El último merovingio (44 page)

Read El último merovingio Online

Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

—Pues como se diga —aceptó la muchacha y volvió a dar unas palmaditas en la cama.

Georges Watkin trabajaba en un apartamento situado en un dúplex art nouveau en el distrito noveno. La advertencia que Van Worden les había hecho acerca de que Watkin «tal vez rezase en una iglesia completamente diferente» hizo que Dunphy se mostrase especialmente cauto con él. De manera que se inventó un pretexto y llamó al francés para decirle que se encontraba en París en representación de la Iglesia de los santos del Ultimo Día, la cual estaba interesada en contratarlo como asesor en asuntos genealógicos. ¿Le interesaría una cosa así a Watkin? ¿Sería posible mantener una entrevista con él?

«¡Eh… claro! ¡Faltaría más!»

Watkin estaba libre aquella misma tarde, cosa que a Dunphy

no le sorprendió. La Iglesia Mormona es a la genealogía lo que Hollywood al cine. Aunque Watkin hubiera sido rico como para no necesitar el dinero que le proporcionase aquella oferta, no era probable que hubiera rechazado una entrevista semejante.

Y Watkin no era rico. Según Van Worden, se trataba de un escritor de poca monta con pretensiones aristocráticas. Escribía artículos sobre la realeza, sobre todas las realezas, para la prensa del corazón de Francia e Inglaterra. Era una autoridad en lo concerniente a los Windsor, los Habsburgo y los Grimaldi, y com­plementaba sus ingresos realizando estudios genealógicos para algunos particulares.

Con la Glock en el fondo del portafolios nuevo, Dunphy llegó acompañado de Clem a la oficina de Watkin. Éste les abrió la puerta a través del portero automático, y ambos subieron a la segunda planta, donde el genealogista los esperaba muy sonriente a la puerta del piso.

Era un hombre bajo y gordo de cara infantil. Llevaba un traje negro, gastado pero decente, cuyos hombros brillaban por el uso. Debajo de la chaqueta se había puesto una camisa blanca y una corbata clásica de rayas cuyas manchas ponían en evidencia el entusiasmo que el genealogista sentía por la sopa. Unos zapatos gastados y cierto tufillo a sudor completaron la primera impresión que Dunphy se llevó de aquel hombre.

—Raymond Shaw —se presentó Dunphy, inventándose el nombre para proteger su falsa identidad, mientras le estrechaba la mano a Watkin—. Y ésta es mi ayudante, Verónica… Flexx.

La reacción de sorpresa de Clementine le pasó inadvertida a Watkin.

La oficina era grande y cómoda, aunque hacía excesivo calor. Las paredes estaban forradas de estantes llenos a rebosar. Pilas de documentos y rollos de pergamino descansaban sobre unas mesas, de biblioteca de madera maciza situadas a ambos lados de la sala. A lo largo de la pared, una serie de ventanas con los cristales mugrientos resplandecían a la luz gris de una tarde que amenazaba lluvia.

—¿Armagnac? —les ofreció Watkin mientras se servía una copa para él.

—No, gracias —respondió Dunphy al tiempo que se dejaba caer en un sillón de piel más bien raído—. Nosotros no bebemos.

Watkin apretó los dientes y suspiró.

—¡Naturalmente! Qué estúpido soy. Yo… —La voz del genealogista se fue apagando hasta quedar en silencio, como si hubiera olvidado lo que iba a decir; su sonrisa se trocó en una expresión de sorpresa, o quizá de alarma. Fuera lo que fuese, sólo duró un segundo. Después recuperó la voz y habló de nuevo—: Lo siento muchísimo.

—No tiene por qué disculparse —dijo Dunphy—. ¿Por qué no disfruta usted de su copa mientras yo le explico qué es lo que buscamos?

El francés tomó asiento en el sillón detrás del escritorio, apartó unos papeles y con un movimiento de la cabeza los invitó a que empezaran a hablar.

