El último merovingio (32 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

Hizo una rotación de la cabeza para relajar el cuello. Hacía mucho tiempo que no hacía footing y lo echaba de menos. «Quizá mañana», pensó. Y se oyó responder a sí mismo: «Si es que hay un mañana.» Así que volvió a sentarse y reanudó la lectura.

Sin embargo, ha surgido una oportunidad a lo largo del último año. En enero, el presidente Truman firmó una orden para la creación de un nuevo servicio secreto de Estados Unidos… que se constituirá sobre la base de la ya existente Oficina de Servicios Estratégicos. La nueva agencia se llama Grupo de Inteligencia Central y su cometido consistirá en encargarse de la Amenaza Roja, con Moscú en el punto de mira. Creo que no le sorprenderá saber que se me ha adjudicado un papel importante en la puesta en funcionamiento del Grupo de Inteligencia Central con intención de nombrarme primer director de dicha organización más adelante.

Con tales funciones, me ha resultado relativamente fácil crear una especie de santuario interior dentro del Grupo de Inteligencia Central que nos permite actuar sin miedo a que nos descubran o a consecuencias no deseadas. Me refiero al Personal de Investigación de Seguridad, un componente del aparato de contraespionaje que pronto tendrá al frente al joven Angleton. Con su ayuda, las actividades de nuestra sociedad quedarán por completo ocultas dentro del mar de cosas invisibles que constituyen el espionaje cotidiano que tanto la prensa como el gobierno pronto darán por supuesto.

Si la metáfora de santuario interior no le parece adecuada, piense en nosotros como en el equivalente político de Dracunculus medinensis. (Lo invito a averiguar el significado.)

Dunphy dejó caer la carta de la mano. Se reclinó hacia atrás en el sillón, miró al techo y soltó un suspiro de asombro y cansancio. «Es como si la CÍA no fuera más que la tapadera de otra cosa más importante —pensó—. Y la guerra fría, una excusa para algo diferente. Y eso de la Magdalena…»

—Perdone.

Dunphy levantó la vista. Dieter se encontraba de pie a la puerta.

—¿Qué quiere? —preguntó Dunphy con cierta impertinencia.

—Me ha parecido… oírlo. Me ha dado la impresión de que me pedía usted…

Dieter parecía confuso, pero era Dunphy el que se sentía apurado: había estado pensando en voz alta.

—Necesito una enciclopedia —dijo.

Dieter parpadeó.

—¿Una enciclopedia entera? ¿En inglés?

Dunphy negó con la cabeza y trató de serenarse.

—No, solo la letra D. Pero, desde luego, en inglés.

Cuando la puerta se cerró, echó una breve ojeada al reloj. Eran las once y cuarto… un poco más de las cinco de la mañana en Estados Unidos, lo cual significaba que disponía de una hora y media más o menos antes de verse obligado a marcharse de allí.

«Está claro que el tiempo pasa volando cuando uno se divierte», pensó mientras aplanaba cuidadosamente la carta sobre la mesa.

23 de abril de 1947

Querido Cari:

Vuelvo "a estar en mi despacho tras pasar ocho días en el Oeste visitando los laboratorios de propulsión a chorro y algunas otras de nuestras instalaciones en Nevada. El doctor Bush me acompañó en el último tramo del viaje, de manera que pude informarle de que empleamos muy bien el tiempo que pasamos juntos.

El primer arquetipo se introducirá en las próximas semanas. El acontecimiento se producirá en las cercanías de Roswell, en Nuevo México (una ciudad pequeña no lejos de los Laboratorios Sandia). Miembros del Personal de Investigación de Seguridad destinados provisionalmente al 509. ° Grupo de Bombardeo Compuesto serán los responsables de «recuperar» el objeto y de las consiguientes relaciones con el público y la prensa.

Tal como acordamos, la existencia del artefacto recuperado (en realidad, un globo sonda) será primero admitida y luego negada, y convertiremos así el suceso en lo que usted tan acertadamente ha descrito como «un rumor simbólico».

De vez en cuando se reforzarán esos rumores hasta que llegue el momento en que se reproduzcan por sí mismos. Con ese fin, el Grupo de Inteligencia Central está creando una instalación de refuerzo en Bright Field (en Dayton, Ohio) bajo la tapadera de las Fuerzas Aéreas. Esto resulta muy conveniente tanto para los medios de comunicación de Estados Unidos como para los del extranjero, pues la instalación legitimará el fenómeno al negar que sea real, sin que importe qué pruebas se presenten a su favor.

Unos golpes en la puerta interrumpieron la lectura de Dunphy. Levantó la mirada: era Dieter con un par de libros.

—Tenga —le dijo, al tiempo que cruzaba el despacho de una zancada—. Es del año 93, ¿vale?

Dunphy aceptó los libros asintiendo de forma impaciente con la cabeza y luego vio cómo su niñera giraba sobre los talones y cerraba la puerta al salir.

Eran dos gruesos volúmenes encuadernados en piel. Durante unos instantes, Dunphy no consiguió recordar para qué había pedido la enciclopedia. Se trataba de algo que había encontrado en una de las cartas de Dulles, algo escrito en latín, pero… ¿qué era? La cabeza le daba vueltas.

