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Authors: Matthew Pearl

Tags: #Intriga

El último Dickens (52 page)

—¡No es usted el que manda aquí! —rugió Wakefield sacudiendo a Rebecca por el brazo violentamente.

Pero Osgood esperó hasta que la pistola se separó un poco del cuello de la mujer. Osgood agradeció el gesto a su adversario con una inclinación de cabeza y, luego, soltó la cartera, pero sin soltar la correa, de manera que quedó colgando precariamente sobre el pozo llameante del ascensor.

—Para mí, ésta habría sido mi mejor publicación, Wakefield —dijo Osgood meditabundo, con el tono de voz que utilizaría para una oración funeraria—. ¡Piense sólo en el tesoro que habría supuesto! No sólo rescataría a mi empresa de nuestros rivales, sino que haría verdadera justicia a la última obra de Dickens y la pondría al alcance del público lector. Pero, para usted, el final de Drood es todavía más. Es su vida. ¿No es verdad? Las seis últimas entregas podrían destruirle, puesto que todos los ojos estarían pendientes de lo que dice.

—¡Y por eso lo va a tirar al fuego! —aulló Wakefield, perdiendo lo que le quedaba de compostura—. ¡Suéltelo!

Dos explosiones más sacudieron el aire bajo sus pies… Los últimos gemidos de Herman al abrasarse… Las llamas ascendiendo y lamiendo las vigas metálicas del ascensor, convirtiéndolo en una gigantesca chimenea abierta que le recordaba a Osgood que había perdido sus últimas oportunidades.


¿Drood?
—jadeó Melaza al enterarse—. ¿Eso de ahí es
Drood?

—¡Silencio! —chilló Wakefield—. Adelante, Osgood.

Osgood respondió a Wakefield con un gesto de obediente asentimiento.

—Lo voy a soltar, Wakefield. Se lo he prometido y siempre cumplo lo que prometo.

—Lo sé, Osgood.

—Pero tendrá que confiar en que —continuó el editor— a lo largo de todo el camino desde la facultad de Medicina no haya parado un momento para cambiar la novela por papeles sin valor, que no haya rellenado la cartera con otros papeles o con páginas en blanco. ¿Está completamente seguro de que destruiría lo que he estado buscando todo este tiempo, aunque fuera por una mujer? ¿Está usted absolutamente convencido?

—Sí, Osgood. Usted la ama.

—Es cierto —dijo Osgood sin dudarlo. Por un instante, Rebecca dejó de sentir terror—. Pero dígame, señor Wakefield —continuó Osgood—, ¿tendría usted el valor de hacer eso, de destruir lo que más desea por un ser amado?

Wakefield, con la frente perlada de sudor, abrió los ojos desmesuradamente. Avanzó hacia Osgood muy despacio. Ahora apuntaba con la pistola al editor al tiempo que se acercaba a la cartera.

—Ni se le ocurra mover un músculo, Osgood —dijo Wakefield colocándole la pistola en la frente. El editor movió la cabeza en gesto de asentimiento. Su mirada se dirigió a Rebecca y, en el momento en que la miró a los ojos, ella supo lo que tenía que hacer.

Wakefield deslizó la mano en la cartera y sacó el grueso fajo de papeles cubiertos de tinta ferrogálica, acompañado de algunos fragmentos amarillos de la figura de escayola. Con una mano siguió apuntando con la pistola, mientras con la otra se acercaba los papeles a los ojos. Tras unos instantes de tenso suspense, una sombra oscura atravesó su rostro. Utilizando con torpeza dos dedos de la mano en la que sostenía la pistola, pasó la primera página para ver la siguiente, y la siguiente, y acabó saltando a la última.

