El último merovingio (29 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

—Bien —dijo sin mucho convencimiento.

—¿Bien qué?

—Pues… que no sé qué decir.

—¿Sobre qué?

—¡Sobre todo esto!

—Usted es la secretaria del Direktor, ¿no?

—En realidad soy su ayudante ejecutiva —lo corrigió ella.

—Mejor aún. —Dunphy miró la placa con el nombre que había encima de la mesa—. Se llama Hilda, ¿verdad? —La mujer asintió levemente con la cabeza, recelosa de tanta familiaridad—. Bien, Hilda, pues lo que le sugiero es que nos pongamos manos a la obra.

—Pero yo no puedo proporcionarle a usted un despacho. Para hacer eso necesitaría permiso. Quizá el Direktor adjunto…

Alargó la mano para coger el teléfono. Dunphy puso los ojos en blanco y luego ladeó la cabeza y le preguntó:

—¿Acaso parezco el pregonero del pueblo?

Aquello dejó a Hilda momentáneamente desconcertada. Luego negó con la cabeza.

—Bien. Porque si hay que llamar a alguien, llamemos al Hombre en persona.

—¿A quién?

—Al Direktor. Usted sabe dónde se aloja, ¿verdad?

—Claro, pero…

—¿Cuál es el número?

Dunphy fue a coger el teléfono, pero la mujer puso una mano encima del mismo.

—No podemos llamarlo ahora. En Washington es la una y media de la madrugada.

—Bueno, pues si no quiere despertar a su jefe, por lo menos llame a Langley —insistió Dunphy—. Diga que la pongan con Matta. ¡Saquémoslo a él de la cama!

—Pero… ¿y qué voy a decirle? —preguntó Hilda con los ojos muy abiertos.

—Pues dígale que quiere usted saber si puede proporcionarme un despacho. A las dos de la madrugada, seguro que quedará muy impresionado.

La mujer pareció desconcertada.

—¿Por qué?

—Pues por la capacidad de iniciativa de que hace usted gala.

—Oh, ahora nos ponemos sarcásticos.

Dunphy sonrió a modo de disculpa.

—Perdone… es que estoy siempre sometido a una gran presión. —Hizo una pausa y se inclinó hacia la mujer con aire comprensivo y confidencial—. Mire, si me consigue usted un des-

pacho, ya hablaremos con ellos a primera hora de esta tarde. Hablaremos con su jefe, con mi jefe, con quien usted quiera. Y ellos le confirmarán todo lo que le he dicho. Ya ha visto mi pase; no estaría en este edificio si no me estuviera permitido el acceso, ¿no es así?

Notó que a Hilda le trabajaba la mente a gran velocidad. Matta… Curry… el pase.

—¡De acuerdo! —dijo de pronto, y levantó rápidamente una mano para que Dunphy no continuase hablando—. Hay un despacho en la cuarta planta…

—La cuarta planta me parece perfecta.

—Llamaré al Direktor a la una… es un hombre muy madrugador. Después, si él lo considera necesario, nos pondremos en contacto con Harry Matta.

—Estupendo —comentó Dunphy—. Si me indica usted el camino, me pondré a trabajar de inmediato.

Hilda cogió el teléfono.

—Los de seguridad le mostrarán a usted por dónde tiene que ir.

—Una cosa más.

—Diga.

—Voy a necesitar que alguien me suba ciertos expediente al despacho.

—¿Que le lleven expedientes?

—Por supuesto. ¿Para qué cree usted que necesito el despacho?

—No lo sé. ¿Para qué?

—Para controlar los daños.

—¿Qué?

—Para el control de daños. —La miró atentamente—. Usted sabe lo que le pasó a Curry, ¿verdad?

—Desde luego; nos enviaron un telegrama.

—Lo sé —dijo él—; lo escribí yo. Pues bien, el tipo que le disparó…

—Dunphy.

