El último merovingio (40 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El compresor se detuvo.

—Vete a la mierda —le espetó Dunphy en voz más baja de lo que hubiera querido.

—Creo que… debes de pesar alrededor de ochenta quilos. —El Deportista se volvió hacia Blémont—. ¡No hay ningún problema! Puedo levantar cien quilos con facilidad. —Miró a Dunphy directamente a los ojos, bajó la voz hasta convertirla en un susurro y declaró en tono confidencial—: Esto no te va a gustar, pero después vas a tener mucho tiempo para pensar en ello.

Yacto seguido agarró a Dunphy por el cinturón con la mano derecha. Con la izquierda lo sujetó por el cuello de la camisa, respiró tres veces rápida y superficialmente, flexionó las rodillas y se agachó.

Si Dunphy hubiese esperado un segundo más, habría sido demasiado tarde. El Deportista lo habría levantado en el aire por encima de la cabeza. Desde esa posición habría dado la vuelta despacio… y luego lo habría arrojado contra el caballete. La columna vertebral se le habría partido igual que un lápiz.

Pero no esperó. Levantó bruscamente la cabeza y embistió al Deportista con ella. Lo golpeó en la nariz con la frente y le aplastó el tabique nasal. Después le propinó una fuerte patada en las piernas y le atizó un golpe en la cara con el revés de la mano. Blémont contempló boquiabierto cómo el Deportista caía desmade­jado al suelo al tiempo que Dunphy se levantaba de la silla comoimpulsado por un resorte. Lanzó un gruñido de dolor y empezó a asestar golpes a ciegas a diestro y siniestro.

El corso, sorprendido, retrocedió. Dunphy se abalanzó con furia sobre él, y en medio de un gran estruendo los dos hombres cayeron encima del banco de trabajo. Durante unos instantes pareció que Dunphy llevaba las de ganar, pero eso no duró mucho. Los clavos lo desgarraban por dentro, y en cambio el corso esta­ba fresco y era fuerte. Dunphy notó que le fallaban las fuerzas mientras el Deportista se arrastraba, rugiendo, e intentaba levantarse del suelo.

«No soy capaz de hacerlo —pensó Dunphy—. No tengo bastantes fuerzas.»

Tenía agarrado a Blémont por la garganta, pero éste no dejaba de soltarle puñetazos, algunos de los cuales dieron en el blanco. Golpeó a Dunphy en la boca, en las orejas y en la nariz. Después levantó la rodilla con fuerza y rapidez y le asestó un tremendo golpe en la entrepierna. Dunphy soltó un alarido de dolor y se apartó de su atacante, pero Blémont volvió a golpearlo, con lo que lo envió dando un traspiés hasta el extremo del banco de trabajo. Mientras detenía la caída con el brazo izquierdo, Dunphy vio venir a Blémont y, con un acto reflejo, alargó la mano y cogió la primera herramienta que encontró. Se trataba de un martillo. Lo levantó en el aire y observó con asombro cómo la parte puntiaguda del mismo se clavaba en la sien del corso.

Con expresión de sorpresa, Blémont se detuvo y se incorporó con el martillo colgándole de un lado de la cabeza. Igual que los toros que aún no saben que están muertos mientras permanecen en el ruedo con un estoque atravesado en el corazón, el corso se tambaleó. Acto seguido se le doblaron las piernas y se desplomó en el suelo. Una sacudida le recorrió el cuerpo de pies a cabeza; luego quedó inmóvil.

El Deportista arremetió contra Dunphy como un ariete, cargando bajo e intentando cogerlo por las rodillas. Dunphy se echó a la derecha y rodeó el banco de trabajo buscando a tientas algo que le sirviese de arma, una herramienta, cualquier cosa, pero no había nada. El Deportista se dio con el hombro contra el banco, que del empujón se movió hacia Dunphy. Tras ponerse en pie lanzando un gruñido, rodeó el banco con más rapidez que Dunphy. Durante un momento las miradas de ambos se encontraron mientras el Deportista medía la distancia que los separaba y calculaba el número de pasos que tenía que dar para salvar-

la: tres. Mientras tanto Dunphy iba haciéndose a la idea de que iba a morir.