Dunphy se había pasado la mañana en un cibercafé no lejos de la Sorbona, buscando información acerca de los mormones. Había tomado notas y había redactado un discursito meloso que esperaba resultase halagador y le sirviera para ganarse la simpatía de aquel hombre.

—Es Pedro quien nos ha traído aquí —le explicó Dunphy—. No sé si es usted un hombre religioso, pero Pedro nos dice que el Evangelio «se predicó también para los muertos, que puede que se los juzgue como hombres de carne y hueso, pero que en espíritu viven de acuerdo con Dios». En la Iglesia de los Santos del Último Día creemos que Cristo sufrió y murió no sólo por los pecados de los vivos, sino también por los de los muertos. Como podrá usted imaginar, esto nos impone a nosotros una obligación muy especial: redimir las almas de los que han muerto… las almas de nuestros antepasados que ahora se encuentran en el mundo de los espíritus. Y como creo que usted ya sabrá, hacemos esto mediante un sacramento conocido popularmente como bautismo por poderes. Naturalmente, antes de eso debemos identificar a los antepasados en cuestión a través de métodos genealógicos tradicionales. —Al llegar a este punto, Dunphy hizo un gesto de complacencia y Clementine esbozó una sonrisa beatífica. Watkin asintió respetuoso, aunque con cierto aire distraído—. Llevamos bastante tiempo siguiendo el rastro de cada familia hacia el pasado, una generación tras otra —continuó explicando Dunphy—. Nos gusta pensar que hemos salvado a millones de almas, pero como podrá usted imaginar…

—Cuanto más atrás se remontan, más difícil resulta —sugirió Watkin.

—Exacto. Y especialmente en el caso de los norteamericanos, cuyas raíces casi siempre se hallan al otro lado del Atlántico. —Watkin asintió comprensivo—. Por eso hemos venido a verlo la señora Flexx y yo. Se nos ha encargado que pongamos en mar-

cha un instituto de investigación en París para facilitar las peticiones genealógicas que nos hacen algunos miembros de la iglesia en Estados Unidos.

—Comprendo —dijo Watkin—. Y han pensado…

—Hemos pensado que quizá usted pudiera ayudarnos en esa tarea.

Watkin asintió lentamente y con cierto pesar, según advirtió Dunphy. Finalmente preguntó:

—¿Quién les ha hablado de mí?

Dunphy había supuesto que el francés le haría esa pregunta, por lo que metió la mano en la chaqueta y sacó una fotocopia del artículo de Watkin publicado en Archaeus: «El cultivo magdalena.»

—Verá, nos impresionó mucho su artículo -—explicó Dunphy al tiempo que le tendía la fotocopia a Watkin.

Este último sacó unas gafas de leer del bolsillo de la chaqueta y se las colocó sobre la nariz. Luego se aclaró la garganta y miró el papel que tenía en la mano. Empezó a leer las primeras líneas del artículo; parecía desconcertado. Finalmente levantó la vista.

—¿De dónde han sacado esto? —preguntó.

Dunphy también esperaba esa pregunta.

—Se lo enviaron a uno de nuestros genealogistas de Salt Lake City, y él nos lo hizo llegar. No sé en qué revista se publicó…

—Todo el mundo dijo que era un trabajo excelente —comentó Clem al notar el desconcierto de Watkin.

—Oh, sí —convino Dunphy.

Watkin los miró alternativamente.

—Este artículo no se difundió demasiado —dijo en voz baja, casi en un murmullo.

—¿Ah, no?

—No. Se imprimieron muy pocos ejemplares de la revista. Se trataba de una publicación… especial. Se hacía para un público muy restringido, no para el público en general. De manera que… es una rareza.

—¡Pues entonces creo que debemos considerarnos afortunados por haberlo leído! —se apresuró a decir Dunphy—. ¡Y afortunados también por haber encontrado al hombre que lo escribió! —Watkin asintió ligeramente, aunque resultaba obvio que pensaba en otra cosa—. Está escrito de un modo muy inteligente.