—Exacto —asintió él, impresionado—. Jack Dunphy… que, por cierto, es un grandísimo hijo de puta, y perdone la expresión.

—Estoy siempre rodeada de hombres —repuso ella, encogiéndose de hombros—. Así que ya me he acostumbrado.

—Comprendo. Bueno, pues ese tal Dunphy trabajaba para la Agencia… usted ya lo sabía, ¿verdad?

—Naturalmente.

—¿Y sabe también lo que hacía… en qué consistía el trabajo de ese tipo?

—No.

Dunphy frunció el ceño.

—Creía que lo había puesto en el telegrama…

—Pues no, creo que no.

—Bueno, pues trabajaba en la oficina de solicitudes de información. —Al ver que la mujer no entendía nada, decidió ser más explícito—: Formaba parte del personal que se encarga de la Ley de Libertad de Información.

—¿Ah, sí? —Hilda se quedó pensando y pareció aliviada—. ¿Eso es todo?

—Sí, eso es todo. Y por eso me ocupo de controlar los daños. —La mujer lo miró sin comprender nada en absoluto, y Dunphy le explicó—: Es que Harry cree que ha habido una filtración.

—¿Una filtración?

—Sí, en los archivos Andrómeda. Se ve que ese hijo de puta anduvo paseándose por ellos como si estuviera navegando en Internet.

En un primer momento, Hilda no cayó en la cuenta de lo importante que era aquella información. Luego, al cabo de un par de segundos, se meció, aunque muy ligeramente, en el sillón. Durante unos instantes Dunphy creyó que la mujer iba a perder el equilibrio, pero no: se quedó allí sentada y fue palideciendo pau­latinamente hasta que, al final, se levantó de repente y dijo:

—Bien, vamos a instalarlo a usted de inmediato, ¿le parece bien?

22

El primer expediente tardó en llegar cerca de una hora, y para entonces Dunphy se encontraba prácticamente paralizado por la paranoia. Aunque estaba seguro de que no llamarían a Matta a las dos de la madrugada, por primera vez se le ocurrió que el Registro Especial quizá tuviera una copia del expediente personal de Brading. Al fin y al cabo, era allí donde habían expedido el pase. Y en el caso de que lo tuviesen, cabía la posibilidad de que Hilda, la mujer con la que había hablado, sintiera suficiente desconfianza como para buscarlo; comprobaría inmediatamente que Dunphy se hacía pasar por un hombre mucho mayor, y entonces irían a por él.

El despacho que le habían asignado parecía una celda sin ventanas. Medía tres pasos de largo por tres de ancho y apenas había espacio suficiente para el escritorio y la silla que en aquel momento ocupaba Dunphy. Detrás de la puerta colgaba un perchero donde había dejado el abrigo, y nada más. Había un teléfono, pero ningún libro, así que permaneció allí de brazos cruzados hasta que su ayudante, un guarda de seguridad con cuello de toro llamado Dieter, entró con media docena de carpetas de color marrón claro en cuya etiqueta se leía «Schidlof». Dunphy consultó el reloj. Eran las ocho y veinticinco de la mañana.

—Tiene usted que firmar aquí conforme los ha recibido —le indicó Dieter al tiempo que le entregaba a Dunphy una tablilla sujetapapeles.

—Mientras yo leo todo esto —le dijo Dunphy mientras garabateaba el nombre de Brading en la lista de control de documentos—, me gustaría que me trajera usted todo lo que tengan sobre un tipo llamado Dunphy, D-U-N-P-H-Y. El nombre de pila es Jack. ¿Entendido?

—Desde luego.

—Y también me gustaría ver los expedientes de Optical Magick y cualquier cosa que pueda conseguirme sobre… esto… sobre el censo bovino. —Dieter frunció el ceño, por lo que Dunphy le preguntó—: ¿Qué ocurre?

—Tenemos carritos para transportar el material, pero el censo bovino… bueno, eso es imposible. Me haría falta un camión —declaró.

