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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

El último merovingio (37 page)

La respuesta de Tommy, fuera cual fuese, no llegó a oídos de Dunphy, ya que éste pulsó el botón de «Play» y los pequeños carretes empezaron a girar.

—Dorado. —¿Dorado? —Sí.

—Bueno, si usted lo dice, pero… ¿no cree que es un poco…? —¿ Un poco qué? —¿ Un poco amarillo?

—¡Sabía que diría eso! Pero no, no creo que lo sea. Irá de primera con el kirman.

—¡Ah, es cierto! ¡Tiene usted el kirman/

A Dunphy le costó un poco identificar las voces, y más aún averiguar de qué hablaban. En este caso se trataba de una silla que Schidlof había mandado tapizar.

La segunda conversación era relativamente clara, pues se trataba de Schidlof pidiendo hora en el médico porque sospechaba que tenía bursitis. De pronto, apareció sobre la mesa el café de Dunphy como salido de la nada. Encorvado sobre la grabadora y atento a lo que escuchaba por los auriculares, no había adver­tido que Miguel se le había acercado.

—Gracias —dijo hablando demasiado alto.

Dio un sorbo. «¡Uf, qué caliente!»

La tercera y la cuarta llamadas eran de alumnos que le preguntaban a Schidlof si podían cambiar la hora a la que estaban citados con él. La quinta la hizo Schidlof, y era internacional, pues Dunphy contó quince tonos perfectamente definidos antes de que el teléfono empezara a sonar al otro extremo de la línea. Luego se puso al aparato una voz con marcado acento norteamericano.

—Gibeglisociates.

—¡Oiga! ¡Soy Schidlof!

—Sí…

Dunphy detuvo la cinta y la rebobinó. —Gibegli Associates. Repitió la operación.

—Gil Beckley Associates.

—¡Oiga! ¡Soy Schidlof!

—Sí, doctor Schidlof. Me alegro mucho de oír su voz.

—Llamo para saber si han recibido el cheque que les envié.

—En efecto… sí, se lo agradezco.

—Era un adelanto.

—Como tal lo considero.

—Me preguntaba si habría tenido usted ocasión de leer la carta.

—Sí", claro.

—¿Y bien? ¿Ha podido formarse una opinión?

—Bueno, es auténtica. De eso no me cabe la menor duda.

La cinta giró en silencio durante cinco o seis segundos.

—¿Profesor?

—Sí.

—Me parecía que se había cortado la comunicación.

—No, es que…

—Si usted lo desea, puedo ponerlo en contacto con alguien que trabaja en Sotheby's. Se trata de una persona muy bien situada.

—No…

—Es probable que le consiga por lo menos mil por la carta… o tal vez más. Así usted podría pagar los gastos que se le han ocasionado.

La voz de Beckley hizo que Dunphy recordase que en cierta ocasión había visto a aquel hombre; fue en uno de los programas de Diane Sawyer, hablando sobre los diarios de Hitler que en realidad no lo eran.

—Bien, se lo agradezco, pero… de momento, sólo quiero autentificar las cartas.

Ahora fue Beckley quien permaneció callado. Al cabo de unos instantes comentó:

—¡Vaya! No me daba cuenta de que era…

—Sí, se trata de correspondencia. Creí que le había quedado claro.

—No.

—Pues…

—¿ Y esas cartas son… dice usted que son todas de Alien Dulles ?

—Sí. Las primeras son de principios de los años treinta. Jung murió en el año 1961. Y en ese momento se acaba la correspondencia.

—Comprendo.

Beckley guardó silencio de nuevo durante unos segundos.

—Esto podría ser un tanto delicado, ¿sabe? —¿A qué se refiere?

—Pues… Alien Dulles fue un tipo muy importante. Metió la nariz en todas partes.

—£50 ya lo comprendo, desde luego, aunque…

—Si a usted le parece bien, puedo echar un vistazo al resto de la correspondencia.

—Es muy amable de su parte, pero…

—Sin cobrarle nada, por supuesto.