—¿Qué? —preguntó Watkin.

—El artículo.

—Muy ingenioso —añadió Clem; la muchacha cruzó las piernas y las medias produjeron un leve chasquido—. El modo en que escribió usted sobre el linaje merovingio…

—¡Como si se tratase de una práctica de viticultura! —concluyó Dunphy—. ¿De dónde sacó usted la idea?

Ahora Watkin ya no estaba distraído. Paseó la mirada rápidamente de Dunphy a Clem y viceversa, varias veces. Luego pareció que se relajaba… y comenzó a seguirles la corriente.

—No sé —dijo—. Fue sólo una idea. Lo escribí por diversión. —Hizo una pausa y luego preguntó—: ¿Así que les interesan los merovingios?

—Desde luego —contestó Dunphy.

—¿A quién no? —terció Clem.

—Me pregunto si quedará todavía alguno en el mundo —comentó Dunphy, pensativo.

—No es usted el único que se lo pregunta —repuso Watkin, muy sonriente—. ¿Les gustaría ver las genealogías que encargó Napoleón? No son las originales, claro, pero…

—¡Cono, pues claro! —exclamó Dunphy. Y al instante lo lamentó—: Perdón, es que a veces… me excito demasiado.

Watkin se encogió de hombros.

—Las tengo en la habitación de al lado —dijo—. Voy a por ellas…

Cuando se hubo marchado, Dunphy hizo una mueca de rabia y Clementine se le acercó.

—Creo que has metido la pata, hermano.

Dunphy también lo creía, pero ahora ya no había remedio. Se levantó, se acercó a la ventana y echó un vistazo hacia el exterior. Había empezado a llover débilmente y la calle se veía limpia y reluciente.

—Está lloviendo —observó.

Y empezó a andar de un lado a otro por la habitación, examinando los estantes repletos de libros, a ver si encontraba algo que le proporcionara una clave sobre la extraña conducta de Watkin.

Revista de la Sociedad Internacional de Genealogía e Historia Familiar Británica.

Catálogo de manuscritos de los archivos francojudaicos.

Documentos relativos a la historia de los poblados y ciudades situados a lo largo de los ríos Dadau y Agout (con la excepción de Réalmont), 1330-82.

¡Ovnis sobre Biarritz!

—Tate —murmuró Dunphy.

Pero siguió recorriendo la habitación hasta que llegó finalmente al escritorio de Watkin. Entonces le llamaron la atención dos cosas. La primera era una luz roja que parpadeaba en el teléfono y que indicaba que en ese mismo instante alguien estaba realizando una llamada desde otra habitación. Y la segunda cosa que le llamó la atención fue una fotografía suya que se encontraba sobre la mesa.

Era una fotografía tamaño pasaporte sujeta a un memorándum enviado por Harold Matta, el director de Personal de Investigación de Seguridad. Asustado, Dunphy leyó el memorándum, que identificaba al hombre de la fotografía como John Dunphy, alias Kerry Thornley, alias Jack. En el documento se describía a Dunphy-Thornley como:

Un hombre armado y sumamente peligroso. Se cree que el señor Dunphy viaja en compañía de una mujer con documentación falsa. El sujeto se hizo pasar por un funcionario federal en Kansas, hirió a un agente federal en Londres e irrumpió, saltándose los sistemas de seguridad, en unas instalaciones del Programa de Acceso Especial en Suiza, de donde robó unos documentos de MK-IMAGE, material confidencial Andrómeda, después de atacar salvajemente a dos miembros del personal del archivo. Equipos de safari de Personal de Investigación de Seguridad han sido destinados a nuestras embajadas de Londres, París y Zurich.

Si lo ven, notifíquenlo de inmediato al equipo más cercano.