Su expresión de concentración se contraía con atónito arrobamiento. Mientras todo menos el manuscrito desaparecía de la vista de Wakefield, Rebecca se lanzó a la carrera. Empujó a Wakefield por detrás con todas sus fuerzas. Hombre y manuscrito se mezclaron. Wakefield, impulsado por el instinto, se aferró a las vigas metálicas y levantó la pistola hacia la cabeza de Osgood con la otra mano; pero el fuego de abajo había recalentado el hierro y el vapor brotó de la mano desenguantada de Wakefield. La mano no resistió y Wakefield se precipitó por el hueco del ascensor acompañando con un grito su descenso al infierno. Mientras caía, las páginas revoloteaban a su alrededor. Alimentaron las llamas como leña seca en un fuego de invierno. Wakefield se estrelló en el fondo con un chillido inhumano.

En los últimos instantes, su mirada pareció posarse en una de las páginas de Dickens al tiempo que ésta se reducía a cenizas. Y todo quedó devorado por las llamas.

Osgood, mortalmente pálido, sujetándose las costillas con los brazos, cayó de rodillas completamente vencido por el agotamiento, el terror y el alivio. Contempló bajo sus pies las hojas de papel en diversos estados de destrucción y cenizas. Respirar le suponía una auténtica agonía.

—Señor Osgood —gritó Rebecca. Le arrastró a un lado en el momento en que Melaza se apresuraba hacia el borde del hueco del ascensor. El bucanero buscaba cualquier página perdida.


¡El misterio de Edwin Drood!
—exclamó el pirata—. ¡Incluso una sola página tendría un valor incalculable! —el sombrero se le cayó de la cabeza y ardió cuando una nueva explosión de la sala de máquinas subió desde el fondo. Osgood se levantó rápidamente y se inclinó sobre el hueco ya al rojo vivo a tiempo para agarrar al bucanero por el cuello de la chaqueta cuyo bajo empezaba a chamuscarse.

—¡Una página! —repetía el hombre—. ¡Sólo una página!

—¡Melaza! ¡Se acabó! ¡Ya se acabó!

Osgood tiró de Melaza hacia atrás en el momento en que la sala de máquinas explotaba de nuevo, esta vez, llenaba el retorcido hueco del ascensor con una sólida columna de fuego. Osgood había tomado a Rebecca en sus brazos y juntos contemplaban el precipicio desde la quinta planta.

—¡Rápido! —les instó un Melaza lleno de nueva sensatez viendo extenderse las llamas y el vapor. Mientras los tres supervivientes corrían hacia las escaleras, Melaza no dejaba de lamentarse periódicamente por la pérdida de las páginas.

—¿Cómo es posible? ¡Cómo ha podido consentir que destruyera el final de
El misterio de Edwin Drood
! ¡El último Dickens convertido en una columna de humo!

El pobre bucanero, poco dispuesto a aceptar la derrota, regresó detrás de los bomberos que entraban en tropel en el edificio tirando de las mangueras que sacaban de las bombas cercanas. Mientras, Rebecca ayudaba a Osgood a alejarse del edificio. Se sentó y tosió violentamente.

—Voy a buscar a un médico —dijo Rebecca. Osgood levantó una mano para indicarle que esperara.

—Espero que esto no ofenda a la señora —dijo tan pronto como consiguió recuperar la voz. Se sacudió las cenizas y la porquería de las manos e introdujo una de ellas bajo su camisa desgarrada, dentro de los vendajes que le rodeaban el pecho.

Extrajo un delgado manojo de papeles que llevaba pegados a su piel.

Rebecca contuvo el aliento.

—¿Eso es…?

—El último capítulo. Lo escondí mientras estaba solo en el ascensor. Por si acaso…

—¡Señor Osgood! ¡Es extraordinario! Incluso sin el resto, tener el final puede cambiarlo todo. ¿Cuál es el destino de Edwin Drood? —alargó la mano, luego titubeó—. ¿Puedo?

—Usted se lo ha ganado tanto como yo —dijo entregándole las páginas.

Bajó la mirada y pasó las manos por encima de la primera página del capítulo como si sus palabras pudieran tocarse. Sus ojos brillantes centelleaban de curiosidad y asombro.