Entonces se volvió en dirección a la puerta, pero el Deportista lo alcanzó antes de que pudiera levantar un pie del suelo. La ira del francés era tal que, en lugar de agarrarlo por la garganta y romperle el cuello, cosa que podría haber hecho fácilmente, empezó a asestarle puñetazos. Luego lo cogió y lo empujó por la habitación como si de un carrito de la compra se tratase, y lo lanzó contra el sofá de color calabaza y, después por encima del mismo. A Dunphy se le escapó el aire de los pulmones al dar con los hombros contra el suelo de madera. El Deportista saltó por encima del sofá y se arrojó sobre él.

«Estoy perdido», pensó mientras manoteaba en el aire. Entonces rozó algo pesado y duro, y al tocarlo lo alejó de sí sin querer. Era la pistola de clavos.

Los pulgares del Deportista le apretaban la tráquea con fuerza, y a Dunphy le pareció que la habitación empezaba a dar vueltas y se hacía cada vez más oscura. Sintió que los ojos se le salían de las órbitas, hasta el punto de que pensó que iban a estallarle. En aquel momento su mano tropezó con la pistola de clavos por segunda vez. La cogió, describió un arco en el aire con la misma, la apoyó contra el puente de la nariz rota del Deportista y…

¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!

26

Deseaba quedarse allí, tumbado en el suelo. Dunphy tenía la sensación de estar roto por dentro y por fuera, y le parecía que lo único que podía hacer sin poner en peligro su vida era permanecer allí tendido. Al cabo de un rato sus ojos se posaron en la bandera de Contre la boue que se hallaba en la pared, y entonces recordó que se encontraba en territorio enemigo.

Empujó el cuerpo inerte del Deportista para quitárselo de encima y empezó a incorporarse trabajosamente a la luz del crepúsculo.

Debía de haber permanecido varias horas inconsciente. El sol ya se estaba poniendo, de modo que la sombra de Dunphy se alargaba en el suelo y subía hasta media pared. Apoyándose en todo lo que encontró a su paso para no caer, pasó junto al cadáver de Blémont y se dirigió al teléfono que había sobre el buró situado en un rincón del taller. Levantó el auricular y marcó el número del Broken Tillen,

—Boylan.

La voz de éste sonó baja y práctica, casi un susurro, como si el dueño de la misma esperase malas noticias.

—Soy yo —le dijo Dunphy.

Transcurrieron varios segundos en los que sólo hubo silencio. Y luego:

—¿Dónde estás? —Dunphy empezó a pensar torpemente en ello. Echó un vistazo a su alrededor—. ¿Dónde estás? —repitió Boylan.

—Es que no lo sé —repuso Dunphy. Luego paseó la mirada por el local—. Es un taller de tapicería.

—¿Dónde?

—Espera. —Uno a uno, Dunphy fue abriendo los cajones del

escritorio hasta que encontró un montón de facturas, todas ellas con el mismo nombre y dirección—. Creo que el local lleva por nombre Casa Tapizada. Se encuentra en la calle Zaragoza, en Candelaria.

—¿Crees?

—Sí. Es que no estoy seguro.

—¡Pues pregúntale a alguien!

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Porque todos están muertos. Y yo no me encuentro precisamente bien.

Boylan, Davis y Clem tardaron media hora en llegar. La muchacha se vino abajo al ver el panorama: el alsaciano con una enorme mancha roja alrededor de la cintura; Blémont con el martillo clavado en la cabeza, y el Deportista con el rostro cubierto de sangre.

Y Dunphy, el único de todos ellos que quedaba en pie, con aspecto de haberse tirado de cabeza a una piscina vacía.

—¡Dios mío! —exclamó Tommy palideciendo mientras corría junto a su amigo—. ¿Qué ha pasado?