Dunphy trató de disimular su error.

—Me refiero sólo a los dos últimos meses. En Nuevo México y Arizona.

Aquello pareció satisfacer al improvisado ayudante. Cuando se cerró la puerta tras él, Dunphy se recostó en la silla, soltó un suspiro de alivio y luego se concentró en las carpetas con el mismo deleite y excitación que un muchacho de doce años que ha encontrado por casualidad el lugar donde sus padres esconden las películas pornográficas.

La primera impresión fue que el expediente era atípico comparado con otros informes que había visto en la Agencia. Normalmente si una persona era de «interés operacional» para la CÍA, se abría un expediente 201 y en él se hacían constar las entrevistas mantenidas con el sujeto. Pero en el expediente de Schidlof no había entrevistas, sólo datos. Las grabaciones telefónicas y los recibos de las tarjetas de crédito se hallaban en carpetas separadas, igual que las fotocopias de las páginas de su pasaporte, en las que se veían la mayor parte de los lugares a los que había viajado durante los diez últimos años. Había unas diapositivas en blanco y negro cuyas imágenes parecían haberse tomado con teleobjetivo desde un automóvil. Al examinarlas, Dunphy reconoció la casa del profesor (él personalmente había ayudado a Tommy Davis a obtener información sobre dicha casa para intervenirle el teléfono a Schidlof), y también a éste. Había numerosas fotografías suyas: al salir de casa para ir al trabajo, al recoger el correo, al llegar a casa… Dunphy pensó que aquel hombre tenía un aspecto bastante saludable, tratándose de alguien que estaba a punto de convertirse en un tronco humano.

Y ésa era la cuestión, en realidad. El informe de Schidlof no era un expediente de investigación. A quienquiera que fuera el que lo había confeccionado no le interesaba Schidlof el hombre, sino Schidlof el problema. De modo que poco importaba quiénes fueran los amigos del profesor, ni lo que pensaran de él sus vecinos. Lo único que se necesitaba era la dirección del viejo y que en las fotografías se lo viese con claridad.

Así, cuando llegara el momento, se podría liquidar al tipo en cuestión sin posibilidad de error. Lo cual significaba que Schidlof había hecho cabrear a alguien, posiblemente a Curry o a Matta. O algo peor, que los había asustado. Y al hacerlo había surgido en seguida la pregunta: «¿Quién es ese hijo de puta?»

La respuesta llegó al poco tiempo en forma del expediente que ahora tenía en la mano. «Es este tipo —daba a entender el dossier—. Éste es el aspecto que tiene. Y aquí es donde vive.»

La mayor parte de la información parecía haberse recopilado de una sola vez. Y aunque Dunphy no sabía cuándo había sido eso, le daba la impresión de que debía de haber sido en el anterior mes de septiembre. Al revisar el contenido de una abultada carpeta llena de copias de los recibos de tarjetas de crédito y de otra que contenía las llamadas telefónicas realizadas por Schidlof, se percató de que no había actividad alguna a partir del 9 de septiembre, lo cual significaba que Schidlof había empezado a ser objeto de la atención de Matta más o menos por aquella época, hacía unos seis o siete meses.

Según leyó, León Aaron Schidlof (máster en Artes en Oxon y diplomado en Psicoanálisis en Zurich) era ciudadano británico y había nacido el 14 de octubre de 1942 en la ciudad de Hull. Se había licenciado en el New College de Oxford (1963) y se había formado como psicoanalista en el C. G. Jung Institute de Zurich (1964-1967). Colaborador en numerosas antologías y revistas profesionales, Schidlof era también autor de dos libros: Diccionario de Símbolos (Nueva York, 1979) y Die Weiblichen in der Jungian Psychologie (Heidelberg, 1986), un libro sobre psicología jungiana. Tras veinte años ejerciendo como psicoanalista en Lon­dres, había asumido la responsabilidad de impartir un seminario en el King's College del Strand. Nunca se había casado y su pariente más próximo era una hermana mayor que residía en Tunbridge Wells. A continuación se hacía constar la dirección de Schidlof, que Dunphy se sabía de memoria. Todo muy inocuo, pensó. Nadie habría dicho que un individuo como aquél pudiese causar tanto revuelo.