—Pero es que no es necesario, de verdad.

La conversación continuaba durante un minuto más: Beckley trataba de convencerlo para que lo dejase examinar las demás cartas y Schidlof se negaba una y otra vez con mucha educación. Finalmente el profesor dio por terminada la conversación alegando que tenía que ir a dar una clase.

A Dunphy le vino a la cabeza el telegrama que había tenido ocasión de leer en el Registro Especial, el que Matta le había enviado a Curry. «Fuente bien informada y controlada unilateralmente… en posesión de material confidencial Andrómeda… ¿Quién es Schidlof?»

«Bueno —pensó Dunphy—, por lo menos ahora sabemos quién era la fuente…» Aunque no es que hubiera muchas dudas al respecto. Al pobre Schidlof se le había ocurrido acudir al hombre menos indicado. Beckley era uno de esos tipos de Washington que nunca lograban sobreponerse a la idea de perder el derecho a los pases de seguridad. Jubilados forzosamente a los cincuenta años, esos individuos eran capaces de hacer cualquier cosa para demostrar que seguían siendo útiles a la comunidad del espionaje, cualquier cosa para seguir «teniendo influencia», cualquier cosa con tal de continuar «en el juego».

Y así, Beckley había vendido a su cliente a la Oficina de Seguridad de la Agencia a cambio de una palmadita en la espalda. Dunphy se preguntó si habría conseguido la palmadita. O si, como Schidlof, ahora descansaría eternamente. Dunphy confiaba en que fuera lo segundo.

Levantó la vista del reproductor de casetes y le hizo una seña a Miguel para que le llevase otro café, tras lo cual echó un vistazo a su alrededor. Se sorprendió al ver que ya no era el único cliente del bar. Una pareja joven sentada a una mesa de la terraza hablaba animadamente. Y en la barra había un hombre de espaldas a él que bebía cerveza con parsimonia. «Bonita camisa de trabajo», pensó Dunphy admirando el color, una especie de azul cobalto.

Después miró hacia la playa en busca de Clem, pero no la vio. Había docenas de bañistas que entraban y salían del agua y por lo menos cien personas, la mitad de ellas desnudas, tomando el sol, leyendo, durmiendo…

En el bar se estaba fresco. Incluso había cierta humedad.

Dunphy volvió a colocarse los auriculares, apretó el botón de «Play» y empezó a escuchar.

Oyó a Schidlof reservando entradas para un partido de los Spurs. A Schidlof cancelando una cita con el dentista. A Schidlof quejándose a otro profesor de las intolerables cargas de la profesión. A Schidlof escuchando amablemente a un pelmazo de los que se dedican a hacer encuestas de mercado por teléfono. Y fi­nalmente a Schidlof marcando un número y luego una voz que contestaba en tono animado.

—¿Dígame?

—¿El doctor Van Worden? —¡Llámeme Al, por favor!

—Ya. Bueno, soy Leo Schidlof, del King's College. -¿Sí?

—Esperaba que pudiéramos vernos. —Ya.

—Eh… en realidad confiaba en que, si tiene usted tiempo, comiéramos juntos.

Una pausa que Schidlof se apresuró a llenar.

—Verá, es que tengo mucho interés por la Sociedad Magdalena.

Van Worden rió.

—¿De veras?

—Sí. Y… eh… bueno, según tengo entendido, usted es una de las pocas personas que está en situación de contarme cosas de ella. —Pues, sí… supongo que sí. ¿Es usted historiador?

Llegó Miguel con el café y lo puso sobre la mesa sin pronunciar palabra.

—Bueno, en realidad soy psicólogo.

—Ah… ¿Y por qué iba a interesarle a un psicólogo algo así? Lo que quiero decir es que… ¡esa sociedad desapareció hace doscientos años!

Silencio por parte de Schidlof.

—¿Profesor? -¿Sí?

—Me pregunto por qué un psicólogo… —Porque no estoy seguro de que sea así. —¿Cómo?

