estos importantes papeles.

El muchacho miró los documentos y cogió la tarjeta que descansaba encima de ellos con expresión sorprendida y asombrada.

—Señor Longfellow —dijo saltando de su taburete para ponerse de pie. Observó al visitante con la misma intensidad que estaba dedicando al libro—. ¡Oiga, amigo! ¿En serio me está diciendo que es usted el auténtico Longfellow?

—Lo soy, joven.

—¡Vaya! ¡Nunca lo habría imaginado! Veamos, ¿qué edad tenía usted cuando escribió
Hiawatha
? Eso es lo que quiero saber.

Después de satisfacer esta y otras incontenibles curiosidades del aprendiz, el poeta se giró hacia las puertas de entrada, se cerró el abrigo, se caló el sombrero y se dispuso a afrontar el aire invernal.

—¡Mi querido señor Longfellow!

El aludido levantó la mirada y vio que entraba James Osgood. Saludó al joven editor.

—Suba al piso de arriba y caliéntese junto al fuego de la Sala de los Autores, señor Longfellow —le sugirió Osgood.

—La Sala de los Autores —repitió Longfellow sonriendo como en un sueño—. ¡Cuánto tiempo ha pasado desde que holgazaneaba en ella con mis amigos! El mundo era un planeta de fiesta en aquel entonces y las cosas eran exactamente lo que parecían ser. Acabo de dejar unos papeles que necesitaban mi firma para el señor Clark. Pero tengo que regresar a Cambridge con mis chicas.

—Le acompañaré parte del camino, si me lo permite. Ya llevo puestos los guantes.

Osgood se agarró del brazo del autor mientras subían por Tremont Street en aquella desapacible tarde. Su charla, interrumpida a ratos por las ráfagas de viento helado, no tardó en derivar hacia
El misterio de Edwin Drood
. La edición de Fields, Osgood & Co. había salido a la calle apenas unos pocos meses antes.

—Creo que he interrumpido el disfrute de su aprendiz del relato de
Drood
—dijo Longfellow.

Ah, sí. Es el pequeño Rich. Hace dos años no había visto un aula de una escuela y ahora lee un libro a la semana.
Drood
es su favorito hasta el momento.

—Sin duda es una de las obras más hermosas del señor Dickens, si no la más hermosa de todas. Es una tragedia pensar que la pluma cayó de su mano antes de completarla —dijo Longfellow.

—Hace unos meses tuve en mi poder las últimas páginas —dijo Osgood sin pretenderlo realmente. ¿Qué le iba a contar Osgood? ¿Que Fred Chapman se había llevado el manuscrito a Inglaterra? ¿Que a bordo del barco había ocurrido un accidente y varias piezas del equipaje habían quedado destruidas, incluido el baúl en el que se encontraba el
Drood
?—. Intervino la cruel desventura —comentó Osgood ambiguamente.

Longfellow hizo una pausa y tiró del brazo de Osgood para acercarle a él como si fuera a contarle un secreto antes de responder.

—Es lo mejor.

—¿Qué quiere decir?

—A veces pienso, mi querido Osgood, que todos los libros buenos están sin terminar. Simplemente tienen que simular estar terminados por la conveniencia del público. Si no fuera por los editores, ningún autor llegaría nunca al final. Tendríamos muchos escritores y ningún lector. Por eso no debe derramar ni una lágrima por
Drood
. No, es una situación envidiable: me refiero a que cada lector puede imaginar su propio final ideal, y todos ellos estarán satisfechos con el final que han elegido en su cabeza. Tal vez podamos considerarla en un estado de verdad superior a cualquier otra obra de su clase, por muy grande que imprimamos la palabra
Fin
. ¡Y usted le ha sacado todo el partido!

Lo cierto era que su edición de
Drood
había tenido un éxito arrollador indiscutible y que superaba sus expectativas, poniendo a la editorial en un aprieto para poder imprimir las ediciones suficientes para satisfacer la demanda. Las aventuras que había vivido Osgood en su extraordinaria búsqueda del final de la novela se habían filtrado a la profesión, empezando, al parecer, por un bucanero que se hacía llamar Melaza. Fragmentos del relato de su gesta, algunos totalmente ciertos y otros rumores enloquecidos, se narraron en una interminable serie de artículos que el señor Leypoldt publicó en su revista, cuyo nuevo nombre era
Semanario Editorial
, como la primera de sus historias sobre el alma de la edición, que ganó para la publicación de Leypoldt la mirada de miles de ojos nuevos y tuvo como consecuencia que periódicos y revistas de todas las ciudades se hicieran eco de dichos lances. Eso despertó un enorme interés y atención por su edición de
Drood
, convirtiendo el nombre de Osgood en la primera página en garantía de venta, mientras las ediciones piratas de Harper que voceaban por las calles vendedores ambulantes se llenaban de polvo. La edición de Fields & Osgood llenaba los escaparates de las librerías, relegando los grabados indios y las cajas de puros a la parte de atrás.