—Que me he caído —respondió Dunphy.

Lo llevaron a una aldea de las montañas donde Boylan conocía a un ginecólogo jubilado, escocés, que complementaba sus ingresos practicando algún que otro aborto. El hombre le puso a Dunphy una inyección de codeína y después le extrajo los clavos uno a uno.

Pero no se podía hacer nada con la nariz ni con las costillas rotas.

—La nariz se curará sola, y las costillas… bueno, no parece que hayan perforado ningún órgano importante, ya que de ser así no estaríamos ahora hablando de ello —explicó el médico—. De manera que, aunque esté hecho polvo, lo que tiene no es mortal.

Sin embargo, había riesgo de infección. Para prevenirla, el médico le recomendó a Dunphy unos antibióticos muy efectivos, le indicó que podía alojarse en las habitaciones de la planta superior del chalet y lo encomendó a los cuidados de Clementine.

Todo aquello no resultó barato. A cambio de los servicios profesionales, la hospitalidad y el silencio, el facultativo pidió cinco mil libras. Clementine habría preferido sin duda alguna llevar a Dunphy al hospital de Santa Cruz, pero eso quedaba fuera de toda consideración. «La masacre de Candelaria» publicaron en primera página todos los periódicos de las Canarias, que parecían

obsesionados con el hecho de que un gángster francés hubiese muerto «grapado» mientras que a otro lo hubieran asesinado con un martillo. No habría sido una buena idea que Dunphy se hubiera presentado en urgencias agujereado como un aceríco.

De modo que se quedaron en Masca, en casa del médico, donde no les quedó más remedio que dejar transcurrir los días a base de leer y de jugar al ajedrez en la terraza. Las heridas de Dunphy sanaban bastante bien, y no se infectó ninguna de ellas, aunque ahora tenía la nariz más aguileña que antes.

También hicieron algunos progresos en su pretensión de aclarar el asesinato de Schidlof.

Un atardecer, mientras se hallaban sentados entre las buganvillas de la terraza tomado sangría, Dunphy le dijo a Clem:

—Después de todo por lo que hemos pasado, seguimos siendo fugitivos. No estamos más cerca de la verdad ahora que hace un mes.

—Eso no es cierto —repuso ella—. Tú mismo has dicho que en Zug te enteraste de muchas cosas sobre Dulles y Jung…

—Y también de Pound —añadió Dunphy—. Y de algo llamado Sociedad Magdalena. Pero todo eso no nos lleva a ninguna parte. Para lo único que ha servido ha sido para multiplicar por dos el número de preguntas que me hacía al principio, como por ejemplo quién es, o quién era, Gomelez. Si todavía viviese, ahora ten­dría noventa o cien años. Y lo del Apocryphon… ¿Qué tiene eso que ver con lo demás, y con Schidlof? Es como si me hiciera las preguntas equivocadas. Porque, si quieres saber la verdad, lo que me gustaría en realidad es volver al punto en el que me encontraba hace seis meses.

—Eso es una tontería —replicó Clem.

—¿Ah, sí?

—Claro. Es imposible volver atrás. Nunca podrás hacerlo.

—¿Por qué no?

—Pues, para empezar, ¿qué me dices de tu amigo…? ¿Qué me dices de Roscoe?

Clementine tenía razón. Nadie puede volver a meterse en las mismas aguas del río dos veces, sobre todo después de que a una persona a la que quieres la hayan estrangulado corriente arriba. Dunphy dejó escapar un suspiro.

—¿Pues entonces por qué hacemos todo esto?

La muchacha se encogió de hombros.

—Por nada. Sencillamente… es que no nos queda otra opción. A ninguno de los dos.

El día antes de marcharse de Masca para dirigirse a Londres, donde Dunphy esperaba localizar a Van Worden, Clem le llevó una carta que había encontrado al hacer el equipaje.

—Esto estaba en tus pantalones —le dijo al dársela—. Me parece que la trajiste de Zug.