—Quiero decir que no estoy seguro de que la sociedad se haya extinguido.

Esta vez fue Van Worden quien guardó silencio. Finalmente dijo:

—¡Bien! Pues no faltaba más. Vayamos a comer juntos.

Dunphy se preguntó quién debía de ser Van Worden. Un profesor, supuso, probablemente de historia. En cualquier caso, alguien que sabía lo suficiente acerca de la Sociedad Magdalena como para que Schidlof acudiese a él.

Rebobinó la cinta hasta justo antes de que empezase la conversación. Oyó los siete tonos del número y luego la animada voz de Van Worden: «¿Diga?» Eso significaba que era una llamada local hecha desde casa de Schidlof, lo cual hacía pensar que Van Worden vivía en el centro de Londres.

Dunphy estaba considerando la posibilidad de que Van Worden figurase en la guía telefónica de Londres cuando oyó un grito sordo. Levantó la vista y distinguió por el rabillo del ojo que algo se movía a su izquierda. Se volvió rápidamente en esa dirección y vio que el hombre que estaba tomándose una cerveza en la barra golpeaba a Miguel con una botella. Luego un bate, un ladrillo o algo parecido lo golpeó a él justo detrás de la oreja. Dunphy percibió un fugaz destello blanco y acto seguido se dobló hacia adelante y cayó contra las baldosas del suelo. Los auriculares se le habían caído y ahora el grito se hizo más agudo, se transformó en un alarido estridente mientras Dunphy se esforzaba por sacar la pistola que le había proporcionado Boylan. Ya casi la tenía cuando la puntera de una bota se le clavó en un riñón, después en el hombro y luego otra vez en el riñón. Ahora eran ya dos las personas que chillaban, y Dunphy comprendió de pronto que uno de ellos era él mismo. Alguien lo golpeó con el pie en las costillas para darle la vuelta y Dunphy empezó a disparar como un loco. No sabía exactamente a quién, a qué o a cuántos disparaba, pero comoquiera que fuese empezó a agitar los brazos de un lado a otro, pistola en mano, y comenzó a arrastrarse de espaldas por el suelo en un intento de alejarse de la bota que lo pateaba. La gente gritaba… él gritaba…

Entonces sucedió algo en la parte de atrás de su cabeza y el mundo se apagó con un suave chasquido.

25

Tenía náuseas y se sentía mareado. Completamente mareado. Notaba como si tuviese rota la parte baja de la espalda y fisuras en las costillas.

Se encontraba sentado en algún lugar, con la frente apoyada sobre las rodillas. Tenía miedo de levantar la cabeza; tenía miedo incluso de respirar. Y entonces lo invadió una oleada de náuseas que lo hicieron vomitar, le sobrevivo un espasmo brusco. Y después de eso el mundo comenzó a aparecer ante él.

Se encontraba en una especie de taller. Las luces fluorescentes parpadeaban y zumbaban, y un olor penetrante y muy desagradable impregnaba el aire. Olía a barniz. Las sienes le latían como si se las apretaran y las soltaran alternativamente. Casi contra su voluntad, Dunphy levantó la vista y vio…

Vio muebles. Montones de muebles. Y rollos de tela. Y también alambres y muelles. Aquello era un taller de tapicería. Y luego, poco a poco, procedente de algún lugar que en un principio le pareció lejano, oyó unos aplausos. Con un gran esfuerzo Dunphy se volvió hacia el lugar de donde provenían.

Roger Blémont se hallaba sentado en un mullido sillón de orejas de color verde aplaudiendo tan despacio que cada palmada se apagaba antes de que la siguiente hendiera el aire. Sonreía y, como siempre, iba impecablemente vestido. El reloj Breitling, la raya de los pantalones perfectamente planchada y… una bata de trabajo.

Él era el tipo que estaba sentado a la barra mientras Dunphy escuchaba la cinta de Schídlof. Dunphy lo había visto, pero sólo de espaldas, y ahora…

—Estás hecho una mierda —comentó Blémont.

