El último merovingio (6 page)

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Authors: Jim Hougan

Tags: #Religión, historia, Intriga

—Aun así…

—Lo hecho hecho está —intervino Rhinegold—. Pero el caso es que esas escuchas telefónicas relacionan al profesor Schidlof con el señor Davis, y éste acaba por conducir hasta usted. Y así sucesivamente.

—¿Así sucesivamente?

—En efecto. Es difícil decir dónde podría acabar el asunto.

—Es una de esas cosas que podrían llegar justo hasta lo más alto —añadió Esterhazy.

Dunphy asintió; luego ladeó la cabeza, levantó las cejas y las bajó. El sonido de una educada disculpa le salió de los labios.

—Comprendo perfectamente cuál es el problema, pero… es que no sé dónde se encuentra Davis. No tengo ni la más remota idea —les aseguró.

El mayor de aquellos dos hombres frunció el ceño, se encogió de hombros y cambió de tema.

—Háblenos del profesor. —Dunphy emitió un gruñido—. ¿Por qué lo vigilaban?

Dunphy negó con la cabeza.

—No me lo dijeron.

—Pero usted escuchaba sus conversaciones telefónicas, debe de tener alguna opinión al respecto.

—No.

—Con toda seguridad…

—No. Y se equivocan al decir que yo escuchaba las conversaciones telefónicas. Lo único que hacía era comprobar las cintas antes de pasárselas a Curry para cerciorarme de que se había grabado algo en ellas. Por lo que se me dijo, y por lo que yo leí más tarde, ese tipo daba clases en el King's College. Creo que el periódico decía que era profesor del Departamento de Psicología, o algo así.

Esterhazy se inclinó hacia adelante.

—Háblenos de eso.

—¿De qué?

—Del interés que mostraba el profesor Schidlof por la psicología.

Dunphy miró a aquellos hombres, primero a uno y luego al otro.

—¿Y cómo cojones voy a saber yo algo de eso? —exclamó finalmente.

—Pues…

—Les aseguro que lo único que sé de ese individuo es lo que leí en el periódico.

—¿No sentía usted la menor curiosidad por la persona a la que espiaba?

—¿Curiosidad? ¿Por qué? ¿Por un profesor de psicología? No, hombre. Lo único interesante de ese tipo, por lo que yo sé, es que lo descuartizaron.

—¿Que lo descuartizaron? —repitió Rhinegold.

—Sí.

—¿Por qué emplea usted esa palabra?

—¿En lugar de cuál?

—En lugar de decir que lo mataron.

—Porque no sólo lo mataron: lo hicieron pedazos. Le cortaron los brazos, las piernas… y lo castraron. ¿Quieren saber mi opinión? ¡La policía debería ir al supermercado y preguntar a todos los empleados de la sección de carnicería dónde se encontraban aquella noche! Porque esto no ha sido sólo un asesinato; ha sido más bien… una disección.

Los dos hombres que interrogaban a Dunphy fruncieron el ceño.

—Sí, bueno… estoy seguro de que fue algo horrible —concedió Rhinegold.

Esterhazy desvió la mirada y la habitación quedó en silencio durante un rato.

—¿Y cuál es la relación? —preguntó al cabo Dunphy.

—¿Qué relación?

—La que existe entre las escuchas telefónicas y el asesinato.

—No hay ninguna relación —contestó Esterhazy—. ¿Por qué debería haberla?

—Bueno, en ese caso se trata de una coincidencia ciertamente asombrosa. ¡Me refiero a que ya nadie dice nada comprometido por teléfono! Para lo único que sirvió la vigilancia fue para determinar las pautas de conducta doméstica de ese individuo. ¿Tenía un perro o tal vez un gato? Y si tenía perro, ¿cuándo lo sacaba a pasear? ¿Adonde lo llevaba? ¿Iba al dentista, visitaba a un quiropráctico? ¿Tenía una amante?