—¿Y bien? —preguntó Osgood con complicidad—. ¿Qué le parece, querida mía? ¿Puede leerlo?

—¡Ni una palabra! —dijo ella riendo—. ¡Oh, es precioso!

39

Charles Dickens supo siempre que tenía que ser mejor que todos los demás. Todavía no había cumplido los veinte años y ya estaba intentando competir con el sector más experimentado de reporteros londinenses. Su misión consistía en recoger palabra por palabra los discursos de los más destacados miembros del Parlamento y los casos principales del Tribunal Civil.

Había dos cuestiones primordiales a la hora de elegirlos: quién podía escribir con mayor precisión y quién podía escribir más rápido. El sistema Gurney de taquigrafía le había atrapado con su mágico y misterioso encanto. Guardaba bajo su almohada el libro
Braquigrafía, o un sencillo y completo método de taquigrafía
. Permitía que un ser humano normal, tras un entrenamiento concienzudo y algunas plegarias, condensara el habitualmente largo lenguaje de sus congéneres en simples rayas y puntos sobre el papel. El reportero copiaba el discurso del orador en aquella maraña de marcas y salía corriendo. Si estaba fuera de la ciudad, en Edimburgo o alguna población rural, se inclinaba sobre su papel mientras iba en el carruaje, garabateando furiosamente a la luz de una pequeña lámpara, transformando sobre la hoja en blanco los extraños símbolos en palabras completas y sacando de vez en cuando la cabeza por la ventana para prevenir el mareo por el accidentado trayecto.

El novato reportero Dickens dominaba el Gurney, como lo había hecho su padre en el breve período en que trabajó de taquígrafo, pero eso no era suficiente. El joven Dickens cambió y mejoró el Gurney, creó su propia taquigrafía, mejor y más rápida que la de los demás. Pronto los más importantes discursos en inglés llevaban al pie la firma
C. Dickens, Taquígrafo, 5 Bell Yard, Colegiado
.

Ésa era la razón por la que pudo escribir tanto, hasta medio libro, en los escasos ratos libres que le permitía su apretada agenda mientras estaba en América. Ésa era la única manera de que su pluma pudiera mantener el ritmo de su cabeza y revelara el destino de Edwin Drood.

El sistema Gurney había sido sustituido años antes por el de Taylor y, más tarde, el de Pitman. Rebecca había estudiado el Pitman en la Academia Comercial Bryant y Stratton para mujeres de Washington Street antes de presentarse al puesto de asistente. Fields y Osgood, después de depositar las páginas de la cartera que contenían el último capítulo de
El misterio de Edwin Drood
en la caja fuerte a prueba de incendios del 124 de Tremont Street, consultaron a algunos de los mas reputados taquígrafos de Boston (varios de los cuales, los bucaneros más avispados, eran los mismos que intentaron copiar las improvisaciones de Dickens en el Tremont Temple antes de que Tom Branagan y Daniel Sand se lo impidieran). Sólo les mostraban una o dos páginas, con el fin de mantener el secreto, y no les comunicaban la procedencia del documento. No hubo suerte; todo era inútil. El sistema, incluso para los que conocían el Gurney, era demasiado excéntrico para que pudieran descifrar más que algunas palabras sueltas.

Enviaron telegramas confidenciales a Chapman & Hall pidiéndoles consejo sobre el asunto. Mientras tanto, en el mayor sigilo, Fields y Osgood lo preparaban todo con el impresor y el ilustrador para hacer una edición especial de
El misterio de Edwin Drood
completo con el exclusivo capítulo final.