La atención adicional que le brindaron las publicaciones gremiales no sólo ayudó a que se vendieran más ejemplares de
Drood
. Atrajo a nuevos autores que querían que les publicara un hombre como Osgood: Louisa May Alcott, Bret Harte y Anna Leonowens, entre otros. Osgood estaba a la sazón negociando las condiciones de una novela del señor Samuel Clemens.

Fue toda una revelación dentro de la profesión. La editorial no sólo podía sobrevivir, sino que floreció.

Al regresar al 124 de Tremont, después de separarse de Longfellow, y mientras colgaba su sombrero en un gancho, Osgood fue abordado por el fiable empleado que había sustituido al señor Midges.

—El señor Fields quiere verle enseguida —le dijo.

Osgood le dio las gracias y se disponía a partir ya cuando el empleado exclamó a su espalda:

—Oh, señor Osgood, el ascensorista ha salido. ¿Necesita usted ayuda con los mandos?

Osgood dirigió la mirada hacia el ascensor recién instalado en el ala este del edificio.

—Gracias —dijo—. Casi prefiero subir por las escaleras.

Mientras recorría los pasillos buscó a Rebecca, a quien unas semanas antes Fields había ascendido de asistente al puesto de lectora. El lector oficial había estado enfermo dos semanas y Rebecca había impresionado a Fields con su análisis de los manuscritos enviados al
Atlantic
.

Desde su regreso de Inglaterra, el contacto que mantenían Osgood y Rebecca había sido un modelo de decoro y distancia profesional, dejando todas las puertas de comunicación entre ellos abiertas para que todos lo vieran. Pero los dos habían hecho una señal en sus dietarios. 15 de mayo de 1871, más o menos a seis meses del presente: ésa era la fecha en la que el reloj se detendría y su divorcio sería tan oficial como la cúpula dorada del Capitolio. La espera resultó ser una fuente de intensa emoción. El secreto era inquietante y aumentaba el amor que sentían el uno por el otro. Cada nuevo día les acercaba veinticuatro horas más a la recompensa de un cortejo público.

Cuando entró en el despacho del socio mayoritario, Osgood suspiró a pesar de sí mismo y de sus renovados éxitos.

—Hoy hemos tenido más cifras extraordinarias de ventas del último Dickens —dijo Fields—. Sin embargo, sus pensamientos parecen estar muy lejos.

—Tal vez lo estén.

—Bueno, y ¿dónde?

—Perdidos en el mar. Señor Fields, tengo que decirle lo que pienso. Creo que es posible que el equipaje de Frederic Chapman no sufriera ningún accidente.

—¿Oh?

—No creo que esas páginas desaparecieran en el accidente. No tengo pruebas, sólo sospechas. Puede que intuición.

Fields, meditabundo, asintió con la cabeza. El socio mayoritario mostraba señales indudables de agotamiento.

—Ya.

—Me considera injusto con ese caballero —dijo Osgood cautelosamente.

—¿Con Fred Chapman? No le conozco mejor que usted para saber si es un caballero o un timador.

—Sin embargo, ¡no parece haberle sorprendido mucho mi drástico comentario! —exclamó Osgood.

Fields observó a Osgood con calma.


Hubo
informes por cable de las inundaciones a bordo del barco.

—Lo sé. Pero usted también ha sospechado —señaló Osgood—. Ha sospechado algo desde el primer momento. ¿No es verdad?

—Mi querido Osgood. Tome asiento. ¿Ha leído el libro de Forster sobre la vida de Dickens?

—Lo he evitado.

—Sí, apenas concede la menor atención a nuestra gira por América. Pero sí reproduce el texto del contrato de Dickens con Chapman.

Si el mencionado Charles Dickens muriera durante la escritura de la mencionada obra, El misterio de Edwin Drood, o de alguna otra manera quedara incapacitado para terminar dicha obra para su publicación en los doce meses según lo acordado, o en caso de su muerte, incapacidad o negativa, se recurrirá a la persona designada por el Fiscal General de Su Majestad para que determine la cantidad que deba reintegrarse por el mencionado Charles Dickens, sus albaceas o administradores, al mencionado Frederic Chapman en justa compensación, en cantidad proporcional a la parte de la obra que no se haya completado para su publicación.

Osgood bajó el libro.

—Es, como dijo el Mayor, como si los libros fueran trastos viejos. ¡Chapman cobra dos veces! —exclamó.

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