—Se está yendo usted por las ramas, señor Dunphy.

Rhinegold parecía contrariado, pero no había manera de detener a Dunphy, que cada vez hablaba más de prisa.

—¿Qué hacía? ¿Dónde lo hacía? ¿Cuándo lo hacía? Porque, afrontémoslo, en algún lugar del camino alguien encontró la manera de coger a ese tipo en mitad de Londres, y allí mismo lo operaron, lo operaron quirúrgicamente hasta dejarlo convertido en un maldito torso y luego lo abandonaron…

—Señor Dunphy…

—…junto a una iglesia, por el amor de Dios…

—Jack…

—¿Y ahora resulta que sospechan de mí? ¿Qué quieren decir con eso de que no hubo ninguna relación?

Dunphy miraba con aire feroz a aquellos inquisidores. Nadie dijo nada durante unos segundos. Finalmente Esterhazy carraspeó, avergonzado.

—En realidad, usted no lo es —lo informó.

—¿No soy qué?

—-Sospechoso.

—¿Y por qué piensa usted eso? —preguntó Dunphy.

—A menos que se encuentre al señor Davis, hasta que se lo encuentre, usted no se halla bajo sospecha. Es más bien como un posible punto de contacto.

—Y por eso precisamente es tan importante que localicemos al señor Davis —explicó Rhinegold.

—Exactamente —convino Esterhazy—. Puede que necesite nuestra ayuda.

Se hizo un silencio muy prolongado. Ninguno de los presentes parpadeó siquiera.

Finalmente Dunphy volvió las palmas de las manos hacia el techo y acto seguido las dejó caer.

—Pues lo siento, tío, pero no sé dónde está.

6

A las siete de la tarde, el interrogatorio aún no había terminado, pero justo en ese momento el reloj de Rhinegold emitió un sonido agudo semejante a un gorjeo para recordarle que tenía una cita.

Los dos hombres que interrogaban a Dunphy guardaron las notas que habían tomado, cerraron los maletines y se pusieron en pie.

—Creo que debería usted cenar en el hotel —le sugirió Rhinegold.

—¡Buena idea! —dijo Esterhazy—. ¡Servicio de habitaciones! ¡Relajación!

—Continuaremos a las ocho en punto de la mañana —añadió Rhinegold.

—¿No les parece que podríamos quedar un poco más tarde? —sugirió Dunphy—. A mediodía estaría bien. —Esterhazy y Rhinegold se lo quedaron mirando con ojos inexpresivos—. Bueno, es que necesito ropa —les explicó—. Tengo que comprarme otro par de calcetines, y las tiendas no abren hasta las diez. —Nada. Ni una sonrisa. Dunphy suspiró—. Vale, no hay problema; los lavaré en la bañera.

Y eso hizo. Compró una botella de Woolite en un 7-Eleven, volvió a la habitación del hotel y llenó la bañera de agua. Se desnudó, se arrodilló en el suelo del cuarto de baño y, sin dejar de renegar, lavó el chándal, los calcetines y la ropa interior. Después escurrió todas las prendas con las manos y las colgó de una silla que colocó delante del radiador. A continuación se sentó a ver la televisión, pidió una hamburguesa al servicio de habitaciones y se quedó dormido.

Las preguntas continuaron a la mañana siguiente. Dunphy se había puesto el chándal todavía húmedo, ya que todavía no se había secado. La sesión se prolongó hasta el anochecer, cuando interrumpieron el interrogatorio por segunda vez, y continuó de nuevo el martes en la misma tónica.

Resultaba agotador y fastidioso, pero finalmente acabó por convertirse en algo rutinario. Dunphy no tenía las respuestas que ellos buscaban, a excepción del paradero de Tommy Davis, y estaba del todo decidido a no traicionar a aquel hombre. El martes por la tarde, Esterhazy se recostó en el respaldo del sillón, levantó las cejas y dijo:

—Creo que esto es todo lo que vamos a conseguir.