La primera semana tras la recuperación del manuscrito se realizaron múltiples reuniones y entrevistas con el jefe de policía, agentes de aduanas, el fiscal general y el consulado británico. Montague Midges, que negaba todas las acusaciones, fue inmediatamente despedido de su trabajo e interrogado por la policía respecto a sus conversaciones con Wakefield y Herman. Los agentes de aduanas abordaron el
Samaria
acompañados de un diligente recaudador de impuestos llamado Simon Pennock, haciendo uso de la información recogida por Osgood y el difunto Jack Rogers, y todos los miembros de la tripulación pasaron a disposición judicial. Se alertó a la Royal Navy y en cuestión de meses la mayor parte de las operaciones de Marcus Wakefield quedó desmantelada.

Una mañana Fields llamó a Osgood a su oficina, donde este último se quedó pasmado al encontrarse cara a cara con el cañón de un largo rifle.

—¡Hola, machote!

El rifle de dos cañones estaba despreocupadamente colgado del hombro de un hombre fornido y rubicundo que llevaba un ajustado atuendo deportivo con polainas de cuero, bombachos y una cartuchera alrededor de su amplia cintura. Frederic Chapman.

—Señor Chapman, perdóneme por la expresión de asombro —se explicó Osgood—. No hace dos días que le enviamos unos telegramas a Londres.

Chapman soltó su poderosa risotada.

—Verá, Osgood, estaba en Nueva York ocupándome de unos fastidiosos asuntos de la empresa Y cuando estaba saliendo para unirme a una partida de caza en los Adirondacks, el director del hotel me alcanzó en la estación de ferrocarril para entregarme un telegrama de mi oficina de Londres en el que se me ponía al tanto de su información. Por supuesto, tomé el siguiente tren con destino a Boston. Siempre me ha gustado Boston: las calles son tortuosas Y la tradición de Nueva Inglaterra se ha convertido en una ciencia. Esto —alzó delicadamente el puñado de páginas entre el cuidado y el respeto— ¡es sencillamente admirable! ¡Imagine!

—Entonces ¿puede entender algo? —preguntó Fields.

—¿Yo? Ni una coma; ¡ni una sola palabra, señor Fields! —declaró Chapman sin reducir un ápice su entusiasmo—. Osgood, ¿dónde ha ido? Ahí está. Dígame, ¿cómo lo ha encontrado?

Osgood intercambió una mirada inquisitiva con Fields.

—¡El señor Osgood es el hombre más diligente de nuestra casa! —exclamó Fields con orgullo.

—En fin, yo diría que esto lo demuestra —dijo Chapman descansando las manos en su cinturón cartuchera—. Mis empleados son seres inútiles e ineficaces. Ahora tenemos que idear un plan para
leer
esto de inmediato.

Fields le contó que los taquígrafos que habían consultado no lograban descifrarlo y ellos no querían dejarles que vieran un fragmento muy grande del documento.

—No, no podemos permitir que nadie más se entere de esto. ¡Empleado! —Chapman sacó la cabeza por la puerta y esperó a que apareciera alguien. Aunque quien se presentó pertenecía al departamento de finanzas, Chapman chasqueó los dedos y dijo—: Traiga champán, ¿quiere? —luego cerró la puerta en la cara del desconcertado empleado e insistió en volver a estrechar las manos de ambos hombres con su férreo apretón de cazador—. Caballeros, ¡ya lo veo! ¡Vamos a hacer historia! Mucho después de que todos nosotros, y perdonen lo morboso del comentario, estemos ya descatalogados definitivamente, nuestros nombres se recordarán por esto. ¡El final del último Dickens al alcance de todo el mundo!
Eso
es un triunfo.

»Se da la circunstancia de que conozco a varios reporteros de tribunales que trabajaron junto a Dickens como taquígrafos hace treinta años; en algunos casos, competían con el joven rival, intentando recrear su versión perfeccionada de la técnica taquigráfica. Algunos, a pesar de que su cabeza se ha teñido de blanco con la subrepticia llegada de la edad, viven retirados en Londres y los conozco personalmente. Estoy seguro de que, por un precio razonable, una «traducción» legible de este texto estará garantizada.

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