Un suave gemido se le escapó a Dunphy de los labios.

—Un vrai merdiers.

Oyó una breve carcajada y volvió la cabeza para ver quién había reído. El Deportista, ataviado con unas botas y una chaqueta de cuero, se apoyaba indolentemente en el respaldo de un sofá y miraba a Dunphy sin disimular en absoluto la curiosidad que sentía. En un sillón próximo vio también al alsaciano de rostro inexpresivo.

«¿Por qué aquí?», se preguntó Dunphy mirando a su alrededor. Y entonces reparó en la bandera blanca, igual que el pin que a veces llevaba Blémont, que colgaba por encima de un banco de trabajo atestado de cosas; sobre ella, un estandarte azul y dorado con las palabras «Contre la boue». Al parecer, Blémont tenía amigos hasta en las Canarias.

Dunphy se dijo que tenía que salir de allí. Instintivamente, hizo un esfuerzo por ponerse en pie y apretó los dientes para soportar el dolor… pero no consiguió levantarse. Tenía las manos atadas a la espalda.

—Bueno, ya sabes, Kerry… —empezó a decir Blémont con voz suave.

—No me llamo Kerry —masculló Dunphy.

Blémont soltó una risita.

—Me importa un rábano cómo te llames.

—Pues debería importarte —replicó Dunphy—. Te va a hacer falta saberlo para recuperar el dinero.

—Vaya, hombre —exclamó el corso como si acabase de recordar algo—. El dinero. Se lo dije a Marcel, le dije: «Kerry y yo tenemos que hablar de dinero.» —Le echó una breve mirada al Deportista—. ¿No es cierto?

El hombre corpulento asintió, al tiempo que encendía un puro pequeño.

Sin dejar de sonreír, Blémont cruzó el taller, se puso en cuclillas delante de Dunphy y lo miró a los ojos.

—¿Por qué te llevaste mi dinero? —le preguntó.

—Porque lo necesitaba —contestó Dunphy—. Tenía problemas.

—¿Tenías?

Dunphy desvió la mirada. Le dolía todo el cuerpo y era consciente de que aquello no había hecho más que empezar. Era evidente que Blémont tenía intención de joderlo a base de bien; lo leía en sus ojos.

—Pues es mucho dinero —comentó el corso—. Y no es sólo el dinero de las acciones. También hay que tener en cuenta los intereses. N'est-ce-pas? —Dunphy suspiró—. Y además de los intereses también está… —Blémont frunció el ceño—. ¿Cómo se dice… le dessous de table?

—El soborno —le apuntó el Deportista.

—Exacto.

—¿Qué soborno? —quiso saber Dunphy.

—El de la secretaria —repuso Blémont—. La de St. Helier. ¿Cómo crees que te hemos encontrado? —De manera que Dunphy no se había equivocado en sus suposiciones. Estupendo—. Y además hay otros gastos. Como Marcel y Luc. Ellos también cobran honorarios, como podrás imaginar. Tienen sus gastos; muchos, muchos gastos. Barcos. Aviones. Hoteles. Restaurantes, y bueno, también tienen que comer.

Dunphy miró a Blémont, luego al Deportista y después al alsaciano.

—¡Eh! —lo llamó Blémont, como reprendiéndolo—. Que estoy aquí.

Pero Dunphy era incapaz de volverse. Tenía los ojos clavados en los del alsaciano, que estaba repantigado en un mullido sillón y miraba a Dunphy con odio. Durante unos instantes éste pensó que aquélla era una mirada dura, esa clase de mirada que intercambian los enemigos cuando se encuentran en una habitación atestada de gente y cada uno se halla en un extremo de la misma. Pero luego vio una franja roja alrededor de la cintura de aquel hombre y comprendió que no se trataba de un fajín precisamente. El alsaciano se estaba desangrando allí mismo, en el sillón. Y la expresión que tenía en el rostro era la de un individuo que hacía todo lo posible por no morirse. Por no perder el control. Por aguantar. Por aguantar como fuese.

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