Volvió a coger las cartas de Dulles que ya había leído y fue examinando las páginas hasta que encontró la que buscaba, la del 19 de febrero, y las palabras «el equivalente político a Dracunculus medinensis. (Le invito a averiguar el significado)». Dunphy lo buscó.

Gusano de Guinea. Nematodo acuático que provoca una grave enfermedad. Las hembras son larvíporas y crecen hasta alcanzar una longitud de un metro o más; se abren camino a través del duodeno hasta el tejido subcutáneo, donde ponen millones de huevos en el anfitrión definitivo (Homo sapiensj. El anfitrión intermedio es el copépodo llamado Cíclope. La aparición de una pápula inflamada en la piel de las personas delata la presencia del gusano, que puede extirparse mediante un doloroso procedimiento de extracción gradual para el que se utiliza un palo corto alrededor del cual se va enrollando lentamente el gusano durante un período que se alarga varias semanas. Se cree que dicho procedimiento ha inspirado el símbolo médico del caduceo, con las dos serpientes enrolladas.

Eran las doce menos cinco.

Llevaba casi cuatro horas leyendo la correspondencia de Dulles y tenía la impresión de que no iba a conseguir lo que se había propuesto. Empezaba a sentir la misma paranoia de horas antes. De vez en cuando, le venía a la cabeza que se encontraba cuatro plantas bajo tierra, y eso le producía una fuerte sensación de claustrofobia. Le había surgido una pregunta, una de esas preguntas incómodas que parecen originarse en el bazo, más que

en el cerebro: ¿qué le había hecho pensar que podía entrar y salir del Registro Especial sólo porque tenía un pase de entrada al edificio? ¿Y si Hilda y sus amigos no lo dejaban marcharse hasta que hubieran hablado con Harry Matta?

«Bueno, la respuesta es fácil —se dijo Dunphy—. Si hacen eso, acabarás convertido en un tronco.»

De pronto sintió la necesidad de respirar aire fresco… Aunque, en el fondo, sabía perfectamente que lo que en realidad quería era comprobar si Dieter lo dejaba salir de la habitación. Se levantó, se acercó a la puerta y la abrió. Tal como sospechaba, el guardia se encontraba allí fuera, sentado en una silla, leyendo el Maus.

—¿Puedo conseguir café en algún sitio por aquí cerca? —le preguntó Dunphy.

—Claro —respondió Dieter, señalando con un gesto de la cabeza en dirección a los ascensores—. En la cafetería del segundo piso.

Dunphy cerró la puerta a su espalda y, según se marchaba caminando, se volvió y le pidió al guardia de seguridad que no dejara entrar a nadie en la habitación.

—Por supuesto —le aseguró Dieter mientras pasaba la página.

Encontrar la cafetería no fue difícil. Eran las doce del mediodía y por lo visto la mitad de las personas que trabajaban en el edificio se dirigían hacia allí a esa hora. Dunphy siguió a la muchedumbre y pronto se encontró en la cafetería más fantástica que había visto en la vida. Había frescos en todas las paredes, escenas pastorales con rostros modernos, incluidos los de Dulles, Jung, Pound y Harry Matta. No había cajas registradoras; todo el mundo se servía lo que le apetecía. Y Dunphy estuvo tentado de hacer lo mismo, pues había montones de panecillos de cereales y panes crujientes, fuentes con finas rodajas de rosbif, pato y carne de venado. Había platos de raclette, spaetzle y rostí, bratwurst asado y fondúes derritiéndose a fuego lento flanqueadas por cervezas heladas y botellitas de vino. También se veían platos de queso, torres de fruta y cestos de ensalada.

Se sirvió una taza de café descafeinado y se marchó por donde había venido.

—Tenga —le dijo Dieter, tendiéndole un pedazo de papel doblado al verlo llegar.

—¿Qué es eso? —le preguntó Dunphy, aprensivo.

—Pues una nota…

—¿Para mí?

—Sí. Cójala, es de su amigo Mike.

«¿Mike?»

Dunphy cogió la nota, entró en el despacho y cerró la puerta tras de sí.

¡Hola, Gene!

¿Qué haces aquí? ¡Creía que estabas enfermo! Esta mañana he visto que Hilda tenía tu nombre anotado en su mesa y me ha explicado que andas haciendo algo llamado control de daños… ¿qué es eso? ¿Desde cuándo sabes algo sobre «control de daños» ? ¡Tú no eres más que un vaquero! (¡Ja, ja!) Bueno, vayamos a comer juntos… vuelvo dentro de diez minutos.

La firma era un simple garabato que denotaba una gran práctica: R-algo-algo-algo-G-O-L-D. R-gold. Mike R-gold. «¡Rhine-gold! ¡Joder!»