Rhinegold asintió.

—Estoy de acuerdo. Yo diría que hemos finito.

Se pusieron en pie al mismo tiempo, guardaron los bolígrafos y los blocs, las cerillas y los cigarrillos. Esterhazy cogió el reloj de la mesa y se lo puso en la muñeca.

Aliviado de que por fin hubiese acabado aquel martirio, Dunphy empujó la silla hacia atrás mientras esbozaba una sonrisa. Luego se puso en pie.

Rhinegold le dirigió una mirada inexpresiva mientras encajaba los cierres del portafolios.

—¿Adonde va usted? —le preguntó.

Dunphy hizo un gesto con la cabeza como diciendo: «Me voy de aquí.»

—Usted no ha terminado todavía —le informó Esterhazy—. Nosotros somos los que hemos terminado.

Pasó casi una hora, que se hizo eterna, antes de que la puerta se abriera y entrase un hombre de pies deformes y ojos estrábicos con dos maletines que no hacían juego. Saludó a Dunphy con una inclinación de cabeza, y sin pronunciar palabra, depositó los maletines sobre la mesa, se quitó la chaqueta y la colgó con es­mero del respaldo de la silla. Uno de los portafolios era delgado y de piel suave; el otro era grueso, de plástico gris, y parecía indestructible.

Con bastante ceremonia, el visitante sacó un par de objetos del maletín de piel y los colocó sobre la mesa delante de Dunphy. El primero era un libro en edición de bolsillo en cuya cubierta se veía un dibujo primitivo. La ilustración mostraba una rubia en pantalón corto que llevaba puesto un dogal; estaba arrodillada fregando el suelo de la cocina mientras, a poca distancia, un gran danés la miraba con lascivia. Dunphy se fijó en el título del libro: El mejor amigo del hombre.

El segundo objeto era una imagen de Cristo, pequeña y con incrustaciones doradas, que tenía los ojos vueltos hacia el cielo y cuya cabeza estaba rodeada de una corona de espinas ensangrentadas. Dunphy se quedó mirando aquellos objetos, primero examinó uno y después el otro, ladeó la cabeza y gruñó ante tanta psicología barata.

El hombre de los pies deformes ni siquiera parpadeó. Abrió el maletín de plástico y sacó un cable de la máquina que había en el interior. Se dio la vuelta hacia Dunphy, apoyó ambas manos en la mesa, señaló la imagen con un gesto de la cabeza y dijo en voz baja:

—Sé muy bien lo que usted hizo, y también sé lo que sabe; si me miente a mí, so cabrón, le miente a Él. Y ahora, arremangúese.

El resto de aquel día y todo el miércoles se fundieron en una neblina de preguntas que abarcaban la vida profesional de Dunphy. Era un ejercicio inútil, desde luego. Como a cualquier funcionario de carrera, a él lo habían entrenado convenientemente en algunos aspectos que, si bien no le permitían vencer al polígrafo, por lo menos sí lograban hacer que los resultados fuesen confusos. Si la prueba era larga, como resultó ser aquélla, vencer a aquel aparato se convertía en un proceso agotador que requería que la persona sometida a examen mantuviera un elevado nivel de concentración durante varias horas seguidas. Era difícil, pero no imposible. Y desde luego merecía la pena intentarlo si había algo importante que ocultar.

El truco consistía en aprovechar el intervalo entre pregunta y respuesta, intervalo que el especialista del polígrafo prolongaba deliberadamente para medir mejor las reacciones galvánicas. Para vencer a la máquina había que establecer una línea básica que falsease la verdad, e infundir a cada respuesta verdadera cierto énfasis, cierta presión, con lo que se conseguía que tales respuestas no pudieran distinguirse de las mentiras.