«Oh, mierda —pensó Dunphy—. ¿Qué demonios será un equipo de safari? —Y enseguida se le ocurrió la respuesta—: Pues justo lo que imaginas.» Quitó la fotografía del memorándum al que se hallaba sujeta y volvió a acercarse al sillón. Tomó asiento de nuevo y le mostró a Clem la fotografía al tiempo que le decía en voz baja:

—Estamos jodidos.

—¿Qué?

—Que disponemos de diez minutos como máximo —le confió, metiéndose la fotografía en el bolsillo de la chaqueta—. Luego tenemos que salir de aquí. Ese hombre está hablando por teléfono.

Poco después apareció Watkin, que parecía bastante nervioso; bajo el brazo llevaba un montón de gráficos. Los extendió sobre una de las mesas de biblioteca y puso libros en las esquinas

a modo de pisapapeles. Dunphy y Clem se pusieron en pie y se reunieron con él.

—Están ustedes viendo los árboles genealógicos ancestrales de los merovingios tal como los prepararon los genealogistas de Napoleón en los tres primeros años del siglo xix —les explicó el francés.

—Los reyes de Larga Cabellera —murmuró Dunphy.

Watkin hizo un mohín.

—También se los ha llamado reyes del Santo Grial.

—Son como manuscritos iluminados —observó Clem, al tiempo que señalaba los delicados trazos que llenaban los márgenes de los gráficos.

En los dibujos aparecían leones y querubines, flores y magos. Y, en el medio, un entramado de parentescos que trazaban una línea directa remontándose desde la época de Napoleón hasta las Cruzadas, desde las Cruzadas hasta la Edad Oscura y finalmente hasta el propio Mérovée.

—Es muy hermoso —señaló Dunphy.

—No lo sabe usted bien —convino Watkin.

Dunphy miró con atención los nombres y se sintió algo decepcionado al ver que ninguno de ellos le decía nada. Dagoberto II, Segisberto IV, ésos por lo menos aparecían en las referencias de los archivos Andrómeda, aunque no tenía ni idea de quiénes eran.

—¿Quién es Dagoberto? —preguntó.

—Dagoberto —dijo Watkin con un mohín—. Su padre fue rey de Austrasia…

—¿Y eso qué es?

—Así se llamaba a la región del norte de Francia y ciertas partes de Alemania. Es una historia interesante, como un cuento de hadas. Cuando asesinaron al padre de Dagoberto, éste fue secuestrado por el intendente del palacio, que lo hizo encerrar en un monasterio de Irlanda. Al parecer no tuvieron valor para matarlo. Al cabo de unos años, el hijo del intendente se convirtió en rey y Dagoberto llegó a la edad viril.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó Clementine.

—En el año 651. Recuperó el trono cuando tenía veintitrés años.

—¿Qué pasó después? —quiso saber Dunphy, pensando que aún disponía de unos cinco minutos.

—Que murió —respondió Watkin encogiéndose de hombros.

—¿Y cómo fue? —preguntó Clem, extrañada.

—Lo asesinaron mientras dormía; de un lanzazo en un ojo.

—¿Quién lo hizo? —inquirió Dunphy.

—Según los relatos, el esbirro de Pipino el Gordo.

—¿Y en realidad?

Watkin resopló.

—El Vaticano, naturalmente.

—¿Y éste? —preguntó Clem—. ¿Quién es éste?

—Segisberto —dijo Watkin—. El linaje continuó a través de él.

—¿Durante cuánto tiempo?

Dunphy pretendía darle un giro a la conversación para conducirla al tema que los había llevado allí.

Watkin parecía incómodo.

—¿Qué quiere decir?

—¿Dónde están ahora? ¿Queda alguno todavía? —Watkin se encogió de hombros—. Oh, vamos —insistió Dunphy—. ¡No me diga que nadie ha mostrado interés en esto desde Napoleón!

Other books

Feral by Berkeley, Anne
White Fangs by Christopher Golden, Tim Lebbon
The Cousins by Rona Jaffe
Dead And Buried by Corey Mitchell
Where the Light Falls by Gretchen Shirm