Dunphy echó una ojeada a la caligrafía y asintió. Casi se había olvidado de ella. La carta estaba fechada el 19 de abril de 1946, y empezaba así:

Mi querido Cari:

Le pido disculpas por haber tardado tanto en contestar a su última carta. Mi hermano y yo hemos trabajado sin descanso esforzándonos por crear la infraestructura de posguerra adecuada para llevar a cabo los fines políticos que se han convertido en nuestro destino. Devolver Jerusalén a los judíos es, en mi opinión, un objetivo de la política exterior de Estados Unidos, legítimo y fácil de defender… por mucho que pueda desestabilizar esa región a corto plazo. Parece ser que tenemos fuerza moral, y eso resulta una ventaja, desde luego.

Lo de la unificación de Europa ya es harina de otro costal. Los soviéticos harán todo lo que esté en su mano con el fin de oponerse a ello, de manera que ya se prepara el escenario para lo que con toda seguridad será la próxima confrontación. Pero no me cabe la menor duda de que saldremos triunfantes. Sólo es cuestión de diplomacia y de guerras.

Tarea más difícil va a ser influir en el inconsciente colectivo mediante la propagación de las pautas arquetípicas que se describen en el Apocryphon. Crear Sión es una cosa… es, o será, una nación muy parecida a otras muchas.

Aunque no sé cómo vamos a conseguir crear un mundo en el que

«las bestias yacen descuartizadas en los campos,

el grano se codifica solo formando dibujos extravagantes

y los cielos se iluminan con espectros».

Es una orden difícil, pero no creo que sea imposible. Hemos desarrollado una técnica en la Oficina de Servicios Estratégicos llamada operaciones psicológicas. (Sugiero que me deje esto a mí.)

Allen

Dunphy leyó aquellas palabras una segunda vez, y luego una tercera: «Las bestias yacen descuartizadas en los campos…» Así era. Y recordó algo que le había dicho Gene Brading: «En los últimos tiempos que pasé en el ejército empezamos a hacer dibujos geométricos en los campos de trigo… la Agencia los llamaba "agriglifos"…» «El grano se codifica solo…» Y otra cosa, algo que Branding había mencionado sobre Optical Magick: «También hicieron lo de Medjugorje. Y lo de Roswell. Y lo de Tremonton. Y lo de Gulf Breeze.»

Lo cual significaba que Dunphy estaba en lo cierto. El siglo xx era un espectáculo de luz, un conglomerado de efectos especiales que se hacían pasar por realidad primero y por historia después. Y todo ello urdido por un puñado de hombres poderosos con unas ideas muy peculiares. Pero ¿por qué?, se preguntó, mirando más allá de las montañas. ¿Para qué?

El 1 de junio llegaron a Londres en avión utilizando los documentos falsos que les había proporcionado Max Setyaev en Praga. Dunphy ya estaba acostumbrado a viajar bajo una identidad falsa, pero Clem, que ni siquiera se atrevía a cruzar una calle con el semáforo en rojo, estaba muy nerviosa. La cola de inmigración era larga y serpenteante y tardaron quince minutos en avanzar, así que cuando les tocó el turno, Clem utilizaba de abanico el pasaporte falso.

—Número ocho, señorita.

Un agente de inmigración de origen pakistaní y edad avanzada le hizo señas con la mano para que se acercara a una de las doce mesas allí dispuestas, donde otro hombre mucho más joven esperaba sentado jugueteando con los tampones. Dunphy se maravilló de la transformación que sufrió aquel hombre cuando Clem apareció ante él riéndose y sujetando el pasaporte entre las manos. No alcanzaba a oír lo que decían, pero no le hacía falta. Sólo tardaron un segundo en comportarse como viejos amigos; el funcionario sonreía de oreja a oreja y Clementine tonteaba como una quinceañera. Un guiño, otro guiño y… ¡adelante, ya está! Tras lo cual, la muchacha bajó por la escalera mecánica hacia las cintas de equipaje situadas dentro de la zona de aduana. Después le tocó el turno a Dunphy.

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