Generar esa presión no era difícil. Sólo había que hacer un pequeño cálculo, como multiplicar once por catorce antes de responder a la pregunta con sinceridad. Y luego, cuando llegase el momento de mentir, se mentía sin pensar, con lo que los resultados eran más o menos los mismos. El encargado del polígrafo llegaba a la conclusión de que el examinado o bien había mentido en todo o había dicho la verdad en todo. Y como las respuestas a algunas preguntas ya las conocía, la conclusión lógica era que el sujeto decía la verdad.

—¿Hoy es miércoles? —le preguntó el examinador leyendo

la pregunta de un papel impreso con ordenador y doblado en abanico.

Dunphy se quedó pensando. «Dieciséis por nueve son… noventa más cincuenta y cuatro: ciento cuarenta y cuatro.»

—Sí —respondió.

El hombre del polígrafo puso una marca al lado de esta pregunta.

—¿Ha estado alguna vez en Londres?

«Catorce por doce son, ehh… ciento cuarenta más veintiocho: ¡Ciento sesenta y ocho!»

—Sí.

Otra marca al lado de la pregunta. Y así sucesivamente.

—¿Está familiarizado con el criptónimo MK-IMAGE?

«Veintisiete por ocho, doscientos dieciséis.»

—No —contestó Dunphy tomando nota mentalmente.

Estaba mejorando en aritmética.

«¿Pero qué es MK-IMAGE?»

—¿El señor Davis se puso en contacto con usted el día que abandonó Londres?

«Trescientos cuarenta y uno dividido entre ocho son… cuarenta y dos y… A Dunphy se le quedó la mente en blanco. Cuarenta y dos y algo. Cuarenta y dos y… calderilla.»

—Sí —respondió.

El encargado del polígrafo hizo otra marca en el papel.

—¿Y le comunicó adonde se dirigía?

Dunphy dejó la mente en blanco.

—No —dijo.

Otra marquita.

Y luego lo soltaron y le comunicaron que podía marcharse a casa.

7

El viejo pasaporte de Dunphy, la cartera y la ropa lo esperaban aquella noche en el hotel metidos en una maleta. En su interior también había una bolsita de plástico con el cepillo de dientes y la maquinilla de afeitar, un puñado de recibos atrasados, calderilla que tenía en la cómoda de Londres, un cepillo para el pelo y diversos objetos. Habían utilizado un rotulador negro de lavandería para etiquetar la bolsa de plástico con el letrero de «Efectos personales», lo cual le produjo a Dunphy una extraña sensación de déjá vu. «Así son las cosas —pensó—, esto es lo que sucede cuando ya estás muerto. Meten tu cepillo de dientes y la calderilla en una bolsita y se lo mandan todo al pariente más cercano.» Agotado, se sentó en la cama, luego se tumbó de espaldas un momento y… se quedó dormido.

Los insistentes timbrazos del teléfono lo despertaron de un profundo sueño más o menos diez horas después. La voz al otro extremo de la línea le pidió que se presentara de inmediato en la Central del Personal de Incógnito, y que llevase consigo toda su documentación.

Dunphy hizo lo que le pedían. Un funcionario negro de pelo cano con una lista en la mano le pidió que «entregase» el pasaporte a nombre de Kerry Thornley, el permiso de conducir irlandés y toda la demás «basura» que llevara encima. Tras tachar uno a uno los artículos de la lista, los fue tirando a una papelera roja de metal con un letrero que decía «quemar».

Por primera vez, Dunphy tuvo la certeza de que no iba a volver a Inglaterra por encargo de la Agencia.

Medio aturdido, cogió el ascensor que bajaba a la Oficina de Dirección de Personal, donde permaneció una hora sentado en la sala de espera hojeando un ejemplar manoseado de The Economist. Finalmente apareció una mujer menuda y canosa ataviada con un vestido estampado y le comunicó que la B-209 iba a ser su oficina «de momento».

Dunphy conocía el cuartel general tan bien como cualquiera, pero…

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