La otra carpeta contenía los recibos de la tarjeta de crédito del profesor y las grabaciones telefónicas. Dunphy no alcanzaba a comprender para qué diantres servirían, y se preguntó si en realidad a Matta le importaría todo aquello. Lo más probable era que los datos se hubiesen recogido porque resultaba fácil hacerlo y así daba la impresión de que los detectives sabían lo que hacían. Sin embargo, había un par de cosas que llamaban la atención. Como, por ejemplo, el hecho de que Schidlof hubiera hecho bastantes viajes con Swissair: dos en junio, uno en julio, otro en agosto y otro en septiembre.

Los cargos a la tarjeta de crédito por parte de Swissair no decían el lugar de destino de los vuelos, pero no hacía falta. Los recibos de la tarjeta correspondientes a los mismos meses incluían facturas de hotel. Y siempre se trataba del mismo: el hotel Florida, Seefeldstrasse, 63, en Zurich.

Dunphy lo conocía. Era un hotel limpio de categoría media situado unas cuantas manzanas al este de Bellevueplatz, un enclave importante de los tranvías de la ciudad. Se trataba de un establecimiento bastante decente siempre que uno tuviese que atenerse a un presupuesto, y era exactamente la clase de hotel donde cualquiera esperaría que se alojase un profesor mientras llevaba a cabo sus trabajos de investigación en un país tan caro como Suiza.

Pero Swissair no era la única compañía aérea con la que había viajado Schidlof. En la lista de los gastos pagados con Visa había un cargo de 371 dólares de la British Airways con fecha del 5 de septiembre. Otros gastos documentaban la visita de Schidlof a Nueva York los días 6 y 7 del mismo mes. Se había hospedado en el hotel Washington Square y había comido en un par de tugurios indios de la Tercera Avenida.

Dunphy repasó los cobros anteriores. La última visita del profesor a Zurich había tenido lugar el 3 de septiembre. El viaje a Nueva York se había producido unos tres días más tarde… y poco después se había comenzado a someter al viejo a vigilancia telefónica, lo cual sugería —aunque, desde luego, no demostraba— que estos tres acontecimientos guardaban cierta relación entre sí: el viaje a Zurich, la visita a Nueva York y las escuchas telefónicas.

Dunphy se preguntó qué habría ido a hacer aquel hombre a Nueva York. ¿Y qué habría ido a hacer a Zurich? ¿Y qué habría ido a hacer a cualquier lugar al que hubiese ido?

La tercera carpeta contenía los resúmenes bancarios de Schidlof, cheques cancelados… un verdadero filón de información. El 4 de septiembre, mientras se encontraba en Zurich, el profesor había extendido un cheque por valor de dos mil libras a nombre de una persona llamada Margaritha Vogelei. Y tres días después, durante su estancia en Nueva York, había extendido otro de valor bastante inferior para una empresa conocida como Gil Beckley Associates. Aquel nombre le resultaba familiar. Dunphy lo había visto alguna vez antes o lo había oído en alguna parte; en la televisión o en el cine, tal vez Beckley era actor o algo así. No, no era actor, sino…

Dunphy examinó el cheque. Era un talón por valor de quinientas libras y había tardado casi dos meses en cobrarse de la cuenta que Schidlof tenía en el National Westminster de Londres e ingresarse en la cuenta de Beckley en el Citybank de Nueva York. En la parte inferior del cheque, en un renglón donde se leía «Observaciones», había una anotación hecha a mano por Schidlof que decía «Honorarios», aunque no especificaba en concepto de qué.

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