Aunque ya no importaba qué hora fuera, Dunphy consultó el reloj; eran las doce y veintidós. Tenía que salir rápidamente de allí porque… «porque Dunphy conoce a Rhinegold, Rhinegold conoce a Brading… y eso no es bueno». Rhinegold era el psicópata que le había tomado declaración en aquella habitación sin eco de Langley. «Si me ve aquí, en Zug, en el registro… tengo que marcharme cuanto antes, tengo que salir de aquí en seguida. Y además no me va a quedar más remedio que dejar aquí mi precioso abrigo, el que me costó mil libras en la plaza que hay más allá del Zum Storchen. Porque no creo que Dieter me permita marcharme si me ve con el abrigo puesto.»

Dunphy miró con cierta tristeza las carpetas que había sobre el escritorio. Quedaban media docena de cartas que Dulles le había escrito a Jung que no había leído todavía, y también una pila de carpetas en las que se leía «Censo bovino, N. M.» y «Censo bovino, CO.». Ya nunca tendría oportunidad de leerlas. A menos que…

Se metió debajo de la camisa una de las carpetas del Censo y embutió en uno de los bolsillos las últimas cartas de Dulles. Se disponía a coger las cintas de Schidlof, que se hallaban sobre la mesa, cuando la puerta se abrió de repente y entró por ella Mike Rhinegold con la mano extendida y una sonrisa tonta que en un instante se desvaneció y se trocó en un gesto de extrañeza e incomprensión. Luego pareció hacer memoria, y finalmente frunció el ceño.

—¿Qué…?

Lo había pillado con las manos en la masa, pero Dunphy poseía unos reflejos excelentes. Antes de que Rhinegold tuviese

tiempo de reaccionar, ya lo había cogido con una mano por el cuello de la camisa y con la otra por el pelo. Cerró la puerta con el pie, metió al individuo en la habitación y le estampó el puente de la nariz contra el borde del escritorio. Un chorro de sangre salpicó formando un arco al tiempo que las cintas salían despedidas por el aire y Rhinegold caía al suelo.

Dunphy lo sujetó por los brazos y le dio un pequeño meneo, como si de una hucha se tratase. Nada. Frío.

Y entonces llamaron a la puerta.

—¿Qué sucede ahí?

—No ocurre nada —le aseguró Dunphy a gritos—. Mike y yo sólo estamos…

Pero en ese momento Rhinegold pisó a Dunphy en el empeine y apretó con fuerza, lo que lo hizo proferir un alarido de dolor.

—¡Dieter! —llamó Rhinegold.

Dunphy intentó quitárselo de encima; se dio la vuelta y golpeó a Rhinegold contra la pared. Lo hizo una y otra vez, sin parar, hasta que la puerta se abrió y entró Dieter, que se sobresaltó al ver al amigo de Dunphy caer al suelo como un saco de patatas. En la pared situada a espaldas de Dunphy había salpicaduras de de la sangre de Rhinegold.

—Was der Fuck?

El fornido guarda dio un paso hacia Dunphy y luego otro, haciéndolo retroceder hasta un rincón de la reducida oficina. Tenía los ojos brillantes de excitación cuando amagó con la izquierda para luego atizarle con la derecha, golpeándolo dos veces en el mismo segundo. La cabeza de Dunphy se estampó contra la pared y se le abrió el labio superior, que empezó a sangrar. «Este tío es boxeador», pensó, mientras se derrumbaba. Al mismo tiempo, Dieter le golpeó con su enorme mano izquierda en la boca del estómago, lo que hizo que el norteamericano se doblara por la mitad.

Pero entonces el alemán cometió un error: agarró a Dunphy por la corbata y lo alzó en un único movimiento.

—Vaya, así que quieres jugar duro, ¿eh? —le dijo con un acento vulgar muy marcado.

Y, sonriendo, lo abofeteó en la cara con la mano abierta. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando sucedió aquello… y sencillamente no acababa de creérselo. ¡Aquel energúmeno le había dado una bofetada! ¡Y otra!

Dunphy levantó la mano con rapidez y dobló los nudillos formando una cuña con la que aporreó a Dieter en la nuez. En un

instante, el guarda se había doblado en dos y se agarraba la garganta como si se le fuese a escapar.

Dieter gruñía de un modo espeluznante, con un rugido ahogado que no cesaba. Dunphy, enloquecido, miró a su alrededor por toda la habitación buscando algo con que hacerlo callar, pero lo único que encontró fue la grapadora de metal que se hallaba sobre la mesa. No era gran cosa, pero de todos modos la cogió; al darle la vuelta, saltó una grapa. Utilizó la grapadora a modo de porra y golpeó con ella la nuca del guarda una y otra vez, hasta que la carne le quedó hecha una especie de pudin. El grandullón cayó de rodillas, luego de bruces, y finalmente quedó despatarrado en el suelo. El gruñido se había convertido ahora en un gorgoteo.

A Dunphy el corazón le latía a toda velocidad mientras se limpiaba la sangre de las manos y se las secaba con los faldones de la chaqueta de Rhinegold. Se colocó la corbata y se pasó la lengua por el labio superior; al pasarla por la herida hizo una mueca de dolor. Después se puso el abrigo, se alisó el cabello y…

El teléfono empezó a sonar con una especie de gorgoritos electrónicos.

Dunphy se quedó mirándolo sin saber qué hacer. El aparato volvió a sonar, y luego otra vez. Finalmente Dunphy se decidió a descolgar.

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